viernes, 24 de agosto de 2012

AMOR Y MUERTE EN BAHÍA


Llegué a la Isla de Boipeba, en la Bahía de Todos los Santos, a través del ahora llamado Río do Inferno. Pero si bien Boipeba -así se llamaba también el conglomerado humano más grande- era pequeño, mis ansias de naturaleza dirigieron mis pasos hacia poblados más pequeños aún, algunos que ni siquiera tienen nombre, adoptando el de aldeas vecinas. En cada arroyo que desciende de los morros, hay un asentamiento de pescadores que busca la abundante fauna marina allí donde se juntan las aguas saladas con las dulces. Fue en las cercanías de uno de ellos que transcurrirán los extraños hechos que paso a dar cuenta. Su nombre no importa; ello aparte que odiaría quitarle audiencia al viejo Genival.
Una noche, después de beber unas cuantas cachaças con un grupo de pescadores que se reunían en una tienda en la playa, compré una botella de Velho Barreiro y me fui a meditar -o a terminar de emborracharme, lo que ocurriese primero- cerca de un manglar. Era una clara y fresca noche de luna llena. Tomé unos cuantos tragos y encendí un porro. Comenzaba a fumarlo tranquilo, despaciosamente, cuando vi venir una figura humana, con un par de algo así como tiras colgando de su brazo derecho. Cuando se acercó vi que se trataba de un mulato de cabello mota totalmente blanco, bajo y atlético para su edad. Vestía una camisa oscura, bermudas y ojotas. Las tiras no eran otra cosa que un par de morenas recién atrapadas.
-¿Maconha?
-Sim -respondí, mientras le pasaba el cigarro. Chupó con fruición, entre expresiones de deleite. Me lo devolvió y le estiré la botella. -Y esto es cachaça. -Procedió a beber con idénticas muestras de regocijo.
-Yo soy Genival, para servirle.
-Encantado. Yo soy Cratilo.
-Cratilo, hem.
-¿Ésas son morenas?
-Mal bicho -asintió, mostrándome primero los finos colmillos y luego una fea herida en su pulgar izquierdo. -Si quiere las asamos y las comemos acá nomás.
-No, gracias, amigo, ya comí. Métale usted, si gusta.
-No como, generalmente -dijo, mientras las colgaba de una rama a mis espaldas.
-Ah -dije, cayendo en la cuenta de que no importa la densidad demográfica; allá adonde haya un loco, allí estaré yo con mi faro encendido. Mas el Genival ése era loco pero no boludo. A esas alturas yo ya estaba convencido de que venía por mi caçhaca.
-¿Sabe, Cratilo? Me gustaría hablar un poco con usted. Y no es que me quiera beber su aguardiente, sucede que creo que necesita hablar -aclaró, como si hubiese leído mi mente; ello, respecto del aguardiente. No estaba seguro siquiera de querer hablar, mucho menos de necesitarlo.
-¿De qué quiere hablar?
-Me gustaría oír su historia, saber qué lo trae a estas solitarias playas, en fin…
-¿Qué me trae? Gamboa, acá al norte, en la isla de Tinharé, es mi lugar en el mundo. Cada vez que necesito curarme de cualquier dolencia física o espiritual, vengo. Y me curo, claro. 
-Sí, esta tierra es prodigiosa. ¿Y ha venido a curarse de alguna dolencia, pues?
-Siempre hay dolencias que curar.
-Dígamelo a mí… pero el problema es cuando no se curan.
-¿Quiere hablar usted? -Le ofrecí, suponiendo que era él quien lo necesitaba.
-No, mire, yo soy bastante más viejo, y la cosa para mí funciona de modo que usted me cuenta y yo después, no por sabio sino por mi larga experiencia, trato humildemente de ayudarlo en lo que pueda.
Me gustó la propuesta. Ello, aparte, me permitía desarrollar una suerte de psicoanálisis con un terapeuta que compensaba la falta de formación teórica con la aspereza de su modo de vida. Menos anteojitos y pipa y más pelarse el ojete para sobrevivir. Óptimo.
-¿Le hablo de mi papá y de mi mamá? -Pregunté insidiosamente, y de paso para abrir el juego.
-Lo que guste.
-Mi viejo era el tipo más responsable del mundo. Y ello, como todo exceso, acabó con su vida. Mi vieja era todo lo contrario, y yo en medio: obviamente, di prioridad a la impronta materna. No pensaba morir en peleas ajenas.
-No, claro. Pero la responsabilidad está en sus genes.
-Para eso tengo esto -respondí, mientras bebía un generoso trago de cachaça. -Ante cualquier arrebato de responsabilidad me embriago y listo.
-Buena medicina, eh.
-¿Quiere?
-No, gracias. Continúe, por favor -indicó con aires de terapeuta. Solo entonces advertí que, no obstante el chiste, terminé efectivamente hablando de mis viejos. Me cago en Freud.
-No tiene caso.
-Bueno, usted sabrá entonces por qué lo sigue esa sombra.
-¿Qué sombra?
