miércoles, 5 de octubre de 2011

TRES LUNARES EN EL OJO DEL CULO


Paolo Eleuteri Serpieri

Hacía meses que no vendía un automóvil. Así que no le resultó sorpresiva la convocatoria a la oficina del Gerente de Ventas, en la cual le informaron que la empresa prescindía de sus servicios. Teniendo en cuenta el contrato que había suscripto al ingresar, no le correspondía indemnización alguna. Encima. Salió a la calle, algo aturdido. El pavimento hervía. Cruzó al bar de enfrente y se bebió una Heineken de litro en un tiempo tal que se le antojó récord. No iba a volver a su casa. Su esposa lo tenía podrido de por sí, no quería  imaginarse cuando le dijera que había sido despedido. Su esposa lo tenía podrido, sus hijos lo tenían podrido, el calor lo tenía podrido, su humanidad devaluada lo tenía podrido, en fin… no iba a volver a su casa, al menos en lo inmediato.
Tocó a la puerta de la casa de Mara. Mara era una muchacha hermosa, libre y despreocupada. Seis meses atrás le había comprado un auto de alta gama, y a partir de allí habían comenzado una relación sentimental. Mara sabía de su situación, y jamás le reclamaba nada. Eso hacía las cosas mucho más cómodas para él, podía gozar de su compañía cada vez que quería sin comprometer su ya convulsionado frente interno.
-Hola, Leo, pasá -dijo, al abrir la puerta. Sus ojazos negros lo atravesaron. Su blanquísima dentadura luciendo en luminosa sonrisa, sus generosos pechos queriendo saltar fuera de la blusa, sus hermosas piernas que lucían aún apoyadas sobre pantuflas de conejito, su olor que casi se diría de néctar perfumado, todo ello, lo impulsó primero a besarla apasionadamente, y luego arrastrarla hasta el baño.
-Bueno, parece que viniste con ganas -le dijo, risueña, dejando que las manos de él la acariciaran casi abusivamente, y entrando rápidamente en situación hormonal análoga.
-Sí, mi amor.
-¿Y por qué, acá, en el baño?
-Fijate como estoy, todo transpirado. Debo apestar -aclaró, mientras se quitaba el traje y abría la ducha.
-Ah, viene de ducha, parece.
Mara también se desnudó. Entre el manoseo y la visión de su desnudez, Leo se excitó visiblemente, y ni bien entró a la ducha, Mara lo siguió, se hincó e introdujo el inflamado pene en su boca. Al cabo de unos cuantos segundos, el la apartó de modo cortés.
-Así no vas a ir muy lejos. Ya estoy por derramarme.
-No importa, bebé, date el gusto.
-No, bonita, vamos un poco más despacio.
Ella comenzó a arrojarle agua como quien baña a un caballo en el río, y ambos rieron. Luego la hizo girar, ella se tomó de las canillas y se afianzó sobre sus hermosas piernas, ofreciendo su adorable sexo. Leo comenzó a frotarle los labios menores y el clítoris con su mano izquierda, mientras con la derecha se masturbaba levemente, más para mantener a pleno su erección que para autosatisfacerse. Mara comenzó entonces un crescendo de voces y gemidos hasta que explotó en un orgasmo que hizo que sus torneadas piernas quedaran temblando al punto que temió perder el equilibrio. Entonces él la penetró sin que los tejidos laxos y húmedos ofrecieran la menor resistencia. Comenzaron a trabajar lentamente, y fueron tomando velocidad a medida que sus exclamaciones subían de tono; el ritmo del chasquido de glúteos contra el bajo vientre y piernas de él creció también en velocidad y volumen, hasta que alcanzaron un clímax simultáneo y particularmente ruidoso. Luego se besaron, se enjabonaron amorosamente y terminaron de ducharse.
Ya en el living, cervezas y cigarrillos de por medio, Mara preguntó:
-¿Qué te pasa?
-¿Por qué habría de pasarme algo?
-Te conozco, mascarita.
-Bueno, me echaron del trabajo.
-¿Y eso te excita?
-¿Cómo?
-No, como venís y me cogés así, a lo bestia, sin preguntar siquiera si estoy dispuesta…
-Bueno, disculpame.
-Nada que disculpar. Me encantó. Creo que lo notaste, ¿no?
-Estaba muy concentrado en lo mío. Y para mí, fue sublime.
-Dale, no será para tanto.
-Bueno. Para mí lo fue.
-¿Sublime? ¿No suena muy religioso, eso?
-Es una forma de decir.
-¿Y qué onda, con el laburo? ¿Te echaron así, sin más?
-Así, sin más.
-Y bueno, ya conseguirás otro.
-Claro, tan fácil que está la cosa.
-¿Y tu mujer no labura, acaso?
-Claro, pero ya bastante me fustigaba por lo poco que ganaba. Imaginate ahora.
-Y bueno, qué va’cer. Cada uno se banca lo que quiere.
-O lo que puede.
-No veo la diferencia. En términos prácticos, al menos.
-Tenés razón.
Sonó el celular de Leo.
-Hola, Constanza -su esposa.- ¿Qué? Uh, me había olvidado. ¿No hay forma de…? Bueno, pero… no, sí, está bien, está bien. Pero estoy ocupado. ¿Adónde es? Ah, en el Richmond. Bueno, voy para allá, directamente. ¡No, no me voy a cambiar! ¡Te digo que no tengo tiempo! Bueno, bueno, chau, chau.
-La reputa madre que lo parió -dijo, luego de cortar la comunicación.
-¿Qué pasa?
-Que habíamos quedado en ir a cenar con los imbéciles esos de Miguel y Moira.
-¿Cómo hacés?
-¿Cómo hago que?
-Sentirte comprometido con cualquier boludo que se te cruza.
-No sé, qué sé yo. Soy así. Me encantaría ser como vos, que no se hace compromiso con nadie.
-Cada uno es como quiere. Cualquier cosa que te hayan dicho en contrario, es simplemente una falacia.
-¿Vos creés?
-Estoy segura. Y yo no es que no me comprometa con nadie. Solamente me comprometo cuando estoy segura que vale la pena.
-Te podés equivocar, también. ¿O no?
-Claro que me puedo equivocar. Pero eso es muchísimo mejor que vivir equivocada.
Leo se incorporó, se puso el saco, metió la corbata en el bolsillo y se preparó para irse. Antes, le dijo:
-Mara, sos lo mejor que me ha pasado en años. No quiero comprometerte, menos ahora que estoy en la lona. Sólo quiero que lo sepas.
-No me comprometés. El comprometido sos vos. Y no estás en la lona. Estas sano, todavía sos joven, no sos del todo tonto y tenés un más que respetable rendimiento sexual. Creéme que hay gente que tiene muchas cosas materiales pero está mas en la lona que vos.
-Puede ser, sí.
-Pensalo. Y sabés que acá la puerta siempre está abierta. No importa cuánto dinero tengas. En todo caso, no necesito.
-Gracias.
-Gracias hacen los monos.

