miércoles, 31 de agosto de 2011

ENCUENTROS CERCANOS DE TODO TIPO III - EL VIEJO POETA


Tenía una historia más o menos cocinadita. Masticada mentalmente, digo. Ahora había que encender la notebook, arrimar algo para beber, algo para fumar y un poco de música. Porque uno viene con la historia medio rumiada, ¿no es así?, mas luego aparecen primero las cuestiones vinculadas a apertura, conectividades, digresiones que no queden como el culo, en fin; y al condimento, que es algo que va esparciéndose durante la ejecución global. Al menos en mi caso funciona de este modo; lo aclaro porque estoy dando por universalmente válidas premisas que quizá solo lo sean para mí. Y salvo que estén pergeñando un tratado de lógica, se las recomiendo. Lo sesudo se congela ni bien es expelido, como el aliento en La Antártida. Lo improvisado ma non troppo es más tribal, tropical, vital y otros varios calificativos en rima, y he aquí la primer digresión.
Pero la segunda y mayor -yo diría, definitiva- no provino de mi tropel mental de boludeces, sino de la inesperada (¿debí poner espeluznante?) visita de un viejo poeta que por primera vez, y quién sabe debido a qué causa, se dignaba a pasar por mi rancho.
-¿Qué anda haciendo por acá, Don Hilario? (Que así voy a llamarle, de pura indulgencia, nomás)
-Pasé a visitar, viste. Me diste tu domicilio y yo jamás vine -Eso había ocurrido más de ocho años atrás. Hace ocho años yo era otro, voto a Rimbaud.
-Pase, siéntese. ¿Quiere un roncito?
-No, gracias.
-Mire que es del bueno, eh.
-Bueno, está bien, si insistís; pero un dedito, nomás.
-Un dedito, un dedito… quien dice un dedito dice dos, como solía decir mi abuela. Y dígame, ¿a qué debo el honor…?
-Nada especial. Aunque…
-Eso es lo que me interesa. El aunque…
-No, que estuve leyendo las últimas cosas que escribiste… -dijo con cara de estar oliendo mierda.
-¡Ah bueno! Pensé que era algo grave. Estuvo leyendo mi porquería y no le gustó, ¿es eso? No se haga problema, a mí tampoco me gusta mucho que digamos. Pero me da para seguir siendo arrogante. Y, sinceramente, me importa un bledo la opinión ajena. ¿No es un buen síntoma, ése?
-¿A mí me preguntás?
-Que yo sepa, solo estamos nosotros. Aparte se supone que usted conoce los cánones.
-¿Qué cánones?
-Los del buen tono y corrección en literatura.
-Bueno, yo digo lo que me parece, solamente. Tal vez no debía haber dicho nada. -Tal vez no debería haber venido, pensé, pero sin embargo dije:
-Don Hilario, estamos cambiando pareceres. No me siento agredido, y le pido que eventualmente haga lo mismo. Ya cuando leyó mi primer volumen de cuentos me aconsejó -elogios aparte- que tratara de no escribir tan groseramente.
-¿Eso te dije?
-Sí. Y agregó que las guarangadas no solo no sumaban sino que restaban al resultado final.
-Pues sí. Sinceramente, era lo que me parecía. Y me sigue pareciendo.
-Y yo en ese momento no le respondí lo que pensé.
-Pude imaginármelo entonces, y puedo imaginármelo ahora.
-Diga que la suspicacia no es un punto fuerte en la poesía, sino usted sería Hölderlin.
-Ves, no te gustan las críticas.
-Digamos, mejor, que me importan un pito. Pero acláreme una cosa, ¿de veras vino acá solamente para hacer evaluaciones críticas de lo que estoy escribiendo?
-No, también vine porque la gente anda medio preocupada por vos.
-¿Qué gente?
-La gente de la literatura.
-Eso siempre me sonó a secta. Y no de las más interesantes, claro. ¿Y por qué se preocupa esa entelequia remilgada que viene a definir como “gente de la literatura”?
-Son tus amigos. O al menos lo eran, bah.
-No son ni fueron mis amigos. Si alguna vez los toleré, fue porque pensé estúpidamente que era uno de los pasos a seguir para obtener algo de trascendencia, y que ésa era la vía normal e ineludible para tales fines. Lo único que conseguí, en cambio, es sentir una mezcla de desprecio y pena por esa gente; y lo que es mucho peor, sentir lo mismo respecto de mí mismo.
-Eso suena a resentimiento. ¿Por qué llegaste a eso?
-No es resentimiento, pero llegué a sentir eso al encontrarme en medio de unos cuantos fantoches pretenciosos que no podían ver más allá de sus egos pequeñoburgueses.
-Eso vale para mí, también…
-En honor a la verdad… pero no me dijo por qué estaban preocupados.
-Dicen que estás bebiendo mucho, usando drogas, y que es una lástima que desperdicies tu talento en vicios y escándalos.
-¿Y cómo coño saben?
-Y, querido, basta con leerte.
-Ah, está bien. Dan por sentado que mis ficciones, de ficción no tienen nada.
-Entre nosotros, no me vas a decir que son puras fantasías…
-Entre nosotros, voy a decirle un par de cosas: la primera, es que en principio me veo favorecido por la presunción de inocencia; y la segunda, que cuando necesite nodriza, policía o rehabilitación les aviso. Pero sospecho que se trata de otra cosa. Cuando caterva como ésa adopta aires humanitarios, en realidad se trata de una solapada campaña de desprestigio.
-No, pero…
-Sí, los conozco. Conozco todas sus pequeñeces, sus pinches “alegrías” cuando presentan libros cuyas ediciones pagan a precio de oro para regalárselos a otros zánganos como ellos, que los maldicen para sus adentros por no contar con la solvencia necesaria para pagar una aún mejor; sus rictus de envidia cuando cualquier pelagatos, sobre todo los no universitarios, consiguen trascender el pequeño cenáculo de frustrados cuya producción nunca es valorada como la esencia misma del arte literario. Dígales que no se preocupen por mí, sobre todo porque pienso que son patéticos.
-No me vas a negar que estás resentido…
-Para estar resentido, el asunto debería importarme mínimamente, y le aseguro que me calienta un huevo. -Me serví otra buena dosis de ron.
-Che, ¿no serán estos abusos que te ponen tan agresivo?
-No se asuste, Don Hilario. Usted nunca me vio agresivo.
-Dicho así, me voy a asustar -dijo tímidamente, y soltó unas risitas. Al cabo carraspeó, y agregó: -Yo también pago mis ediciones.
-Ya lo sé.
-Y vos creés que tiene algo de malo.
-No, algo. Está mal. Yo he publicado poco, pero nunca pagué. Pagando, cualquier boludo se hace el autor. Hay giles que hasta pagan corrección, de estilo… ¡y hasta de ortografía y sintaxis! Dígame si no es frustrante… es como coger con prótesis y después hacerse el semental.
-Con qué facilidad, te sale el grotesco, eh.
-Y qué quiere, es mi estilo. Tal vez ustedes no se den cuenta, porque su estilo se reduce a intentar que la obra resulte potable a sus masturbatorios contertulios.
-Che, yo vine de onda; y parece que vos, en cambio, estás dispuesto a ofenderme.
-Go, go, go, said the bird: human kind cannot bear very much reality.
-¿Qué es eso?
-Eh, me extraña, tío. Un poeta que no reconoce un par de célebres versos de T.S. Elliot…
-Ah, Elliot.
-Sí, Elliot. Y lo cité porque me parece que si fuera honesto consigo mismo estaría de acuerdo conmigo. Usted tiene una idea rara de lo que es la poesía. Cuando era joven, escribió un par de libros tremendos, en el mejor sentido de la palabra. Ni bien consiguió un cierto reconocimiento (de cabotaje, entre la chusma local que va a los ágapes más a mostrar vestiduras lujosas que arte), empezó a ser cada vez más autoindulgente. Y más aburrido. Y más previsible. Y más débil. Y a eso es lo que le llaman, entre ustedes, “madurar el estilo”. Para mí es solamente aridez, o conformismo. Es ir a encerrarse en la costra inmunda de un ego que sangra al menor señalamiento, y que, anquilosado, no tiene sino ansias de nivelar para abajo, viendo la paja en el ojo ajeno y cuestionando las metodologías, los orígenes o la formación de los que se salen del lazo.
-Me extraña que me consideres tan poca cosa. Si mal no recuerdo, fui yo quien te abrió las puertas de esa que hoy considerás lacra humana, y porque eras vos el que estabas desesperado por entrar al círculo.
-Yo quería entrar en lo que suponía un círculo de gente del espíritu, y no eso. Y usted me llevó porque, al ser narrador, no le iba a escupir el asado. Y de pasada, si la cosa salía más o menos bien, jactarse onda a éste lo descubrí yo.
-Estás borracho.
-Claro. ¿Acaso no es eso lo que dicen nuestros amigos?
-Bueno -dijo, al tiempo que se iba incorporando, aprovechando mi supuesta borrachera como carta blanca para una retirada mínimamente digna-, no te molesto más…
-Al contrario. Siempre es un placer hablar con usted.
-No parece.
-Ah, vio. No todo es lo que parece. Es el fundamento de la poesía.
-Lo tendré en cuenta.
-Hará muy bien.