-La sombra de la muerte. Camina a su alrededor. ¿Le teme usted a la muerte?
-He estado demasiadas veces del lado equivocado del caño como para temerle, a estas alturas. Desde muy joven estuve con el culo en el gancho, por circunstancias político-sociales o meramente por actividades consideradas ilícitas por quienes detentaban el poder. Eso sin hablar de las veces que le pasé cerca por intoxicaciones varias. No, no le temo. Que camine todo lo que quiera alrededor mío, pero que no se interponga. Sé que finalmente perderé, pero va a tener que pelear bastante para llevarme. Y dígame, ya que estamos:¿acaso usted es la muerte? ¿O acaso está muerto?
-¿Acaso lo parezco? Ya sé, no me conteste. Demasiados “acasos”, por ahora -respondió enigmáticamente, y se rió. Luego siguió con esa suerte de interrogatorio: -¿Y con las mujeres? ¿Cómo le va?
-Lo mismo me preguntó un viejo puto, cuando era adolescente -dije, algo fastidiado y para molestarlo, cosa que no logré en lo más mínimo, por cuanto se carcajeó más fuerte aún. Me pareció que su risa tenía un dejo metálico, como el del cantante de Sepultura, sólo que menos ostensible. Bebí otros buenos tragos de cachaça antes de continuar: -Las mujeres ya me han vuelto lo suficientemente loco como para intentar una relación estable. No quiero saber nada más acerca de ellas. Renuncié a tratar de entenderlas.
-Pero son lindas, eh.
-Ni que lo diga. Pero he elegido gozar de ellas sin comprometerme en lo más mínimo.
-Hace muy bien, joven Cratilo -aprobó, ahora algo ceñudo y pensativo. -Usted disculpe, pero le he preguntado por temas que me interesan mucho y no tengo oportunidad de hablarlos con nadie. Yo alcancé las mismas conclusiones que usted respecto de las mujeres, pero ya era demasiado tarde.
-¿Qué pasó? ¿Ya no se le ponía dura?
-Peor aún; si quiere, le cuento la historia.
-Déle nomás, no tengo nada que hacer.
-Resulta que me casé muy joven, con una negra guapa pero algo entrada en carnes, justo lo suficiente como para ser voluptuosa pero sin que se pudiese decir que era gorda. Todo iba bien al principio; pero después (no sé si por complejo o no), a medida que fue engordando, me fue tratando cada vez peor, vio cómo es eso… y encima quería sexo todo el tiempo, y yo debía esforzarme cada vez más para complacerla, aún a pesar del desagrado que me provocaba el tremendo culo que apenas si pasaba por las puertas, en ese bamboleo cárnico propio de las que se queman los pendejos entre las piernas de tanto rozar.
-Ufffff.
-Ufffff, sí. Y había que llegar al fondo de la cuestión, vio. Mire que no estoy mal dotado, pero esas nalgas robaban varias pulgadas -Ahora fui yo quien rió con ganas. Pero la historia continuaba: -Pasado el tiempo ya me repugnaba. Así que salía por ahí a beber y divertirme, lo que conllevaba que a cada regreso a casa primero era objeto de maltratos y acusaciones, y luego era atacado sexualmente. ¡Y guay que no se me fuera a parar! No había dios que la convenciera de que no había estado con otra mujer. 
Una tarde estaba bebiendo unas pingas en una barraca de Itapuá, cuando llegó un grupo de mozos haciendo batucada con parches, silbatos, agogós y hasta un banjo. Todos nos pusimos a seguir el ritmo con copas, botellas y cubiertos, o lo que hubiera a mano, y a cantar viejas tonadas bahianas. Y entonces apareció ella, Cleide. La mulata más hermosa que había visto en mi vida. Comenzó a danzar al compás del batuque, con una sensualidad y una gracia inconmensurables. Su cuerpo cimbraba y tremolaba con cada vigoroso paso, en un arrebol de lujuria. Su cara, en éxtasis danzante, parecía gozar de un orgasmo permanente, de forma tal que casi nos lo provocaba a quienes disfrutábamos el espectáculo de las firmes carnes estremeciéndose. Por suerte los mozos seguían tocando, aún excitados, porque yo quedé tieso y boquiabierto. Ella advirtió mi apasionamiento, de cuando en cuando me miraba y me dedicaba un mohín. Pensé que se estaba burlando de mí, era demasiado hermosa como para fijarse en mi humilde persona. Pero cuando paró la música, vino a mi mesa y se presentó. Bebimos una botella de cerveza y luego, cuando anochecía, me dijo que le encantaba darse baños de luna en la Lagoa de Abaeté. Mi corazón saltaba dentro de mi pecho, ya que muchas parejas iban a mantener relaciones sexuales en las arenas blancas que bordean la laguna, a unas cuantas cuadras de donde estábamos. Caminamos hacia allí, hablando sonceras y jugando juegos de seducción casi adolescente, y eso que ya andábamos por los treinta. Llegamos. Ya la luna rielaba sobre las arenas, y su piel morena contrastaba de un modo estremecedor. Sin decir palabra alguna, se acercó a mí y me besó. ¡Dios, qué dulce néctar me pareció su boca! Nos abrazamos, afiebrados, jugando con nuestras lenguas y apretándonos cada vez más fuerte a medida que la calentura ceñía nuestros cerrojos de sangre. Tomé uno de sus pechos y dejó escapar un leve gemido, al tiempo que comenzaba a acariciar mi sexo…
-Oiga, hombre, que se me está poniendo tiesa…
-Y no se imagina cómo estaba yo. Parecía un sueño. Pero era real. Tanto que no pude esperar mucho, la desnudé, subí sus piernas con mi antebrazo izquierdo y probé con mi boca otra vez el dulce néctar de su sexo. Ella se contorsionaba y gemía casi desesperada, mientras yo jugueteaba con las suaves mucosas y trataba de entender pronto cuál era su predilección en esas lides. Pero no tuve tiempo, ya que descargó un caudaloso orgasmo en mi boca. Entonces, antes de que me sucediese lo mismo sin haber ingresado aún en su maravilloso cuerpo, la monté y descubrí que, pese al tremendo polvo que se había despachado, aún la tenía prieta. Y así siguió, aunque a muy poco acabamos juntos y estruendosamente. Tardamos un buen rato en recuperar el aliento. Luego, a lo largo de la noche, lo hicimos cuatro veces más.
