viernes, 5 de agosto de 2011

ENCUENTROS CERCANOS DE TODO TIPO / 1: FORMADOR DE ESCRITORES

www.carlosbarberena.com
Dedicado a todos aquellos que me preguntan cómo hacer para escribir.

Por aquellos días me había creído que podía guardar expectativas respecto de una eventual carrera literaria. Mis trabajos eran recibidos por la crítica local con singular entusiasmo, me invitaban a programas de radio, o me hacían notas por teléfono (la más importante, en sentido de audiencia, fue la que me realizara el equipo deportivo de Radio Universidad de La Plata, en la previa del clásico Estudiantes vs. Gimnasia y Esgrima*, a la que respondí desde mi balcón y del cual, entre el entusiasmo y los vinos que me había bebido, casi me caigo), leía cuentos y poemas en organismos de cultura oficiales, Alianza Francesa, etc. Ello motivó que mi humilde morada, ya atiborrada de pelmazos conocidos, recibiera el flujo adicional de pelmazos desconocidos. Pese a no dar pelos ni señales en internet o en cualquier otro medio, incluso con un apellido diferente -aunque fuere por razones paranoides que nada tenían que ver con la chusma literaria-, los chabones daban conmigo. Y encima, nunca una mina. Claro, con lo que escribo… pero en fin, empieza la serie de visitantes estrafalarios que acabo de dar en llamar Encuentros cercanos de todo tipo. Que la disfruten tanto como me rompió las pelotas en su momento.

