martes, 31 de mayo de 2011

Onírico fragmento...

       
...extraído de “La sombra del relámpago

(“¿Sos capaz de soñar? ¿Sos capaz de soñar?”) Francamente insidioso me puse a destripar terrones a puras patadas, sujetando mi conciencia de su evidente materialidad. El cielo rojo del amanecer era contundente, no era solamente un área que iba en degradé hacia colores fríos, era todo rojo.
No muy lejos, sobre unas lomitas que me hicieron acordar a San Luis, se veía una mesa de jardín -cuya sombrilla parecía reflejar sangre del cielo- con dos personas debajo. Conversaban animadamente, distraídas por completo del entorno apocalíptico que sugería el otrora azur, ahora onda efecto invernadero. También bebían como al descuido, con la naturalidad de esa burguesía que nunca estalla de gozo al contacto de las mucosas con el fino champagne. Sentí que debía dar a la bebida aquella –fuera la que fuese- los honores que merecía, así que me aproximé silbando bajito y como quien no quiere la cosa. A poco advertí que uno de los contertulios era el tuerto de las otras noches, pero esta vez no me pareció tan guarro. A su lado, una gorda de unos sesenta años emperifollada y fumando de una boquilla exageradamente larga.
‘Estoy haciendo unas investigaciones’ dije, mientras me sentaba a la mesa con un desparpajo impropio respecto de mi personalidad habitual. ‘Me gustaría ver si el champagne en sueños sabe tan bien como el otro’
‘Te estábamos esperando, ¿no es así, querida Helena?’
‘Oh, sí, oh sí, tenía muchas ganas de conocer a este joven, estimado Maurice. ¿Gabriel, no?’
‘Sí, Gabriel. ¿Y quiénes coño son ustedes? Digo, si se puede saber. Maurice y Helena, ya. Maurice, eche un poco de escabio.’
El tipo me hizo caso. Mientras servía, me señaló:
‘Quizás no hayas reparado en la relevancia de tu interlocutora.’
‘No parece gran cosa’ –respondí, mientras paladeaba un exquisito y helado champagne ligeramente dulce. ‘¡Aaaaaahhhhh, así se hace! Loco, esto no es verso. Soñando a veces gozás más que en vigilia, ¿no?’
‘¡Pero claro!’ –Asintió Maurice.
‘¡Brindo por la señora gorda aquí presente!’ Exclamé, mientras elevaba mi copa hacia el rojo firmamento.
‘La señora gorda aquí presente, no es otra que la mismísima Madame Blavatsky. Madame Helena Petrovna Blavastsky’ La gorda sonreía, al parecer muy ufana y segura de sí misma.
‘Ta en pedo, maestro, la Blavatsky murió a fines del siglo XIX, y ya casi estamos en el XXI.’
‘¿Y?’
‘Bué, y yo qué se... falta algo acá... ¡música! ¡Eso! ¡Falta música!’
La gorda chasqueó los dedos y arrancó el scherzo nº 2 de Chopin.
‘¿Cómo hiciste eso?’ Pregunté.
‘¿Cuántos megabytes tiene tu sueño?’ Inquirió a su vez.
‘Ahá. Es una buena pregunta. No sé, la verdad... ¿seis millones?’
‘No, querido, infinitos. Ésa es la esencia de la creación’
‘Decí que el champán está bueno, que si no....’
‘Por eso aún puedo estar aquí’
Miré a Maurice y le dije:
‘Diga, don, ¿no se está poniendo un poquito metafísico, ésto?’
‘Tienes que entender. Tienes que entender.’
‘¿Qué mierda es lo que tengo que entender?’
‘Pero es más amplio, a lo que me refiero. Tenga, fúmate un buen puro’
‘La cosa parece marchar sobre ruedas, por aquí, ¿no? Lástima el cielo, tan rojo’ dije, mientras chupaba de aquel habano que sabía a magias caribeñas. No tardé en mezclar su bouquet con el del champagne.
‘¡Ése cielo’ sentenció Madame Blavatsky ‘no es más que un signo del fin de los tiempos que yo misma he presagiado, y para ello estoy aquí: para asistir a la realización de mi profecía, burdo escritorzuelo de pacotilla! Puedes contar que te lo he dicho, más allá de los inmensos pasillos del tiempo etérico.’
‘¡Pero andá, gorda new age! ¡Al final tiene razón Renato, son todas unas chantas!’
‘Podés decirle eso de parte mía a Renato. Que se acuerde de eso, precisamente. Que somos todas unas chantas.’
Tras lo cual, se levantó de su silla y meneando el cuerpo al son de Chopin, procedió a desnudarse sin preámbulos ni afectación alguna. Su cuerpo se transfiguró en un esbelto ejemplar femenino en su punto. Tuve una reminiscencia de una película de Buñuel. ‘¡Somos todas unas chantas!’, repetía, entre carcajadas cada vez más histéricas. Me volví hacia Maurice y vi con sorpresa que se estaba masturbando, y también reía.
‘Con que ésas tenemos’ dije, mientras trasegaba todo el champagne que podía. El Rojo era como que se me estaba metiendo dentro del cuerpo. Traté de distinguir el sol, pero no pude. Supuse que estaría por allí, detrás de toda esa rojez. El sol, nada menos. Mme. Blavatsky dejó de reírse, me miró fijamente con la autoridad que le daba su agresiva y bella desnudez, y volvió a espetarme:
¿Cuántos megabytes tiene tu sueño?
 
TODO ES UNA EXCUSA
 
Una mujer desnuda
El scherzo nº 2 de Chopin
Finos decorados
La champaña
El puro
Los ojos
Eternamente persiguiendo al sol
El aire
Que sustenta pero que hace como que no está
Los grillos
Dedicándole a la oscuridad
Su ríspida mensura inútil pero inclaudicable
Como cada bocanada de aire
La tarjeta de plástico que dice quién sos
(Y que es una bomba de tiempo atada a tu muñeca)
La madera que arde y la que sostiene
La sangre seca en tu nariz
El fatuo sombrero de fieltro
La memoria
Cuya eficacia depende del nivel de oxígeno
Tu sigilo
Siempre solapando extrañas debilidades
El aire de la noche
Que hace como que está pero que no está
Vos
Y los ojos
Eternamente persiguiendo al sol

domingo, 29 de mayo de 2011

La oración de los hijos de puta


Adonde voy llevo mi oración. Sí, no os asustéis, los hijos de puta también oran. Acá Fernando me sopla al oído que generalmente, los que más rezan son los más hijos de puta, pero también podría decirse que muchísimos hijos de puta no rezan, y así entramos en una ensalada de diagramas de benn cuyas superfetaciones, si fueran cromáticas, darían como resultado algo quizá más delirante que las mismísimas obras de Kandinski, serían algo así como arte socio-religioso estadígrafo.
-Che, esto no garpa -dice fastidiado el Alter Ego, mientras apachurra una colilla en mi cenicero toba, y agrega: -Con lo que te cuesta arriar ganado para estos jagüeles sucios…
-¿Tratás de ganado a mis lectores?
-Qué te asustás, si el que los trata peor sos vos, con estas glosas soporíferas con las que se entretienen vos y tu esbirro de color.
-Ah, querés competir… “esbirro de color”… ¿qué carajo es esa expresión?
-Qué, ¿no sabés qué quiere decir?
-Te están sobrando -me dijo el negro.
-Vos no me metas fichas que éste no pesa ni veintiún gramos, si querés pegale vos. Pero estábamos hablando de la oración de los hijos de puta, y al respecto creo que “orar” y “rezar” no son la misma cosa. Orar me tira una onda más zen, en cambio rezar tiene más que ver con recitar, como repetir cantinelas y estructuras de memoria, sin profundizar en el significado.
-¿Tu análisis es de base etimológica? -Preguntó Fernando, me guiñó un ojo y nos cagamos de risa.
-Ves. Loco, vos y el grone se meten siempre en camisa de once varas. Dicen incoherencias con acentos académicos y después no saben como sacar los pies del lazo. Acá hay que narrar, chabón, mostrar un poco de creatividad y el más mínimo oficio. Boludeces pseudofilosóficas bate cualquiera. ¿Qué mierda tiene que ver la oración con la hijoputez?
-¿Conciente o inconciente?
-Ves, lo que te digo, sos pura chicana. ¿Desde dónde hablás, vos?