Viejo hijo de puta. Al final me cagó, con eso de lo tendré en cuenta. ¿Me lo habrá dicho en serio?

sábado, 27 de agosto de 2011

LA PUTA DE LA DISCORDIA


Milo Manara

A Benito le gustaron siempre las cosas raras. No era un tipo de conformarse con las cosas comunes de la vida, tesitura ésta exacerbada por la circunstancia de pertenecer a una familia muy adinerada. No era de ostentar, ni tampoco era avaro ni mucho menos. Tan es así que organizó un asado y ofreció cinco mil mangos al que le llevara la botella de bebida espirituosa más rara; cosa que nos metió en flor de brete, ya que en caso de comprar algún atípico brebaje alcohólico, y después perder el concurso, nosotros, sus amigos pobres, seríamos condenados a una desestabilización monetaria que ni les cuento. Cuando se lo comenté, me respondió que una bebida rara no tenía, por fuerza, que ser cara. Aparte, agregó, gastando unos pocos mangos te chupás todo, variado y quizá hasta descubras bebidas ignotas pero espectaculares. Tenía razón, estaba bien pensado.
Cuando llegó el gran día, Renato pasó a buscarme, botella en mano, envuelta en papel de diario.
-¿No podías haberla envuelto en un papel decente?
-¿Qué te pasa. Loco? Es papel decente, es de Tiempo Argentino, no de los cipayos de Clarín y La Nación
-Así pues sí, como dijo Chespirito. ¿Y qué hay, adentro?
-Un litro de chicha que le afané a mi abuelo.
-Y hojas de coca, ¿le afanaste?
-No, me parece que no trajo, esta vez.
-Lástima, la chicha sin acullico y bicarbonato no es lo mismo.

Rato después ingresábamos al lujoso quincho de los padres de Benito (ambos altos funcionarios de la Policía Bonaerense). Ya estaban Piero, Pepe y el Goma. El Goma era un busca; era capaz de bancarse permanentes burlas y descalificaciones de parte de Benito con tal de seguirlo como un perrito y gozar de las prebendas que dan el dinero y -hasta cierto punto- de la impunidad ante la Ley para las trapisondas nocturnas que solían cometer a dúo. El Goma estaba a cargo de la parrilla, como corresponde al lacayo. Dejamos nuestras botellas con otras tres, bastante emperifolladas, sobre una mesita.
-Llegaron los intelectuales, por fin -dijo Piero.
-A mí no me putiés. Hablá con él -le respondí.
-¡Andá, vos, careta, hacete cargo! -Me espetó Renato.
-Está bien, ¿cómo andan, manga de brutos ignorantes? ¿Hablando de minas, fútbol rock & roll y esas giladas de siempre?
-Hablando de eso, poné Back in black. -Para qué habré abierto la boca.
Empezamos con aperitivo y fernet.
-Coman, giles, que es salame de Tandil y un gruyère que te la voglio dire.
-¿No decís nada, Cebrián? -Me preguntó Piero.
-¿Qué querés que diga? ¿Gracias?
-No, boludo, alguna cosa en latín, o frase india…
-Suerte que ya rebanaron el salame tandilero, que si no te lo metía en el culo.
-Ah, qué bonito; linda frasecita para un escritor… -remarcó con ironía Benito.
-¿Cuándo se van a dejar de hinchar las pelotas, con eso? Y vos, Benito, ¿no te la agarrás con el Goma hoy, que me rompés las bolas a mí?
Dicho, lo cual, y a la luz de las caras de los demás -que no había que ser un lector de expresiones muy fino para advertirlo- sentí que había metido la pata.
-Epa, parece que andás nervioso -dijo Benito, denotando más una intención de desviar la atención que de retórica pregunta. El Goma, en tanto, daba vuelta los chinchulines con un tenedor largo.

