viernes, 25 de noviembre de 2011

ANDÁ A LA CONCHA DE TU HERMANA

Paolo Eleuteri Serpieri

Terminaba de echar una lata de calamares en el arroz amarillo, y estaba revolviendo para asentar todo con un toque final de fuego fuerte, cuando golpearon a la puerta. Era Pepe.
-Qué buen aroma, loco -comentó a manera de saludo, aunque viniendo de él era prácticamente una autoinvitación.
-Pasá. ¿Comiste?
-No. Igual no te hagás problema, no tengo hambre.
-¿Estás enfermo?
-¿Qué te pasa, boludo?
-No, pasa que, mínimamente, me resulta raro. Pero dejémoslo ahí. ¿Te molesta si como mientras charlamos?
-No, mandale. Eso sí, te acompaño con la cerveza.
-Andá a buscar, entonces.
Ya estaba hincando el diente sobre el guisado, uno de mis platos favoritos cuando regresó con un pack de latas de Quilmes bien frías.
-Ahí tenés, jetón, a ver si de te dejás de hablar giladas -y lo arrojó sobre la mesa. Saqué dos latas y le pedí que pusiera el resto en la heladera.
-¿Qué soy, tu lacayo?
-Dale, che, haceme la gamba que estoy comiendo. ¿Querés un poco? Quedó para una buena cazuela, en la sartén.
-No, gracias. No tengo hambre.
-Ahora en serio, ¿me vas a decir qué te pasa?
-¿Por qué preguntás?
-Porque si no comiste antes de venir, y ahora no estás engullendo, a vos te pasa algo.
-Bueno, está bien, me pasa algo -accedió al fin, aunque contrariado.
-Okay. Si querés me contás, y si no está todo bien -Ofrecí. Hacía rato que las penurias ajenas me importaban muy poco, ya que apenas si podía con las propias.
-Es un poco complicado.
-Me imagino, si llega a preocupar a un cabeza fresca como vos…
-Dejate de chicanas, ¿querés?
Terminé mi lata y fui por más. No había mucho por decir, de mi parte. Sabía que mi amigo iba a soltar el rollo. Si no era para tomar unas copas (de puro estar al pedo nomás), había venido porque estaba atosigado. Clásico caso de principio de tercero excluido.
-¿Vos te cogerías a la hermana de un amigo? -Preguntó de pronto.
-Depende.
-¿Depende de qué?
-Y, depende de qué amigo y depende de qué hermana, básicamente. ¿A la hermana de quién, te cogiste?
-A la hermana de Abdul.
-¿Ves de qué depende? A la hermana de Abdul no me la cojo por nada del mundo. ¿Sos loco? ¿Te querés suicidar?
-Está muy buena, boludo.
-Sí, está recontrabuena. Pero antes de garchármela meto el bicho en la boca de una barracuda.
-¡Pará, no me des más ánimos, querés! -Ironizó, mientras yo lo miraba meneando la cabeza y mordiéndome el labio inferior. -Dale, ya está, loco, no es para tanto, tampoco.
-Si vos lo decís… pero la historia no es lo que pienses vos. La cosa es lo que piense Abdul, si se entera. A propósito, vos tenías una edición original de Virgin Records de la Trilogía de Gong, ¿verdad?
-Qué, boludo, ¿me estás chantajeando?
-No yo digo que…
-Andá a la concha de tu hermana, forro.
-Eh, loco, tenés una obsesión con la concha de las hermanas, vos, por lo visto.
-Ja ja, qué gracioso. Pero te jodés, porque el loco ya lo sabe.
-Entonces mejor, dejame el disco en tu testamento y listo.
-Ah, pero te comiste un payaso, hoy, la con… -se frenó.
-Sí, si, la concha de mi hermana. Date el gusto. Al condenado no se le niega nada.
Seguimos conversando del tema, y el pobre Pepe recaía una y otra vez en lugares comunes de justificación. Ésta es la parte embolante de escribir historias comunes, no digo cotidianas pero sí muy usuales. Los lugares comunes. ¿Cómo evitarlos? Haciendo caso omiso y siguiendo con la acción. Cruda. (La complejidad de los lenguajes no es más que la sofisticación de lugares comunes, cuanto más ensortijados mejor. Y luego de esta gustadilla de magros y caníbales embriones filosóficos, sigo con la acción. Cruda.)
