domingo, 24 de junio de 2012

VIOLACIÓN SEGUIDA DE MUERTE

Olga Levchenko

-Todo bien, Cratilo -decía Renato sirviéndose más cerveza en la sala de mi humilde morada en el Barrio de La Loma-, podés ser todo lo chabacano que quieras, en tus escritos, pero los que te conocemos de antes y sabemos de tu bagaje intelectual, sentimos que nos estamos perdiendo de algo más… bueno, de algo con más peso específico, de profundidad conceptual, de metafísica, qué querés que te diga…
-¿Vos decís que hay algo más trascendental que la concha? Ni la puerta de “Stargate” te lleva a profundidades tan escabrosas y a tales ensoñaciones de placer místico. ¿Querés una emoción estética y metafísica violenta? Por acá tengo una Playboy…
-Está bien, eso no te lo voy a discutir, pero antes te presentabas como un pensador atribulado por el sinsentido de una humanidad desquiciada, un racionalista romántico que padecía una suerte de conflicto con el estado oligofrénico de las cosas, sociológicamente hablando. Dejabas traslucir una especie de ingenuidad que resultaba simpática al lector. Ahora la vas de macho latino y la recontracanchereás, loco; sos el único héroe, vos. A mí siempre me dejás como un boludo.
-No hagas más boludeces y chau. Sos vos el que me da el material.
-Sí, claro; como te decía: sos el único pillo, y tal vez Abdul, al que no te animás a chicanear de cagón que sos, nomás.
-Por ahí venía el asunto, ¿no? Te voy a decir un par de cosas: primero, que no voy a ser el boludo de la película por la sencilla razón que la escribo yo; segundo, a Abdul no lo gasto  porque el chabón se la aguanta, no como otros maricones que conozco; y tercero, puede ser que sea cagón, pero a caquitas como vos me los banco. ¿Querés ir a la vereda a tirar unos guantes?
-¿Ves que no se puede hablar con vos? 
-No me rompas las pelotas, entonces; escribí tu propia epopeya y no jodas. Ah, y cuando necesite consejos acerca de cómo y sobre qué escribir, te aviso.
Como rematando el no muy amigable diálogo, se oyeron unos pasos acelerados subiendo por la escalera y unos apremiantes puñetazos a la puerta. Renato me miró alarmado. Yo bebí unos cuantos tragos de cerveza antes de incorporarme y abrir. Era el Johnny, un repartidor de pizzas del que me había hecho amigo (ver “La novela más leída en la cárcel de Olmos“). Lo raro era que no había venido en su pequeña moto con caja térmica, aparte de la celeridad con la que había llegado y, particularmente, su expresión desencajada.
-Hola, Cratilo. Hola, Renato. ¿Puedo pasar?
-Por supuesto, adelante -se sentó a la mesa, se acodó y cubrió la cara con sus manos. Era la imagen misma de la desesperación.
-¿Qué te pasó? -Le pregunté.
-¿Tenés algo fuerte? -Inquirió a su vez. Saqué de mi aparador estilo campo media botella de whisky barato, un vaso y se lo alcancé. Se sirvió una buena dosis y se la clavó de una. Volvió a servirse. Si no hubiese sido por que lucía tan sobrepasado por las circunstancias, lo habría tomado por un abuso de confianza.
-La maté a Susana -dijo lacónicamente, y como atosigado por imágenes y recuerdos, se zampó el segundo vaso.
-Tomá  despacio que no hay más -le aconsejé.
-Loco, ¿Oíste lo que dijo? -me reconvino Renato. -Acaba de matar una mina, boludo, y vos querés que tome despacio…
-Cerrá el ojete, vos, gil -y dirigiéndome al Johnny: -¿Quién es Susana?
-Una mina.
-Y, lógico, boludo, con ese nombre o es una mina o uno que hace las veces. Pregunto si es tu novia, tu hermana, en fin… eso.
-Algo así como una novia -respondió, con algo de aplomo, después de los dos whiskys puros. -Pasa que la conocí en un burdel de Ensenada.
-Ah -dije, empezando a entender el nudo central de la historia. No hacía falta mucha perspicacia, tampoco. -Mataste una puta.
-Eh, boludo, no hablés así -me reconvino el Johnny con mirada torva.
-¿Qué te pasa, infeliz? ¿Vos la cagás matando y me pedís respeto?
-Tenés razón, disculpá.
-Aparte no interpretás. Decirle puta a una puta no es faltarle el respeto. Almafuerte, el poeta local, era el niño mimado de las putas de un bareca que quedaba junto a su pensión; y cuando entraba, las saludaba diciéndoles “Buenas noches, señoras putas”.
-Sí, chabón, pero vos no sos Almafuerte -observó Renato.
-Se trata del debido respeto a las putas, estúpido, no de quién es quién.
-Loco, no tengo tiempo que perder. ¿Me van a escuchar a mí o van a seguir hablando pelotudeces?
-Sí, tenés razón, apurate. No vaya a ser cosa que vengan los polizontes a buscarte acá a mi casa.
-Y, una cagada, loco. Resulta que sí, que me puse un poco de novio, si es que se puede decir. Pensé que la iba a manejar, pero se me fue de las manos. Y todo por la mierda ésta -tiró una bolsita de cocaína sobre la mesa.
-¿No la querés? -Preguntó Renato, los ojos como el dos de oros.
-Dejá eso quieto ahí -le ordené, a sabiendas que esa clase de reacciones en un adicto duraban lo mismo que un pedo en un canasto.  
-No, está bien, tomen, tengo más. Mucha más.
-Con razón andás matando gente, chabón -observé.
-Viste, la reconcha de la lora… resulta que con la porquería ésta empecé a hacer algo de guita, y a frecuentar el cabaret. Allá la conocí, a la Susy. Y como que pegamos onda, vieron. Al poco tiempo descubrimos que nos llevábamos más que bien, no solamente en el sexo, y nos fuimos enamorando.
-¿Ella también? -Le pregunté.
-Y, supongo que sí, porque habíamos comenzado a hacer algunos planes.
-No, te pregunto porque es raro, viste. Las putas suelen ser personas muy frías; tienen que serlo, bah, por cuanto la vida generalmente se les hace demasiado dura y tienen que apechugarla como viene. Y muchas veces zafan agarrando algún gil que les pare la olla y le hacen creer que están enamoradas.   
-Eh, boludo, no le hables así al pibe, che -me recriminó Renato.
-Claro, tarado, mejor es hacerse el remilgado y decirle lo que quiere escuchar, así lo mandás derecho a la horca. No, pelotudo, como están las cosas tiene que enfrentarse a la verdad, salga pato o gallareta.
-Sí, tenés razón -concedió el Johnny. -Mirá, Cratilo, si me agarró de perejil, la verdad que no me di cuenta. Pero yo tampoco me crié entre rosas, viste. Y creo que aprendí a semblantear a la gente y darme cuenta si me están cagando o no.
-No me cabe la menor duda.
-Bueno, uno de los planes era que dejara de laburar. Y yo, repartiendo pizzas y viviendo de prestado no podía ayudarla con eso.
-Así que empezaste a vender merca a lo loco.
-Sí, pero empecé a tomar a lo loco, también.
-Pedazo de boludo, ¿no sabés que si vendés no tenés que tomar, y viceversa?
 -Sí, sé, pero viste cómo es esto…
-No, no sé cómo es esto. ¿Puedo probar? -Preguntó Renato.
-Ya te dije que sí.
-Dale, “busca”, peiná unas rayas, las tomamos y que guarde todo rápido. Éste está jugado, si lo agarran. Yo no tengo ganas de comerme el garrón si lo viene a buscar la yuta.  
-Ufa, loco, dejá de llamar a la desgracia, ¿querés?
-Yo no la llamo, es a éste al que lo trae cagando. Dale, dale picá así nomás.