Todavía no se había servido el asado y yo ya estaba atiborrado de fiambre y vermouth. Salí al patio a fumarme un pucho y tomar el aire fresco de la noche. Atrás mío se vino Piero.
-¿Qué pasa? -Le pregunté. -¿Hay goma con el goma?
-Y, parece que andan medio engomados.*
-Contá, dale.
-Y, viste cómo son estos guachos. Toman mucha merca.
-Muuucha merca.
-Sí, y hay veces que derrapan, viste. No sé muy bien pero parece que el gordo Benito tenía un par de putas trabajando, y la de siempre, viste… el Goma se encajetó con una y para colmo parece que la mina le sigue el tren.
-Qué quilombo… pero no está tan mal, por lo menos se juntan para comer asado…
-Sí, tendrías que ver hace un rato cuando el gordo boludo se dirigió a la mima como “la puta de tu novia”, le dijo… el Goma le apuntó con el tenedor al cogote.
-Ah, bueno. Yo morfo y me voy. Y no me voy ahora porque voy a poner todo en evidencia.
-Sí, sobre todo a mí. No te hagás el boludo y quedate ahora, pavo.
-Y encima la gilada ésa de la bebida rara… no, en serio, gringo, si siguen chupando y esnifando, esto termina mal.
-Muy, mal, chabón. Muy mal.

Después de pantagruélicas ingestas de la mejor carne del mundo (permítaseme el chauvinismo, pero al asado y al malbeck argento no hay con qué darles), llegó el momento de abrir las botellas y entregar el gran premio. Yo no soy muy imaginativo, así que lo más raro -y relativamente barato- que se me había ocurrido fue una botella de calvados Santa Ana. Empezamos por la más pequeña, correspondiente a Pepe. Se trataba de un anís griego, cuya marca no recuerdo. Venía dentro de un tubito de cartón con fina gráfica, y era realmente bueno. Y bien fuerte. Adiós al premio; aunque si alguna vez pude haber sentido dejo alguno de codicia a su respecto, a esas alturas solo me interesaba empinar el codo un poco más y salir de allí. Al margen de lo objetivo -aún traducido a través de subjetividades empañadas por el alcohol-, se respiraban aires de tormenta. Se terminó el anís en dos segundos y medio y Benito peló la botella de chicha.
-¿Qué es, esto?
-Chicha salteña. Legítima -respondió Renato, con el orgullo Kolla que le venía en la sangre. Y, con esos modos propios de un gordo facho, Benito replicó:
-¿Ésta es la que las indias mastican el maíz y lo escupen en un tacho para que fermente?
-Eh, no bardiés -marcó Renato. -No sé, no estaba ahí cuando lo hicieron. Si querés tomá, y si no, jodete.
Si bien yo ya estaba bastante beodo, tomé un vaso de chicha por solidaridad con Renato y con los hermanos andinos.
Después llegó el turno de mi calvados. Yo pedí hielo. Como había previsto, el gordo no conocía el calvados, ni de nombre. Como era whiskero, le gustó bastante.
-Está entre éste y el anís, me parece… sentenció el gordo, con aires de jurado de Bailando por un sueño.
-Sí, -dije yo- pero en honor a la verdad, no es muy raro que digamos.
-Todos los filósofos son iguales. De alguna forma rebuscada me estás tratando de ignorante, o de grasa, ¿no?
-Ningún rebusque. Te lo digo directamente. ¿O qué? ¿Vos me podés gastar a mí y yo no te puedo gastar a vos?
-Bueno, bueno, muchachos… -terció Piero, a la sazón el más grandote de todos. -Falta mi botella.
Sacó una botella de vino que solían hacer en su casa. Y encima con años de añejamiento. Por un instante fui inmensamente feliz, y creo que solo me entenderían si por gracia del cielo alguna vez lo hubieran probado.
-Listo -dije. -Ganó Piero.
-Pará un poquito, acá la mosca la pongo yo y por lo tanto soy el que decide.
-Para mí ya está. Más raro que eso, imposible. No hay en ningún lugar del mundo un vino semejante -seguí en mis trece-.
-Si ése es el parámetro, mi chicha… comenzó a abogar Renato por su aguardiente.
-¿Y si lo elegimos democráticamente? -Propuso Pepe.
-Democráticamente, las pelotas -sentenció Benito.
-Sí, justo -observó el Goma, con cara de pocos amigos-, hablale de democracia al vigilante éste. -El vigilante lo fulminó con la mirada. Como para llenar el bache con algo que no fuese violencia extrema, le pregunté estúpidamente:
-¿En serio vas a poner cinco lucas por esta gilada?
-Pero sí, boludo, si es lo que me deja en cuatro o cinco días la novia de éste. -La mirada de odio animal ahora corrió por cuenta del Goma.
Después del vino casero -hecho con uvas mendocinas, por cierto-, y de varios calvados -que resultó la más rendidora de la sobremesa, sobre todo porque la chicha no la tomaba nadie-, llegó el momento de dar el veredicto. Estábamos todos muy en pedo, pero el gordo Benito, a la sazón jurado único e inapelable, estaba desfigurado. Con una solemnidad grotesca, y dubitativo en cuanto a dicción y equilibrio, el gordo dijo:
-La bebida ganadora es…
-Esperá, bola de grasa. Falta mi botella, todavía
-Ah, ¿trajiste? No, como pensé que estabas ahorrando para casarte con mi puta…
-Si traje. Traje ésta -y tomó una cualquiera y se la dio de lleno en la cabeza. El gordo cayó seco.
-¡Boludo! ¿Estás loco? -Le pregunté, sin salir de mi estupor.
-Te dije, Cebrián que esto terminaba mal -me dijo Piero.
-Claro, sos Nostradamus, vos -ironizó Pepe.
-Gordo hijo de puta, le voy a enseñar a respetar a la gente -balbució, temblando de ira, el Goma.
-Y, si no aprendió con eso… -dijo Renato, y casi me hace reír. Qué tipo hijo de puta. El Goma le bolsiqueó las cinco lucas -quizá más- y se tomó el olivo con real velocidad. El gordo Benito tenía la cabeza sobre un charco de sangre y respiraba mal, entre estertores y alguna que otra convulsión.
-¡¿POR QUÉ NO ME FUI ANTES?! -Grité, sintiéndome el rey de los boludos. Otra vez en cana, declarando, qué sé yo cuántos. Los viejos de Benito no estaban, así que había que hacer algo.
-Yo me voy a la mierda -dijo Renato, que no quería lolas por cuanto debía tener algún que otro tema pendiente con la ley.
-Vos te quedás -dijo Piero, sin dar lugar a discusiones. -Si nos vamos nos acusan a nosotros.
-¿Entonces? -Preguntó Pepe.
-Llamamos al 911, a la yuta y nos bancamos la que venga.
-¿Y qué decimos?
-La verdad, boludo, qué mierda vas a decir. Es la única que queda si queremos zafar. Aparte el turro éste del Goma desapareció.
-Claro, pelotudo, ¿qué querés que haga? ¿Qué pida disculpas? Mirá cómo lo dejó, al chabón.
-Está boleta.
.Sí, me parece que no zafa.
-Sobre todo si se quedan de chamuyo y no llaman a nadie, estúpidos -dijo Renato, con fiereza en la mirada.

