sábado, 16 de junio de 2012

CORRUPCIÓN, ALCOHOLES Y PUÑETES

Hajime Sorayama

Ya me había despertado cuando oí el aire de los frenos del camión de Piero. “Puta que lo parió”, pensé, esperando que se tratara de otro vehículo y otra persona que fuera a otra parte. La otredad era algo fascinante mientras permaneciera lejos de uno. Era el problema de juntar la dicotomía uno/otro, en fin… pero era Piero, nomás.
-¡Bermúdez, levantate de una vez, vago de mierda!  
-¡Callate, boludo! -Le dije mientras abría la puerta. -Ya bastante me rompen las bolas los gringos de acá abajo con el kilombo, falta que empecés a gritar boludeces a estas horas de la madrugada…
-¿Madrugada? Qué hijo de puta que sos. 
-¿Venís a romperme las bolas, nomás?
-No, vengo a invitarte a dar un paseo. Tengo que ir a la costa, a llevar vino a tu pueblo.
-Yo no tengo ningún pueblo.
-¿Vos no sos de General Magoya?
-No, viví unos cuantos años, de pibe.
-Bueno, es lo mismo. ¿Me acompañás o no? Dale, volvemos el domingo a la tardecita.
La alternativa era ir a mi trabajo y seguir criando hongos y moho físico y mental. No había opción posible. -Está bien, esperá que aviso al laburo que no voy -y puse la pava al fuego para preparar un café.

Poco después íbamos hacia la costa atlántica, a un pueblo en el que había desarrollado mi personalidad, para bien o para mal, en un ambiente campechano y de notable sanidad mental; creo que fue debido al contraste con las lacras urbanas que desarrollé, más luego, el cinismo y la apatía que operaban en defensa de ese núcleo íntimo tan vulnerable a inserciones sociales. Me volví refractario a toda estupidez, o sea, al 99.5 % de la actividad humanoide. Mientras cebaba mate para el conductor y para mí, mantuvimos diálogos como éste:
Piero: ¿Viste que lo internaron a Johnny?
Yo: Ah, ¿sí? ¿Qué le pasó?
-El Negro José Luis le metió un tiro.
-Cómo, ¿no eran amigos?
-Sí, y siguen siendo. La cosa fue así: estaban en el Parque San Martín tirando con una .22 a unas botellas, muy borrachos. En una, el Negro gira noventa grados y le mete un cohetazo en el pulmón.
-¿Y por qué hizo eso?
-¿Sos boludo, vos? Qué sé yo, por qué lo hizo. Viste cómo es, se pone reloco y hace cualquiera… encima, en lugar de ir a un hospital, a algún lado en procura de asistencia médica, se fueron para la casa del Negro. Estaban en la cocina, puteándose a los gritos pelados, cuando entró la madre del Negro y les dijo: “¿Qué pasa, tanto grito? Es de madrugada, ¿se quieren dejar de hacer kilombo?” “Usted cállese la boca -le espetó Johnny-, que su hijo me pegó un tiro”, mientras le mostraba el buzo agujereado y manchado de sangre.
-¡Qué locos que están esos pibes!
-Sí, si no hubiera sido por la vieja todavía estarían a las puteadas en la cocina. Ayer fui a visitar a Johnny al Policlínico. Apenas llegué, el animal me dijo: “¿Vamos a fumar un porrito?” “¿Estás loco, vos?” Le respondí. “¿Tenés un pulmón agujereado y querés fumar?” “No pasa nada” me dijo, mientras sacaba un cigarro de la funda de la almohada y lo encendía allí mismo.
Entonces dejé el mate y encendí uno para nosotros. La ventaja era que no teníamos los pulmones perforados. Creo, bah.