-No seas paranoico y dejame hacerlo bien, si no me queda la nariz a la miseria.
-Dale, maricón, ya está. Y si te querés cuidar la ñatita, entonces no tomés y listo. 
-Ya está, boludo. Che, Johnny, guardá la bolsa que el nene le tiene miedo al cuco.
-La cuestión (snif) es que hoy había quedado en ir a verla a su casa (snif… ahhh) a eso de las cinco. Fui y no estaba. Dijo que llegaba a esa hora, porque tenía un cliente importante, que le dejaba mucha propina. A mí no me gustaba ni mierda que siguiera garchando con otros, aunque fuera por guita, pero todavía no podía pedirle que deje esa vida. La esperé como media hora, que me pareció medio siglo…
-La mierda que estás caliente -le dije-. Al pedo, hermano, si te vas a encajetar con una mina que se dedica a eso, más te vale tener en claro que debés agarrar lo que viene y como viene; si no, es para quilombo. 
-Si, boludo, decile a él -ironizó Renato.
-Entonces, como no aparecía, la llamé por teléfono. Sonó como cuatro veces. Atendió y cortó la comunicación instantáneamente. Volví a llamar y arrancó directamente el contestador.
-Estaría ocupada -insinué.
-Claro -asintió Renato. -Aparte no queda bien, hablar con la boca llena.
-Loco, si me van a agarrar para el churrete se pudre todo, eh… me los cargo a los dos, giles, qué les pasa…
-Pará, Johnny, es una joda -se explicó Renato, algo turbado por la reacción.
-Miren que estoy jugado, no tengo nada que perder, yo, eh…
-Loco, ya te dijo Renato que es una joda, así que no te hagás el cojudo. Menos en mi casa, chabón; si no te gusta, colá.
-No, disculpame, Cratilo, entendeme; vengo para la mierda yo, con todo lo que me está pasando. 
-Lo que te está pasando te está pasando por esa porquería que venís jalando.
-Oia, te salió en versito… Dijo Renato.
-Hablá como un hombre, pedazo de balín. Y hablando de halar…
El Johnny metió sus dedos en el bolsillito pequeño del jean, extrajo otra vez la bolsita y tiró tres soberanas rayas así nomás, sin picar ni nada. Si no había un mañana, ¿para qué cuidarse las mucosas o lo que fuera? Las aspiramos y prosiguió con su relato:
-Eran cerca de las siete cuando se detuvo un auto repolenta, qué sé yo que marca, pero impresionante, viste, todo lustroso… aparentemente el coso que la trajo era el chofer del poronga, porque ella venía sola en el asiento de atrás. Me levanté y lo miré fijo, al chabón. Me miró un instante, puso primera y se fue.
-Me imagino, vio la muerte…
-Puede ser, con los toques que le había dado a la bolsita y los nervios… entonces me percaté que la Susy venía cargada de paquetes y bolsas de esos boliches finolis del centro, viste. Me vio y me dijo ¿Te vas a quedar ahí como un boludo o me vas a ayudar?” Yo me quedé pensando que al garca que le regalaba tantas cosas seguramente no lo trataba así.
-¿Te das cuenta, boludo -le dije-, que cuando estás así lo mejor que podés hacer es parar de pensar boludeces?
-No, claro que me daba cuenta, por eso no le contesté nada; simplemente tomé la llave que me alcanzaba, agarré un par de bolsas y entramos. No más lo hicimos, empecé a quitarme la ropa. “¿Se puede saber qué hacés?”, me preguntó, con ese tonito que tienen las minas onda acá la que maneja los tiempos soy yo. Me rompió las bolas, así que le contesté “Vos ya cogiste, yo no, así que dejate de boludeces, lavátela y vení”. “A mí no me hables así, la reconcha de tu madre, tomátelas de acá”…
-Claro, pelotudo, te creíste que era una quinceañera de mamá que te la iba a chupar y a decirte “¡qué macho que sos!”  Es una puta, man, y las putas no son gente a la que le guste mucho que le falten al respeto…
-Entonces, cuando me vino a empujar para echarme como a un perro, la di vuelta, la agarré de la nuca, le levanté los lienzos, le bajé los calzones y se la mandé a guardar.
-Ah, entonces es violación seguida de asesinato -dijo Renato, con aires de gran jurista-. Estás hasta los huevos, chabón.
-Como si no lo supiera -observé-. Pero no interrumpas, que estaba hasta los huevos en la casa de Susy, también.
-Bien hasta los huevos. Con la merca que tenía encima, le pegué unas bombeadas que si no la tenía agarrada de la nuca le aplastaba la cabeza contra la pared.
-¿Fue así que la acogotaste?
-No, así le eche un polvo terrible. Y ella, al final, no lo pudo evitar y también se lo echó.
-Y eso que venía de darle, eh -dijo Renato. El Johnny se levantó de la silla.
-¿Adónde vas? Terminá la historia, amigo, después te vas.
-Voy al baño, boludo. Aparte si me quedo lo pongo, al boludo éste.
-Qué quilombo, loco -me dijo Renato cuando quedamos solos.
-Mientras no me caiga la yuta acá…
-Está tardando mucho, ¿no se te irá a suicidar, igual que ese amigo tuyo el día de año nuevo? (ver "Orgía y drama finisecular") 
-No, chabón, éste le está dando al nariguete.
-¿Más, todavía?
-Y, cuando venís al palo, todo es poco. El loco éste colapsa al toque, si no se rescata de algún modo.
El Johnny volvió y continuó contando:
-La cuestión que (snif) cuando se la saqué me empezó a decir de todo. Y eso que al final le había gustado, eh.
-Pero eso no quiere decir nada, boludo. Una cosa no invalida la otra.
-Claro, ya que la tenía adentro…
-Bueno, entonces yo le eché en cara que si la gozaba conmigo en esas circunstancias, nada le impedía andar echándose unos polvos con los oligarcas que se garchaba.
-Es su laburo, boludo; así la conociste, dejate de joder…
-“Claro que me los echo” -me respondió-. “No le voy a andar pidiendo permiso a un perdedor como vos”. Me hirvió la sangre. “Yo seré un perdedor, pero vos sos una puta de mierda” -le dije. Ella fue a la cocina, agarró una cuchilla y me amenazó. Yo, que venía arriba de vueltas, le pegué un revés en la mano y la cuchilla voló a la mierda. Acto seguido, la agarré del cogote y apreté, de bronca y más que nada para asustarla. Pero se nota que se me fue la mano, porque oí un chasquido y sentí que algo se rompía. Enseguida su cuerpo se aflojó. Vi los derrames en sus ojos y el color azul de su piel, y me dí cuenta de que la había cagado. La dejé caer y me fui de allí como huyendo de la peste, que así era.
-Qué cagada, loco. ¿Y ahora qué pensás hacer?
-Por eso venía, a ver si me habilitabas unos mangos. Me voy a Corrientes, tengo un tío por allá. Y si la mano se pone densa, me cruzaré hasta el Paraguay, o Brasil, qué sé yo.
-No es mala idea, acá no te podés quedar. Mirá, te puedo dar cien mangos, nomás.
-Dale, lo que puedas me sirve.
-Yo voy con cincuenta -ofreció Renato.
-Bueno, no te demores; cuanto antes rajés, mejor. 
-Gracias, muchachos; con esto y un par de bolsas que tengo para mover, me pago el pasaje y aguanto unos días.
-Andate de gorra, loco. Para sacar pasajes ahora te hacen dejar nombre, documento, por poco no te piden análisis de orina. 
-Tenés razón, si. Aparte me puedo ir escondiendo, si se pone feo.
-Andá, dale -lo urgí, tratando de no dejar traslucir la ansiedad de que se llevara rápido con él las sirenas policiales.