En síntesis:
1) El gordo Benito finalmente, y después de un buen coma, la zafó: pero quedó mucho más bobo de lo que era, y eso no es decir poco. No habla, se babea, y todo eso; digo, para graficar.
2) Al Goma no lo vimos más. Desapareció. Se evaporó en el aire. Suponemos que se habrá rajado a Brasil, con toda la yuta del país buscándolo corporativamente.
3) En sala de espera de una de las insoportables declaraciones en Sede Penal, nos cruzamos con la puta de la discordia. No estaba tan buena.


* Argot rioplatense poco feliz en forma y fondo, tan lineal que exime de precisiones.

miércoles, 24 de agosto de 2011

ATARDECER EN ITAPARICA


Planeta tierra, Brasil, Estado de Bahía, Ilha de Itaparica, Ponta de Areia, barraca Pai Xangó. Luego de esta bajada -quizá más abarcativa incluso que las del Google Earth-, héte aquí, sentado a una mesita de playa, a Gabrielito tomando unas cervezas y disfrutando de los treinta grados de temperatura (en cruento contraste con las gélidas temperaturas que había dejado en Buenos Aires), del Mar de Iemanjá, de la cultura propia del lugar y todos esos pequeños etcéteras que, más que detalles, son chispas de chocolate en el paladar de la vida. Estoy fascinado, y a la vez concentrado. Todo este material en bruto, y tan poco juglar para hacerle honores… la tara del escritor, ese vicio sagrado (pero que a la vez constriñe a la mirada hedonista despojándola de inocencia y, por ende, acotando inexorablemente la maravilla). Y después vienen los pruritos, si yo pudiera contar las aventuras escabrosas que he vivido los últimos días sin sacar patente de inmoral, desclasado, paria víctima de sus instintos físicos y mentales, en fin. ¿Es lícito que me importe? ¿Es lícito para un escritor ocultar las cuestiones que puedan eventualmente socavar su imagen pública? ¿Imagen pública? ¿Qué carajo es eso? ¿A quién le importa? Soy solamente un compuesto de carbono articulado en sutiles combinaciones fisicoquímicas que será, tarde o temprano, sujeto de entropías enzimáticas que nada dejarán de él. De nada me valió, por lo visto, aquella conversación con mi querido e hiperlúcido amigo, el novelista Gabriel Báñez, en la cual, café de por medio -y luego de que yo  diera voz a escrúpulos respecto de mostrar mi segundo volumen de cuentos aduciendo que era “muy personal”, me respondió tajante:
-La ficción pura no existe. Hagas lo que hagas, escribas lo que escribas, siempre vas a ser vos. Y la gente te va a ver.
Está bien, Gabriel -digo/pienso ahora, que se fue de este mundo privándonos de su deslumbrante y afiatada prosa-, pero, ¿exponerse tanto?
Lo veo sonreír, juro que lo veo, allí, sentado a la mesa de plástico, y adivino su respuesta: Es lo que hay, Si no, tenés que dedicarte a otra cosa. Lo cual sería una lástima, una gran pérdida, para vos y para los que disfrutamos de tus cuentos.
Entonces me cae la ficha: es 8 de julio, exactamente dos años después de su partida. Conmocionado por una cuestión que en forma legítima podría considerarse  como meramente calendárica, baladí, o quizá una nefasta efeméride, le pregunto: ¿Qué te pasó, Gabriel? con la voz quebrada por un llanto del que no me avergüenzo. Pero ya no estaba. Así era él. Generoso, y de la mejor clase. De la de los que se van sin esperar gratitudes o respetos. Como cuando me pedía cuentos breves para publicar en el diario; vos sabés que muchas veces me falta material, decía, para ocultar la verdadera motivación, que era la de brindarme oportunidades.
Después que pasa lo álgido de mi emoción, debo seguir con cachaça. Un tipo elástico efectúa toda clase de volteretas por dinero. Si tan solo se rompiese el cuello, tal vez podría cargarlo y jugar a Zarathustra y el volatinero.
Cae la tarde en Itaparica. Es temprano, por más calor que haga la noche no se hace esperar. Pai Xangó cierra, casi me levantan con todo y mesa. Cruzo la avenida costanera, compro una botella de Velho Barreiro y vuelvo a la playa. Camino hasta una barraca que, si bien está cerrada, siguen pasando música. Los murciélagos ejecutan su danza epiléptica, y yo, sentado en la arena, converso con cuatro o cinco fantasmas, externos e internos, ya que no he perdido la infantil capacidad de atender a amigos "imaginarios".
Y entre tanto samba, forró, bossa, axé, etc., aparece Rod Stewart, cantando nada menos que Every beat of my heart. Y vuelvo a llorar en el estribillo.


Every beat of my heart
tears me further apart
I'm lost and alone in the dark
I'm going home!

