sábado, 9 de junio de 2012

CON LAS PUTAS NO SE JODE

Paolo Eleuteri Serpieri

-Che, Gallego, traete otra birra -indicó Abdul, mientras exprimía la botella de Heineken en su vaso. Era viernes por la noche, y pese a que afuera la movida parecía dar para la diversión, nuestros ánimos -vaya a saber por qué- estaban medio nublados. El gordo, no sé si por los efectos de varios litros de cerveza, se había puesto medio sentimental; claro que, como la bestia elemental que era, su melancolía adoptaba extrañas formas. Formas bastas y atiborradas de códigos barriales, callejeros.
-Ahí están Pepe y Renato, dos culoblandos buenos para nada y que encima se hacen los cancheros. Andá a confiarte en esas liendres. Piero, en cambio, no es santo de mi devoción, pero es confiable, y se la aguanta.
-Psé, no vas a comparar…
-Pero vos, Bermúdez, sos diferente.
El Gallego, que estaba sirviendo el platito de maní y la cerveza, acotó:
-Claro que es diferente, Cratilo. Es un intelectual en medio de las bestias, y una bestia entre los intelectuales. Y el no poder encuadrarse en ninguno de estos bandos lo lleva al cinismo.
-¿Por qué no te vas a la puta que te parió? -Le espeté.
-Sí, gallego bruto, serví y callate -acordó Abdul.
-Está bien, pero recuerden que la casa se reserva el derecho de admisión.
-Cerrá el ojete que te la rompo toda, a la casa -amenacé.
-No te hagas el loquito, eh, que cojo la Ballester Molina y te coso a balazos.
-Es lo único que te podés coger, Gallego trolo -le respondió Abdul, y yo me cagué de risa. Me sirvió para aflojar tensiones, dado que en mi fuero íntimo sentía que el Gaita tenía razón. No podía congeniar con ninguno de esos mundos, pisando con un pie en cada uno. Ahora bien, podía prescindir - y hasta con un enorme placer- de todas esas remilgadas ratas de biblioteca, pero jamás me desprendería a la ligera de mis camaradas del barrio. Yo era absolutamente como ellos, a pesar de estas taras de índole académica. Y creo que a eso mismo era a lo que apuntaba Abdul cuando me decía que era “diferente”. A pesar mío, llevaba grabados los estigmas de eso que tan contradictoriamente han dado en llamar “espíritu”. “En la estrecha cisterna que llamáis pensamiento, el espíritu se pudre como parvas de paja”, escribió Artaud; y vaya que tenía razón, haya llegado a tal conclusión mediante procesos de corte racionalista o de cualquier otra clase. Que de todos modos no hace al fondo de la cuestión. ¿O sí?
Pero el ambiente bucólico y campechano se hizo añicos con el ingreso de Pepe. Tenía cara y cuello totalmente rasguñados. Saludó, pidió una ginebra y se sentó a la mesa.
-¿Qué te pasó? -Preguntó Abdul.- ¿Le agarraste las pelotas a un puma?
-No, boludo, fue todo culpa de Renato.
-¿Renato fue el que agarró un puma por las pelotas?
-Loco, recién hoy, después de una semana, me animo a salir a la calle. Quedé desfigurado, no es como para que me vengan a romper las bolas, encima.
-Bueno, siendo así, ¿por qué no nos contás quién te arañó todo, y listo?
-Quienes, querrás decir.
-Ah, fueron más de una… esto se está poniendo interesante.
Bebió un buen sorbo de ginebra Bols y comenzó con el relato:
-Resulta que hace unos días andábamos dando una vuelta en el auto, buscando algún par de mujeres y tomando unos drinks. Como de costumbre, el pelotudo desbarrancó después de tanto darle al chupi y empezó: “¡Vamos a la Zona Roja! ¡Vamos a la Zona Roja! ¡Daale, boludo, vamos que la quiero poner!” Ustedes saben cómo es, qué les voy a contar…
-Psé.