-Qué chabón, éste, ¿eh?
-Sí, se fue al recarajo. Para colmo me tomó todo el whisky, y no hay más cerveza.
-Loco, sos más frío que un pescado.
-Ya me lo han dicho. Aparte a éste, por calentarse, mirá cómo le va.
-Vamos a buscar unas birras, entonces.
-Dale, pero pagás vos. Yo puse cien, vos cincuenta.
Casi llegábamos a la esquina cuando oímos dos detonaciones y a continuación el chirrido de ruedas en aceleración. Apuramos el paso y, a eso de unos cincuenta metros a la vuelta de la esquina vimos un guiñapo recostado contra una pared y las luces de un auto que se perdían hacia la diagonal 73 para el Parque Alberdi. Nos acercamos lo suficiente para comprobar lo previsible: el guiñapo era Johnny, nomás. Algunos vecinos comenzaron a salir y se iban acercando lentamente, igual que nosotros. Uno de ellos llamó por celular.
-Vamos por allá -dije a Renato-. Están llamando al 911. Ahora cae la yuta, así que rajemos.
Fuimos hasta el kiosco de la Circunvalación, compramos cuatro litros de cerveza y volvimos, bastante apesadumbrados por el curso de los acontecimientos. Al llegar a la esquina del siniestro pasó una ambulancia echando putas, sirena a full, y el patrullero policial que lo acompañaba. Como quedaban algunos vecinos conversando por ahí, y no parecía haber polizontes cerca, aprovechamos para ir a preguntar. Nos dijeron que aparte de los dos corchazos lo habían cagado a palos, y que al parecer estaba vivo cuando lo subieron a la ambulancia, pero se lo veía muy mal. Seguimos para casa.
-¿Quién habrá sido? -Preguntó Renato.
-El rufián, boludo, quién va a ser… el rufián y sus esbirros. Con los clientes que tenía, según dijo el Johnny, les hizo perder una bocha de guita.
-Claro, tenés razón. 
-Y a mí me hizo perder cien mangos y medio tubo de whisky.
-¡No podés ser tan hijo de puta!
-Tiene, o tenía, como treinta años. No soy hijo de puta, pero tampoco soy el padre. Yo me hago cargo de mis asuntos, y él que se haga cargo de los suyos.
-Ves que sos más frío que un pescado, vos…
En realidad, no era frialdad, sino que estaba acostumbrado a que las cosas se resolvieran de esa manera. Siempre. Si se moría, nadie lo iba a pagar. Era un negrito más, un desclasado que no le importaba a nadie y jodía a unos cuantos. Lo iba a extrañar, iba a echar de menos su risa franca, sus férreos códigos de amistad, la transa de media pizza por medio porro, en fin… pero no iba a decírselo a Renato. No era asunto suyo, y sobre todo, tenía que seguir adelante con mi personaje, haciendo el papel de un tipo duro. De fierro. Como mi amigo el Johnny.

sábado, 16 de junio de 2012

CORRUPCIÓN, ALCOHOLES Y PUÑETES

Hajime Sorayama

Ya me había despertado cuando oí el aire de los frenos del camión de Piero. “Puta que lo parió”, pensé, esperando que se tratara de otro vehículo y otra persona que fuera a otra parte. La otredad era algo fascinante mientras permaneciera lejos de uno. Era el problema de juntar la dicotomía uno/otro, en fin… pero era Piero, nomás.
-¡Bermúdez, levantate de una vez, vago de mierda!  
-¡Callate, boludo! -Le dije mientras abría la puerta. -Ya bastante me rompen las bolas los gringos de acá abajo con el kilombo, falta que empecés a gritar boludeces a estas horas de la madrugada…
-¿Madrugada? Qué hijo de puta que sos. 
-¿Venís a romperme las bolas, nomás?
-No, vengo a invitarte a dar un paseo. Tengo que ir a la costa, a llevar vino a tu pueblo.
-Yo no tengo ningún pueblo.
-¿Vos no sos de General Magoya?
-No, viví unos cuantos años, de pibe.
-Bueno, es lo mismo. ¿Me acompañás o no? Dale, volvemos el domingo a la tardecita.
La alternativa era ir a mi trabajo y seguir criando hongos y moho físico y mental. No había opción posible. -Está bien, esperá que aviso al laburo que no voy -y puse la pava al fuego para preparar un café.

Poco después íbamos hacia la costa atlántica, a un pueblo en el que había desarrollado mi personalidad, para bien o para mal, en un ambiente campechano y de notable sanidad mental; creo que fue debido al contraste con las lacras urbanas que desarrollé, más luego, el cinismo y la apatía que operaban en defensa de ese núcleo íntimo tan vulnerable a inserciones sociales. Me volví refractario a toda estupidez, o sea, al 99.5 % de la actividad humanoide. Mientras cebaba mate para el conductor y para mí, mantuvimos diálogos como éste:
Piero: ¿Viste que lo internaron a Johnny?
Yo: Ah, ¿sí? ¿Qué le pasó?
-El Negro José Luis le metió un tiro.
-Cómo, ¿no eran amigos?
-Sí, y siguen siendo. La cosa fue así: estaban en el Parque San Martín tirando con una .22 a unas botellas, muy borrachos. En una, el Negro gira noventa grados y le mete un cohetazo en el pulmón.
-¿Y por qué hizo eso?
-¿Sos boludo, vos? Qué sé yo, por qué lo hizo. Viste cómo es, se pone reloco y hace cualquiera… encima, en lugar de ir a un hospital, a algún lado en procura de asistencia médica, se fueron para la casa del Negro. Estaban en la cocina, puteándose a los gritos pelados, cuando entró la madre del Negro y les dijo: “¿Qué pasa, tanto grito? Es de madrugada, ¿se quieren dejar de hacer kilombo?” “Usted cállese la boca -le espetó Johnny-, que su hijo me pegó un tiro”, mientras le mostraba el buzo agujereado y manchado de sangre.
-¡Qué locos que están esos pibes!
-Sí, si no hubiera sido por la vieja todavía estarían a las puteadas en la cocina. Ayer fui a visitar a Johnny al Policlínico. Apenas llegué, el animal me dijo: “¿Vamos a fumar un porrito?” “¿Estás loco, vos?” Le respondí. “¿Tenés un pulmón agujereado y querés fumar?” “No pasa nada” me dijo, mientras sacaba un cigarro de la funda de la almohada y lo encendía allí mismo.
Entonces dejé el mate y encendí uno para nosotros. La ventaja era que no teníamos los pulmones perforados. Creo, bah.