-Eh, hombre, ‘ta bien que fantasee un poco, pero achique la dosis, así es más creíble. Más que en esa época supongo que todavía no existía el viagra.
-Se nota que no sabe lo que era cogerme a la culona, apenas si podía levantarla. Pero Cleide… ¡qué hermosa era! Su risa iluminaba mi vida.
-¡Joder que se enamoró!
-Pues sí. Y ese fue el principio del fin. Nos seguimos viendo a escondidas, ya que la culona, después de esa noche, había olido algo.
-Habrá sentido olor a concha, por lo que cuenta.
-No, me refiero a algo más sutil, por graciosa que le resulte su guarangada. 
-No se ofenda, Genival, es una broma -no dejaba de sorprenderme el refinamiento de sus ideas tanto como el de su verbalización.
-Y ella, como modo de ganarse la vida, era amante de un político muy rico y venal, con disposición de hacernos desaparecer del mundo si se enteraba de la traición.
-Ahá, por ahí saltó la liebre.
-Cierto. Pero nos amábamos demasiado, hasta la locura; tanto que pensamos que si ese iba a ser nuestro eventual destino, o peor aún, la posibilidad de que nos separaran definitivamente, preferimos atacar primero. Ella iba a tratar de hacerle firmar un seguro, o algo así, para no quedarse con las manos vacías después de tanta asqueada inversión de sus encantos. Luego hallaría alguna manera de liquidarlo. Yo me encargaría de mi grotesca pesadilla culona.
Cleide arregló sus seguridades financieras y decidió envenenarlo con un filtro preparado por una anciana amiga hija de las Yiami, que son…
-Ya sé, Deidades u Orixás del Panteón Yoruba, ¿verdad?
-Algo así, sí, pero las precisiones las dejamos para otro momento. Yo, por mi parte, enterado que estaba de la inminencia del desenlace de ese lado de la historia, ideé un plan: serruché la baranda de madera del balcón de mi casa en el segundo piso casi totalmente, de modo que ante el menor apoyo cedería. Salí un rato a tomar coraje y volví al anochecer, a sabiendas que la gorda comenzaría inmediatamente con sus ofensas y descalificaciones cotidianas. Y así fue. Pero se sorprendió cuando, en lugar de reaccionar del mismo modo que siempre, la abracé fuertemente y, a pesar del asco y el profundo desprecio, la besé fingiendo pasión. Ella respondió, porque toda su agresividad cedía ante una perspectiva erótica. Le bajé los pantalones, los tremendos calzones (con los cuales se podía pescar un buen bacalhau), la giré y la penetré lo más profundamente que sus nalgotas me permitieron. Después la arrastré hasta el balcón. “¡Sos loco!”, gritaba. ¡Nos va a ver todo el mundo!”. Y yo: “¡Que nos vean todo lo que quieran! ¿Acaso no puedo joder a mi esposa?” Entonces, algo excitado por la inminencia del sangriento desenlace, la hice tomar de la baranda. Estaba entregada, así que le di y le di cada vez más fuerte, claro que cuidando de no perder pie. La gente comenzaba a apiñarse debajo, a reír y a gritarnos obscenidades. Cuanto más público, mejor, pensé, y como la baranda no cedía, le propiné un caderazo tal que se oyó un crujido y allí fue la culona, paradójicamente de cabeza. Yo quedé aleteando para no caer detrás. De últimas me arrojaría sobre el tremendo trasero, que seguramente y dada su blandura evitaría que me rompa la crisma. Pero no hizo falta. Me llevé las manos a la cara, simulando desesperación pero sonriendo diabólicamente. Era feliz. Los gritos y las pullas dieron lugar a unos segundos de silencio, para devenir nuevamente en expresiones de urgencia, mientras yo observaba todo el cuadro con mi miembro en ristre. Me sentí la imagen misma de una deidad masculina de la fecundidad.