Llegamos a eso de las tres y media de la tarde. Hacía un calor agobiante, y los restaurantes estaban cerrados (sin mencionar que había sólo dos), así que nos alojamos en un hostal de mala muerte, comimos algo allí y salimos a beber algo. Ya era tarde para ir a la playa, a unos 30 km. de allí. Nos sentamos en la vereda, a la mesa de una confitería de la calle principal, debajo de un alero a esperar el fresco de la tardecita. Pedimos cerveza. A poco Piero empezó con la cantinela:
-Acordate, Bermúdez, que cuando seas famoso me vas a pagar todo el material que te vengo dando, eh. No vaya a ser cosa que agarrés el paquete y te olvidés en el acto de tu personaje principal.
-Ya te dije, gringo, no hay guita en esto. Al menos para mí.
-Ves, todavía no lo agarraste y ya te estás haciendo el boludo…
-Aparte vos no sos mi personaje principal. Mi personaje principal soy yo.
-Bueno, claro; quiero decir que soy el principal del reparto.
-Loco, estás como las putas. ¿Qué tenés, problemas de cartel, pedazo de asno?
-¿Cratilo? -Preguntó una mujer que algún día debió haber sido linda, pero que a decir verdad, estaba bastante venida abajo. Tenía, sin embargo, unos ojos hermosos que me recordaban a alguien.
-Sí, ¿vos sos…?
-Paula, ¿no te acordás de mí?
Qué cosa jodida es el tiempo, pensé, mientras recordaba a una hermosísima muchacha morena con la cual me había enrollado veintipico de años atrás, devenida en aquella matrona que, si bien no era fea, solamente podría ser target de un desahuciado o un perverso. Tal vez con el tiempo, en franco conflicto con ese  rigor temporal que a mí también me alcanzaba, me haya puesto demasiado pretencioso y por ende, vano.
-Paula, qué hacés, tanto tiempo. Vení, sentate, tomate una cerveza.
-No, gracias. Pero me siento dos minutos, ¿sabés? Viste cómo son las cosas en este pueblo de mierda, enseguida van a andar chismorreando. “Viste la Paula, tomando cerveza con dos forasteros? Flor de mosquita muerta, es ésa, yo siempre te dije“. Como si las estuviera viendo…
-Sí, y el cura sin dar nombres te caga a pedos durante el sermón del domingo.
-Tal cual. Aquí nada cambia. 
-Y yo soy Pierín -dijo el gringo, que había quedado dibujado. 
A continuación, las preguntas de siempre, onda “¿Qué es de tu vida? ¿Qué te  trae de nuevo por acá?” y esa clase de pelotudeces. Tuve que responder “¿Y vos?”, fingiendo un interés de lo más ajeno a mi ánimo, y para colmo soy un pésimo actor.
-Sabías, que me casé con Fito, ¿no?
-No, no sabía nada. Me encantaría verlo -dije, continuando con la farsa social.
-No te lo aconsejo. No creo que quiera verte.
-¿Por?
-Porque no le caés nada bien.
-Que yo sepa, no le hice nada que justifique tal animosidad…
-Bueno, pero saliste conmigo; y viste, ustedes los hombres son así: que quién la tiene más larga, que quien se la cogió antes y todas esas boludeces. Y por esa misma clase de boludeces, ahora me tengo que ir, aunque me encantaría quedarme a charlar un rato.