¿Desde dónde hablo? Buena pregunta, y tengo una mejor respuesta. Hablo desde Cartagena de Indias, Colombia. Estoy sentado sobre los suaves resortes de una butaca doble sacada de un auto, bajo unas palmeras, gozando de una noche espléndida de julio, de la fresca brisa y de las espectaculares piñas coladas que prepara Antonio. A mi derecha ensaya para un certamen una orquesta de cumbias. Una y otra vez el mismo par de temas, el de presentación y el otro para ser ejecutado ante un eventual arribo a la ronda final. Está bueno, las gaitas colombianas son toda una novedad para mí, uno de los bongoseros toca como la gran puta, pero… una y otra vez el mismo par de temas… en fin.
Según normativa legal, ya a esa hora no se pueden servir bebidas alcohólicas en los bares/barraca de la costanera. Pero Antonio se las ingenia para alcanzarme, por la puerta trasera que da a la playa, las referidas e inolvidables piñas con ron Medellín y no sé qué otros ignotos pero maravillosos ingredientes. Y si esto resultara poco para que me simpatice rotundamente, luce una remera con la foto de Escobar Gaviria sobre la inapelable leyenda que reza “El Patrón”.
Acabo de cumplir 52 años, la edad sagrada de las culturas centroamericanas precolombinas. Buen momento para una recapitulación, sobre todo cuando jamás he hecho alguna cosa de esa índole. Y que será la única/última vez que haga semejante cosa. Tal vez me sirva para averiguar ante mí también desde dónde carajo hablo.
La UNASUR está mediando en la crisis de este país con Venezuela. Más de uno me dijo: “Estás loco, vos, cómo vas a ir a Colombia, que están por entrar en guerra.” Qué boludos. La gente con la que hablo por acá se caga de risa de la supuesta guerra. No tienen nada en contra de Chávez, y sí mucho a favor. Al que odian es a Uribe, y desconfían del Presidente electo Juan Manuel Santos, “ojos de víbora”, como le dicen. Claro; la gente con la que hablo no pertenece precisamente a las clases acomodadas cuyo cerebro está formateado de acuerdo a los moldes que impone la multimedios Caracol y RCN. Los imperios comienzan a ponerse nerviosos por la revolución informática, que, lejos de ser una revolución más inocua -naif si se quiere- como se supuso al principio, cuando solamente alteraba ciertas pautas comunicacionales, ahora resulta clara su operatividad e incidencia en asuntos más espinosos, como llevar a conocimiento de las masas los trasfondos de la economía, la política y la sociedad en general. La transversalización de la información está causando cada vez más revueltas y les permite organizarse a los revoltosos, quienes pese a ésta su condición, no despreciaron nunca las virtudes del método aplicado al quilombo para canalizar sus estrategias.
-Che, argentino, ¿cómo se dice tiro libre en tu país? -Me pregunta, durante un impasse musical, uno de los bongoseros.
-Tiro libre - le respondo, y todos se cagan de risa. Uno le dijo “Claro, idiota, si hablamos el mismo idioma…” . El bongosero no tuvo bagaje lingüístico a mano para justificar su pregunta -cuya respuesta no resultaba tan obvia como pareció en contexto- y se limitó a menear la cabeza con una sonrisa incómoda y ojos llorosos. Tal vez no debí responder de manera tan cortante.
En fin, arranca la cumbia nuevamente (por enésima vez “la cumbia continental”), y Antonio y Escobar Gaviria me siguen tirando piñas, y yo voy a hablar de mí a través de esos mismos vórtices digitales que hoy día articulan acciones populares en Europa, Medio Oriente, y el conjunto de países ¿emergentes?.
He vivido en más casas de las que puedo recordar. No guardo memorias gratas de la infancia, solamente el afecto de mi abuelo materno, demasiado buen tipo para bancar a un bastardo como yo; un bastardo existencialista, ya que si bien creo no serlo en sentido propio, esencial si se quiere, lo soy por elección. Y ello no le hubiera agradado a mi ejemplar abuelo, pero lo habría respetado. Era un hombre de respeto. Y aunque quizá no lo parezca, yo también soy un hombre de respeto. Por ello llego al colmo de la furia cuando me siento irrespetado.
Salvo por su ejemplo, y no por su consejo, no le debo nada a nadie. Y él ya se fue de este mundo, así que, gracias a las fuerzas superiores, NO LE DEBO NADA A NADIE. No saben la tranquilidad que me da eso.
Aparte de él, de mi abuelo don Justo, no voy a hablar de nadie más. Mal o bien creo haber saldado mis cuentas afectivas. Y si me explayo sobre alguien, temo echar sal sobre viejas llagas, que arrojarán nuevas deudas en las columnas de un debe que prefiero permanezca inmaculado. Ya no tengo más solvencia anímica para afrontar tales dispendios (y dicho sea de paso, ya he pagado mucho más de lo razonable. Y no he sido respetado en la manera en que yo respeté. Pero esto es un mercadeo sentimental inconducente. Como dijo Peter Tosh, “keep on walkin’ don’t look back” . Y qué bien viene un poco de reggae imaginario para cortar un poco las cumbias reiteradas y los avatares del ánimo…)
Afirmado siempre en mi volátil criterio, y agradeciendo cada día a la intuición que me ha permitido llegar a poder seguir dando voz a iniquidades, caminé entre la miseria y el horror, y nunca dejé hallar perlas en el barro. Aprendí que la desazón no comportaba ceguera, y gracias a ello pude ver su tenue resplandor, aún en el más aciago de los contextos. Pero ojo: también aprendí que el odio ciega; el miedo -más allá de ciertos parámetros-, en lugar de paralizar, da fuerzas y compele a las acciones más temerarias; y fundamentalmente, que la depresión mata de muchas formas diferentes: provoca suicidios, enfermedades terminales y -por curiosa concatenación de factores aparentemente ajenos a la esfera de acción individual-, “accidentes” . Fatales o aún peores, que son los que nos arrojan a sobrevidas en las cuales extrañaríamos, cual paradisíacas bonanzas, las condiciones en las que se desarrolló la depresión catalizadora. Tomá. Y esto que les digo, que quede constancia en Actas, no comporta elementos ideológicos ni teológicos vinculados a pseudociencia o inspiración New Age. Y conste también que dentro de las pseudociencias incluyo a varias de las consideradas Ciencias por el stablishment cultural.
El director de la orquesta de cumbias repasa los ítems extramusicales que los ayudarán a ganar el concurso. En medio de esa especie de arenga, dice que sus rivales a vencer son unos fulanos que vienen de Barranquilla:
-“Y nosotros tenemos que sacar provecho de la diferencia -sentencia. Y luego pregunta solemnemente: “¿Y qué diferencia hay entre Cartagena y Barranquilla?
-”¿Cien kilómetros?” -Inquiere a su vez el bongosero, con picardía. Sus preguntas tenían el don de provocar hilaridad, voluntaria o involuntariamente. Nos cagamos de risa; todos, menos el director, que pasó a reducirlo verbalmente a la altura de una bolsa de excrementos.
Bueno, en fin, debo decir que he cargado muertos, y ya no los cargo; he sentido odio, pero ya no tengo tiempo para eso. Mantengo la furia, porque me gusta reaccionar mal cuando vale la pena; camino con un pie en el topos uranos y el otro en la zanja, y escribo en consecuencia; empecé a escribir para no tener que trabajar y terminé trabajando para poder escribir; No visito a mis amigos, y la mayoría de los que me visitan me rompen las pelotas; nunca olviden que la soledad es la llave maestra (para las cerraduras importantes, desde luego); tampoco olviden que la única pareja viable es la que permite estar solo de a dos, cosa que no es tan simple, por cuanto primero hay que despejar de la ecuación subjetividades románticas y/o sexuales, niveles de conformismo, en fin, toda esa pátina artificial que nubla la visión y hace aparecer como soledad a una muchedumbre de yoes, propios y ajenos, entrechocándose aleatoriamente como los átomos de Demócrito; estoy agradecido a todos los que me enseñaron algo, porque si no hubiese sido por ellos no estaría en condiciones de celebrar hiperbólicamente mi vida aquí y ahora, en Cartagena, o en mi bohemia buharda; profeso (mal) al menos tres religiones, y nunca dejo de hacer ofrenda a mis orixás.
Es tarde. Antonio y la imagen de Escobar cerraron todo y se fueron. La orquesta también. Yo estoy terminando esta recapitulación, o quizá sea que ya no hay más piñas. Se acercan tres jovenzuelos, botellas en mano. No me alarmo. Nunca me alarmo hasta que no es estrictamente necesario.
-Eh, argentino, yo soy el hermano de Antonio -me informa uno de ellos, visiblemente beodo y sonriente, mientras me estira una botella de ron.
-Siempre se puede confiar en esta familia -le dije, antes de empinar el codo.
Parece ser que la noche se iba a hacer larga. Pero hoy solo recuerdo que en un momento vivamos al Che Guevara y a Mercedes Sosa, saltando abrazados como la hinchada del equipo que se corona campeón.
Es lo más parecido a una oración y a un balance existencial que puedo hacer.