Llegamos a eso de las tres y media de la tarde. Hacía un calor agobiante, y los restaurantes estaban cerrados (sin mencionar que había sólo dos), así que nos alojamos en un hostal de mala muerte, comimos algo allí y salimos a beber algo. Ya era tarde para ir a la playa, a unos 30 km. de allí. Nos sentamos en la vereda, a la mesa de una confitería de la calle principal, debajo de un alero a esperar el fresco de la tardecita. Pedimos cerveza. A poco Piero empezó con la cantinela:
-Acordate, Bermúdez, que cuando seas famoso me vas a pagar todo el material que te vengo dando, eh. No vaya a ser cosa que agarrés el paquete y te olvidés en el acto de tu personaje principal.
-Ya te dije, gringo, no hay guita en esto. Al menos para mí.
-Ves, todavía no lo agarraste y ya te estás haciendo el boludo…
-Aparte vos no sos mi personaje principal. Mi personaje principal soy yo.
-Bueno, claro; quiero decir que soy el principal del reparto.
-Loco, estás como las putas. ¿Qué tenés, problemas de cartel, pedazo de asno?
-¿Cratilo? -Preguntó una mujer que algún día debió haber sido linda, pero que a decir verdad, estaba bastante venida abajo. Tenía, sin embargo, unos ojos hermosos que me recordaban a alguien.
-Sí, ¿vos sos…?
-Paula, ¿no te acordás de mí?
Qué cosa jodida es el tiempo, pensé, mientras recordaba a una hermosísima muchacha morena con la cual me había enrollado veintipico de años atrás, devenida en aquella matrona que, si bien no era fea, solamente podría ser target de un desahuciado o un perverso. Tal vez con el tiempo, en franco conflicto con ese  rigor temporal que a mí también me alcanzaba, me haya puesto demasiado pretencioso y por ende, vano.
-Paula, qué hacés, tanto tiempo. Vení, sentate, tomate una cerveza.
-No, gracias. Pero me siento dos minutos, ¿sabés? Viste cómo son las cosas en este pueblo de mierda, enseguida van a andar chismorreando. “Viste la Paula, tomando cerveza con dos forasteros? Flor de mosquita muerta, es ésa, yo siempre te dije“. Como si las estuviera viendo…
-Sí, y el cura sin dar nombres te caga a pedos durante el sermón del domingo.
-Tal cual. Aquí nada cambia. 
-Y yo soy Pierín -dijo el gringo, que había quedado dibujado. 
A continuación, las preguntas de siempre, onda “¿Qué es de tu vida? ¿Qué te  trae de nuevo por acá?” y esa clase de pelotudeces. Tuve que responder “¿Y vos?”, fingiendo un interés de lo más ajeno a mi ánimo, y para colmo soy un pésimo actor.
-Sabías, que me casé con Fito, ¿no?
-No, no sabía nada. Me encantaría verlo -dije, continuando con la farsa social.
-No te lo aconsejo. No creo que quiera verte.
-¿Por?
-Porque no le caés nada bien.
-Que yo sepa, no le hice nada que justifique tal animosidad…
-Bueno, pero saliste conmigo; y viste, ustedes los hombres son así: que quién la tiene más larga, que quien se la cogió antes y todas esas boludeces. Y por esa misma clase de boludeces, ahora me tengo que ir, aunque me encantaría quedarme a charlar un rato.