Parece ser que el pobre de Pepe llegó a la casa adonde vive Abdul con su madre y su hermana. Lo atendió la hermana (y vaya que lo atendió, pero no quiero adelantarme). Estaba con los ojos rojizos, como si hubiese estado llorando. Tenía puesto un pareo multicolor, que acentuaba sus voluptuosidades naturales (de sólo pensar en la bomba morena que era la hermana del gordo en un ceñido pareo se me cayeron las babitas, como al Compay Segundo; y por un momento me alegré de no haberme visto en el brete en que estuvo Pepe. Sabido es que, en momentos como ése, no prestamos demasiada atención a la cabeza que piensa). Lo hizo pasar, al tiempo que le decía que Abdul volvería enseguida. Lo invitó a sentarse en un viejo sillón del living. Estaba tomando un whisky, ¿querés?, le preguntó, y él, medio sorprendido, aceptó. Sorprendido, por cuanto la hermana del gordo nunca se mostraba mucho ante nosotros; y si se mostraba, el gordo la echaba con la mirada, nomás. Ella le alcanzó el vaso y se sentó en el sillón de enfrente, apoyando los pies en el asiento y dejando entrever una franja de sus sólidas piernas, la parte interior, para colmo. No, si hay que estar, también…

¿Te pasa algo?, le preguntó el pobre Pepe, haciéndose cargo de las evidentes huellas de llanto reciente. No, no me pasa nada, respondió la hermana del gordo, mientras miraba hacia otro lado y contenía una nueva oleada de lágrimas. Bueno, no sé, si querés contame, si no decime en qué puedo ayudarte, balbuceó él. Nada, vos lo conocés a tu amigo. Me tiene podrida con los celos, ni que fuera su mujer. Estaba saliendo con un tipo y no sé que hizo, pero le pegó tal susto que si me ve sale corriendo. Cada vez que intento empezar una relación, el bestia va y lo saca cagando. Vos sabés cómo es. Y el pobre Pepe lo sabía, claro que lo sabía. Como sabía que si hacía lo que cada célula de su cuerpo le pedía a gritos (para colmo con la presa servida), sería ajusticiado de la particular manera que Abdul debería tener reservada para los traidores más conspicuos. Clara lucha a muerte entre razón e instinto. Qué brete, dios. Ella continuó: Tengo 22 años, yo, también; soy mayor de edad, tengo derecho a una vida, ¿No te parece? Y él: Claro, claro. Y un poco bastante nervioso por la situación, le preguntó: Che, ¿tardará mucho, Abdul? Y ella, enjugándose una lágrima y sonriendo picarescamente: Mirá, Pepe, la verdad es que te mentí. Se fue a pescar a Chascomús, no vuelve hasta el viernes. No te enojás, ¿no? Pasa que necesitaba hablar con alguien. No, hiciste bien, respondió el pobre Pepe, luego de tragar saliva. Pero en serio, loco, continuó ella, me tiene podrida. Si fuera por él termino monja, yo. Necesito, vivir, gozar de mi cuerpo, viste… no tengo feo cuerpo, ¿verdad? Dijo, mientras se incorporaba y, abriendo los brazos, se lucía frente al pobre Pepe. Y enseguida abrió un poco el pareo, dejando entrever sus hermosas piernas y algo del prodigioso triángulo pubiano, apenas oculto por una minúscula tanga negra. Ay, disculpame, Pepi, pasa que como estoy siempre tan contenida… el pobre Pepi sentía como su espinazo se ponía rígido y se le hinchaban las venas del cuello; entre otras, bah. En cambio ahora, charlando con vos, ¡estoy tan excitada! Como los cachorros, viste, que no salen nunca a la calle y cuando salen se ponen locos, y mueven la cola para todos lados… giró y revoleó el rabo, ¡qué rabo! El pobre Pepe estaba demudado, no podía creer lo que estaba pasando. Sabía que su cuero estaba en juego, y la brutal colisión entre sus instintos (de reproducción y de autoconservación) lo llevaron a insinuar que debía irse, cada vez más balbuceante; a lo que la hermana del gordo le quitó el vaso de la mano al tiempo que le decía: De eso ni hablar. Vamos a tomar otro wisquicito, una vez que te tengo un ratito para mí… mirá, mirá cómo me late el corazón, le dijo mientras dejaba los vasos en la mesita, tomaba su mano y se la apoyaba directamente en uno de sus desbordantes senos. Fue demasiado. El pobre Pepe se incorporó y le metió la lengua en la boca, mientras desabotonaba su camisa con la torpeza propia de la urgencia y ella desabotonaba su pantalón. En cuestión de breves segundos quedó desnudo a los tirones. Lo de ella fue mucho más simple. En dos maniobras se desanudó el pareo y el corpiño, se acostó sobre el sillón, se corrió la tanguita y recibió la penetración con una calentura terrible. E inmediatamente tuvo un tremendo orgasmo, cuyo heraldo fueron unos musicales quejidos capaces de derretir a la estatua de Zenón el estoico. El pobre Pepe aún ni había comenzado a trabajar, así que comenzó a arremeter. Los rumores de vísceras amatorias y respiratorias comenzaron sus acompasados arrestos en un crescendo hasta la fanfarria final; o sea, acabaron a los gritos.