Adonde voy llevo mi oración. Sí, no os asustéis, los hijos de puta también oran.

sábado, 28 de mayo de 2011

Filaria

I

Wiku daba los últimos retoques al pulido de la estatuilla que había estado tallando, con la que iba a tratar de convencer a Jarjar, la hechicera, que lo aceptara como aprendiz de sus artes mágicas. Había trabajado en ella durante siete lunas, pero había valido la pena. El orgullo relucía en sus ojos al contemplar el icono, pensaba que hacía mayor justicia al Dios del río que cualquier otro que hubiese visto antes. Después de un escrupuloso cotejo, decidió que no había ya más que hacer, que el acabado de la pieza era inmejorable, y echó a andar, liviano y con paso seguro, a la choza de Jarjar, allí al lado de la cascada de cuyo guardián era amiga y podría decirse que ama. Tal era el poder de sus conjuros.
Ni se agitó al trepar la escarpada pendiente hacia la choza de Jarjar, erguida en un promontorio, aunque casi oculta a la vista por la exuberante vegetación que, pletórica de humedad por los efluvios de la cascada, cubría toda la zona. La llamó, con una mezcla de ansiedad y temor reverente.
-¿Qué estás molestándome otra vez? –Dijo Jarjar, atravesándolo con la profundidad de sus ojos azabache.- ¿No te he dicho que no quiero ninguna clase de tratos contigo?
Wiku bajó la cabeza, y para su desgracia se percató de que una gota de saliva se había escurrido entre sus labios, cayendo sobre la hierba, lo que motivó el agudo escarnio de la hechicera:
-¿Ves que eres un torpe niño que aún se babea? Vuelve cuando termines de cortar los dientes, so imbécil.
-Te he traído un regalo –se animó a decir Wiku, con voz trémula, las manos apretando la estatuilla contra su trasero.
-¿A ver? ¿De qué se trata? –Inquirió ella, sin abandonar el tono intimidante pero dispuesta a darle una oportunidad a la codicia.
-He tallado una imagen de Ontiku, el Dios que vino del este.
-Guárdate, idiota, de tan sólo pronunciar su nombre. Tienes suerte de que no ande por aquí, de que tenga asuntos más importantes en qué ocuparse. Y mucho más te valdrá que la imagen ésa que dices no vaya a ofenderlo aún más que tu arrogancia.
-Puedes juzgarla por ti misma. Es tuya –dijo, y se la tendió. Jarjar la tomó, y pese a que mantuvo el ceño fruncido, Wiku sintió que la había conmovido.
-Bueno, parece que te has esmerado. –Concedió finalmente la bruja, mas se apresuró a añadir: -Igual, no vayas a pensar que por esto voy a transmitirte mis poderes.
-No, Jarjar, nada me honraría más que eso, pero sé que no soy digno.
-Bueno, no me hagas perder más tiempo, vete ya.
Apesadumbrado, iniciaba el descenso cuando oyó que le decía:
-Espera un momento. Tal vez te dé una oportunidad, si demuestras que tienes coraje.
-Pídeme lo que quieras, y te lo demostraré –aseguró Wiku. Su organismo, saturado de secreciones adrenalínicas, le impedía medir las eventuales consecuencias de tal arrojo.
-Pasa, tal vez puedas hacer algo por mí.
Por primera vez ingresó a la choza de la bruja. Enseres, objetos de culto, imágenes y fetiches estaban diseminados por doquier. Se sentaron sobre la tierra apisonada, y le ofreció zumo de frutas y frijoles. Wiku no tenía hambre, mas no se atrevió a rehusar.
-Ontiku está muy enojado –comenzó a decir, y al instante el muchacho supo que su prueba consistiría en hacer algo que ayudara a serenar al Dios. Y sintió que tenía que decir algo.
-Eso es malo –observó.
-Claro que es malo, estúpido. Ontiku me ha hecho saber que está enojado porque un intruso ha llegado a estas tierras. Uno muy peligroso, que trae consigo una maldición, la misma maldición que lo obligó a venir aquí, la misma que acabó con sus antiguos sacerdotes, en las tierras en las cuales se pone el sol.
-¿Qué debo hacer? –Preguntó, ahora su ansiedad provocada por el temor ante el posible enfrentamiento a un poderoso hechicero.
-¿Qué crees? Localizar y matar al desgraciado antes de que lo haga él con nosotros, valiéndose de sus malas artes.
-¿Cómo podría hacerlo si no me enseñas antes los secretos de tu magia?
-Ése no es mi asunto. Es evidente que Ontiku te ha enviado a mí con esta preciosa estatuilla como señal. Él es el único que puede ayudarte, y parece que está dispuesto a hacerlo. Ahora vete, no hay tiempo que perder.

II

Así comenzaron los merodeos de Wiku por los alrededores del lugar en el que vivía, un asentamiento de cinco o seis grupos familiares en los que costaba discenir relaciones parentales muy concretas, por cuanto estaban fusionándose según los azarosos tropismos de la sexualidad caribeña. Eran parte de tribus que habían sido forzadas a la diáspora, por la necesidad de permanecer discretas e inofensivas a los ojos de esos hombres pálidos tan despiadados que venían en los grandes barcos. Durante dos días acechó cuanto lugar le parecía apto para refugio, o escondite, pero no halló indicio alguno del intruso. Caminaba agazapado entre la espesura con paso ligero, era menos que una sombra en la danza de claroscuros ejecutada por el sol y la foresta.
Al atardecer de la tercera jornada, cuando había empezado a formarse en su mente la idea de que acaso todo aquello no era más que una ocurrencia de Jarjar para fastidiarlo, tuvo un atisbo. Le pareció ver una sombra deslizándose entre las rocas de un congosto formado por el río. Se quedó congelado. Tal era el temor que sentía ante la posibilidad de confrontar con un poderoso hechicero, tan intenso que hubiera preferido que fuese un jaguar. Al menos podía intentar repelerlo con su cuchillo, el cuchillo que apretó en su diestra, con el que había tallado la imagen de Ontiku, el que esperaba ahora le ayudase en ese trance.
Observó el lugar y vio cómo la sombra, evidentemente de configuración humana, parecía asegurarse que nadie le estaba viendo, e iba ganado confianza y mostrándose más a medida que crecían la oscuridad y la certeza de que no había nadie por allí. Entonces Wiku advirtió que era un hombre de piel muy oscura, casi negra, lo que hizo que se explicaran inmediatamente sus hábitos nocturnos. Traía consigo una lanza. Probablemente salía del escondrijo a tratar de cazar su sustento. El moreno ascendió por el talud pedregoso, mostrando una cierta dificultad en su pie izquierdo. Tal vez tomaría en su dirección, así que Wiku improvisó un plan: trepó con agilidad al árbol más cercano, por suerte de copa frondosa, y esperó. Sus conocimientos de los meandros selváticos parecían ser igualmente asequibles al hombre de piel negra, ya que siguió el camino que había supuesto. Cuando, completamente desavisado, pasaba por debajo, Wiku saltó sobre él y le asestó un sonoro golpe en la cabeza con el mango del cuchillo. No había querido matarlo, pero no estaba seguro de no haberlo hecho. De cualquier modo, para evitar sorpresas, buscó fibras y lo ató fuertemente de las muñecas y al tronco de un árbol. En la oscura noche Wiku permaneció en guardia, lanza y cuchillo en mano. El negro aquel, al que ni siquiera veía en la oscuridad, era un brujo poderoso, y tal vez pudiera secarlo con sólo dirigirle una mirada. La alternativa era matarlo allí mismo, antes de que volviese en sí, pero había oído decir que comer carne de hechicero mientras éste aún estaba con vida, transmitía mejor los poderes espirituales de uno a otro. Decidió correr el riesgo. Quizá no fuera tan poderoso como para ultimarlo con un simple vistazo. Si lo hubiese sido, no habría caído en una trampa tan burda e improvisada como la que le había tendido.
A poco sintió un olor extraño, desagradable, como de algo putrefacto. Pensó que tal vez el brujo había soltado el vientre cuando sufrió la conmoción. Momentos después dos brillos blancuzcos, ominosos en el marco de densa oscuridad, le señalaron que había despertado.
Ninguno de los dos habló, intuitivamente sabían que jamás conseguirían entenderse de ese modo. Sin embargo, en la mirada que ambos sostuvieron a lo largo de la noche, con toda seguridad un sinnúmero de mensajes sutiles deben haberse dejado trasuntar. Cuando la luz diurna fue regenerándose, Wiku pudo ver cada vez más en detalle y con creciente repulsión, el origen del hedor.