lunes, 22 de agosto de 2011

ENCUENTROS CERCANOS DE TODO TIPO II - UNA MUTACIÓN POSIBLE


Déjenme precisar la fecha... sí, fue una de esas extrañamente calurosas noches de agosto de 1999, o sea... el mes pasado. En fin, sepan disculpar esto que parece un severo desajuste temporal de mi conciencia, sucede que me es necesario un gran esfuerzo para poder ubicarme en medio del mare mágnum de información que, a partir de aquella noche, deshizo los diques que me contenían en un determinado momento y en un lugar puntual.
Acababa yo, pasada la medianoche, de escribir una historia acerca de mi experiencia en el mundo del boxeo. Todavía tenía un par de latas de Heineken en la heladera. Tomé una y salí a beberla en el balcón. Aún allí la temperatura era alta. Acaricié un poco las hojas de mi floripondio y calculé que debía poner a mi aloe en una maceta más grande. Me senté, encendí un cigarro y degusté sorbo a sorbo la cerveza. Supuse que estaba cansado ya como para columbrar alguna otra línea argumental con que seguir tirando de la madeja, pero no pude con mi genio y al rato estaba colgado de ciertas ideas no muy prometedoras. Nada nuevo, bah.Al rato fui a buscar la última lata. Volví al balcón, me senté y la abrí. Como no tenía sueño comencé a preocuparme por qué iba a beber después. Con un poco de suerte, la pizzería de la diagonal todavía estaría abierta, aunque era difícil. En eso se detuvo un Volkswagen justo frente a mi puerta. Bajó un hombre de unos cuarenta y pocos años, saco azul y pantalón gris, muy delgado y calvo, con una bolsa de supermercado en la mano. Cerró el auto, activó la alarma e ingresó por la puerta de planta baja. Entré raudamente, fui hasta el comedor y mientras escuchaba los pasos subiendo la escalera, suplicaba para mis adentros: “Que sea para el departamento de al lado. Que sea para el departamento de al lado”. Pero no. Una visita extraña a una hora extraña debía forzosamente golpear a mi puerta. Oí los golpes con una mezcla de inquietud y fatiga. ¿Qué carajo podía llevar a un desconocido a tocar a esa hora de la noche? No parecía peligroso, pero nunca se sabe. Levanté la mirilla y pregunté:
-¿Qué desea?
-¿Señor Gabriel Cebrián? –Preguntó con acento inglés.
-Puede ser. ¿Qué desea?
-Deseo hablar un rato con usted.
-¿Sabe qué hora es?
-No, bueno, no lo sé. En todo caso, tenga a bien disculparme.
-¿Y de qué es que quiere hablar?
-Leí sus relatos. Quedé muy impresionado con algunos de ellos. Tenemos intereses comunes. Además traje algo para beber.
Eran al menos dos muy buenas razones. Aparte ya era un bardo estar dialogando puerta de por medio, digo por los vecinos. Así que quité el cerrojo, abrí la puerta y extendí mi mano. La apretó fuertemente y se presentó como Samuel Dickinson. Tenía un leve bigote rojizo, sólo un poco más grueso que la pelusa; ojos profundos subrayados por marcadas ojeras y un aire de inteligencia supranormal que no podría decir de dónde trasuntaba. Lo invité a sentarse y antes de hacerlo extrajo de la bolsa dos botellas del whiskey de Tennessee, Jack Daniel's, que yo hacía rato que quería probar. Saqué los vasos mientras él abría una botella. Sirvió un poco, y me preguntó si tenía hielo, o agua. Le contesté que ya traía, pero que primero quería probarlo puro. Así lo hice. Lo encontré bien fuerte y noté un dejo dulzón en el fondo del paladar, parecido al de algún calvados. Era bueno, fuerte, bien fuerte y fragante. Estos yanquis sabían hacer las cosas, carajo. Seguramente pateaba como un burro. Traje hielo, ya no debía preocuparme por la bebida. Con una sola de esas botellas podía caer más de uno.
-Lo escucho –le dije.
-Puedes tutearme. Debemos tener más o menos la misma edad, ¿no?
-Más menos que más, en mi caso. Pero igual, supongo que sos americano. Disculpame, pero siento una especie de temor reverencial por los representantes de la “Madre Patria“.
-Vamos, hombre, déjate de embromar. Hace bastante tiempo que vivo en tu país. Y en tu ciudad.
-¿Y qué te trajo a mi casa?
-Como te decía del otro lado de la puerta, leí algunos escritos tuyos.
-Puede haberte gustado alguno, me imagino, pero no me parece que sea como para venir a convidarme bebidas a esta hora.
-Pues sí, algunos me gustaron. Pero otros, al margen de mis predilecciones, llamaron mi atención. Por razones específicas, claro.
-¿Y cuáles son esas razones? Hablaste, creo, de intereses comunes. Que espero que no sean los de la deuda con los banqueros del norte.
-Bueno, observo que la ironía no es sólo un recurso literario para ti. En realidad, me refería a textos tales como ése que describe una experiencia trascendente a partir de un cactus visionario. Un poco fantasiosa, pero con varias intuiciones. También encontré cuestiones análogas en varias poesías.
-Bueno, de lo que decís parece desprenderse que la comunidad de nuestras inclinaciones se refiere más que nada al interés por temas de etnobotánica.
-Sí, atenidos a los que empujan los horizontes de la conciencia.
-Puede ser, aunque también me interesan otras substancias por pura voluptuosidad. Y creo que a vos también –dije, y levanté insidiosamente el vaso de Jack Daniel’s.
-Ya, ya. A mí también –concedió. -Pero no supondrás que vendría a molestarte para discutir la superioridad del whiskey de Tennessee por sobre los escoceses e irlandeses, ¿no?
-No es un mal tema de debate. Por mí está bien. El Jameson, irlandés, parece casi tan duro como éste, pero mucho más seco. Es cuestión de gustos. Yo, por ejemplo, prefiero el Ye Monks, e incluso el Grant’s, por sobre el Chivas, el White Horse o el J&B.
-O.K., pero yo no venía a hablar de ello.
-Bueno, dale, desembuchá. ¿Qué te traés bajo el poncho?
-¿Cómo dices?
-Quiero decir, ¿cuál es tu historia?
-Bueno, es un poco difícil... antes que nada, quiero que sepas que vine a ti porque supuse que eres una persona capaz de escuchar lo que tengo para decir sin tomarme por un loco, o algo así.
-O sea, en otros términos, te buscaste a otro crazy como vos.
-Yo no creo que ninguno de los dos esté loco. Al menos todavía.
-Y yo, no tengo nada claros los parámetros de normalidad, así que... podés contar lo que quieras.
-Sería ocioso decir que tiene que ver con una droga, ¿no? Pero mi historia es acerca de una droga como no hay otra en la actualidad.
Bebí un buen trago. Estaba expectante. Samuel prosiguió:
-Déjame decirte ante todo que soy experto en química y en biología.
-Esto promete.
-Y eso que aún no has oído nada. Lo que me gustaría hablar contigo se refiere al móvil de cada una de las actitudes que asumimos en nuestras vidas.
-Bueno, en ese sentido, tengo que confesarte que soy bastante freudiano.
-Es un buen aserto. Como ejemplo, viene como anillo al dedo, valga el grotesco. Tú quieres decir que te moviliza el sexo, ¿no?
-Tal cual.
-Podría decirse entonces que te moviliza el “deseo” sexual.
-Podría.
-Bueno, es el hecho de desear, sexo o cualquier otra cosa, desde un mendrugo hasta un Rolls Royce, o ejecutar una obra de arte magna, o lo que fuere. En tal sentido, podríamos afirmar que todas las acciones que llevamos a cabo están motivadas para satisfacer deseos; y siguiendo esta línea, también podríamos aseverar que este perpetuo desear es la fuente de todo sufrimiento posible. Pues bien, he descubierto que estas compulsiones se originan indefectiblemente en errores, carencias y frustraciones correspondientes a vidas pasadas.
-Oíme, ésa es la noción de Karma. Yo la descubrí en mi temprana adolescencia, aunque nunca adherí por completo.
-Descubriste la teoría, como bien dices. Yo descubrí la forma de demostrarlo prácticamente.