-Artritis, te decían a vos, ¿no? -Me preguntó socarronamente Piero cuando la mujer se hubo ido.
-¿Por qué me decís?
-Porque atacás a las viejas.
-Ja ja, qué canchero. La hubieras visto en los ochenta, infeliz.
Al rato fuimos a dejar el vino (no sin antes separar tres damajuanas para nosotros); luego fuimos a cenar a una parrilla y volvimos al bar. Estábamos saboreando unos Grant’s cuando quedé demudado. Pensé que estaba alucinando. Allí venía Paula, pero tal y como la había conocido mucho tiempo antes. Era ella, no cabía ninguna duda. Y caminaba con una sonrisa sugestiva, sus hermosos ojos clavados en el atribulado Cratilo.
-Che, Bermúdez, está buena, la pendeja; pero cerrá la boca que se te cae la baba.
-No, que vos no entendés… 
-Qué no voy a entender, es un hembrón, ya de chiquita. De eso entiendo, no vayas a creer…
-No, digo que…
-Vos debés ser Cratilo -dijo la nena, parándose frente a nosotros con las piernas un poco abiertas, luciendo un coñito que se adivinaba hermoso debajo de los apretadísimos jeans.
-Y vos debés ser…
-Romy, la hija de Paula, sí. Dicen que somos parecidas.
-¿Parecidas? Sos la imagen de tu vieja cuando tenía tu edad…
-La época en que vos estabas enamorado de ella, ¿no es así?
-Parece que te ha contado cosas.
-Todo, me contó. Somos muy cercanas; como hermanas, te diría, más que madre e hija. Y me gustaría preguntarte unas cuantas cosas.
-Adelante.
-Preferiría que fuera a solas.
-Y yo soy Pierín -dijo el gringo, esta vez medio fastidiado.
-Permiso, “Artritis” -ironicé, mientras me empinaba el Grant’s y abandonaba la mesa.
Caminamos por aquella vieja plaza, vi los árboles a los que había trepado cuando niño, y los bancos en los que nos hacíamos arrumacos con el ADN original que había clonado esa delicia con forma de ninfa que caminaba a mi lado, preguntando toda clase de zonceras románticas respecto de su madre y su seguro servidor. Pero el tenor de la requisa mental fue subiendo de tono, casi imperceptiblemente al principio, pero creciendo cual bola de nieve, acompasado quizá al crecimiento de mi miembro. “No podés, es casi una nena”, me decía mentalmente a mí mismo; mas esta clase de advertencias jamás habían llegado a buen puerto, naufragando estrepitosamente la mayor parte de las veces. 
-Dice mamá que te tuvo esperando como un año, antes de entregarse a vos.
-No recuerdo bien, pero tuve que esperar bastante, sí.
-Y valió la pena, porque según dijo, sos muy bueno en esas lides.
-Ni tanto. Sucede que como mujer virtuosa, no debe haber tenido gran experiencia.
-¡Virtuosa! Eso te lo habrá hecho creer a vos. Me consta que no es así.
-Bueno, en todo caso, me halaga.
-Y yo soy mucho menos virtuosa que ella.
-Ah, ¿sí?
-Sí, y aparte, las épocas no son las mismas.
-Ya lo creo.
-Sabés qué, Cratilo, crecí oyendo tu leyenda de boca de mi madre.
-Sí, leyenda familiar, tampoco te la vas a creer…
-Es que no me creo siquiera eso.
-Y el odio de mi padre se encargó de alimentar el mito. Cada vez que se peleaban surgía tu nombre.
-¡Carajo! Yo era muy amigo de tu padre, era un muy buen pibe. Y me revienta que…
-La gente cambia, Cratilo. Sos bastante grande, ya deberías haberte dado cuenta.
-Dicho así, el mito parece ser bastante pelotudo, ¿no te parece?
-Coger bien no te hace psicólogo, tampoco.
-¿Sabés que sos bastante lanzada, para ser tan pendeja?
-Sí, lo sé. Y en honor a eso te pregunto así, a boca de jarro… ¿no me enseñarías algunos trucos sexuales?
Pensé, como argumento, preguntarle la edad; pero como venía la mano, era preferible no saber. En todo caso podía decir ante los estrados judiciales, sin faltar a la verdad, que desconocía la edad. El tremendo físico de Romy haría su parte, sobre todo si el juez era macho.
-¿Sabe tu mamá que me ibas a pedir eso?
-¿Estás loco? Todavía está enamorada de vos. Tenés que ver como entró a casa hoy, después de encontrarte.
-¿Enamorada de mí? No te ofendas, pero yo que vos le iba sacando un turno con algún psicólogo.
-Ves, vos te hacés el cínico, pero desconocés hasta que punto esa actitud puede resultar sexy para una mujer.
-Bueno, en todo caso, cualquier actitud puede resultar sexy; depende de los gustos del receptor, digamos. 
-Estás evitando responder a mi pregunta.
-No creo saber muchos trucos sexuales, menos para enseñar. Pero sos muy linda, y me gustaría ir a la cama con vos, didácticas aparte.
-Bueno, entonces vamos acá al hotel.
-¿Está, todavía, el de acá a dos cuadras?
-Claro. ¿Por qué iba a cerrar? La gente coge cada vez más.
Y allí fuimos, y gocé de aquel cuerpo joven y firme otra vez, en un déjà vu apasionado, recordando cada centímetro de su piel, la delicadeza de sus vellos, el sabor dulce de sus jugos… le dimos una y otra vez, casi sin descanso, con el frenesí propio de mis lejanos veinte años. Solamente dos novedades remarcables: la primera, una nostalgia que resultaba inédita en mi inventario emocional; otra, que no fui yo quien enseñó truco alguno a la infanta. Más bien fue al revés. Y en eso superaba con creces a su mami.