Una noche estaba desarrollando mi novela Diente de León, devanándome el seso para responder a los Argumentos del Dr. Dickinson -quien tuvo la gentileza de aportarlos y que dieron lugar a un contrapunto tan arduo como divertido, al menos para nosotros-, cuando golpearon a la puerta.
-¿Quién es? -Pregunté, vedada la posibilidad de hacerme el boludo ya que estaba oyendo el álbum “L”, de Steve Hillage a generoso volumen, como corresponde.
-¿Gabriel Cebrián? -Repreguntó una voz masculina, con un tono algo tímido, lo que hacía suponer que no era un agente del “Orden”. Aunque tal vez se trataba de una engañifa… no, qué va; los agentes del orden no son tan sutiles, la mayor sutileza que se pueden permitir en circunstancias como ésta es aporrear la puerta antes de derribarla.
-Sí. ¿Quién es? -Volví a inquirir.
-Usted no me conoce. Soy Yogui.
-¿El amigo de Boo-Boo? -Bromeé, en un chascarrillo tan infantil y pelotudo como los cartoons de Hanna-Barbera.
-No, el amigo de Francisco Chaín. Él me facilitó su domicilio. -Francisco Chaín era un amigo de mi vieja (Nota para los lectores mexicanos: “vieja”, en Argentina, es la madre de uno, y no la mujer y/o esposa), un excéntrico New Age de esos que al cabo de un rato de rollo espiritual dan ganas de romperles todo el cuerpo, así se dan el gusto de una buena vez. En fin, abrí la puerta y vi el paquete que Chaín me había enviado. Era un individuo de unos treinta años, alto, cabello largo y rizado y una mirada de loco, tal vez exagerada por los anteojos de alta graduación.
-¿Cómo anda Chaín? -Le pregunté con tal desinterés que quedó totalmente evidenciado por esos vehículos semióticos que van más allá del mensaje verbal.
-Bien, ahí anda -respondió con idéntico desdén. -¿Lo interrumpo?
-No, pasá, solamente estaba trabajando en mi novela -dije, y esta vez lo ostensible extralingüístico reunía ironía y fastidio.
-Ah, si quiere vengo en otro momento -ofreció; y siguiendo con las lecturas afónicas, los dos sabíamos que era una mera gentileza sin la menor intención de ser desarrollada de facto. Harto de gentilezas, respondí agriamente:
-No, mejor liquidemos ahora el asunto que sea , y listo.
-En serio, no quiero interrumpir su trabajo.
-Ni tanto. Ya lo interrumpiste, ahora hagamos que valga la pena.
Había terminado de abrir una botella de calvados, y el flaco éste no había traído ni siquiera una birra. Así que los gastos corrían por mi parte, por lo visto. Le serví, al tiempo que le preguntaba:
-¿Y para qué te mandó Chaín?
-No, él no me mandó. Sólo que hablamos de usted y le dije que me encantaría que me enseñe algunos trucos.
-¿Para levantar mujeres?
-No, para escribir. Me gusta mucho su estilo.
-Si te enseño mis trucos, me pasás por arriba y me escupís el asado.
-Nada que ver, estoy empezando. Bah, ni siquiera empecé.
-Ah. Está bien. Pero entonces, por qué no empezás, primero?
-Porque tengo muchas ideas, sobre todo cuando camino, y cuando trato de volcarlas al papel, el síndrome de la hoja en blanco me anula por completo.
-¿No se te ocurrió pensar, entonces, que por ahí la literatura no es lo tuyo?
-Claro que lo pensé, pero siento una vocación muy fuerte. Y me dije que el consejo de un buen autor me puede llegar a destrabar.
-No es para desilusionarte, pero has incurrido en dos premisas falsas: la primera, que si necesitabas un buen autor, deberías haberte fijado en otro, uno realmente bueno; la segunda, es que no tengo la menor idea de cómo se destraba tal mecanismo. Y digo eso porque a mí me pasa todo lo contrario: veo una hoja en blanco y no puedo parar de escribir; tal vez sean boludeces totales, pero el hecho es que escribo y me vuelvo presa de mi propio ímpetu. Así que ya ves, no puedo ayudarte.
-¡Pero si ya me está ayudando! Ahora me voy a poner a escribir, aunque sea pelotudeces, y esperar a que el buen material vaya saliendo…
-No te confiés, porque vas a terminar escribiendo kilómetros de pelotudeces sin encontrar ninguna veta.
-Parece que estuviera tratando de desalentarme…
-Estoy tratando de que la frustración, si ha de llegar, lo haga lo más rápido posible. Estoy tratando de ahorrarte años de amargura.
-¿Ya lo da por hecho?
Serví de nuevo las copas, haciendo tiempo para verbalizar lo mejor posible la respuesta.
-Ni que fuera dios, o el diablo. ¿Qué carajo voy a saber yo si no sos un genio perdiendo el tiempo con un orate?
-No lo entiendo muy bien.
-Ponete las pilas, si querés escribir. Yo hago como los médicos: te tiro primero la de máxima para cubrirme. Si después resulta bien, doble mérito.
-¿Qué tiene que ver eso con la literatura?
-¿Vos sabés que no sé? ¿De qué mierda estábamos hablando? Ah, que querías que te enseñe mis trucos. Para eso, debés contestar primero varias preguntas. Eso, si no tenés problema.
-Déle, pregunte.
-¿Te emborrachás seguido?
-No.
-¿Usás drogas, de cualquier tipo?
-Sólo las que me da el médico.
-¿Es un médico psiquiatra?
-No, creo que es clínico. ¿Pero qué…
-¿Viajás mucho?
-No, voy a la costa, en verano, a veces. Pero…
-¿Te agarrás a las piñas, de vez en cuando?
-Soy más bien pacifista. Pero si me joden…
-¿Has leído mucho?
-Y, hasta que empecé la Facu, casi nada. Pero después…