III

La pierna izquierda del moreno era un cuadro monstruoso. Hinchada, deformada, como cubierta por escamas supurantes y con moscas y otros insectos pululando, atraídos por la acre pestilencia. Wiku, al borde la náusea, llegó a la conclusión de que jamás comería de ese asqueroso brujo, ni aún las partes aparentemente buenas, vivo o muerto. Quizá traía en su propio cuerpo la peste que había diezmado a los sacerdotes de Ontiku en las tierras occidentales más allá de las grandes aguas. Tal vez lo mejor era incinerarlo allí mismo y acabar de una vez con el intruso y su peste. ¿Acaso ésa sería la voluntad de Ontiku? ¿Cómo podía saberlo él, ajeno como estaba a cualquier relación personalizada con los dioses? No le parecía apropiado ir a preguntarle a Jarjar, porque ello suponía darle chance de escape al brujo, chance que seguramente estaría en condiciones de tomar, aún siendo un curandero de poco vuelo. Wiku no sabía qué era lo correcto en esa situación, y plañía interiormente al Dios del río, para que le dé una señal, para que lo ayude a ejecutar la obra que él mismo le había encomendado. El moreno pareció advertir sus tribulaciones, y comenzó a hablarle. El discurso, ininteligible para él, fluía por entre los gruesos labios más que nada para apoyar las ideas que intentaba transmitirle por gestos y señas, que se veían acotadas a una mínima expresión por cuanto tenía las manos atadas a la espalda. Lo único que quedó claro al muchacho fue que el negro maldecía su suerte, que su angustia era real, y que pretendía utilizarla para despertar sentimientos piadosos en él. Y ello lo arrojó a un estado de desesperación, a un estupor en el que sus dudas crecían vertiginosamente. Gritó al brujo que callase, amenazándolo con su propia lanza. El brujo obedeció, mas continuó llorando en silencio, lo que acentuó el desasosiego de Wiku, que se sentó sobre la hierba intentando clarificar su mente. No sabía qué hacer. Tampoco Ontiku parecía ayudarlo mucho que digamos en la emergencia. Había una única posibilidad: tratar de ponerse en el lugar de Jarjar. Ella sabría muy bien qué hacer, y el muchacho no podía pretender interpretar los deseos del Dios del río, pero sí podía figurarse lo que haría Jarjar en aquella situación. Mal que pesara al extranjero de la pierna putrefacta, una inferencia simple lo llevó a la conclusión de que la bruja lo habría ofrendado como sacrificio al Dios del río.

IV

Caminó hasta el río, por suerte a unos cuantos pasos, por lo que no debió dejar solo mucho tiempo a su prisionero. Llamó a Ontiku a voz en cuello. Si acudía, estaría dándole señales de que estaba listo para recibir la ofrenda. Ontiku no se hizo esperar. Casi inmediatamente divisó las rugosidades de su piel, en las mínimas partes que podían verse recortadas sobre la superficie del agua, acercándose lenta y majestuosamente. Quedó pasmado ante el portentoso tamaño del saurio, pero no se detuvo en esas consideraciones, sino que corrió a ejecutar de una buena vez un acto que estaba reñido con su talante, poco dado a agresividades de cualquier índole. Con su cuchillo cortó las fibras que lo amarraban al árbol, cuidándose muy bien de que sus muñecas permanecieran atadas. Luego le indicó incorporarse, y a punta de lanza lo condujo al sitio desde el cual sería despeñado. Antes de llegar, y al parecer conciente de lo que iba a ser su destino final, el supuesto brujo se volvió de golpe y le arrojó un cabezazo que apenas si pudo evitar echándose hacia atrás; pero lo que no pudo evitar fue la mordida que, mientras el moreno caía de bruces a resultas del impulso, llegó a propinarle en el tobillo derecho. Asustado, asqueado y fuera de sí, lo atravesó con la lanza por la espalda, caído de bruces como estaba. Los gritos del intruso, desgarradores al comienzo pero mermando a medida que la vida se le escapaba, se perdieron en la espesura con su aire de fanfarria fúnebre.
Corrió hacia una corriente de agua secundaria e hizo sangrar la herida del tobillo todo lo que pudo, como lo habría hecho con la mordedura de cualquier animal venenoso. Luego preparó un emplasto de hierbas medicinales y se lo aplicó. Mas en su fuero íntimo se sentía infectado, convencido de la futilidad de tales procedimientos. Cuando regresó al sitio del desastre, encontró que el hechicero ya había muerto. Arrancó un par de hojas grandes y resistentes, las interpuso entre sus manos y las del brujo, aún atadas, lo arrastró hasta el río y lo arrojó. Ontiku no se dejó ver, quizá ya ni estaba por allí. Wiku se quedó mirando el oscuro cadáver, que flotaba y desaparecía aguas abajo.

V

La mordedura se había infectado. Hasta allí era algo normal, todos sabemos que si hay heridas que se infectan son las de esa clase. Pero el instinto le decía que había algo maligno en ella. Decidió enfrentarse con Jarjar y contarle los sucesos tal y como habían ocurrido. Seguramente hallaría todo tipo de razones para demostrarle que había sido un idiota, pero ella era la única que podría ayudarlo si esa horrorosa peste le había sido contagiada.
No consiguió sino lo previsto en primer término, esto es, insultos, descalificaciones de todo tipo e incluso mayores zozobras. La hechicera le había asegurado que no existía mejor manera de ofender a un Dios poderoso como Ontiku que arrojarle un cadáver como tributo. Y que la peste sería una bendición para él, si es que conseguía matarlo antes de que Ontiku viniera a cobrar la afrenta. Estaba solo, aterrado y sin esperanzas, sobre todo cuando apenas pasados dos días los bordes de la herida comenzaron a hincharse y a adquirir un color ceniciento. Durante el breve lapso que pudo disimular el estigma, trató de comportarse normalmente, de disimilar los alcances de una tragedia inminente, a sabiendas de que si la gente de la aldea lo descubría, daría con sus huesos en la soledad del monte, como probablemente le había ocurrido al hombre negro al que había dado muerte. Pero el tobillo se hinchaba, la extraña eczema cubría cada vez mayor superficie en su cuerpo, así que acopió una buena cantidad de víveres. Había decidido encerrarse cuanto tiempo le fuese posible en su pequeño toldo de ramas dobladas en arco, cubiertas de follaje.
Había conseguido disuadir a los pocos que acudieron a ver qué le ocurría, argumentando que había tenido un sueño, en el cual el propio Ontiku se le había aparecido y le había exigido que se encerrase hasta que le fueran entregados poderes especiales. Tal vez así conseguiría que la gente le alcanzara guajes con agua y alimento, y, llegado el caso, trataría de sugerirles que los poderes chamánicos trajeron como contrapartida la deplorable condición de su físico, y de ese modo no lo echarían de la aldea. Para cuando el rumor llegó a oídos de Jarjar, casi la totalidad de su piel se había cubierto de escamas supurantes, y sus testículos se habían hinchado de igual forma que el tobillo en el que el hombre negro lo había mordido. Su mente se agitaba frente a la oscuridad de una muerte tan aciaga, de una maldición tan ominosa.
Poco después tuvo al menos el bálsamo de la ceguera, que le negó la visión (aunque vaga, en la penumbra de la tienda) de su cuerpo, tan obscenamente enfermo. Dejó de alimentarse, decidió dejarse morir. Una noche soñaba que era apresado por una enorme serpiente, que lo apretaba hasta sofocarlo, mientras clavaba sus terribles ojos en los suyos y le escupía al rostro salivas urticantes, cuando oyó que alguien lo llamaba, desde otro mundo, y despertó.