-Artritis, te decían a vos, ¿no? -Me preguntó socarronamente Piero cuando la mujer se hubo ido.
-¿Por qué me decís?
-Porque atacás a las viejas.
-Ja ja, qué canchero. La hubieras visto en los ochenta, infeliz.
Al rato fuimos a dejar el vino (no sin antes separar tres damajuanas para nosotros); luego fuimos a cenar a una parrilla y volvimos al bar. Estábamos saboreando unos Grant’s cuando quedé demudado. Pensé que estaba alucinando. Allí venía Paula, pero tal y como la había conocido mucho tiempo antes. Era ella, no cabía ninguna duda. Y caminaba con una sonrisa sugestiva, sus hermosos ojos clavados en el atribulado Cratilo.
-Che, Bermúdez, está buena, la pendeja; pero cerrá la boca que se te cae la baba.
-No, que vos no entendés… 
-Qué no voy a entender, es un hembrón, ya de chiquita. De eso entiendo, no vayas a creer…
-No, digo que…
-Vos debés ser Cratilo -dijo la nena, parándose frente a nosotros con las piernas un poco abiertas, luciendo un coñito que se adivinaba hermoso debajo de los apretadísimos jeans.
-Y vos debés ser…
-Romy, la hija de Paula, sí. Dicen que somos parecidas.
-¿Parecidas? Sos la imagen de tu vieja cuando tenía tu edad…
-La época en que vos estabas enamorado de ella, ¿no es así?
-Parece que te ha contado cosas.
-Todo, me contó. Somos muy cercanas; como hermanas, te diría, más que madre e hija. Y me gustaría preguntarte unas cuantas cosas.
-Adelante.
-Preferiría que fuera a solas.
-Y yo soy Pierín -dijo el gringo, esta vez medio fastidiado.
-Permiso, “Artritis” -ironicé, mientras me empinaba el Grant’s y abandonaba la mesa.
Caminamos por aquella vieja plaza, vi los árboles a los que había trepado cuando niño, y los bancos en los que nos hacíamos arrumacos con el ADN original que había clonado esa delicia con forma de ninfa que caminaba a mi lado, preguntando toda clase de zonceras románticas respecto de su madre y su seguro servidor. Pero el tenor de la requisa mental fue subiendo de tono, casi imperceptiblemente al principio, pero creciendo cual bola de nieve, acompasado quizá al crecimiento de mi miembro. “No podés, es casi una nena”, me decía mentalmente a mí mismo; mas esta clase de advertencias jamás habían llegado a buen puerto, naufragando estrepitosamente la mayor parte de las veces. 
-Dice mamá que te tuvo esperando como un año, antes de entregarse a vos.
-No recuerdo bien, pero tuve que esperar bastante, sí.
-Y valió la pena, porque según dijo, sos muy bueno en esas lides.
-Ni tanto. Sucede que como mujer virtuosa, no debe haber tenido gran experiencia.
-¡Virtuosa! Eso te lo habrá hecho creer a vos. Me consta que no es así.
-Bueno, en todo caso, me halaga.
-Y yo soy mucho menos virtuosa que ella.
-Ah, ¿sí?
-Sí, y aparte, las épocas no son las mismas.
-Ya lo creo.
-Sabés qué, Cratilo, crecí oyendo tu leyenda de boca de mi madre.
-Sí, leyenda familiar, tampoco te la vas a creer…
-Es que no me creo siquiera eso.
-Y el odio de mi padre se encargó de alimentar el mito. Cada vez que se peleaban surgía tu nombre.
-¡Carajo! Yo era muy amigo de tu padre, era un muy buen pibe. Y me revienta que…
-La gente cambia, Cratilo. Sos bastante grande, ya deberías haberte dado cuenta.
-Dicho así, el mito parece ser bastante pelotudo, ¿no te parece?
-Coger bien no te hace psicólogo, tampoco.
-¿Sabés que sos bastante lanzada, para ser tan pendeja?
-Sí, lo sé. Y en honor a eso te pregunto así, a boca de jarro… ¿no me enseñarías algunos trucos sexuales?
Pensé, como argumento, preguntarle la edad; pero como venía la mano, era preferible no saber. En todo caso podía decir ante los estrados judiciales, sin faltar a la verdad, que desconocía la edad. El tremendo físico de Romy haría su parte, sobre todo si el juez era macho.
-¿Sabe tu mamá que me ibas a pedir eso?
-¿Estás loco? Todavía está enamorada de vos. Tenés que ver como entró a casa hoy, después de encontrarte.
-¿Enamorada de mí? No te ofendas, pero yo que vos le iba sacando un turno con algún psicólogo.
-Ves, vos te hacés el cínico, pero desconocés hasta que punto esa actitud puede resultar sexy para una mujer.
-Bueno, en todo caso, cualquier actitud puede resultar sexy; depende de los gustos del receptor, digamos. 
-Estás evitando responder a mi pregunta.
-No creo saber muchos trucos sexuales, menos para enseñar. Pero sos muy linda, y me gustaría ir a la cama con vos, didácticas aparte.
-Bueno, entonces vamos acá al hotel.
-¿Está, todavía, el de acá a dos cuadras?
-Claro. ¿Por qué iba a cerrar? La gente coge cada vez más.
Y allí fuimos, y gocé de aquel cuerpo joven y firme otra vez, en un déjà vu apasionado, recordando cada centímetro de su piel, la delicadeza de sus vellos, el sabor dulce de sus jugos… le dimos una y otra vez, casi sin descanso, con el frenesí propio de mis lejanos veinte años. Solamente dos novedades remarcables: la primera, una nostalgia que resultaba inédita en mi inventario emocional; otra, que no fui yo quien enseñó truco alguno a la infanta. Más bien fue al revés. Y en eso superaba con creces a su mami.

Volví al hostal hecho mierda física y anímicamente. Había algo que me angustiaba en ese giro proustiano que había tomado mi vida de relaciones. Pero nunca fui de entregarme a este tipo de sentimientos, así que me serví una buena dosis de whisky de la botella que estaba tomando Piero y me lo zampé de un viaje. El gringo me miraba sonriendo con sorna.
-¿Qué te pasa? -Le pregunté airado, a caballo de mi desconcierto anímico.
-Eh, boludo, qué te pasa… ¿no se te paró?
-Preguntale a tu hermana, cómo se me para.
-Como hermana no tengo… contame, ¿qué pasó?
-Nada, boludo, qué querés que pase. Fui a un albergue con la pendeja.
-Ah, muy bien… y no se te ocurrió preguntarle la edad, ¿no?
-¿Para qué? ¿Para comerme los mocos por una convención moralista fijada por unos pacatos cobardes sexuales?
-No, claro que no te lo preguntaría por eso.
-¿Entonces?
-Para estar seguro de que no te cogiste a tu propia hija.
-¡Anda a la concha de tu madre, gringo hijo de puta! ¡Qué retorcido que sos!
-Vos andás poniéndola desaprensivamente y resulta que el retorcido soy yo -dijo, meneando la cabeza y riendo quedamente. Me fui a dar una ducha. Cuando salí del baño, Piero (que seguía chupando whisky), me dijo:
-¿Vamos al bareca*, Bermúdez?
-Ni en pedo.
-Claro, vos ya la pusiste…
-Y bueno, qué querés, ¿qué la deje pasar, y gratis?
-Dale, acompañame, boludo, ¿para qué te traje, al final?
-Estoy filtrado, loco.
-Dale, servite un whisky, vestite y vamos.
-Voy a empezar por el whisky, después vemos.
El gringo me conocía; sabía que era cuestión de llenarme un poco el tanque y luego iría a cualquier lugar que hubiese algo de beber. Claro que fuimos, y seguimos chupando a lo loco. Piero arrancó con una para las habitaciones del fondo. Yo, por mi parte, y aprovechando que había pocos clientes, charlaba de política internacional con las chicas, y el chulo de la barra no lo podía creer. Carisma, que le dicen…
Del pedo que tenía les empecé a contar cuando dije una oración en la tumba de Trotsky, en Coyoacán, pero más les interesó una anécdota con un travesti en el subte de vuelta a la Alameda. Se reían como locas, que eso era lo que eran. Una de ellas, supongo que enviada por el patrón, vino a querer arrancarme el dinero a conchazos limpios, pero otra le dijo “No jodas, Brigitte, que a éste ya lo exprimió todo la hija del Fito. Más fácil sacarle jugo a un ladrillo que a éste.”
-¿Y vos cómo sabés?
-Acá se sabe todo, macho. Deberías saberlo, ya que dicen que viviste por acá.
Me preocupé un poco, pero sólo durante tres o cuatro segundos. Virtudes balsámicas en un nivel anímico, propias de la substancia. Rato después volvió el Gringo. “¿Cómo te fue?” Le pregunté. “Bárbaro”, respondió, “peso como tres kilos menos”. Y a continuación tomamos tanto que volvimos al hostal apuntalándonos uno al otro, abrazados como hermanos en desgracia.