Volví al hostal hecho mierda física y anímicamente. Había algo que me angustiaba en ese giro proustiano que había tomado mi vida de relaciones. Pero nunca fui de entregarme a este tipo de sentimientos, así que me serví una buena dosis de whisky de la botella que estaba tomando Piero y me lo zampé de un viaje. El gringo me miraba sonriendo con sorna.
-¿Qué te pasa? -Le pregunté airado, a caballo de mi desconcierto anímico.
-Eh, boludo, qué te pasa… ¿no se te paró?
-Preguntale a tu hermana, cómo se me para.
-Como hermana no tengo… contame, ¿qué pasó?
-Nada, boludo, qué querés que pase. Fui a un albergue con la pendeja.
-Ah, muy bien… y no se te ocurrió preguntarle la edad, ¿no?
-¿Para qué? ¿Para comerme los mocos por una convención moralista fijada por unos pacatos cobardes sexuales?
-No, claro que no te lo preguntaría por eso.
-¿Entonces?
-Para estar seguro de que no te cogiste a tu propia hija.
-¡Anda a la concha de tu madre, gringo hijo de puta! ¡Qué retorcido que sos!
-Vos andás poniéndola desaprensivamente y resulta que el retorcido soy yo -dijo, meneando la cabeza y riendo quedamente. Me fui a dar una ducha. Cuando salí del baño, Piero (que seguía chupando whisky), me dijo:
-¿Vamos al bareca*, Bermúdez?
-Ni en pedo.
-Claro, vos ya la pusiste…
-Y bueno, qué querés, ¿qué la deje pasar, y gratis?
-Dale, acompañame, boludo, ¿para qué te traje, al final?
-Estoy filtrado, loco.
-Dale, servite un whisky, vestite y vamos.
-Voy a empezar por el whisky, después vemos.
El gringo me conocía; sabía que era cuestión de llenarme un poco el tanque y luego iría a cualquier lugar que hubiese algo de beber. Claro que fuimos, y seguimos chupando a lo loco. Piero arrancó con una para las habitaciones del fondo. Yo, por mi parte, y aprovechando que había pocos clientes, charlaba de política internacional con las chicas, y el chulo de la barra no lo podía creer. Carisma, que le dicen…
Del pedo que tenía les empecé a contar cuando dije una oración en la tumba de Trotsky, en Coyoacán, pero más les interesó una anécdota con un travesti en el subte de vuelta a la Alameda. Se reían como locas, que eso era lo que eran. Una de ellas, supongo que enviada por el patrón, vino a querer arrancarme el dinero a conchazos limpios, pero otra le dijo “No jodas, Brigitte, que a éste ya lo exprimió todo la hija del Fito. Más fácil sacarle jugo a un ladrillo que a éste.”
-¿Y vos cómo sabés?
-Acá se sabe todo, macho. Deberías saberlo, ya que dicen que viviste por acá.
Me preocupé un poco, pero sólo durante tres o cuatro segundos. Virtudes balsámicas en un nivel anímico, propias de la substancia. Rato después volvió el Gringo. “¿Cómo te fue?” Le pregunté. “Bárbaro”, respondió, “peso como tres kilos menos”. Y a continuación tomamos tanto que volvimos al hostal apuntalándonos uno al otro, abrazados como hermanos en desgracia.