VI

-¿Quién?
-¿Despertaste, estúpido? –Preguntó Jarjar, en voz baja.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Vine a ver quién era el idiota que estaba tratando de hacerse el brujo, aunque siempre sospeché que se trataba de ti.
-Vete. Ya que me has mandado a la muerte, al menos déjame morir en paz.
-Calla, idiota. Sé que estás muy enfermo, pero tal vez pueda curarte.
-No hay cura para mi mal. Ya estoy ciego, y mi piel es la de un monstruo. Los dolores a veces se vuelven intolerables.
-Oye, te digo que puedo curarte, y evitar que toda esta gente prenda fuego a tu tienda contigo dentro. Si consigo sanarte, tal vez hasta te tomen por brujo, quién sabe.
-¿Y por qué harías eso?
-Porque me gustó tu estatuilla; porque creo que, tal vez de un modo equivocado, has intentado prestar servicio a Ontiku. Y sobre todo, porque ha sido el propio Ontiku quien me lo ha ordenado.
-Yo sabía que el Dios del río iba a ser magnánimo conmigo, que iba a valorar mi pura intención de servirlo...
-Deja de mentir, idiota. Has insultado al Dios en palabra y en obra, estabas entregándote a tu muerte y ahora sales con eso...
-Cúrame, Jarjar. Ontiku te lo ha ordenado.
-Deberás venir a mi choza.
-¿Cómo? No puedo ver, y apenas sé si puedo caminar, ya que mi pie está terrible, y hace muchísimo tiempo que siquiera intento hacerlo.
-O sales de allí en silencio, aprovechando la quietud de la noche, y vienes a mi choza, o llamo a la gente de la aldea para que te queme vivo.
-Lo intentaré, entonces. Pero ayúdame.
-Yo te guiaré, con una rama. No pretenderás que te toque y se me pegue tu maldición...
-Deberás tener un poco de paciencia –dijo, mientras salía de la tienda, casi arrastrando el pie.
-Camina, idiota. Y más vale que lo hagas rápido. Quién sabe si todavía puedo hacer algo por ti.
Llegaron al promontorio sobre el cual se erguía la choza de Jarjar. Subirlo significó un suplicio extra para el pobre Wiku, que había agotado sus escasas fuerzas en un camino que tan sólo días atrás no le habría insumido más que unos cuantos gráciles saltos. Durante el camino, la hechicera le había reprochado ácidamente su hedor, y le había dicho que parecía un renacuajo con patas. El muchacho no podía creer que una persona pudiera ser tan cruel como para burlarse de una desgracia semejante.
Jarjar, siempre valiéndose de una rama, ubicó al pobre Wiku al borde mismo de la barranca, de espaldas al río. Le dijo que aguardase allí, que tenía que esperar la llegada de Ontiku para que el ungüento que iba a pasarle surtiera el debido efecto. Sin embargo, y en un todo de acuerdo con las sospechas del muchacho, simplemente cogió una rama más gruesa, y lo empujó hacia atrás. Wiku perdió pie y cayó a las aguas, para comprobar que el Dios del río ahora aceptaba complacido la ofrenda, esta vez aún con vida.
Jarjar oyó el chapoteo; luego se dirigió a la choza, arrojó al fuego las ramas con las que había manipulado al pobre muchacho y se dijo que la peste al fin había concluido. Nunca supo que el leve escozor en su brazo era el primer indicio de que la muerte en la aldea recién comenzaba su danza.
Y ello por un mosquito. Un simple mosquito, que unos cuantos segundos antes había picado a Wiku, y que fue interrumpido por el empujón homicida.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La novela más leída en la cárcel de Olmos

La primer noticia que tuve de este asunto me la trajo el Johnny. Digo “el” Johnny porque, desde el tiempo que las leyes permitieron denominar a la gente con plena libertad, una numerosísima cantidad de snobs bautizaron a su prole masculina con el rimbombante nombre de “Johnatan”; generalmente combinado con apellidos tales como Zamudio, Pajón, Barrientos u otros apelativos criollos, generando así un choque cultural peor que el clásico islam versus cruzados, al menos desde lo fonético. Eso sí, muy anglosajón el nombre, pero el artículo previo al nombre no se cae, por más berretines europeizantes a los que las taras coloniales nos siguen induciendo. La cosa que el Johnny era el clásico repartidor de pizzas, ese bendito proveedor de mozzarella cuyo heraldo consiste en el sonido de un motor de cilindrada pequeña deteniéndose, música para oídos de famélicos incapaces en artes culinarias o meros flojos de voluntad.
(Advierto que estoy recayendo en digresiones algo insustanciales, pero la cuestión es que me cuesta un poco entrar en tema. Esta confesión, cual quema de naves, me compulsará a tomar el toro por las astas. O… pensándolo bien, acá va otra, con el agregado innovador de presentarla mediante un título secundario entre distantes paréntesis, como pretendiendo anotar en el arco de la originalidad: VOS TRAEME MEDIA PIZZA QUE EL ORÉGANO LO PONGO YO)
Con el Johnny teníamos un arreglo, que es el explicitado precedentemente. Media especial de muzzarella a cambio de un chopp y unas caladillas. Nos convenía a los dos, y eso es lo que se llama un trueque positivo. Ahora sí, al meollo.
-Hola, Johnny, qué hacés.
.-Cómo, va, Gaby, ¿todo bien?
-Bien, acá andamos, sentate un cacho, si tenés tiempo.
-¿Tiempo? Es lo que me sobra. Vendemos un par de pizzas cada dos horas, más o menos; que se jodan.
-Che, ¿y no será por eso que no les compra nadie?
-¿Por qué cosa?
-Porque por ahí vos te quedás delirando y tienen que esperar mucho.
-No sé. Puede ser, pero el negocio no es mío. Que se joda el dueño, también.
-Claro, por contratar repartidores como vos -Encendí el cartucho y se lo pasé. Lo tomó mientras soltaba carcajaditas sordas, y le pegó una buena pitada.
-Estuve con el Chango, ¿viste?
-¿Lo fuiste a ver a Olmos?
-No, boludo, ya lo largaron.
-Ah, ¿Ya?
-Claro, gil; cinco años, se comió adentro, el Chango. ¿Qué más querés?
-¿Ya cinco años? -Pregunté sorprendido, como pensando en voz alta, y se la dejé picando:
-Sí, cinco años, ya. Lo que sucede es que a los vejetes el tiempo les pasa más rápido.
-Mirá pendejo ladilla que todavía te puedo sopapear…
-No, señor, no me pegue que le hago la denuncia a la comisaría del menor, eh.
-¿Y como anda, el Chango?
-Cómo va a andar… viste como es, sin laburo, viviendo de prestado… che, qué pasa, ¿hoy la birra no corre? Le serví un chopp, y continuó: -En cualquier momento se te aparece por acá.
-No, pero acá no se puede quedar -reaccioné-, acá vienen…
-¡Pará un poco, pará! Se aparece de visita, digo. Viste cuando te digo que sos un paranoico…
-No, como estabas diciendo que vive de prestado…
-En lo de la vieja. Viste cómo son las viejas, pueden putearte todo el día, hacerte la vida imposible, pero en la calle no te dejan.
-Sí, es cierto.
-¿Sabés lo que me contó?
-¿Cómo podría saberlo?
-Me contó que Renato le había llevado una novela tuya, ésa que habla del fútbol, de Gimnasia, y el clásico, esa onda…
-Ésa. Yo no la leí, viste que yo no leo. Pero me la contó un poco Renato. Lo que no entendí es qué carajo tienen que ver Pitágoras, Buda, y qué sé yo cuántos con el partido de Estudiantes y Gimnasia. Renato me dijo que él tampoco entendía muy bien, que eran tus manías de hacerte el leído, o el filósofo. Bueno, es la idea, algo así dijo.
-Pedazo de hijo de puta. Él sabe muy bien qué tienen que ver. Al menos en ese contexto.
-Bueno, qué sé yo. Aparte no me importa. Lo que me dijo el Chango es que después que la leyó (no me preguntes si le gustó porque no tengo la menor idea), es que se la prestó a otro preso, y a ése sí le cagó de gusto. Entonces le empezó a hacer propaganda y al final la terminó leyendo todo el pabellón. Y si no salió de ahí fue porque tenían una sola y no querían que se las chorearan.
-No sé qué decir. Estoy conmovido.
-No te entiendo.
-Quiero decir que para mí significa más que ganar el Nobel.
-Por supuesto, que esos pobres chabones tengan algo con qué distraerse…
-¿Qué esos pobres chabones…? Claro, claro, esos pobres chabones; al menos poder llevarles algo de distracción entre tanto sufrimiento…
(Mi ego apenas pudo escabullirse frente a los sagaces ojos del Johnny. O al menos eso creo)
 