-¿Cómo?
-Como oyes. Puedo demostrártelo.
-Eso es imposible.
-Yo pensaba lo mismo.
-Aguantá un segundo que voy a poner algo de clima –fui hasta el estéreo y puse Tales from topographic oceans, de Yes. Escuchando The revealing science of God cualquier cosa me parecería plausible. Volví a mi silla y encendí un cigarrillo. El yanqui me miraba con expresión de sorpresa, no sé por qué.
-Y bien, te escucho –le dije.
-Bueno, déjame ver... voy a tratar de ser breve, de no abusar de tu tiempo.
-No hay problema. Quiero todos los detalles –como suelo decir cuando algo me interesa en vistas a un futuro relato.
-En ese caso... imagínate... noche en Copenhage... convención de químicos ilustres de muchos países, tema equis... Samuelito bebiendo cocktails sin pausa, a falta de whiskey de Tennesee... borracho; sin la menor idea de lo que se estaba tratando allí, aunque se hiciera en su idioma natal... morena de aspecto árabe con ojos verdosos y figura espectacular... Samuelito al ataque... –esta vez la pausa fue más larga, de modo que pregunté:
-¿Y?
-Oye, aquella mujer nada quería saber de mis embates amorosos. Pero algo de mí le interesaba. Me dijo que si dejaba de beber y la escuchaba quizás podría darme a conocer un secreto de trascendental importancia.
-¿Y qué hiciste?
-Pues dejé de beber, no tanto por el conocimiento como por la carne, he de confesar. Entonces me dijo que su Maestro la había enviado allí para ser receptora de una señal que le indicara al heredero del ancestral secreto. A la persona que mantendría viva la llama de una antiquísima tradición. Habló de algo así como de una apertura hacia occidente, pero yo estaba ebrio y no recuerdo mucho. Samuelito, ebrio y excitado, recogiendo folklores orientales al mejor postor (en un sentido anímico, of course). Dado que yo persistía en mi actitud de casanova, optó por decirme que si quería tomar contacto con una planta visionaria, prodigiosa como ninguna otra y absolutamente desconocida para la comunidad científica, debía ver a su Maestro. Cada vez que se refería a él adoptaba un aire de profunda reverencia. Luego metió una tarjeta en el bolsillo de mi saco y desapareció, para mi desasosiego.
-Gringo pelotudo, la dejaste ir.
-Y sí, Gabriel, se fue. ¿A ti no te ocurrió nunca?
-Dejalo ahí. ¿Y qué pasó?
-Pasó que la tarjeta que me dio tenía un nombre árabe muy extraño, al menos para mí, y un domicilio en Basora.
-Mirá, gringo, te conozco poco; pero sos piola, estás loco, tenés guita y tomás whisky del fuerte, así que me imagino que fuiste.
-Primero hablé con la compañía para la que trabajaba. Y fue un error, créeme. Argumenté que parecía tratarse de una pista seria, en aras de lograr el financiamiento del viaje extra, cuando en realidad tendría que haber asumido personalmente los costos. Qué sabía yo en ese momento con lo que iba a encontrarme.
-No te adelantés. Papá te pagó la aventura. ¿Y qué pasó?
-Llegué hasta la casa de ese hombre. Qué digo casa: era un verdadero palacio, un palacio digno de un jeque, o algo así. En un paisaje imponente, como no recuerdo otro. Por más que tenía la tarjeta, me impedían llegar hasta el amo del lugar. Para colmo, si la mujer aquella me había dicho su nombre, yo lo había olvidado por completo. No desistí porque había leído acerca de esas maniobras psicológicas tan propias de la idiosincracia de aquella gente. Me abroquelé en una paciencia que finalmente dio sus frutos. El Maestro al fin me recibió, dijo estar al tanto de quién era yo y de cada uno de los detalles que hacían a mi actual existencia, a todas las anteriores y aún a algunas de las que estaban por venir. Yo me desconcerté, no sabía qué pensar. Entonces me dijo que su conocimiento respecto de mí era gracias al contacto con una planta que sólo crecía en los jardines de su establecimiento. La emparentó directamente con el misterioso soma, cuya identidad botánica aún permanece sin poder precisarse, aunque se sabe que constituyó el vehículo de la visión de Zoroastro y dio fundamento a la trascendente espiritualidad védica.
-Nada menos.
-Nada menos. Acto seguido me llevó a un jardín interior y me indicó una planta del tipo enredadera, un poco parecida a la ayahuasca pero con hojas más grandes y amarillentas. Mientras acariciaba un frondoso ejemplar, me dijo que un extracto de sus hojas podía hacerme conciente de las vivencias correspondientes a mis vidas anteriores. Procedió a darme unos cuantos brotes, asegurando que crecerían y se harían fuertes a dondequiera que las llevase. Le pregunté por qué era yo el depositario de semejante prodigio, quizás con una cierta y tímida condescendencia, dado que era aún bastante incrédulo, como tú lo eres ahora. Mínimamente, suponía que debería ser un poderoso alucinógeno, pero de allí a revelar memoria de existencias anteriores...
-Es muy loco.
-Claro, es muy loco, sí. Te decía que le pregunté por qué a mí me confería semejante legado, y me contestó que pese a que conocía acerca de mí todo y cuanto había dicho, él mismo estaba sorprendido, no entendía las razones. En cierta forma me estaba descalificando, ¿no? Bueno, de hecho, luego dijo que sí sabía, y que prefería no decírmelo. Que yo debería darme cuenta por mí mismo de cuál era mi función en ese desproporcionado engranaje. Sólo tenía que intimar con aquella planta, a la que llamó directamente “Ahoma”, forma nominal mesopotámica correspondiente al soma brahamánico. Me fui de allí con unos plantines prolijamente embalados por el suntuoso místico; es decir, por dos de sus sirvientes.
Afortunadamente no tuve ningún contratiempo en la aduana. Llegué a mi casa con aquellos extraños ejemplares de una planta desconocida para nuestros científicos. Los de la compañía pidieron precisiones acerca de lo que había traído conmigo, y yo reclamé tiempo para que las plantas se desarrollaran un poco, ya que de lo contrario no tendría material suficiente para un análisis exhaustivo. Ya a estas alturas había empezado a pensar que estaba tratando con algo que, en todo caso, merecía especial discreción. Afortunadamente, las plantas se desarrollaban de un modo sorprendente, aunque me cuidé mucho de decírselo a mis superiores. A los pocos días tenía material suficiente para investigar sin causar el menor daño a los ejemplares.
-No me digas que funcionaba. No te lo voy a creer –repetí, dando puñetazos sobre la mesa y empinándome un buen vaso.
-Funcionaba.
-Esperá –le dije, corrí a poner el disco 2 de “Tales...” y volví.- Dale, seguí contando.
-Bueno, ya desde el comienzo advertí la extraña configuración celular de aquel vegetal. Pero no creo que te interesen mucho los detalles técnicos. La cosa es que no tardé en aislar su aceite esencial; esto es, su principio activo. El hecho era que lo tenía, pero aún no podía determinar la dosis correcta.
-Hubieras empezado por hacerte un té.
-Cierto. Pero me ceñí al procedimiento. En este caso la experimentación con animales sólo podía servir en orden a analizar evetuales niveles de toxicidad...
-Claro, hombre, a no ser que de repente un cobayo te hable.
-…así que me jugué y tomé una pequeña dosis. Al poco rato sabía que he sido mujer en una tribu de bosquimanos, ceramista mochica, yezida, heremita gnóstico; luego fui francmasón y a partir de allí decliné hasta convertirme en esto que tienes frente a ti.
-Pará pará pará pará. Una cosa muy parecida le hizo decir Marechal creo que a tu tocayo Samuel Tesler en el “Adán Buenosayres”. ¿No te estarás copiando, no? Mirá que para eso estoy yo.