-¿Vivís situaciones de riesgo, aventura, romance, atípicas en general?
-¿Por qué me interrumpe ni bien empiezo a responder?
-Estoy ganando tiempo. Para muestra basta un botón.
-Pero hay claroscuros, en todo, que merecen ser tenidos en cuenta.
-Los gatopardos no pueden ser escritores. Pueden, bah, pero olvidan que el blanco es blanco y el negro es negro. Y se pierden en escalas de grises que no conducen a nada. Es bíblico. Y maniqueo. Y digital.
El flaco abría la boca, como no dando crédito a sus oídos. Serví de nuevo las copas.
-Dejá, no me des bola. Estoy en pedo -mentí, y sirvió para apaciguar un poco su ego escaldado.
-O sea que tendría que salir, emborracharme, pelear, perseguir mujeres, tomar drogas y ya está?
-Bueno, ése es sólo el comienzo de la tarea. Tratá de no emborracharte tanto como para olvidar el material, en todo caso. Y después dale forma, claro. Cuanto más tosco el bloque, más laburo para el escultor. Fijate que casi tiro un refrán.
-No, sí, usted me sorprende con algunas frases cuando lo leo.
-Vos no me leés. Leés mis libros, Yo, te leo a vos. -Tal vez el calvados comenzaba a hablar a coro con mis dendritas.
-¿Y qué lee? ¿Tengo oportunidad?
Ya me empezaba a aburrir. Saqué un porro y lo encendí.
-¿No te molesta, verdad?
-No, por favor, está en su casa.
-Ésa es una ventaja, ¿ves?
-Pero no me respondió. ¿Usted me ve alguna posibilidad?
-Tendrías que ir a ver a un adivino, un tarotista o algo por el estilo. ¿Cómo carajo creés que voy a saber eso?
-Y, usted me escuchó, me hizo preguntas…
-Dejá de tratarme de usted porque me estás rompiendo las pelotas.
-Bueno, como quieras.
Le pasé el porro. Estoy seguro que lo tomó simplemente para empezar a hacer los deberes.
-Mirá, flaco, lo único que tenés que hacer es escribir con sangre. Si escribís con tinta, sólo vas a ser un escritor más. Pero si escribís con sangre, tal vez no seas un escritor, pero serás un tipo que escribe con sangre. Y eso es mucho mejor que ser un escritor. Muuuucho mejor. Pero te sirve a vos, solamente, o tal vez también a los que saben leer textos escritos con sangre.
-Me hacés acordar a una película sobre el Marqués de Sade. Letras escritas con sangre, se llamaba.
-Sos un pelotudo. Y devolveme el porro, querés, que no es todo para vos -dije, mientras servía de nuevo las copas. Aunque no parecía una buena idea: el proyecto de escritor ya estaba escorando a más de 30º.
-No me quedó mucho en limpio -sentenció, con una lengua tres talles más grande que su boca.
-¿Y qué querías sacar en limpio?
-Saber si puedo escribir bien.
-Bueno, vos me pediste que te enseñe mis trucos. Y lo hice. Más, no puedo hacer. Así que todo el resto depende de vos. Incluso tomar esta primera y última conversación entre nosotros como una verdadera pérdida de tiempo. Y conste que es así para ambos. Y que yo pagué las copas y el faso.
-Gracias por todo, ahora no tengo dinero, pero…
-¡SHUT UP! Si pretendiera dinero, te lo habría aclarado antes.
-Bueno, lo dejo trabajar, entonces -y cuando se iba a incorporar, casi se cae, así que volvió a dejarse caer en su silla. Problema en puerta. Para colmo, del lado de adentro.
-¿Estás bien?
-Sí, un poco mareado, nomás. Era mucho lo que usted tenía para ofrecerme.
-Te dije que me tutees.
-Bueno, era demasiado lo que tenías para ofrecerme.
-Ni que lo digas. Y no me refiero a las sustancias -aclaré, pero iba a caer en saco roto. Si tenía dificultades para interpretarme fresco, se imaginan…
-¿No me llamaría un taxi?
-Me cortaron el teléfono por falta de pago. Y creéme que soy muy feliz.
-Entonces, ¿me acompañarías a buscar uno? -¡Huy, dios! Pensé en decirle que no, pero me aterró la idea de que se le ocurriera quedarse a dormir la mona. Y vomitarme toda la casa, así que accedí. Mejor asegurarme que se fuera, total y definitivamente. Así que fuimos hasta la avenida 25 y nos dispusimos a esperar. El Yogui ése estaba cada vez más desfigurado. Temí que se desvaneciera entre bajas presiones arteriales.
-Che, Yogui, con ese nombre… ¿nunca se te dio por el yoga? -Dije, más que nada para propia diversión. Me sentía una especie de Maldoror desquiciando al niño en el Jardín de las Tullerías.
-En serio, era demasiado lo que tenías para ofrecerme -Y dale con eso… fue a apoyarse contra la pared, tantaleando, y se cayó. Sólo faltaba que nos viera alguna patrulla y nos llevara en cana por borrachos. La cosa tomaba un cariz tirando a insoportable. Al fin apareció un taxi. Lo paré.
-¿No me acompañás hasta mi casa? -Preguntó, con un dejo de terror quién sabe a qué. Huy dios Huy dios Huy dios.
-No, flaco, no puedo. La próxima vez vení con tu mamá. -Dicho esto, di media vuelta y emprendí el camino a casa.
Juro que lo atendí, si bien a regañadientes, con mis mejores intenciones. No sé, no tengo experiencia en talleres o aprendizajes formales de nada, y mucho menos recursos didácticos.
Aunque según mi diagnóstico, que creo compartirán, el flaco aquél jamás sería un buen escritor. Ni nada que se le parezca


*Ello debido a la reciente publicación de mi primer novela, “El traspié de Apolonio”, cuyo nudo central se instala en la disputa por la jefatura de la barra brava de Gimnasia.