*      *      *
Un par de días más tarde cayó Renato. Lo estaba esperando. Por aquellos días explotaba el plan neoliberal que el Fondo Monetario y los grandes banqueros habían impuesto en la región, valiéndose de los cipayos de siempre, con Domingo Cavallo y los Chicago Boys como mascarón de proa y las distintas corporaciones desangrando al pueblo. Más o menos lo que pasa hoy en España y otros tantos países europeos de segunda, que caen en las mismas viejas trampas; esta vez la zanahoria del burro consistió en la ilusión de la moneda única, entre otras asechanzas menos evidentes, pero diabólicamente eficaces respecto de sus abominables designios. Pero todo esto viene a cuento por cuanto Renato, cuya propensión al trabajo es similar a la de un gato por comer cebollas, normalmente anda con poco efectivo como para emborracharse. Imagínense en los momentos de crisis. Todo ello hacía que sus sedientas visitas fueran mucho más frecuentes. Sabía que, pese a mis humildes ingresos, nunca faltaría en mi casa algo para mojar el gaznate.
-¿Viste que lo largaron al Chango? -Me preguntó, mientras se servía un tinto medio pelo de Mendoza, que -si se me permite el chauvinismo, es mucho mejor que cualquier vino “fino” de cualquier otro país-.
-Sí, me contó el Johnny. Y también me contó que dijiste unas cuantas pelotudeces.
-¿Yo? Hace rato que no lo veo.
-Bueno, no sé cuándo las habrás dicho.
-¿Y qué pelotudez se supone que dije, a ver?
-Y, más o menos que yo era un gil que se daba aires de leído, o de filósofo.
-Yo no dije eso. No es que no lo piense, pero…
-Mirá boludo que te saco a patadas en el culo y me tomo el vino solito, eh…
-Eh, ni una joda te bancás…
-Ah, era una joda…
-En serio, yo nunca dije eso.
-Dijiste que no entendías el rollo de Pitágoras, y toda esa menesunda relacionada con el fútbol.
-No, sí, entender lo entiendo, pero primero que lo encuentro algo rebuscado, y segundo… ¿cómo querés que se lo explique, al chabón, si él sí que no entiende nada?
-Bueno, le podrías haber dicho que no se lo podés explicar, y no que yo soy un tarado que la quiere ir de culto.
-Eso sería faltar a la verdad. De última se lo podría llegar a explicar, lo que pasa es que no me voy a tomar semejante laburo.
-Ah, decir eso de mí no es faltar a la verdad, entonces…
En lugar de responderme verbalmente, se limitó a poner una expresión ambigua, encogiéndose de hombros con una sonrisita burlesca. Le metí una piña en el brazo con buena carga y tremenda justeza -¡Pará, boludo, qué hacés!- se quejó, ahora con un rictus de dolor. Así estaba mejor.
-Ahora, te enteraste lo que pasó en Olmos con una novela mía, ¿no?
-Sí, me enteré. Si se la llevé yo, al Chango.
-¿Y por qué no me contaste?
-Porque sos un boludo fanfarrón y vanidoso. Ya bastante difícil es aguantarte sin antecedentes como ése. Pero igual te iba a tener que contar. Es más, venía a eso.
-Ah, yo creí que venías a tomarte un par de copas, nomás.
-Qué, me las vas a echar en cara…
-¿Y por qué me lo ibas a contar ahora, y no antes?
-Porque el Chango se hizo amigo de un par de reos que dicen conocer a Glauco, y que conocieron también al Guampa. Y ahora te quieren conocer a vos.
-¡Pero si a ésos los inventé yo! Son personajes de ficción, ¿cómo podrían conocerlos?
-Y, eso fue lo que yo les dije, pero insisten en que no, que ellos los conocieron.
-Están totalmente malucos.
-Y, no sé si tanto.
-¿Qué querés decir? ¿Qué tuve algún contacto metafísico, o alguna burrada de ésas? ¿Justo vos, que sos más escéptico que Zenón?
-Mirá, yo tengo respeto por el misterio. Sos vos el que anda leyendo esas boludeces de canalización de espíritus, aliens o lo que sea. Lo que pasa es que a vos te da nada más que para canalizar barrabravas de Gimnasia.
-Y, hay algo que se llama estilo, ¿viste?
-Eso mismo digo. Cuestión de estilo, no se puede andar mezclando los clásicos con historias futboleras berretas. Una cosa o la otra, chabón, si no todo se convierte en una mezcla rara de yuyeta y de mimí.
-¿De qué carajo?
-No sé, así decía mi vieja.
-Pero bueno, como sea, no se te ocurra traer a los fulanos ésos por acá.
-Y, viste como es esa gente. Es insistidora; y su forma de insistir a veces no resulta muy amable, por cierto. Pero no te hagás problema; uno de ellos acaba de salir, pero no te lo voy a traer.
-Más te vale.
-El que seguro te lo trae, es el Chango. Che, ¿no pinta un porrito?
-Dale. Si querés me bajo los lienzos, también.
-Paso. Bajá diez kilos y después lo hablamos.