-Al final rompió tanto las bolas que allá fuimos. Estábamos andando lentamente por calle 1, observando la mercadería, cuando se nos ofreció gestualmente una morocha con un físico impresionante. ¿Qué estaba haciendo una mujer como ella ahí?, nos preguntábamos, suponiendo que debería haber estado laburando en una suite del mejor hotel de la ciudad, con clientela VIP. Estaba en paños muy menores, prácticamente con el culo al aire, y una especie de top onda piel de leopardo que apenas si le cubría las tetas. Sí que debe hacer moneda, la turra ésa.
-Por la animosidad manifiesta -observé-, imagino que habrá sido ella, o su nagual leopardo, el que te arañó de esta manera…
-Esperá, esperá… cuestión que el boludo de Renato se puso más loco de lo que estaba, “¡Mirá esa hija de puta el ojete que tiene! ¡Pará, boludo, pará, vamos a preguntarle cuánto cobra!” Y bueno, debería ser cara, pero que valía la pena, valía la pena. Así que paré. Renato se asomó por la ventanilla:
“Hola, preciosa” -le dijo. La mina lo miraba con curiosidad a través de sus ojos azules, que no sé si serían lentes de contacto o no pero lucían bárbaro.- “Mi amigo y yo queríamos saber cuánto nos cobrarías” “¿Servicio completo para los dos?” -Preguntó ella.- “Sí, claro”. “Bueno, les puedo hacer… trescientos cincuenta” “Está bien”, respondió él, y yo pensé si tendría encima esa cantidad. Vieron cómo es cuando se pasa de escabio. “Pero primero dejame ver la mercadería. Mostrame el culo, dale” “¿Te vas a hacer la paja? Mirá que esa también te la cobro, eh.” “Dale, dejame verte el culo”. La mina dio media vuelta y exhibió el portento, moviéndolo leve y sensualmente. Era una cosa de locos. “¡Mirá lo que es esto!”, dijo Renato, al borde del frenesí sexual. Y, dirigiéndose a ella, le pidió que lo acercara a la ventanilla. “Se mira y no se toca, eh” advirtió, antes de casi meter su ojete por la ventanilla. Entonces Renato le propinó un terrible mordisco en el glúteo derecho. La mina gritó, vinieron varios trolos y trolas a ver qué pasaba, en esa visión corporativa que han desarrollado a través de tanto tiempo de malaria y discriminación, y empezaron a apedrear el auto. Salí como alma que lleva el diablo, no sin un par de magullones en la pintura y en la chapa. 
-Eso no explica los arañazos -observó Abdul, con una cara que no me gustó nada. 
-Los arañazos son de Renato -dijo el Gallego con ironía-, que se lo quiso follar a éste de tan alzado que estaba.
-Ja ja, qué gracioso. Los arañazos son de un par de noches después. Andábamos dando vueltas, en circunstancias idénticas a las de la otra noche, aunque ya no podíamos volver a la zona roja por el tarado borracho ése. Así que nos fuimos a una agencia de acompañantes…
-¿No probaste tratar de ponerla sin tener que pagar? -Lo interrumpí. 
-Al final te sale más caro, pavo. El lugar estaba muy concurrido esa noche…
-Pajeros son lo que sobra -interrumpió Abdul.
-Eeeh, ¿qué les pasa, hoy?
-Callate y seguí contando -lo conminó, en un tono que no admitía réplicas, tan ostensible esta vez que no solamente yo lo percibí. 