Al otro día me despertó el gringo. Estaba revolviendo todo. 
-¡¿Qué hacés, hijo de puta?! ¡Estás emperrado en despertarme a la madrugada, la concha de tu hermana! -La cabeza se me partía.
-Nada, que me levanté a vomitar y cuando fui a ver si estaba la guita… ¡LOS HIJOS DE PUTA DE ESTE HOTEL DE MIERDA ME LA HABÍAN ROBADO! -dijo a los gritos, apuntando a la puerta para que lo oigan bien.
-¿Te fijaste bien, boludo? Dije, mientras me comenzaba a vestir; cavilando si sería conveniente hacerlo, porque en cualquier momento iba a vomitar yo también.
-Sí, tarado, la había dejado acá, en este bolsillito de la mochila, y mirá cómo está: ¡abierto! Y adentro no hay nada.
-¿No te lo habrán chingado en el bareca?
-Lo dejé acá, pelotudo. ¡Pero me van a oír! -Y salió hecho una furia, que en su caso se trataba de una de las más intimidantes. Mientras terminaba de vestirme, escuché puteadas de alto tenor injurioso que iban y venían entre el dueño del establecimiento y el gringo. Ya no nos íbamos a quedar allí, así que bajé con las mochilas presto a salir rajando en cuanto cuadrara. 
-¡Todos los porteños son iguales, una manga de ladrones que se piensan que todos somos como ellos! -Gritaba, ofendido, el tipo del hostal. -¡Quedate ahí hasta que venga la policía y le contás!
-Claro, y los palurdos éstos me van a dar la razón a mí. Soy boludo, yo; nací ayer, ¿sabés?
-No sé cuando naciste, pero que sos boludo…
-¡¿A QUIÉN LE DECÍS BOLUDO, VOS, PAYUCA DE MIERDA?! -Mientras lo cogoteaba de la ropa de modo tal que quedaba pataleando en el aire.
-¡Soltame, hijo de mil putas!
-Ah, encima me puteás -dijo Piero, con el demonio dibujado en su rostro. Soltó la mano derecha, manteniéndolo en vilo con la zurda, y le puso un directo en el medio de la jeta que sonó de modo espeluznante. Después lo volvió a embocar y lo tiró sobre una maceta. Hasta la pobre aralia sufrió daños colaterales. Entonces oí a mis espaldas:
-¡Ahí estás, hijo de puta! -Era Fito, y la concha de su madre. Claro, en ese pueblo de mierda las noticias vuelan. Venía derechito a pegarme, con mirada asesina, del tipo que no mide consecuencias. Yo estaba de resaca, y lo que menos necesitaba era un puñete en la cabeza, así que nomás lo tuve a distancia, lo emboqué con un directo al plexo solar y, aprovechando que se doblaba, le puse un rodillazo en la cara y un cruzado de derecha con todo lo que tenía. Con tal suerte que fue para el lado de Pierín, quien le dio la estocada final con un ascendente de izquierda que lo mandó a la lona completamente out.  
-Andá a arrancar el mionca que vamos en cana por masacre -le dije, mientras juntaba los bártulos. No obstante tuve tiempo de decir a mi ex amigo Fito, que estaba todo mormoso y se comenzaba a hinchar.pero ya entendía:
-Yo también te quiero. Espero que nos encontremos pronto en circunstancias mejores…
-Esho deshcontalo, forro -brabuconeó con su boca sangrante y seguro que con alguna pieza menos.
-Forro, de tu mujer y tu hija, puede ser. Tuyo jamás, amiguito.
Me volví y corrí hasta el camión. Salimos, y habíamos heco unos tres o cuatro kilómetros por la ruta cuando Piero dijo: “Ahí viene la cana”, y al cabo oímos la sirena. Se colocó detrás nuestro e hizo señas para que paremos.
-Cagamos -dijo el gringo-. ¿Escondiste la yerba?
-Sí, boludo; preocupate por el hotelero, mejor. Rezá para que esté vivo.
-¿Te parece, para tanto?
-Y, no me gustaría estar en su pellejo.
Bajamos. Un sargento de la bonaerense petiso, gordo y compadrito -como no podía ser de otra manera- y un cabo grandote y descerebrado a ojos vista -que suelen tirar en yunta- se aproximaron-. El sargento dijo, con aires autoritarios:
-¡A ver, qué se han créido ustedes, que van a andar por áhi, golpeando a la gente, acusando de cosas que no pueden probar, y qué sé yo cuántos!
-Pasa que me robaron, esos turros -dijo el gringo, ya dispuesto a empezar de nuevo a repartir tortas.
-¿Y yo cómo sé que fueron ellos? ¿Tiene pruebas, acaso?
-Yo sé que dejé la plata de la carga ahí y cuando volví, no estaba. Si no fueron ellos, se tiene que hacer cargo, no reírse cuando uno reclama la guita que hizo trabajando honestamente.
-Ve, que no tiene pruebas… la gente por acá no es así, no se crea, mozo… 
-Y yo -dije-, para demostrar que no todos los de la ciudad somos jodidos, le voy a hacer un presente de buena fe. Si usted lo permite, claro -vi la codicia rielar en sus ojillos de zorro.
-Si me lo dice así, no quisiera hacerle un desprecio, vio…
Fui hasta el camión y traje dos de las tres damajuanas que habíamos separado. Se fueron como perro con dos colas.
-Oíme, boludo -me dijo el gringo cuando retomamos el camino-, ¿encima que nos chorean la guita les regalás el vino, vos? 
-A no ser que prefirieras quedarte encarcelado, ser sometido a juicio, pagar por lesiones, daños y prejuicios, etcétera, o sea, muuuuuuchas damajuanas, pedazo de alcornoque.
-Ahora que decís…
-No, no me digas… ¡NO TE PUEDO CREER, PELOTUDO! ¡NOOOO, Y LA RECONCHA DE TU PUTA MADRE, QUÉ PELOTUDO QUE SOS!
Sucedía que el imbécil de mi amigo encogía la pierna, metía la mano en su media y sacaba un rollo de billetes de 100 que, finalmente, nadie le había robado.

*  En lunfardo rioplatense: cabaret, casa de citas.