*      *      *
¿Astor Piazzolla & Gerry Mulligan? ¿Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato? ¿Yasser Arafat y Ehud Barak? No, la reunión cumbre a la que nos referimos es la de Gaby y el Conejo, que tuvo lugar allá por el 2002 en el living de la casa del primero, o sea, acá.
El Chango entró y me abrazó, emocionado. Tal vez lo hubiera acompañado en el sentimiento si no hubiera observado, por sobre su afectuoso hombro, la figura de un individuo cuya fisonomía no hubiera superado las pautas lombrosianas más benevolentes. Yo me considero un buen fisonomista, y estoy de acuerdo con Churchill en que luego de una determinada edad, cada uno es responsable de la cara que tiene. Pero por más responsabilidad que se tenga, había que hacerse cargo de aquella cara. Supe al momento que era el tal Conejo, ya que sus incisivos superiores podían competir con los del mismísimo Buggs Bunny. Sobresalían de un rostro moreno, de expresión alocada, con barba de unos días y pelo ensortijado y sucio. Una profunda cicatriz iba desde el borde de su ojo izquierdo hasta la comisura de la boca (flor de tajo habrá sido), de estatura mediana, bastante panzudo; y sobre todo, se veía sólido, compacto, como una bala de cañón.
-Hola, Gabriel, qué gusto verte -me dijo el Chango.
-Igualmente, hermanito, ¿cómo andás?
-Suelto -dijo el Conejo, llevándome a pensar que su sentido del humor era tan sutil como su cara.
-Él es el Conejo -presentó El Chango. Nos dimos la mano (no digo “estrechamos” por cuanto el único que estrechó fue él, como si un ogro tomara la mano de un infante. No tengo manos chicas, pero las del malacara eran descomunales).
-Así que vos sos Cebrián -dijo, mientras me examinaba cuidadosamente.
-Eso creo -respondí.
-Te hacía más…
-¿Más maricón? -dijo el Chango.
-No, al contrario -respondió el Conejo, y se cagaron de la risa. -Fuera de joda, este chabón es un tipo fino, medio fifí. Como se juntaba con el Glauco, que le decíamos Papa, y el Guampa, qué sé yo… pensé que era otra cosa. (¿Que yo me juntaba con el Glauco, y el Guampa? ¿De dónde sacaron esa historia?)
-Antes de seguir analizando qué clase de otario soy, ¿por qué no nos sentamos y tomamos algo? -Propuse, algo fastidiado y confuso. -Mientras se sentaban, el Chango acotó:
-Qué querés, loco, el tipo es escritor, no un cabeza más del barrio.
-No es por salir en mi propia defensa -observé-, pero no soy “escritor”; y me siento mucho más cerca de ser un cabeza más del barrio que un integrante de la Sociedad Argentina de Escritores. Gracias a dios o a san puta.
-¡Bueno, bueno, pará, marginal! -Se burló El Chango.
-Sí, loco, levantá que nos estás metiendo un miedo bárbaro -Hizo lo propio el Conejo, que de no ser por los dientes seguramente hubiera recibido el mote de “Jabalí“. ¿Acaso estaría yo asumiendo aires de malevo intentando establecer un hándicap tumbero tan lejano a mis fatuas ínfulas? En todo caso, estaba al filo del papelón. Serví una cerveza de litro. Había comprado ocho, y con esa gente seguro que resultarían pocas.
Pensé en preguntar cómo habían pasado su temporada en el infierno, pero me pareció que el tema podía resultar deprimente, o al menos molesto para personas que acaban de salir. Pero lo sacaron ellos.
-Qué garrón nos comimos ahí adentro, loco -me dijo el Chango. -No quieras saber lo que es eso.
-Me imagino.
-No, no te imaginás. Hay que estar.
-Seguro, sí.
-Por eso, cuando Renato me llevó tu libro, le dije “Loco, qué me traés un libro, ¿te creés que no hay papel, acá, para limpiarse el culo?”; porque vos sabés, yo no soy de leer mucho, más que las fijas del hipódromo o el suplemento deportivo del diario… por eso no entendí el quilombo que se armó.
-¿Qué quilombo se armó?
-Y, se lo presté a éste y se volvió loco, me dijo que era de la barra de Gimnasia y que había conocido a casi todos los personajes.
-Sí -asintió el Conejo/jabalí-, y yo, por eso mismo, se lo pasé al Tuerto, porque él también los conoció. No lo podía creer, el loco. Y me pidió si se lo regalaba, y yo le dije que era del Chango. Y este boludo, como no le da bola a esas cosas, y no conoce a nadie, se lo regaló.
-Pero sí, gil, si para él valía algo… no por vos, Gaby, que sabés lo que te quiero. Pero a mí los libros…
-¡Me lo hubieras regalado a mí, pajero!
-¿Y por qué no me lo pediste?
-¡Y qué sabía yo que se lo ibas a dar el pelotudo ése! Encima viste cómo terminó…
-¿Cómo terminó? -Pregunté, ansioso.
-Achurado. Resulta que un par de pillos se lo quisieron zarpar, y se armó bondi. El Tuerto los fue a buscar, faca en mano, y terminó con un puntazo en el hígado. Duró como cuatro días, me dijeron, pero al final palmó.
UUUAUUU! , pensé, mi novela ya cuenta con un muerto en circunstancias dramáticas en su haber. Y, al margen de su nivel literario, se había convertido en una especie de objeto de culto en la cárcel quizá más brava del país. No es moco’e pavo, ¿no?)
-Bueno, las cosas fueron más o menos así. Los pillos que asesinaron al Tuerto lo pasaban a cambio de cigarrillos, o tarjetas de teléfono, o falopa, o cualquier cosa que tenga valor ahí adentro. Incluso culiadas. Y según lo aportado, eran los días que le tocaba el libro a cada uno.
-Alucinante -dije, incrédulo y casi superado por este resultado absolutamente increíble que había alcanzado mi libelo.
-¿Sabés adónde lo puedo encontrar al Glauco? -Me preguntó de pronto el Conejo/jabalí, casi intempestivamente.
-¿Cómo podría saberlo?
-Qué, ¿acaso no sabés por donde anda?
-Hay un dato que te falta. A los personajes de la novela, los creé yo.
Meneó la cabezota, como si hubiera esperado tal respuesta. Y así era, ya que le dijo al Chango.
.Loco, decile al gil este que no me falte el respeto. Renato ya me había anticipado que se iba a borrar, pero él y yo sabemos cuál es la posta.
-Escuchame, Conejo, hablá conmigo -le dije-, te digo la verdad. Acá mismo, en esta computadora que ves ahí, escribí todo. La única referencia que tuve fueron cuatro o cinco diarios de la época y unos cuantos libros clásicos y no tanto, acerca de griegos, babilonios e hindúes.
-Mirá, loquito, hablo con vos y te la dejo bien clara: dejate de hinchar las pelotas con boludeces y no distraigas la partida; porque si estás hablando de gente que existe, o existió, como el pobre Guampa, y que uno ha querido mucho, más vale que soltés el rollo porque se pudre la momia, ¿entendés?
-Loco, no le hablés así al Gaby, ¿está? Porque yo lo banco.
-Si no suelta prenda, me los voy a tener que cargar a los dos, entonces.
-Paren un poco, che. Si empezamos así. para la quinta birra nos aplastamos los sesos -intenté contemporizar.
-”Nos aplastamos”, dijo el mosquito -se burló el Conejo/jabalí, y aflojamos el clima con unas carcajadas. Pero la tormenta sólo acababa de comenzar, y yo estaba en un atolladero de muy riesgosa resolución. Creo que nunca en mi vida pensé con tanta velocidad para hallar una salida de emergencia intelectual. Y creo que nunca en mi vida, tampoco, tuve tan cabal conciencia de mi mediocridad en este sentido.
-Decime, Conejo -le dije finalmente, -¿vos no creés que en todo caso, como en una especie de videncia, pude haberme conectado con alguno de ellos? -Al momento en que daba voz al argumento advertí la fragilidad del mismo. La respuesta fue obvia y escueta.
-No.
-¿No?
-No. Y te voy a decir por qué. Entre otros bardos que tuve en el penal, una vez me iban a matar, posta, no había zafe posible. Así que me empecé a hacer el loco y se me fue la mano, aunque para salvar el pellejo todo vale. Y me mandaron al pabellón de inimputables de Romero. Y ahí, ¿adiviná a quién conocí?
-Ya sé. A Juancho (Juancho era un querido amigo que murió poco después de salir del Hospital de Romero, y que -según entiendo ahora- desafortunadamente, lo involucré en la historia).
-¡Éééééso mismo!
-Juancho no existe. Se murió hace como quince años.
-Pero existió, ¿no? El Guampa tampoco existe, pero existió. El Marqués tampoco existe, pero existió. Y según tengo entendido, el Glauco todavía existe. Y vos me lo vas a marcar.
-¿Se trata de algún vuelto?
-No, boludo, te digo que no… sabés lo que lo quiero, al guacho ése. Sólo lo quiero ir a ver, y te aseguro que se va a cagar de gusto, el loco, cuando me vea. Aparte, ¿ves que lo estás cuidando? ¿Qué te calentaría, si no existiera?
-Pasa que con tanta insistencia ya me hacés dudar de mí mismo.
-Bueno, es re-corta, man, dejate de boludeces: o largás el rollo o se pudre todo.
-¡Te dije que no le hablés así al Gaby!
-¡Y yo te dije, incluso antes de venir, que si se ponía en boludo y vos saltabas me los iba a cargar a los dos!
El Chango se levantó de golpe, haciendo caer mi silla estilo campo para atrás, que si bien no son muy finas, son mi orgullo. En un segundo todo mi humilde mobiliario había entrado en zona de peligro letal. No sé si por evitar masacres inminentes, o por mi espíritu burgués pequeño pequeño que se preocupaba por el pino misionero devenido en muebles de estilo, que intenté poner paños fríos con verdadera lucidez:
-Loco, después de pasar juntos por tantas, se van a fajar ahora…
-Eso es parte de nuestra relación, nada grosso -dijo el Chango, con una sonrisa incipiente.
-Sentate, pelotudo -dijo el Conejo/jabalí.
-Loco, mirá, te voy a decir la posta -dije-, la novela ésa la escribió Glauco, yo le dí un tono, y una corrección de estilo…
-No sé de qué carajo estás hablando.
-Bueno, se la corregí un poco, pero no mucho, el loco escribe bastante bien.
-Sí, siempre tuvo un cuelgue así, con los libros, como vos.
(El bestia éste estaba llevándome a dudar de mí mismo. Créanme. Y si bien era la más patética, no era la primera vez que me pasaba algo así. ¿Será que la gente necesita realizar, quiero decir, darle entidad, a historias ficticias que le pasan cerca?)
-Y después que me dio el manuscrito, desapareció. “No me busqués”, me dijo. “Ya me anda buscando la ley, los amigos del Marqués, unos cuantos boludos que quieren que les baje influencias para ascender en la barra de Gimnasia…”
-Puede ser, pero no me convencés del todo.
-Y bueno, entonces te puedo decir que me dijeron que anda por Córdoba, por allá por Capilla del Monte, San Marcos Sierras, por ahí.
-Ésa sí te la creo -dijo, para mi regocijada sorpresa-. Él siempre decía que cuando hiciera guita se iba a ir para allá.
-Todo bien Conejo, pero con tanta presión me obligaste a mandar al frente a un amigo, que me pidió que no dijera nada -reproché, mientras sentía que estaba remachando el clavo con firmeza y talento a la vez.
-Todo bien, Gaby, conmigo no pasa nada. Te repito que se va a poner feliz cuando me vea -mordió el anzuelo tan fácil que no tuve ni necesidad de cañear.
-Si, me parece que tenés razón. Conociéndolos a los dos, no me cabe ninguna duda.
Clavo remachado.