Después de mostrarme afligido y doliente frente a los funcionarios policiales y judiciales, me dejaron en paz durante unos días, los suficientes para el sepelio (había que cargar el féretro de la gorda, eh) y algunos trámites. Cada día fui al bar del Pelourinho (en el que íbamos a encontrarnos cuando todo pasara), pero jamás vino. Compraba el diario “A tarde” cotidianamente, esperando encontrar noticias acerca del fallecimiento del caudillo, pero sólo encontraba referencias a su actividad política. Era todo muy raro. ¿La habrían descubierto? Una tarde, algo así como diez días después, volvía a casa y vi un grupo de peritos trabajando en el balcón, seguramente el casero les había facilitado el acceso. Y lo más alarmante era que se concentraban en los bordes aserrados de la baranda. Todo se precipitaba. Volví al bar del Pelou y bebí desaforadamente. Entonces entró un viejo amigo, que había logrado un buen pasar haciendo quién sabe qué cosas sucias para los congresales del Partido Trabalhista Cristâo, y me dijo que había oído por ahí que algunos personajes estaban fogoneando mi causa y que me querían preso para matarme en la cárcel. Por más que sabía de dónde venía el palo, traté de sonsacarle más información, pero fue en vano. “Es más”, aclaró con expresión de pocos amigos, “yo jamás te dije nada, ¿entendés? Ya bastante me arriesgo viniendo a advertirte”. Y se fue. Todo había sido descubierto, y la hermosa Cleide seguramente había muerto, o peor aún, había sido vendida como esclava sexual. Apuré el trago y me fui con lo puesto a Sao Joaquim, y tomé el ferry a Itaparica. De allí vine a esta Isla, y levanté una rudimentaria cabaña en medio del mato. Nadie iba a ser capar de encontrarme. Esta tierra es generosa, bananas y mangos te caen en la cabeza, arrojas una cabeza de pescado atada a una piola y te traes tres cangrejos. Cada noche pescaba, ponía trampas; y así fueron pasando los años. Nadie más supo de mí, y yo no supe más de nadie.
-No suena tan mal.
-No, sobre todo para el que ha perdido lo único que le interesaba en la vida.
-Hombre, tampoco sea tan drástico…
-Usted porque no conoció a la hermosa Cleide como yo la conocí. Bueno, a medida que pasaban los años, fui tomando coraje y empecé a mostrarme por el pueblo. A oír un poco de música, conversar, beber una cachacinha. Por longevo que fuera mi enemigo, era dudoso que aún continuara vivo; y si lo estaba, en el peor de los casos, estaría tan chocho que no habría por qué preocuparse.
-Y ése fue un error garrafal, ¿no?
-Un error de cálculo, diría yo, ya que no consideré algunas incógnitas de la ecuación. Resulta que el corrupto ése tenía dos hijos, cuya madre (la esposa del corrupto, digo) se suicidó al enterarse de las aventuras de su marido con la hermosa Cleide. De alguna manera el asesino con poder se encargó de mantener la llama de la venganza encendida. Una noche volvía del manglar con un par de langostas y de pronto oí a mis espaldas “¡Genival Santos!”. Pensé que era la policía, por el tono, pero no: eran tres hombres vestidos de paisano, dos de ellos munidos de armas de puño, apuntándome. Estaban a unos diez metros detrás de mí. Se presentaron como los hijos del corrupto, y me enrostraron la muerte de su madre, entre maldiciones y puteadas. Yo supe que mi fin había llegado, pero estaba dispuesto a luchar, si tenía oportunidad. Así que argumentando que no era el tal Genival, me acerqué a ellos, apretando el cuchillo, escondiéndolo tras mi antebrazo. Jugaba con eso que todo sabemos, que quien empuña un arma de fuego se confía más de lo debido. Casi lloriqueante, seguía pretendiendo no ser quien en verdad era. “¿Por este marica se suicidó mamá?”, preguntó uno. “Es verdaderamente despreciable”, comentó otro; di un salto y le hundí el cuchillo en el cuello, al tiempo que de un golpe lo desarmé. Oí un estampido y sentí un impacto en el hombro. Así y todo alcancé a apuñalar en el hígado al que estaba desarmado, que gritó como un loco. Entonces recibí otro disparo, esta vez en la espalda, y caí. Entre los gorgoteos sangrientos de uno y los gritos pelados del otro, el tercero se acercó a mí y me miró con el odio concentrado en sus ojos. Supe que si los disparos no me mataban pronto iba a sufrir mucho a manos de ese bastardo, así que le dije con sorna: “Bueno, te sigo ganando como tres a uno, más o menos.” Pude ver como le resaltaban las venas y oír el rechinar de sus dientes mientras levantaba el arma y me disparaba a la cabeza. El final fue una explosión de estrellas, que se fundieron en una extraña luz amarillenta.