Al otro día me despertó el gringo. Estaba revolviendo todo. 
-¡¿Qué hacés, hijo de puta?! ¡Estás emperrado en despertarme a la madrugada, la concha de tu hermana! -La cabeza se me partía.
-Nada, que me levanté a vomitar y cuando fui a ver si estaba la guita… ¡LOS HIJOS DE PUTA DE ESTE HOTEL DE MIERDA ME LA HABÍAN ROBADO! -dijo a los gritos, apuntando a la puerta para que lo oigan bien.
-¿Te fijaste bien, boludo? Dije, mientras me comenzaba a vestir; cavilando si sería conveniente hacerlo, porque en cualquier momento iba a vomitar yo también.
-Sí, tarado, la había dejado acá, en este bolsillito de la mochila, y mirá cómo está: ¡abierto! Y adentro no hay nada.
-¿No te lo habrán chingado en el bareca?
-Lo dejé acá, pelotudo. ¡Pero me van a oír! -Y salió hecho una furia, que en su caso se trataba de una de las más intimidantes. Mientras terminaba de vestirme, escuché puteadas de alto tenor injurioso que iban y venían entre el dueño del establecimiento y el gringo. Ya no nos íbamos a quedar allí, así que bajé con las mochilas presto a salir rajando en cuanto cuadrara. 
-¡Todos los porteños son iguales, una manga de ladrones que se piensan que todos somos como ellos! -Gritaba, ofendido, el tipo del hostal. -¡Quedate ahí hasta que venga la policía y le contás!
-Claro, y los palurdos éstos me van a dar la razón a mí. Soy boludo, yo; nací ayer, ¿sabés?
-No sé cuando naciste, pero que sos boludo…
-¡¿A QUIÉN LE DECÍS BOLUDO, VOS, PAYUCA DE MIERDA?! -Mientras lo cogoteaba de la ropa de modo tal que quedaba pataleando en el aire.
-¡Soltame, hijo de mil putas!
-Ah, encima me puteás -dijo Piero, con el demonio dibujado en su rostro. Soltó la mano derecha, manteniéndolo en vilo con la zurda, y le puso un directo en el medio de la jeta que sonó de modo espeluznante. Después lo volvió a embocar y lo tiró sobre una maceta. Hasta la pobre aralia sufrió daños colaterales. Entonces oí a mis espaldas:
-¡Ahí estás, hijo de puta! -Era Fito, y la concha de su madre. Claro, en ese pueblo de mierda las noticias vuelan. Venía derechito a pegarme, con mirada asesina, del tipo que no mide consecuencias. Yo estaba de resaca, y lo que menos necesitaba era un puñete en la cabeza, así que nomás lo tuve a distancia, lo emboqué con un directo al plexo solar y, aprovechando que se doblaba, le puse un rodillazo en la cara y un cruzado de derecha con todo lo que tenía. Con tal suerte que fue para el lado de Pierín, quien le dio la estocada final con un ascendente de izquierda que lo mandó a la lona completamente out.  
-Andá a arrancar el mionca que vamos en cana por masacre -le dije, mientras juntaba los bártulos. No obstante tuve tiempo de decir a mi ex amigo Fito, que estaba todo mormoso y se comenzaba a hinchar.pero ya entendía:
-Yo también te quiero. Espero que nos encontremos pronto en circunstancias mejores…
-Esho deshcontalo, forro -brabuconeó con su boca sangrante y seguro que con alguna pieza menos.
-Forro, de tu mujer y tu hija, puede ser. Tuyo jamás, amiguito.
Me volví y corrí hasta el camión. Salimos, y habíamos heco unos tres o cuatro kilómetros por la ruta cuando Piero dijo: “Ahí viene la cana”, y al cabo oímos la sirena. Se colocó detrás nuestro e hizo señas para que paremos.
-Cagamos -dijo el gringo-. ¿Escondiste la yerba?
-Sí, boludo; preocupate por el hotelero, mejor. Rezá para que esté vivo.
-¿Te parece, para tanto?
-Y, no me gustaría estar en su pellejo.
Bajamos. Un sargento de la bonaerense petiso, gordo y compadrito -como no podía ser de otra manera- y un cabo grandote y descerebrado a ojos vista -que suelen tirar en yunta- se aproximaron-. El sargento dijo, con aires autoritarios:
-¡A ver, qué se han créido ustedes, que van a andar por áhi, golpeando a la gente, acusando de cosas que no pueden probar, y qué sé yo cuántos!
-Pasa que me robaron, esos turros -dijo el gringo, ya dispuesto a empezar de nuevo a repartir tortas.
-¿Y yo cómo sé que fueron ellos? ¿Tiene pruebas, acaso?
-Yo sé que dejé la plata de la carga ahí y cuando volví, no estaba. Si no fueron ellos, se tiene que hacer cargo, no reírse cuando uno reclama la guita que hizo trabajando honestamente.
-Ve, que no tiene pruebas… la gente por acá no es así, no se crea, mozo… 
-Y yo -dije-, para demostrar que no todos los de la ciudad somos jodidos, le voy a hacer un presente de buena fe. Si usted lo permite, claro -vi la codicia rielar en sus ojillos de zorro.
-Si me lo dice así, no quisiera hacerle un desprecio, vio…
Fui hasta el camión y traje dos de las tres damajuanas que habíamos separado. Se fueron como perro con dos colas.
-Oíme, boludo -me dijo el gringo cuando retomamos el camino-, ¿encima que nos chorean la guita les regalás el vino, vos? 
-A no ser que prefirieras quedarte encarcelado, ser sometido a juicio, pagar por lesiones, daños y prejuicios, etcétera, o sea, muuuuuuchas damajuanas, pedazo de alcornoque.
-Ahora que decís…
-No, no me digas… ¡NO TE PUEDO CREER, PELOTUDO! ¡NOOOO, Y LA RECONCHA DE TU PUTA MADRE, QUÉ PELOTUDO QUE SOS!
Sucedía que el imbécil de mi amigo encogía la pierna, metía la mano en su media y sacaba un rollo de billetes de 100 que, finalmente, nadie le había robado.

*  En lunfardo rioplatense: cabaret, casa de citas.