*      *      *
Después de eso, seguimos bebiendo, contando historias, carcelarias y no, hablando de mujeres, de fútbol y todas esas cosas que no lucen en un cuento pero que aportan diversión a la cotidianeidad.
Cuando se iban yendo, el Conejo/jabalí me cogoteó, acercó su morro apestoso a mi cara y me espetó:
-Si alguien, cualquiera, te pregunta si la historia ésa es verdad o mentira, vos ya sabés lo que tenés que decir. No me gusta que me tomen por boludo, y mucho menos de mentiroso.
El Chango me guiñó un ojo.
Y yo por mi parte, antes de cerrar esta historia de segundo orden, quisiera dar dos precisiones finales.
La primera, que publico esto por cuanto la posibilidades que el Conejo/jabalí lo lea son prácticamente nulas. Si no, ni loco ni borracho, you know.
La segunda, que a partir de hoy, quienquiera que sea que me pregunte qué porcentaje de realidad y de ficción contiene la novela motivo de autos, mi respuesta será única y final. Voy a decir exactamente lo que el Conejo/jabalí me indicó que dijera. Y tal vez, finalmente, haga honor a la verdad. Verdad, no hay concepto más relativo. O tal vez sí. Pero son las cuatro de la mañana, estoy borracho y muy cansado, así que será hasta la próxima.

viernes, 20 de mayo de 2011

Soldado de videla II / Enter the Iguana


Por fin llegamos al batallón. Nos recibieron con toda clase de insultos, degradaciones y referencias descalificadoras acerca de nuestra condición de reclutas, “tagarnas” (como se dice en su jerga), cuando no de judas o subversivos.
Y lo primero que hicimos, fue mostrar el orto, literalmente. Nos llevaron a un baño y nos hicieron abrir las nalgas mientras un suboficial, al parecer experto en diámetros anales y sus eventuales posibilidades de haber sido dilatados por miembros, vibradores, o lo que fuera, nos observaba meticulosamente. Vaya un ojo de buen “culero”. Me pregunté adónde habría conseguido aquel homínido el dominio de tal especialidad, aunque cualquier suposición parecía inducirme a considerar posibilidades bizarras, escatológicas incluso.
La cuestión es que todos pasamos el test del culorroto; al menos en ese momento, no hubo señalamiento alguno en contrario.
Cuando salimos de la calibración visual de ojetes (perdonen la mención recurrente a partes de la anatomía humana tan prosaicas; la cosa es que se trataba de eso. Ah, y de paso, les aviso que ni se les ocurra asociar tal circunstancia a posibles anclajes de mi psique a esas etapas freudianas de evolución sexual, eh. No me hagan poner facho en este contexto, porque empiezo a los tiros) ya había caído la noche. Atravesamos la plaza de armas y entramos en una gigantesca cuadra, que así llamaban al gran pabellón en el que dormía la tropa. Como no había camas para nosotros, dado que aún no nos esperaban, el room service resultó bastante precario. Simplemente nos invitaron a descansar sobre el piso, apiñados en el centro del ámbito. Casi cien pares de ojos nos observaban desde las camas, la mayoría denotaba un aire sarcástico que se podría traducir a palabras como “bienvenidos al infierno”, con la resentida satisfacción propia de los condenados que se regocijan en el mal de muchos. En tierra de parias, éramos menos que eso. Unos cuantos guachos asustados apiñándose sobre el piso mugriento, observados por otra caterva parecida que con nuestra llegada, de algún extraño modo, sentía que había subido un grado en la escala. El arribo de algunos boludos más, y en condiciones aún más precarias que las suyas, no dejaba de proporcionarles un cierto aliciente.
Luego de putearnos un poco más, y de prometernos todo un arsenal de torturas para el día siguiente (en el que comenzaría nuestra “instrucción militar”) apagaron las luces y la negrura que atenazaba nuestro interior por fin hizo juego con el entorno.
A medida que las pupilas se fueron adecuando a la oscuridad, pudimos ver el brillo de los ojitos de los que tenían la mísera fortuna de un colchón mugriento. Parecía un cuento de Jack London, los aviesos ojos lobunos estrechando el círculo hacia las víctimas en las nevadas noches de Alaska.
Entonces hizo su aparición el macho alfa. Un individuo inmenso, atlético, feo como tropezón en patas, con unos músculos dorsales tan desarrollados que empequeñecían su ya de por sí magra cabeza, y que daban lugar a su apelativo. Nos dijo:
-Soy el Iguana -te encargo la concordancia-. ¿Así que ustedes son los putos que trajeron de La Plata? Bueno, por si no lo saben, dénse por enterados: acá el “poronga” soy yo -Por estos pagos, sobre todo en los ámbitos carcelarios, “poronga”, además de referir al órgano sexual masculino, se aplica a los jefes de pabellón.
Entonces dijo el gordo rubión: -ver Soldado de videla I-, que dicho sea de paso se llamaba Salvador -podríamos derivarnos en la determinación que su nombre podría ejercer sobre sus actitudes; pero qué va, muchos párrafos subordinados, ¿no?-:
-Podés ser todo lo poronga que quieras, pero que quede claro que no somos putos.
El Iguana sonrió, cruzó sus hercúleos brazos sobre el pecho y dijo:
-Qué pasa, gordo, ¿Sos cocorito?
-No, pero no me gusta que me jodan, y menos que me digan puto.
-Ah, parece que te la aguantás… ¿querés probar?
-No quiero quilombos. Andá a dormir y cuando se dé, hablamos.
-Así que aparte de gordo y puto, sos cagón…
-Si seguís jodiendo te voy a tener que atender ahora.
-Dale, si te la aguantás, vamos a las duchas...
Salieron por una amplia puerta doble en uno de los extremos de la cuadra, que por lo visto daba a las duchas. Varios partidarios del Iguana los siguieron. Algunos de los nuestros fueron a ver la pelea, también. Iba a ser un gran espectáculo, sin duda. Pero mi horno no estaba para bollos y, tal como venía la cosa, no quería asistir a la masacre de Salvador, quien a fuerza de defender dignidades propias y ajenas, se había embarcado en una de órdago.
Se oyeron ruidos de golpes, murmullos ¡Ohhh! ¡Úuuuhhhh! ahogados, por cuanto no convenía hacer barullo para no despertar al suboficial que, luego de arrojarnos a la leonera, se había ido a su habitación, a pocos metros del escenario del combate. Más golpes, más expresiones de sorpresa o de alarma; y luego, el silencio, solo mancillado apenas por unas voces tenues que venían desde las duchas.
Al cabo de unos segundos, el Iguana volvió a la cuadra, seguido de su séquito. Los nuestros no volvían, era obvio que el favorito había ganado. No pude más que incorporarme e ir a ver cómo había quedado Salvador. Sostenido por dos pibes, se acercó a los piletones para lavar la sangre que le cubría el rostro y el pecho.
Luego de arrojarse agua repetidamente sobre los restos de su cara, abrió la boca, tomó con índice y pulgar un incisivo superior y lo extrajo, con suavidad, de la pulpa sanguinolenta que era su morro. Casi vomito.
Pero lo peor eran sus ojos.
No sé si el pobre Salvador tenía o no el culo cerrado.
Lo que sí era seguro, era que no iba a poder abrir los ojos por un buen par de días. Mínimo.