Y entonces, el pobre Pepe -que no era ningún boludo-, extasiado por el fuerte y fragante sabor de la fruta prohibida y sin más nada que perder, se quedó a dormir. Y decir a dormir, con aquella bestia y en el estado en el que estaba, es un eufemismo bastante obvio, ¿no?
-Bueno, hermanito, qué va’cer. A lo hecho, pecho. ¿Y cómo se enteró, Abdul, al final?
-Bueno, pasó que la loca me llamó por teléfono un par de días después, y me dijo que quería verme. Yo, que ya estaba mucho más frío y por ende mucho más cagado, le aclaré que había tratado de contenerla porque la vi mal, y que la cosa se me había ido de las manos, porque ella era muy hermosa, y todas esas cosas que les gusta oír…
-Claro, todas esas cosas que les gusta oír siempre y cuando no las estás dejando colgadas de la horqueta.
-Exacto. Me cagó a puteadas.
-Pero sos medio pelotudo, vos. ¿Qué esperabas? ¿Qué te agradeciera por los servicios prestados?
-No, boludo, me sacó la ficha. Me dijo que era otro cobarde más que se rajaba por miedo al hermano.
-Ves, ésas son las peleas que me gustan, cuando los dos contendientes tienen razón.
-¿Cómo?
-Claro, vos le dijiste que está más buena que comer pollo con la mano y ella te dijo que eras un cagón.
-Ah, seguís de guasa, vos… la cosa es que se puso medio histérica y le contó todo a Abdul. Pero no le dijo la posta. Pintó las cosas como que fui yo quien tomó la iniciativa, y que la seduje.
-Es que sos rico guacho, vos.
-Loco, pará un poco con la pavada… te vengo a contar un problema y vos me tomás el pelo…
-Y bueno, qué voy a hacer. En todos los velatorios cuento chistes.
-Entonces levantá el nivel porque das más lástima que risa, gil.
En ese momento se oyó el sonido del motor de una moto de alta cilindrada, y la expresión de alarma en la cara del pobre Pepe se transfiguró en otra de terror ciego con la última acelerada, previa al apagado del motor justo en la puerta de acceso de planta baja.
-Huy, dios, ahora me rompen toda la casa -me preocupé.
-¿Eso, me vas a decir? La cuestión grave es que me van a romper todo a mí. ¿Hay otra salida?
-Sí, la ventana del baño. Pero no te la recomiendo. El último que saltó tuvo luxación de rodilla y fractura de peroné.
-No sé si no es negocio.
-Alguna vez tenés que dar la cara, hermano. No te podés comer semejante caramelito y después hacer mutis por el foro. Tampoco es justo, che.
Abrí la puerta y allí estaba el gordo bestial con cara de poquísimos amigos. Me preguntó:
-¿De qué caramelito estás hablando?
-No, yo… (glup)… estábamos hablando de minas, nada en particular. Pasá, tomate una birrita.
-Ah, hablando de minas, eh. Entonces te habrá contado el maricón éste su última conquista. -No supe qué contestar, así que no abrí la boca. En cambio me levanté y saqué del congelador las últimas latas. Abdul había girado una silla, y se acodó sobre el respaldo mirando bien de frente al pobre Pepe, quien incómodo y más congelado aún que las latas que acababa de sacar del hielo, encendía un cigarrillo, sorbía unos tragos, adoptaba la actitud de esos perros que saben que hicieron cagadas y se hacen los boludos. El gordo continuó, dirigiéndose a su aparentemente ya ex amigo: -Son un judas, vos. Un traidor de la más baja estofa.