sábado, 9 de junio de 2012

CON LAS PUTAS NO SE JODE

Paolo Eleuteri Serpieri

-Che, Gallego, traete otra birra -indicó Abdul, mientras exprimía la botella de Heineken en su vaso. Era viernes por la noche, y pese a que afuera la movida parecía dar para la diversión, nuestros ánimos -vaya a saber por qué- estaban medio nublados. El gordo, no sé si por los efectos de varios litros de cerveza, se había puesto medio sentimental; claro que, como la bestia elemental que era, su melancolía adoptaba extrañas formas. Formas bastas y atiborradas de códigos barriales, callejeros.
-Ahí están Pepe y Renato, dos culoblandos buenos para nada y que encima se hacen los cancheros. Andá a confiarte en esas liendres. Piero, en cambio, no es santo de mi devoción, pero es confiable, y se la aguanta.
-Psé, no vas a comparar…
-Pero vos, Bermúdez, sos diferente.
El Gallego, que estaba sirviendo el platito de maní y la cerveza, acotó:
-Claro que es diferente, Cratilo. Es un intelectual en medio de las bestias, y una bestia entre los intelectuales. Y el no poder encuadrarse en ninguno de estos bandos lo lleva al cinismo.
-¿Por qué no te vas a la puta que te parió? -Le espeté.
-Sí, gallego bruto, serví y callate -acordó Abdul.
-Está bien, pero recuerden que la casa se reserva el derecho de admisión.
-Cerrá el ojete que te la rompo toda, a la casa -amenacé.
-No te hagas el loquito, eh, que cojo la Ballester Molina y te coso a balazos.
-Es lo único que te podés coger, Gallego trolo -le respondió Abdul, y yo me cagué de risa. Me sirvió para aflojar tensiones, dado que en mi fuero íntimo sentía que el Gaita tenía razón. No podía congeniar con ninguno de esos mundos, pisando con un pie en cada uno. Ahora bien, podía prescindir - y hasta con un enorme placer- de todas esas remilgadas ratas de biblioteca, pero jamás me desprendería a la ligera de mis camaradas del barrio. Yo era absolutamente como ellos, a pesar de estas taras de índole académica. Y creo que a eso mismo era a lo que apuntaba Abdul cuando me decía que era “diferente”. A pesar mío, llevaba grabados los estigmas de eso que tan contradictoriamente han dado en llamar “espíritu”. “En la estrecha cisterna que llamáis pensamiento, el espíritu se pudre como parvas de paja”, escribió Artaud; y vaya que tenía razón, haya llegado a tal conclusión mediante procesos de corte racionalista o de cualquier otra clase. Que de todos modos no hace al fondo de la cuestión. ¿O sí?
Pero el ambiente bucólico y campechano se hizo añicos con el ingreso de Pepe. Tenía cara y cuello totalmente rasguñados. Saludó, pidió una ginebra y se sentó a la mesa.
-¿Qué te pasó? -Preguntó Abdul.- ¿Le agarraste las pelotas a un puma?
-No, boludo, fue todo culpa de Renato.
-¿Renato fue el que agarró un puma por las pelotas?
-Loco, recién hoy, después de una semana, me animo a salir a la calle. Quedé desfigurado, no es como para que me vengan a romper las bolas, encima.
-Bueno, siendo así, ¿por qué no nos contás quién te arañó todo, y listo?
-Quienes, querrás decir.
-Ah, fueron más de una… esto se está poniendo interesante.
Bebió un buen sorbo de ginebra Bols y comenzó con el relato:
-Resulta que hace unos días andábamos dando una vuelta en el auto, buscando algún par de mujeres y tomando unos drinks. Como de costumbre, el pelotudo desbarrancó después de tanto darle al chupi y empezó: “¡Vamos a la Zona Roja! ¡Vamos a la Zona Roja! ¡Daale, boludo, vamos que la quiero poner!” Ustedes saben cómo es, qué les voy a contar…
-Psé.
-Al final rompió tanto las bolas que allá fuimos. Estábamos andando lentamente por calle 1, observando la mercadería, cuando se nos ofreció gestualmente una morocha con un físico impresionante. ¿Qué estaba haciendo una mujer como ella ahí?, nos preguntábamos, suponiendo que debería haber estado laburando en una suite del mejor hotel de la ciudad, con clientela VIP. Estaba en paños muy menores, prácticamente con el culo al aire, y una especie de top onda piel de leopardo que apenas si le cubría las tetas. Sí que debe hacer moneda, la turra ésa.
-Por la animosidad manifiesta -observé-, imagino que habrá sido ella, o su nagual leopardo, el que te arañó de esta manera…
-Esperá, esperá… cuestión que el boludo de Renato se puso más loco de lo que estaba, “¡Mirá esa hija de puta el ojete que tiene! ¡Pará, boludo, pará, vamos a preguntarle cuánto cobra!” Y bueno, debería ser cara, pero que valía la pena, valía la pena. Así que paré. Renato se asomó por la ventanilla:
“Hola, preciosa” -le dijo. La mina lo miraba con curiosidad a través de sus ojos azules, que no sé si serían lentes de contacto o no pero lucían bárbaro.- “Mi amigo y yo queríamos saber cuánto nos cobrarías” “¿Servicio completo para los dos?” -Preguntó ella.- “Sí, claro”. “Bueno, les puedo hacer… trescientos cincuenta” “Está bien”, respondió él, y yo pensé si tendría encima esa cantidad. Vieron cómo es cuando se pasa de escabio. “Pero primero dejame ver la mercadería. Mostrame el culo, dale” “¿Te vas a hacer la paja? Mirá que esa también te la cobro, eh.” “Dale, dejame verte el culo”. La mina dio media vuelta y exhibió el portento, moviéndolo leve y sensualmente. Era una cosa de locos. “¡Mirá lo que es esto!”, dijo Renato, al borde del frenesí sexual. Y, dirigiéndose a ella, le pidió que lo acercara a la ventanilla. “Se mira y no se toca, eh” advirtió, antes de casi meter su ojete por la ventanilla. Entonces Renato le propinó un terrible mordisco en el glúteo derecho. La mina gritó, vinieron varios trolos y trolas a ver qué pasaba, en esa visión corporativa que han desarrollado a través de tanto tiempo de malaria y discriminación, y empezaron a apedrear el auto. Salí como alma que lleva el diablo, no sin un par de magullones en la pintura y en la chapa. 
-Eso no explica los arañazos -observó Abdul, con una cara que no me gustó nada. 
-Los arañazos son de Renato -dijo el Gallego con ironía-, que se lo quiso follar a éste de tan alzado que estaba.
-Ja ja, qué gracioso. Los arañazos son de un par de noches después. Andábamos dando vueltas, en circunstancias idénticas a las de la otra noche, aunque ya no podíamos volver a la zona roja por el tarado borracho ése. Así que nos fuimos a una agencia de acompañantes…
-¿No probaste tratar de ponerla sin tener que pagar? -Lo interrumpí. 
-Al final te sale más caro, pavo. El lugar estaba muy concurrido esa noche…
-Pajeros son lo que sobra -interrumpió Abdul.
-Eeeh, ¿qué les pasa, hoy?
-Callate y seguí contando -lo conminó, en un tono que no admitía réplicas, tan ostensible esta vez que no solamente yo lo percibí. 
-Bueno, la hago corta. Se desocupó una mina y pasé yo primero. Ustedes saben cómo son estas cosas, el tiempo es dinero, así que ni bien pasamos al cuarto la saqué y le pedí que me la chupe. Trabajo rápido y barato. Estaba por echármelo cuando se oyeron gritos, golpes y escándalo. La mina se dio vuelta, abandonando su tarea en tan inconveniente momento, por lo que, presa de la excitación, la tomé de los pelos pretendiendo que continuara. “¡Eh, qué hacés, boludo! ¡¿No escuchás el kilombo que se armó?! ¡Capaz que se pudrió todo con la poli, y vamos todos en cana, gil!” Yo continuaba tirándole del cabello para que no se alejase de la zona de acción; y mientras más pretendía soltarse, más fuerte tironeábamos. “Pasa que… me voy… me voy… me…” “¡Soltame, pelotudo, te digo!” “me.. voy… ¡Aaaarggggh!” y eyaculé con violencia y parte del disparo seminal fue a dar de lleno en su ojo. “¡Soltame, imbécil, mirá lo que me hacés!” decía, mientras se refregaba sus irritadas conjuntivas. Afuera el kilombo seguía creciendo. Salimos a ver y me quedé helado. La morocha a la que Renato le había mordido el culo un par de noches antes dirigía el ataque de las putas contra nuestro amigo.
-Amigo tuyo, dirás -corrigió Abdul, ya con cara de odio, que contrastaba con la jocundidad que manifestaban el rostro del Gallego y el mío propio.
-Entonces la yegua ésa, al verme, exclamó “¡Ahí está el amigo, el que manejaba el auto!”, y la mitad de las minas que estaban masacrando a Renato se me vinieron al humo. Para colmo no podíamos hacer otra cosa que defendernos, por cuanto había un par de monos de seguridad esperando que toquemos a una chica para darnos en serio. Salimos como pudimos. Renato, borrachísimo otra vez, les gritaba desde el auto, con la puerta abierta para salir disparando (es borracho pero no estúpido, vieron) cosas tales como “¡Mujeres infecundas! ¡Autómatas del sexo!” y toda clase de pavadas como ésas. 
-Bien merecido que lo tenían -sentenció Abdul.
-Él, puede ser. Yo no hice nada.
-Vos sos un  mosquita muerta que nunca hace nada. Sos un cagón, sos despreciable.
-¡Eeeh, qué te pasa, gordo, ¿por unas putas de mierda me tratás así?
Abdul lo tomó de las solapas, acercó el arañado rostro al suyo y le preguntó, con expresión feroz: -Por una casualidad, la morocha esa que le mordieron el culo, ¿se llama Marlene?
-Sí, creo que dijo que se llamaba así. Pero te corrijo. Le “mordió”, no le “mordieron” el culo. Fue Renato.
-Encima de basura, maricón. ¿Estás en el auto?