-Entonces estoy, o muy borracho o hablando con un espíritu. O sino, lo que parece más plausible, me está tomando el pelo.
-Esta es tierra de Eguns, sabe…
-Lo es. Los Egun son los espíritus de los ancestros, ¿no?
-Pero yo no tuve descendencia. Por ello quizá es que estoy deambulando por acá, esperando la oportunidad de hablar con alguien.

La borrachera ya se estaba transformando en un pesado estado de somnolencia.
-No se duerma, joven Cratilo, mire que hace décadas que no la pongo.
-¡¿Qué dice?! -exclamé, abriendo los ojos bien grandes, repentinamente. Pero el viejo Genival ya no estaba. Su risa metálica resonaba por doquier. Más que asustarme, fue el arrullo más extraño que alguna vez me indujo al pesado y casi inmediato sueño de la ebriedad.
Cuando desperté, el sol ya estaba bastante alto. Quedaba un trago de cachaça, y lo bebí para ver si me ayudaba con la tremenda resaca. Luego encaminé mis pasos hacia la aldea. De pronto recordé las morenas que Genival, presuntamente, había colgado de las ramas. Iba a volverme a mirar si estaban, como una prueba objetiva de la real existencia del viejo, pero no lo hice. Me gustan los finales abiertos.

viernes, 3 de agosto de 2012

FILOSOFÍA ORIENTAL, EROTISMO Y KUNG FU

Milo Manara

No recuerdo bien por qué andábamos dando vueltas por la Ciudad de Buenos Aires, ciudad que como todas las grandes capitales está repleta de roedores, aunque la mayoría de ellas, en este caso, andan en dos patas. En un barrio que no podría definir cual, un par de mujeres hermosas a la vista se cruzaron y el gordo, raro en él, les dijo un piropo bien fino, sorprendente en su inventario repleto de chabacanerías y aires soeces. Las mujeres sonrieron y entraron a un bar. Es un axioma que si las mujeres no ponen cara de oler mierda, la mitad de la carrera ya está ganada, así que fuimos a por ellas. Aquel bar era uno de esos modernos, onda new age, en los cuales lo más calórico que podía consumirse era un sándwich de algas o algo por el estilo. ¿En dónde quedó el bife a caballo con papas fritas? Oh, Dios. Pedimos a las ninfas compartir la mesa, y no plantearon objeción alguna. Por el contrario, casi podía percibirse un cierto entusiasmo motivado por razones uterinas. ¿O sería que el frenesí sexual venía de nuestro lado? Es más que probable que fuese, finalmente, esa cuestión de feedback que mantiene sobre el planeta a las abyectas larvas humanas.
Flor y Sonia, se llamaban. Flor, una rubia con cierto aire de locura en la mirada, alta, esbelta, y con unos rasgos virginales que parecían contradecir su mirada ávida, que resultaba por ello de lo más excitante. Sonia, más baja y comprimida, sin embrago parecía una bomba sexual a punto de estallar nomás le encendieran la mecha. No había conflicto, entonces. Yo sabía que Abdul atacaría por allí, en tanto a mí me interesaba mucho más la otra. Aunque, llegado el caso…
El primer traspié estuvo dado al advertir que en ese tugurio, en concordancia con las comidas feas e hipocalóricas, no se servían bebidas alcohólicas. Manifesté mi desagrado ampulosamente, pedí un jugo de pomelo y salí a comprar gin para mezclarle. Cuando volví, el gordo ya tenía el brazo sobre el respaldo de la silla de Sonia, mientras apelaba a un discurso que haría palidecer a un vocero de Greenpeace. No perdía tiempo, evidentemente. Flor entonces me pareció más hermosa aún que unos minutos antes, y su belleza iría afectando más y más mis emociones a medida que la botella de gin bajaba.
-¿No te das cuenta que estás atentando contra la naturaleza? -Me preguntó de pronto.
-¿Yo? ¿Qué estoy haciendo?
-Bebiendo alcohol.
-Bueno, digamos que en todo caso estoy dilapidando parte de lo que la madre naturaleza me otorgó graciosamente. 
-La naturaleza podrá ser graciosa, de hecho lo es, pero vos no parecés muy gracioso que digamos…
-No te creas. Hace unos años trabajé de payaso.
-Qué raro, pensé que seguías en plena actividad.
-Sonaste, Cratilo, te tocó una peor que vos -dijo Abdul, y Sonia se cagó de risa.
-¿Por qué dice eso? -Me preguntó Flor.
-Hay quien dice por ahí que soy cínico.
-Al lado tuyo, Diógenes es un nene de pecho -dijo Abdul, dejándome pasmado. -Claro que él vivía en una tinaja vacía, vos vivís en una repleta de vino.
Entre las risotadas de las mujeres, dije al gordo: -Es lo más sorprendente que te oí decir en mi vida, y eso que te he escuchado cada pelotudez... ¿De dónde carajo sacaste eso?
-¿Qué te crees, gil, que el único intelectual sos vos?