-No, loco, esperá un cachito, te quiero explicar…
-Vos vas a hablar solamente cuando yo te diga, ¿estamos? -Lo interrumpió el gordo, mientras se arremangaba la camisa con sus manotas, cuyos gruesos dedos las hacían lucir como un racimo de porongas.
-Loco -le dije-, si lo vas a masacrar, vamos hasta el Parque Alberdi. Yo los acompaño, llamo a la ambulancia si el pobre Pepe mantiene signos vitales, lo que sea. Pero por favor, acá no.
-Dale, metele fichas, vos, encima.
-No, si acá el que se rejugó sin fichas fuiste vos -señaló Abdul. -Además, ¿qué parte no entendiste de que vos hablás cuando yo te diga?
-Bueno, loco, tampoco me tratés así…
-Tendrías que estar dando gracias a todos los santos por que te trato así, porque si le doy el gusto al cuerpo te rompo todos los huesos.
-Eso sí, tiene razón -asentí, y el pobre de Pepe me miró con odio; aunque, fiel a la consigna, no abrió la boca.
-La cosa es así: yo sé que mi hermana es media…
-¿Ninfómana? -Aventuré, y no fue buena idea.
-¿Querés que te rompa todo a vos también?
-No, Abdulcito, solamente quería…
-Porque me los cargo a los dos, pelotudos. Saben que no tengo ningún problema.
-Dale, seguí hablando con él. No me meto más.
-Te decía que mi hermana es un poco casquivana, viste. No sé a quien sale, porque mi vieja es una santa. Pero es buena mina, y es muy sensible. Por eso yo la defiendo de las ratas como vos. -El pobre Pepe tomó aire como para decir algo pero Abdul lo interrumpió: ¡Callate! Estoy hablando yo, las ratas se callan. Pero vos, yo creí que eras mi amigo.
-Lo soy.
-Lo sos, eh. Bueno, demostralo. Andá a casa a hablar con ella y hacé todo lo que ella quiera.
-¿Cómo, todo?
-Todo. Si se quiere casar, te casás. ¿Vos te creés que, siendo mi “amigo”, te vas a coger a mi hermana, después te vas a ir de florcita a contarle todo a gansos como éste, y la vas a dejar deprimida, todo el día llorando en la cama?
-No, pero yo no ando por ahí de florcita contando nada.
-Sí, claro, yo soy gil, nací ayer. Como si no te conociera, basura. Mirá, vamos a hacerla corta porque no tengo tiempo. Te vas ahora y hacés lo que te dije. Te está esperando. -Se incorporó, se empinó la cerveza, se estiró las mangas de la camisa y agarró su campera de cuero. -Ah, y por si se te llega a ocurrir borrarte (cosa que no creo), acá te dejo esto. -Sacó un frasco de plástico -o vidrio, no sé-, del bolsillo interior de la campera,en cuyo interior se veían dos vísceras parecidas a testículos. Lo depositó sobre la mesa enfrente del pobre Pepe, que lo miraba con pánico.
-Ésos son los huevos del último que quiso hacerse el vivo con mi hermana. -Tras lo cual salió dramáticamente. Lo oímos arrancar la moto e irse tirando cambios a lo loco. El pobre Pepe se había quedado mirando fijamente los huevos en formol.
-¿A vos te parece que puede ser cierto, esto?
-Si fuera otro, probablemente pensaría que son de un perro grande, o de un chancho, qué sé yo. Pero se trata de Abdul.
-Sí. Se trata de Abdul.
-Bueno, loco, ya que vas a sentar cabeza, mirá el lado bueno.
-¿Qué lado bueno?
-Y, la hermana del gordo tiene lados buenos desde cualquier lugar que la mires.
-Muy gracioso. Mirá, me voy. Voy a hablar con la loca para ver si podemos razonar algo viable para que todos quedemos contentos.
-Bueno, Pepito. Yo te regalo la licuadora.
-No te aguanto más, gil. Me voy a la mierda.
-Corre, conejo.
Cuando ya iba terminando de bajar la escalera, le grité:
-¡Hey, amigo!
-¿Qué pasa?
-Nada, solamente quería decirte que la pasé muy bien con vos, yendo por los bares en busca de mujeres. La verdad, lo voy a extrañar.
Y su respuesta fue demasiado obvia:
-Andá a la concha de tu hermana.