Entró al Richmond y vio a Constanza y a la pareja de idiotas en una mesa a lo lejos. Charlaban efusivamente, seguramente todas esas pelotudeces de siempre que llegaban a exasperarlo. No lo habían visto, así que se sentó en un taburete de la barra y pidió un tequila doble. Su interior bullía. Su esposa lo tenía podrido, sus hijos lo tenían podrido, el calor lo tenía podrido, su humanidad devaluada lo tenía podrido, Miguel y Moira lo tenían podrido. Tomó el tequila en un par de tragos y pidió otro. Luego indicó que los cargaran a la cuenta de la mesa de Miguel. Respiró hondo, tomó coraje y se dirigió a la fatal cena de camaradería.
-Hola, Leo. Calor, ¿no? -Seguramente se refería a la transpiración que cubría su frente, a las humedades proyectándose en formas oscuras en su camisa e incluso en los sobacos, trascendiendo el saco amarillo claro.
-Leo, mirá cómo venís -le recriminó Constanza. -Está bien que tengas mucho trabajo, pero deberías hacer tiempo para darte una ducha, al menos.
-¿Te avergüenzo?
-No, pero…
-Me dí, una ducha. Pero en casa de mi amante. Lo que pasa es que no tenía ropa para cambiarme.
-Já já já -rió Miguel. -Éste Leo siempre tan ocurrente. -Era mucho más estúpido que las mujeres, quienes sonrieron incómodas, intuyendo algo de realidad en lo que Miguel tomaba por pura jocosidad.
-Ninguna ocurrencia. Vengo de la casa de mi amante.
-Leo, no te queda bien hacerte el vivo de esa manera -observó, malhumorada, su esposa.
-No me estoy haciendo el vivo. Me echaron del trabajo.
-¿Cómo?
-Como oís, tarada. Me echaron del trabajo. ¿Qué parte no entendés?
-¿Y eso qué tiene que ver con venir a hablar de una supuesta amante?
-Nada, quizá. O tal vez todo. Es decir, antes de que me eches vos a la calle, como un perro, por no seguir aportando a las arcas familiares, quería darme este gusto. Hay gente que piensa en qué te puede sacar, y otra que piensa en qué te puede dar. Yo prefiero a esta última, y obviamente, no estás incluida.
Constanza se cubrió la cara con las manos, y comenzó a sacudirse con los sollozos. Moira dedicó a Leo una mirada fulminante y se incorporó, tomó de un brazo a la cornuda y se fueron para el baño, brindando un cuadro lastimero.
-¿Qué te pasa, boludo, estás loco? -Le preguntó Miguel.
-Estoy podrido, Miguel. Estoy podrido de toda esta vida de mierda. Se acabó.
-¿Y qué pensás hacer? ¿Irte a vivir debajo de la autopista?
-Y, comparado con volver a mi casa, no parece tan mal plan.
-Pero estás loco. Tenés hijos, vos.
-Dos tremendos pelotudos que harían bien en hacer algo por ellos mismos, alguna vez.
-No, pero no es así.
-Ah, ¿no? ¿Y quién sos vos, Sai Baba, para venir a decirme cómo es?
-No, no soy Sai Baba, pero…
-Entonces no me aconsejes. No te pedí consejos, que me acuerde.
Se quedaron callados unos momentos, hasta que las mujeres volvieron del baño. Constanza hacía lo imposible para no demostrar su derrumbe psicológico, pero era en vano. Su cara era un rictus bastante desagradable. Moira seguía mirándolo con odio.
-Sos un animal -le dijo, al ver que su mirada de desprecio no parecía afectarlo en lo más mínimo.
-Sí, ya me lo dijiste, pero en la intimidad.
-¡¿Qué querés decir, hijo de puta?!
-Ah, ahora te hacés la solidaria, pero cuando nos encontrábamos en los hoteles no parecías tan leal.
-Che, Leo, pará, estás hablando de mi mujer.
-Este hijo de puta es capaz de inventar cualquier cosa -aseveró Moira, cuya expresión de odio había dado lugar a un buen porcentaje de miedo. Constanza lucía catatónica, a estas alturas.
-¿Inventar? Yo no estoy inventando nada. Cuando el gil éste viajaba por todo el país, para asegurarse su tren de vida módico, ¿no te acordás cómo le dábamos?
-¿Es cierto eso?
-¿No te das cuenta que está loco?
-Loco, retirá lo dicho porque se pudre todo.
-Si querés lo retiro, pero no dejará de ser cierto.
-Te digo en serio, retirá lo dicho.
-¿Querés pruebas?
Miguel quedó demudado. No supo qué decir. Así que Leo continuó, mientras se incorporaba para irse:
-Tu mujer tiene tres lunares en el ojo del culo. Me imagino que se los habrás visto.
Dio media vuelta y se fue. Detrás suyo, en la mesa de la confrontación, no volaba una mosca. Todo era sorpresa, amargura y desasosiego. Absolutamente lo contrario de lo que pasaba por la mente de Leo, que parecía haberse quitado un hipopótamo de los hombros.