Entonces recordé que estaba terminando el secundario en una escuela para adultos. Seguro que ese prodigioso conocimiento -para él- salió de allí. No me pareció pertinente mandarlo al frente en ese contexto, pero no faltaría oportunidad.
-¿Y ustedes de que se ríen? ¿Acaso conocen a Diógenes el Cínico?
-Ahí tocaste mal, chico -dijo Flor-, Sonia es Licenciada en Filosofía, y yo abandoné en cuarto año porque me dio por el estudio de filosofías menos clásicas, aunque a mi juicio más trascendentes.
-Tomá pa’ vos -dijo Abdul.
-¿Onda new age? Pregunté.
-No, onda oriental.
-Ah, menos mal. Odio a todos esos imbéciles que respiran incienso y hablan pelotudeces sin fundamento a troche y moche.
-Bueno, no le hacen mal a nadie, que yo sepa.
-Si propagar la estupidez no es malo, entonces estoy de acuerdo.
-Sos un poco simplista, ¿no te parece?
-Me gusta aplicar la navaja de Occam*, no sé si me entendés.
-Ahá; no es muy fino, eso.
-Aprovecho, viste. Estoy acostumbrado a hablar con lúmpenes que desconocen abiertamente cualquier cosa que requiera la más mínima sutileza de pensamiento -y lo miré insidiosamente a Abdul. Cuál no fue mi sorpresa cuando lo vi metiéndole la lengua en la boca a Sonia, que lejos de resistirse, respondía con real calentura. Me acerqué a Flor y le susurré al oído:
-Parece que no pierden tiempo, ¿eh?
-Sonia es así, muy sexual y apasionada. El único problema es que se confía mucho, y así le va…
-No parece que le vaya muy mal.
-Vos porque no vivís con ella. ¿Sabés las veces que la tuve que apuntalar anímicamente, porque estas “aventuras” suelen dejarla como un trapo de piso?
-Vos, en cambio, es como si estuvieras en guardia…
-No, qué guardia. Pasa que la mística me puso más allá de esos embrollos y ajetreos sexuales, que solo sirven para vaciarte de energía.
-Yo sólo me vacío de otra cosa.
-Sos un guarango. Y burdo, además.
-¿La mística también te llevó a sobredimensionar los chistes?
-Ah, ¿era un chiste? Pero qué gracioso que sos…
Entonces empecé a pensar que la mejor opción era la petisa explosiva. Pero las cartas ya estaban repartidas. Para colmo Sonia y Abdul seguían entusiasmadísimos con el intercambio de fluidos salivales, sorbiendo lenguas y lamiendo mucosas, alternadamente. Puaj.
-¿Y si vamos a tomar un café a casa? -dijo Sonia, en uno de los breves lapsus de desprendimiento oral. Seguro que ya tenía la raja empapada.
-¿A casa, te parece? -De lo que podían colegirse dos cosas: una, que vivían juntas; y la otra, que yo le interesaba poco menos que un gusano.
-Dale, che, los muchachos son piolas, buena gente.
-Ya veo, sí.
Vivían a solo una cuadra, en el 3º piso de un edificio lujoso. Asimismo el semipiso que ocupaban estaba ambientado con buen gusto pero poca sobriedad, había algo de ostentoso tanto en el mobiliario como en ornamentos, tapices y pinturas, la mayoría con motivos orientales. Había mucho dinero, sí señor. Era la típica situación en las que lamento ser un tipo honesto. Nos sentamos en un gran salón con cortinas azules por todos lados, como si de allí salieran varias puertas. Sonia dejó sobre la mesa una botella de ginebra holandesa y una de zumo de uvas, en tanto cargaba una de whisky.
-Le voy a mostrar a Abdul la nueva decoración de mi habitación. Permiso…
-¿Acaso conoce la anterior? -Pregunté insidiosamente.
-¿Perdón?
-Dale, andá, andá mostrale todo lo que quieras.
-No, si te va a pedir permiso a vos -terció el gordo, y se fueron. Ya solos, la hermosa rubia y yo nos vimos envueltos en un incómodo silencio. Me serví una buena medida de ginebra. Ya estaba bastante ebrio; no obstante el instinto, en su inmediatez operativa, me mantenía conciente del hecho de que si quería degustar esa breva, colmada de histerias y sublimaciones, debía demostrarle el más profundo desinterés. Así que le dije:
-Loca, sabés qué… vinimos en mi auto, así que lo tengo que esperar al gordo. Vos si querés andá a dormir, no sé, o mirá TV, o leé, lo que quieras. Yo me quedo acá, y quedate tranquila, tengo muchos defectos pero no soy delincuente; lato sensu, al menos.
-Hago de cuenta que estoy en mi casa…
Encendí un cigarrillo, bebí un trago de ginebra y exhalé el humo. No responder a la ironía era parte de mi estrategia. De pronto, desde el interior de la vivienda, comenzó a escucharse la voz de Sonia “aaaahá… aaaaahá… ¡aaaahá! ¡aaaahá! ¡Así! ¡Por dios, así! ¡aaaahá! ¡aaaahá! ¡AAAAAAHÁÁRG!” Parece que ya se había echado el primero.