Poco después nos detuvimos frente a la casa de Renato. Abdul nos pidió que lo esperásemos en el auto. Tocó a la puerta, habló brevemente con la madre, que volvió a entrar y al cabo salió el reo. De veras que aún de noche y a la distancia se veía castigado. No solamente con arañazos, según lo que se dejaba colegir por algunas tumefacciones violáceas. Iba a estar divertido, así que me empiné la botella de ginebra que habíamos comprado al Gallego, saqué un porro del bolsillo de la campera y lo encendí. 
-¿Qué le pasa al Gordo? -Me preguntó.
-Callate y dejame escuchar -le respondí con tono cortante, mientras abría la ventanilla, justo para oír que Abdul le decía: -¿Acaso te pregunté yo si querías venir? 
-No, pero…
-Dale, subí al auto antes de que te desfigure más de lo que estás.
Renato obedeció a regañadientes. Subió al asiento trasero, al lado mío, y saludó escuetamente.
-Oia, otro hombre ilustrado -dije.
-Sí, pero por los cardenales y las hinchazones, a éste más que ilustrar parece que lo cincelaron -aclaró Abdul, desde el asiento del acompañante. -Dale, Pepe, vamos derechito a la Zona Roja. 
-Dale, Abdul, vamos a tomar unos tragos por ahí; olvidate, de toda esta historia, loco…
-Nada nada nada, vamos allá. Y vos, Cratilo, no te hagás el boludo y pasá la ginebra.
-Eso. Y el faso también.
Llegamos a la esquina en la cual se había armado el kilombo, pero Pepe estacionó enfrente por miedo a que le volvieran a apedrear el vehículo. Un par de mujeres y algún que otro travesti que andaban por allí nos miraron con curiosa agresividad. Yo me bajé (luego de agenciarme la botella, ya que parecía ser el menos involucrado en la situación de fondo) y me senté en el cordón de la vereda en buena perspectiva pero cerca del auto, por si las moscas. 
-¿¡Viniste con refuerzos, cobarde!? -gritó una de las minas a Renato.
-¡Ay, zí! -dijo un trava. -¡Traé a todoz loz que quieraz, que te vamos a enzeñar a tratar a laz mujerez, bazura!
Abdul cruzó la calle y empezó a dialogar con ellos, manifestando con firmeza su ánimo componedor y ofreciendo disculpas. Mas vale que lo disculparan, sino iba a haber una masacre. Desde una ventana un viejo le gritaba a Abdul:
-¡Échelos a la mierda, joven! ¡La Policía no nos da bola o no puede hacer nada! ¡Esto es Sodoma y Gomorra! ¡Fíjese a lo que hemos llegado!
-¡Eso! -Gritaba una vieja desde otro apartamento. -¡Tenemos que convivir con esta lacra, con esta manga de degenerados! ¡Hoy mismo tuve que barrer como media docena de forros usados del porche! ¡No se puede vivir más así! ¡Pueden ser todo lo prostitutos que quieran, pero en su casa, y no en la nuestra!
-¡Callate, vieja mal cogida! -le gritó un andrógino más parecido a Jean-Paul Belmondo que a Raquel Welch, por graficar un poco. Y la cosa iba subiendo de volumen y tenor. No sabía yo muy bien cuál era el plan del Gordo, pero parecía estar naufragando entre turbulencias de transgresión e intolerancia. 
-Hola -escuché que alguien casi susurraba en mi oído izquierdo. Me volví y me sobresalté: Un individuo de minifalda, huesudo y con un azul oscuro en la cara que denotaba una frondosa barba afeitada, me decía que parecía ser que yo era un tipo muy tranquilo, y que prefería quedarse conmigo, o ir a otro lugar más cómodo en donde nos podríamos conocer mejor. Bebí un buen trago de ginebra para que se me pase el susto y le respondí que estaba allí para ver el show, agregando que no sabía si estaba trabajando o no pero que de cualquier manera no quería distraer su tiempo. Esa especie de Rasputín en minifalda y tacones entendió el mensaje, no sin antes informarme detalladamente respecto de los servicios que me estaba perdiendo. 
Cuando volví a prestar atención, me sorprendí al ver una hermosa puta a cuyos pies se había arrodillado Renato (seguramente por “sugerencia” de Abdul) y le pedía disculpas. Los viejos del edificio ahora se desgañitaban incluyendo a Abdul y nosotros sus secuaces entre los sodomitas erotómanos y degenerados. Si hubiese pedido un centavo cada vez que me vituperaron…
Vi un patrullero tomar la avenida a unas cuadras. Avisé “Loco, ahí viene La yuta”; ya que si bien no era mucho el desorden público, nuestras experiencias aquilatadas en años de conflicto con la policía bonaerense no ofrecían mayor garantía. La colmena actuó veloz y espontáneamente: Subimos al auto en cuestión de segundos; todos, menos Abdul, que se subió a un taxi con la tal “Marlene”. Sí, la de la nalga mancillada.
Ya circulando por la city nocturna, a Renato se le ocurrió decir que el Gordo hijo de puta lo había usado, que lo había obligado a humillarse ante la puta ésa para hacerse el héroe y sacarle unos polvos gratis. Entonces me calenté yo.
-Decime, nene de papá y mamá, pedazo de mierda… ¿vos conocés al padre de Abdul?
-No, pero…
-Él tampoco, estúpido. ¿Y sabés laburando de qué la madre los crió a él y a su hermana?
-Me imagino.
-Entonces manejá y cerrá el orto.

Me empiné la botella. Una noche más, totalmente infructuosa. Al menos para mí, esta vez excluido de la acción y lejos del alcance de la moraleja. Un mero narrador, bah; ebrio y dudosamente capacitado. Dando vueltas al pedo con los dos más boludos de la banda.