-Bueno, la hago corta. Se desocupó una mina y pasé yo primero. Ustedes saben cómo son estas cosas, el tiempo es dinero, así que ni bien pasamos al cuarto la saqué y le pedí que me la chupe. Trabajo rápido y barato. Estaba por echármelo cuando se oyeron gritos, golpes y escándalo. La mina se dio vuelta, abandonando su tarea en tan inconveniente momento, por lo que, presa de la excitación, la tomé de los pelos pretendiendo que continuara. “¡Eh, qué hacés, boludo! ¡¿No escuchás el kilombo que se armó?! ¡Capaz que se pudrió todo con la poli, y vamos todos en cana, gil!” Yo continuaba tirándole del cabello para que no se alejase de la zona de acción; y mientras más pretendía soltarse, más fuerte tironeábamos. “Pasa que… me voy… me voy… me…” “¡Soltame, pelotudo, te digo!” “me.. voy… ¡Aaaarggggh!” y eyaculé con violencia y parte del disparo seminal fue a dar de lleno en su ojo. “¡Soltame, imbécil, mirá lo que me hacés!” decía, mientras se refregaba sus irritadas conjuntivas. Afuera el kilombo seguía creciendo. Salimos a ver y me quedé helado. La morocha a la que Renato le había mordido el culo un par de noches antes dirigía el ataque de las putas contra nuestro amigo.
-Amigo tuyo, dirás -corrigió Abdul, ya con cara de odio, que contrastaba con la jocundidad que manifestaban el rostro del Gallego y el mío propio.
-Entonces la yegua ésa, al verme, exclamó “¡Ahí está el amigo, el que manejaba el auto!”, y la mitad de las minas que estaban masacrando a Renato se me vinieron al humo. Para colmo no podíamos hacer otra cosa que defendernos, por cuanto había un par de monos de seguridad esperando que toquemos a una chica para darnos en serio. Salimos como pudimos. Renato, borrachísimo otra vez, les gritaba desde el auto, con la puerta abierta para salir disparando (es borracho pero no estúpido, vieron) cosas tales como “¡Mujeres infecundas! ¡Autómatas del sexo!” y toda clase de pavadas como ésas. 
-Bien merecido que lo tenían -sentenció Abdul.
-Él, puede ser. Yo no hice nada.
-Vos sos un  mosquita muerta que nunca hace nada. Sos un cagón, sos despreciable.
-¡Eeeh, qué te pasa, gordo, ¿por unas putas de mierda me tratás así?
Abdul lo tomó de las solapas, acercó el arañado rostro al suyo y le preguntó, con expresión feroz: -Por una casualidad, la morocha esa que le mordieron el culo, ¿se llama Marlene?
-Sí, creo que dijo que se llamaba así. Pero te corrijo. Le “mordió”, no le “mordieron” el culo. Fue Renato.
-Encima de basura, maricón. ¿Estás en el auto?

Poco después nos detuvimos frente a la casa de Renato. Abdul nos pidió que lo esperásemos en el auto. Tocó a la puerta, habló brevemente con la madre, que volvió a entrar y al cabo salió el reo. De veras que aún de noche y a la distancia se veía castigado. No solamente con arañazos, según lo que se dejaba colegir por algunas tumefacciones violáceas. Iba a estar divertido, así que me empiné la botella de ginebra que habíamos comprado al Gallego, saqué un porro del bolsillo de la campera y lo encendí. 
-¿Qué le pasa al Gordo? -Me preguntó.
-Callate y dejame escuchar -le respondí con tono cortante, mientras abría la ventanilla, justo para oír que Abdul le decía: -¿Acaso te pregunté yo si querías venir? 
-No, pero…
-Dale, subí al auto antes de que te desfigure más de lo que estás.
Renato obedeció a regañadientes. Subió al asiento trasero, al lado mío, y saludó escuetamente.
-Oia, otro hombre ilustrado -dije.
-Sí, pero por los cardenales y las hinchazones, a éste más que ilustrar parece que lo cincelaron -aclaró Abdul, desde el asiento del acompañante. -Dale, Pepe, vamos derechito a la Zona Roja. 
-Dale, Abdul, vamos a tomar unos tragos por ahí; olvidate, de toda esta historia, loco…
-Nada nada nada, vamos allá. Y vos, Cratilo, no te hagás el boludo y pasá la ginebra.
-Eso. Y el faso también.
Llegamos a la esquina en la cual se había armado el kilombo, pero Pepe estacionó enfrente por miedo a que le volvieran a apedrear el vehículo. Un par de mujeres y algún que otro travesti que andaban por allí nos miraron con curiosa agresividad. Yo me bajé (luego de agenciarme la botella, ya que parecía ser el menos involucrado en la situación de fondo) y me senté en el cordón de la vereda en buena perspectiva pero cerca del auto, por si las moscas. 