-Bueno, a este ritmo, parece que en un ratito te dejo tranquila -le dije.
-No me molestás para nada. (?)
-Bueno, en ese caso, lamento no ser tan divertido como mi amigo.
-¿Qué querés decir, con eso? 
-Nada, que el gordo es mucho más simpático y ocurrente. ¿Qué pensaste?
-Nada, nada -y se sonrojó. -Pasa que Sonia es muy pasional, también.
-Se nota. Parece que metí la mano en la bolsa y saqué la paja mas corta, con perdón de la expresión -Ella rió casi hasta las lágrimas, dejando traslucir otro síntoma de histeria. Al cabo dijo:
-Lamento que te hayas quedado sin embocar la sortija.
-No pasa nada.
-Sos un tipo raro, vos. ¿No vas a insistir?
-¿Tendría algún sentido?
-No, claro.
-Por eso.
Entonces, volvió a oírse el crescendo de gemidos y gritos, esta vez modulados por los tonos bajos de Abdul. Me estaban dando unas ganas bárbaras de embocar a la rubia, pero no podía manifestarlas, so riesgo de tirar por la borda todo el sacrificio previo. Esperaba que a ella le estuviese ocurriendo lo mismo. Pero la ayuda llegó de un modo que jamás se me hubiese ocurrido. Desde el interior del lujoso apartamento hizo su ingreso un individuo enjuto, muy moreno, de aspecto tailandés, o malayo; algo así. Si bien sus ojos blancos denotaban la más absoluta ceguera, no se conducía como un no vidente. Me quedé atónito, tanto así que la rubia dijo, para atenuar mi estupor:
-Él es Benny, mi maestro espiritual.
-Benny -dije a modo de saludo.
-¿Qué andás haciendo? -Le preguntó Flor.
-Me trajo el olor a feromonas.
-Ah, sí, pasa que Sonia está con un muchacho.
-No, ahí solamente huele a sexo. Las feromonas vienen de acá -Flor me miró con pánico. Era increíble cómo luchaba para no mostrar las cartas. O la concha, para ser más gráfico. Esa misma cuestión la llevó a decir, con inseguridad, casi tartamudeando:
-Parece que el amigo Cratilo se ha excitado un poco con los gemidos y gritos que vienen de la habitación de Sonia…
-¡¿Cómo?! -Exclamé, y Benny aclaró:
-Flor, es tu aroma el que predomina. Yo te enseñé a decir la verdad siempre, y a hacerte cargo de tus debilidades.
-Bueno, yo…
-Ya decía el maestro Confucio que no hay que prolongar una restricción de modo que se convierta en algo en sí maligno.
Yo, que seguía libando el néctar holandés sin prisa pero sin pausa, exclamé:
-¡Vamos, Confucio, carajo! ¡Viva el I Ching! -De pasada me floreé ante el malayo, señalándole la fuente. A papá mono, con bananas verdes…
-Como sea -le dijo Benny-, me parece que habría que darle el gusto, al menos hoy, a ese organismo joven y deseoso. Si no, tus caminos pueden verse bloqueados por la frustración -y se sentó en un amplio sillón a mis espaldas. Yo me quedé mirando a Flor, esperando su próxima movida. Ella miraba hacia abajo, sumida en sus pensamientos y algo abochornada. Al cabo de unos segundos levantó la vista, y mirándome directo a los ojos, me preguntó:
-¿Puede ser sin penetración?
-Todavía no te dije que podía ser -respondí, llevando la humillación al límite, remachando el clavo. Se lo merecía por burguesa y por arrogante. Acusó el impacto en su mueca de desagrado. Era hermosa, así que temí estar forzando la nota. De modo que dije. -Es un chiste, como vos quieras está bien para mí.
-Entonces será un sacrificio para la diosa Kali -me informó, mientras se incorporaba y corría uno de los cortinados azules. Entonces pude ver una fina estatua, tamaño natural, de aquella diosa a la que Flor procedía a encenderle velas. Me acerqué y acaricié su espalda y la palmeé como si fuera una yegua (que lo era, flor de yegua; sólo le faltaba cagar al trote). Noté que temblaba, no sé si de deseo, miedo o alguna otra emoción. Si no hubiese bebido tanto, me habría sentido un canalla (que lo era, más allá de cualquier detalle más o menos atenuante). No obstante le abrí una puerta:
-Mirá, si te vas a sentir mal lo dejamos para otro momento…
-Acariciame. Necesito afecto.