Salió del Richmond. Una leve brisa hacía más tolerable el bochorno, y todo parecía tornarse más claro, más agradable. En la esquina sonó un leve bocinazo. Era Mara, a bordo del automóvil de alta gama que le había comprado seis meses atrás. Leo subió y se sentó a su lado.
-¿Me estabas esperando? -Preguntó.
-No, fue de casualidad. ¿Acaso te crees que no tengo nada mejor que hacer, yo?
-…
-Dale, boludo. Claro que te estaba esperando.
-¿Y cómo sabías?
-Te conozco, mascarita. Ya te lo dije. No tengo que estar todo el tiempo con vos para conocerte. Ni tampoco para conocerte de tal modo que pueda llegar a comprometerme.
-Mara, mi amor...
-¿Adónde querés ir? Yo me iría a Mar del Plata, por ejemplo.
-Ni siquiera tengo ropa para cambiarme. Y lo peor, no tengo un peso.
-¿Alguien te pidió algo? Te estoy invitando, boludo.
-Pero no creo que corresponda.
-Así quedaste, por hacer siempre lo que corresponde.
-Pero en serio, no tengo un mango.
-Como decían en mi pueblo, “algún culo va a sangrar”.
-Sí, seguro que el que sangra primero es el de los tres lunares.
-¿Cómo?
-No importa, es un decir, nomás.
Mientras subían al distribuidor de tránsito para tomar la ruta 2, Leo pensó que su vida acababa de comenzar. Y esta vez, iba a hacerle los honores que corresponden.