-¿¡Viniste con refuerzos, cobarde!? -gritó una de las minas a Renato.
-¡Ay, zí! -dijo un trava. -¡Traé a todoz loz que quieraz, que te vamos a enzeñar a tratar a laz mujerez, bazura!
Abdul cruzó la calle y empezó a dialogar con ellos, manifestando con firmeza su ánimo componedor y ofreciendo disculpas. Mas vale que lo disculparan, sino iba a haber una masacre. Desde una ventana un viejo le gritaba a Abdul:
-¡Échelos a la mierda, joven! ¡La Policía no nos da bola o no puede hacer nada! ¡Esto es Sodoma y Gomorra! ¡Fíjese a lo que hemos llegado!
-¡Eso! -Gritaba una vieja desde otro apartamento. -¡Tenemos que convivir con esta lacra, con esta manga de degenerados! ¡Hoy mismo tuve que barrer como media docena de forros usados del porche! ¡No se puede vivir más así! ¡Pueden ser todo lo prostitutos que quieran, pero en su casa, y no en la nuestra!
-¡Callate, vieja mal cogida! -le gritó un andrógino más parecido a Jean-Paul Belmondo que a Raquel Welch, por graficar un poco. Y la cosa iba subiendo de volumen y tenor. No sabía yo muy bien cuál era el plan del Gordo, pero parecía estar naufragando entre turbulencias de transgresión e intolerancia. 
-Hola -escuché que alguien casi susurraba en mi oído izquierdo. Me volví y me sobresalté: Un individuo de minifalda, huesudo y con un azul oscuro en la cara que denotaba una frondosa barba afeitada, me decía que parecía ser que yo era un tipo muy tranquilo, y que prefería quedarse conmigo, o ir a otro lugar más cómodo en donde nos podríamos conocer mejor. Bebí un buen trago de ginebra para que se me pase el susto y le respondí que estaba allí para ver el show, agregando que no sabía si estaba trabajando o no pero que de cualquier manera no quería distraer su tiempo. Esa especie de Rasputín en minifalda y tacones entendió el mensaje, no sin antes informarme detalladamente respecto de los servicios que me estaba perdiendo. 
Cuando volví a prestar atención, me sorprendí al ver una hermosa puta a cuyos pies se había arrodillado Renato (seguramente por “sugerencia” de Abdul) y le pedía disculpas. Los viejos del edificio ahora se desgañitaban incluyendo a Abdul y nosotros sus secuaces entre los sodomitas erotómanos y degenerados. Si hubiese pedido un centavo cada vez que me vituperaron…
Vi un patrullero tomar la avenida a unas cuadras. Avisé “Loco, ahí viene La yuta”; ya que si bien no era mucho el desorden público, nuestras experiencias aquilatadas en años de conflicto con la policía bonaerense no ofrecían mayor garantía. La colmena actuó veloz y espontáneamente: Subimos al auto en cuestión de segundos; todos, menos Abdul, que se subió a un taxi con la tal “Marlene”. Sí, la de la nalga mancillada.
Ya circulando por la city nocturna, a Renato se le ocurrió decir que el Gordo hijo de puta lo había usado, que lo había obligado a humillarse ante la puta ésa para hacerse el héroe y sacarle unos polvos gratis. Entonces me calenté yo.
-Decime, nene de papá y mamá, pedazo de mierda… ¿vos conocés al padre de Abdul?
-No, pero…
-Él tampoco, estúpido. ¿Y sabés laburando de qué la madre los crió a él y a su hermana?
-Me imagino.
-Entonces manejá y cerrá el orto.

Me empiné la botella. Una noche más, totalmente infructuosa. Al menos para mí, esta vez excluido de la acción y lejos del alcance de la moraleja. Un mero narrador, bah; ebrio y dudosamente capacitado. Dando vueltas al pedo con los dos más boludos de la banda.