Como un poseso comencé a recorrer las hermosas formas de ese cuerpo maravilloso con la palma de las manos en llamas. Después de dedicarle el tiempo correspondiente y sentir cómo se tensaba y se estremecía con mis caricias, comencé a desnudarla, mientras en la pieza de Sonia los murmullos comenzaban a resolverse en gemidos pasionales, y al rato devendrían en alaridos. Era una buena música de fondo para las actividades recreativas que ofrendábamos a Kali. Le quité toda la ropa como quien desenvuelve la más exquisita golosina, comencé a acariciar el suave interior de sus muslos, mientras iba ascendiendo hasta tomar contacto con un sedoso vello púbico. Soltó un gemido y abrió más las piernas. No alcancé a juguetear un poco que sentí una intensa descarga en mi mano, acompañada de expresiones de regocijo capaces de confrontar con las de Sonia. Apoyé mi afiebrado pene en la raya de semejante culo, y ella comenzó a restregarse hacia arriba y hacia abajo. Entonces, atenazado por las viles exigencias de la sangre, rompí el código: en el subibaja, mi verga (seguramente a causa de tropismos ancestrales) se trabó en el extremo de su vagina y quedó perfectamente presentada hacia el interior de la gruta del placer, así que con un fuerte caderazo se la mandé hasta el fondo.
-¡AAAAAAHHHHH!
-Huy, disculpame, no me pude…
-¡MA’ QUÉ DISCULPAME! ¡SI LA SACÁS TE MATO! ¡AAAAHHHH! ¡POR DIOSSSSSS!
Y nos fuimos juntos ante la vista y quizá la bendición de Kali. Hablando de vista, si bien el tal Benny no veía, parecía suplir esta carencia con extraordinarias formas de percepción. Y ni hablar del oído. La casa hacía rato que trepidaba con estentóreas manifestaciones de frenesí sexual, así que me volví hacia él y me quedé atónito otra vez: el viejo malayo ciego se estaba batiendo una flor de puñeta. Y a pesar de su magro físico, había que reconocer que tenía con qué.
-¡Grande, Flor, volviste al ruedo! -Festejó Sonia, ingresando al living envuelta en una sábana (espero que no haya sido la de abajo). Detrás de ella apareció Abdul en calzoncillos, exhibiendo su voluminoso pero duro abdomen y esbozando una sonrisita. Por mi parte, me subí los pantalones,  me serví más ginebra, y la bebí como agua debido a la sed. 
-Sonia, este tipo no me gusta -dijo el malayo-. Hay una tremenda luz de violencia en su aura.
-Mirá, Benny, que yo no soy Flor, eh. A mí no me vas a andar diciendo con quien juntarme y con quien no…
-Sí, qué te pasa, chicato… ¿Querés que te de una muestra gratis de mi aura violenta?
-Yo que vos no lo intentaría -le aconsejó Sonia.- Mirá.
Tomó una manzana del frutero y la arrojó hacia el viejo. Éste, veloz como el rayo, tomó una katana de quién sabe dónde la tenía oculta y de un certero mandoble la cortó justo a la mitad.
-Vamos, Abdul -le dije. Conociéndolo, sabía que si no nos íbamos rápido me lo iba a llevar en rebanadas-. Mañana me tengo que levantar temprano.
Pensó durante unos instantes y finalmente accedió: -Esperá que me visto. -Era loco pero no boludo. Volvió con Sonia a la habitación. Ésta, antes de salir, le hizo una seña de pulgar arriba a su amiga. Ésta sonrió con paradójica tristeza dibujada en sus dulces facciones. Luego me miró y me preguntó:
-¿Nos volveremos a ver?
-Seguro, es un mundo pequeño, éste.
-¿Querés mi número de teléfono?
-No, gracias. Siempre pierdo los papeles. Aparte, ya se lo deben estar dando a Abdul. En todo caso, sé dónde vivís.
-En ese caso, no sabrás si tengo ganas de que vengas o no.
-Puedo correr ese riesgo.

Ya en el auto, encendí un cigarrillo y la radio. Estaban pasando “You shook me all nigth long”, de AC/DC. Vaya ironía. Mientras el gordo, más por su vapuleado machismo que otra cosa, repetía una y otra vez:
-Viejo hijo de puta, si me hubieras dejado le quitaba la katana de mierda ésa y se la envainaba en el culo.
-¿Y desde cuándo me pedís permiso? -pregunté socarronamente.
-Dale, boludo, aparte estaban las mujeres. Si no me rescato, no las garchamos más. ¡Y están buenas! ¡Y cómo les gusta el fierro! Una vez que pego una mina como la gente…
-Bueno, por ahí te vas justificando mejor.
-¡Qué justificando, la concha de tu madre! ¿Querés que te surta a vos?
(“You shook me all nigth you, yes you)
-Bueno -continuó-, por lo menos rescataste algo para escribir.
-No pienso escribir nada de esto.
-¿Por?
-Porque fue muy delirante. Ya bastante me joden con que fuerzo la nota de la imaginación hasta alcanzar niveles adolescentes.
-¡Pero si realmente ocurrió!
-No, sí, claro. Pero andá a hacérselo creer a alguien…

En realidad, en aquel momento no pensaba contarlo. Sin embargo aquí está. Y como decía Alex, el principal personaje de la naranja mecánica, créanme o bésenme el culo.


* Principio metodológico atribuido a Guillermo de Ockham, según el cual entre dos hipótesis verosímiles, la más simple es generalmente la verdadera.