Entonces, dramáticamente, el extraño visitante nocturno extrajo del bolsillo interno de su saco un tubito transparente y lo depositó sobre la mesa, frente a mí. Yo fingí aplomo y procedí a abrir la segunda botella. Luego traje soda y más hielo. Me volví a sentar y tomé aquel tubito. Observé en su interior. Estaba lleno de unos comprimidos redondos, blancos, con ciertos reflejos irisados, como bolitas de naftalina pero más pequeñas. Mientras los examinaba pensé: “¿qué es esto? Únicamente yo me engancho en una historieta así. Pero a estos cosos los atraigo, por algo debe ser. Nunca un testigo de Jehová, un repartidor de Oca, un vendedor... pero este colorado parece muy seguro de sí mismo y de su producto. ¿Será posta? Sólo hay un modo de comprobarlo.” Al parecer conciente de mis maquinaciones, Samuel dijo:
-Luego descubrí también que la dosis no importa. Puedes tomar media, un pedacito, treinta o quinientas. Esta substancia, extraña por donde se la mire, es absolutamente inocua para el cuerpo físico. Supongo que –y no podría asegurar cuál es la razón- solamente actúa sobre una parte de nuestro ser total que excede lo que consideramos materia.
Como para subrayar ese punto, tomó el tubito, arrojó unas cuantas en la palma de su mano, se las llevó a la boca y las tragó con una buena dosis de whiskey. Volvió a dejar el tubito frente a mí.
-Voy a tomarme un poco de tiempo, sabés -le dije. -Todavía no tengo claras algunas cositas. Detalles mínimos, como por ejemplo el hecho de no estar seguro de querer conocer a los anteriores... hosts of my soul.
-Eso me resulta un poco raro. Alguien como tú debería estar sumamente intrigado frente a una cuestión semejante.
-No vayas a creer, gringo. Ya bastante tengo con los recuerdos de este poco agraciado avatar. Aunque no sé... por ahí desculo algo que pueda ayudarme a evolucionar, ¿no? Bueno, ya casi estoy concediéndote que esa cosa funciona.
-Funciona.
-Entonces, ¿qué hacés acá? ¿Por qué no estás en la tapa de Time, o postulado para algún Premio Nobel?
-Precisamente porque el conocimiento de los tantísimos errores en que incurrí desde mi remoto pasado me volvieron mucho más prudente. Y podría decir que mucho más sabio, si no lo tomas como jactancia de mi parte. ¿Se te ha ocurrido pensar en los alcances e implicancias que podría llegar a tener la revelación de tal descubrimiento?
-La verdad que no. Tampoco tuve mucho tiempo para absorber un disparate semejante, che.
-Bueno, piénsalo entonces. Yo lo hice, y con la nueva y grandiosa perspectiva que cobré me pareció absolutamente inconveniente que una cosa así cayera en manos de los que mandan de verdad, que generalmente nadie sabe quiénes son.
-Tenés razón, gringo. Hiciste bien.
-Dije a los de la compañía que todo había sido sólo un fiasco, que las únicas propiedades que tenía aquella planta eran laxantes, y ofrecí reintegrar los gastos de mi viaje a Irak. Sin embargo algo deben haber sospechado, porque rechazaron el informe y me reclamaron las muestras. Primero amablemente, luego insistentemente y después imperativamente. No sabía qué hacer. Mi agigantada experiencia me indicó que lo primordial en esa instancia era poner a buen recaudo mis capitales, que no tenían una gran entidad pero tampoco eran tan magros.
-La habrás robado bien vos, antes de mistificarte.
-Bueno, qué, ¿eres de la DGI* ? En todo caso, los beneficios no los obtuve aquí, y sin embargo ingresé algunos capitales.
-Está bien gringo, es una joda. ¿Y qué pasó?
-Estaba desconcertado. Luego de destruir todas las pruebas y de incinerar con gran pesadumbre aquellas plantas milagrosas, volé a Basora e intenté en vano volver a entrevistarme con mi benefactor. Por medio de un sirviente me hizo saber que nuestras relaciones habían terminado cuando nos despedimos la última vez. No obstante ello, y como si hubiera sabido de mi precipitada huida y de la pérdida del material, me otorgó un par de plantines y un pasaporte argentino con lugar para mi foto, a nombre de Samuel Dickinson.
-Entonces ése no es tu verdadero nombre.
-Créeme, Gabriel, en realidad ya ni sé cuál es mi verdadero nombre. He tenido tantos...
-Tienen razón cuando dicen que nuestros pasaportes son los más fáciles de conseguir. Aparte en Ezeiza seguro que ven a un yanqui y se abren todos de gambas.
-Supongo que algo así debe haber, o que tengo suerte en los aeropuertos. No me costó nada ingresar y después radicarme aquí. Casi enseguida conseguí lo que podría considerarse un trabajo. Fabrico medicamentos para un laboratorio clandestino. No querrías saber quiénes son los dueños.
-No, no, te juro que no. Ahora, Gringo, todo por izquierda, vos, eh.
-Bueno, tengo un buen pasar, inmunidad y tranquilidad para dedicarme a cumplir con la misión que corresponde a este avatar.
-Está bien, ya tengo claro casi todo. Una sola cosa más, la misma pregunta que le hiciste vos al jeque ése, ¿por qué venís a contarme todo esto a mí? No me vas a decir que por las boludeces que escribí. Aparte, si buscabas a alguien discreto y confiable, “lerraste como Pavón”, como decían en Madariaga.
-¿Y cómo erró Pavón?
-Fue a mear y sacó un huevo. Pero no me contestaste.
-Verás, yo también comencé a armar ese puzzle histórico y a comprender los signos ocultos a quienes sólo conocen su actualidad. Las señales que te indicaron, desde mucho antes que nacieras a esta vida, me resultaron claras e inequívocas.
-Concedamos eso. ¿Es que ahora te parece oportuno dar a conocer este secreto milenario? Mirá que yo lo transo, eh.
-En primer lugar, mi estimado amigo, nadie te creería. Justo a ti, tejedor infatigable de fantasías. Y si así no fuere, ya no sería responsabilidad mía. Tengo pensado desaparecer muy pronto. No solamente ya sé cómo hacerlo sino que además a esta altura manejo recursos que ni podrías imaginar.
Tomé un trago y serví más. Me incorporé, ya con cierta dificultad, me dirigí al estéreo y puse Red, de King Crimson. Volví a mi silla, tomé otra vez aquel inquietante frasquito y observé nuevamente las pequeñas bolitas. Parecían rielar.
-¿Cómo se llama? Quiero decir, ¿le pusiste algún nombre?
-Ese es todo un tema. Quizás por algún resabio de academicismo, pensé en llamar a la substancia sintetizada “metempsicosina”; pero resulta presuntuoso y definitivamente cacofónico.
-Es cierto. Estaba pensando que le caería muy bien, como nombre comercial, Instant Karma, pero no creo que le guste mucho a la sucesión Lennon. Aunque sospecho que John hubiera estado de acuerdo.
-No, Gabriel, finalmente me incliné por ser respetuoso con aquellos esclarecidos pueblos indoeuropeos y lo llamé, al menos para mí mismo, sencillamente “soma”.
-Está muy bien, eso –dije, mientras extraía una bolita, la ponía en mi boca y la tragaba con la solemnidad y el recogimiento interior propios de una trascendente comunión sacramental.
-No experimento cambio alguno –dije luego. Vi a Samuel atrapar un moscardón de un veloz manotazo y luego comérselo con mucho placer.
-Eso lo aprendí cuando bosquimana –me dijo.- En un rato sabrás muchas, pero muchas cosas más acerca de ti mismo. ¿Puedes apagar un momento ese estruendo? – Justo era One more red nightmare. Cuántas vidas al pedo.
Apagué el estéreo. Tomó la guitarra criolla de encima del colchón enrollado que hace las veces de sillón, y pasó algunos acordes. Yo aproveché y pelé la Fender y el Marshallito de hebilla. Arrancó con un viejo tema de Lito Nebbia (tal vez esto último fue lo más difícil de asimilar para mí de todo lo que presencié aquella noche, hace unos días, hace miles de años). El estribillo repetía –creo:

Si algo ha cambiado, eso es nosotros,
el otro cambio, los que se fueron

En el intermedio metí un solo con moñito y todo, mientras recordaba aquella vez en que, resguardado por la espesura, asesté con mi cerbatana un dardo envenenado al cuello de un hombre pálido con vestimenta metálica. Hacia el final del tema, el gringo loco ése prácticamente se había transfigurado en Nebbia. Cantó la última parte de la letra con los mismos falsetes y aparatosos visajes:

...mientras la gente sigue parada
siempre durando,
como si el ayer los hubiera castigado.

Tras lo cual, dejó la guitarra y me dijo:
-Bueno, Gabriel, creo que debo irme ahora. Seguramente tendrás muchas cosas que recordar, y no quisiera interferir.
-¿Cuándo volveremos a vernos?
-No te apures. Una cuasieternidad bidireccional nos dará muchas oportunidades de encontrarnos. Ya verás.
Estrechó nuevamente mi mano. Me quedé viéndolo mientras bajaba las escaleras. No quise ni figurarme las cosas que atesoraría debajo de esa calva. Cerré la puerta y me arrojé sobre el colchón. Traté de imaginar una humanidad conciente del derrotero de su psique a través de la historia, gracias al uso de aquel soma. Me incorporé un poco y vi que había quedado sobre la mesa el tubito con unos cuantos comprimidos. Me puse contento, aunque lo único que experimentaba hasta allí era una curda que ni te cuento. (A propósito... qué raro. El gringo parecía totalmente sobrio, y eso que había chupado a la par mía). Bueno, ¿en qué estaba? Ah, en la humanidad posible a partir de aquel hallazgo. ¿Prohibirían el soma? ¿Lo utilizarían los grupos de poder en maneras inimaginables para cualquier persona bienintencionada? A su favor, la droga tenía un máximo rendimiento. Según el gringo, una mínima dosis producía efectos totales y permanentes. Así que tenía grandes posibilidades de volverse accesible a muchísima gente. De este modo multitudes podrían conocer su historia total y por ende las causas de su estado actual, y cómo modificarlo en un sentido evolutivo. Lo que parece suponer que la gente podría elegir entre espiritualizarse o declinar en afanosas carnalidades. Eso abriría un abismo entre unos y otros; unos se sutilizarían hasta alcanzar nuevos planos de conciencia y tal vez de existencia y otros se regodearían en la llameante miseria de la carne. Un poco como siempre fue, pero más exacerbado por el impresionante marco causal que ahora prestaría fundamentos a quienes optaran por conocer sus más lejanos ancestros. En fin, algo así como los dos ejércitos antagónicamente cromáticos que alucinó Zoroastro. O como Yavhé escupiendo de su boca a los tibios. O como el yin y el yang taoísta, qué sé yo. En todo caso, yo no estaba muy seguro de para qué lado patear, aunque ya me había mandado la bola esa. En todo caso intentaría volcarme al tantrismo. El número dos es el problema, dijo Renato. ¿O fue su tío abuelo?
Miré el frasco de pastillas y pensé que, si servían, por ahí hablaría con un químico amigo para que se fijara si se podían sintetizar sin la base de aquellas plantas; no sé, parecía difícil, pero quién sabe. Me veía ofreciendo un comprimido con cada uno de mis libros. Sería Best-Seller, seguramente. O iría en cana. O ambas cosas, de cajón.
Eso cavilaba cuando me vinieron arcadas y fue como si en mi plexo solar se hubiera abierto un vórtice. De pronto me encontré en Valladolid, hacia 1490, encendiendo la pira que inmolaría a una hermosa “morocha de aspecto árabe con ojos verdosos y figura espectacular”. Eso explicaba algunas cosas. Mientras ella ardía entre alaridos, sentí una fuerte excitación sexual. Eso seguramente explicaría otras.
Me levanté y fui tambaleando hasta mi cama. Había llegado el momento de hibernar. Se me ocurrió entonces que yo era alguien muy viejo, quizás tan viejo como la humanidad misma, e incluso más. Aunque tal vez fuera sólo que estaba demasiado viejo para tanto Jack Daniel’s.

* Dirección General Impositiva

domingo, 21 de agosto de 2011

SOLDADO DE VIDELA IV - SOUVENIR DEL INFIERNO


chicago.cbslocal.com

Abrí un libro de Jacques Prévert y cayó una hoja. Estaba escrita con mi letra. Era muy loco, porque la única vez que leí ese libro -o mejor dicho, intenté leer- fue en un puesto de guardia del Batallón, allá por finales de los setenta. Lo recuerdo muy bien, por el hecho de habérseme ocurrido bucear en la poesía del franchute en un entorno semejante, y por haberme reprochado en tal sentido “¡Qué boludo que sos, mirá lo que te venís a traer para leer acá! ¿No hubiera sido mejor algo del viejo puto de Borges, aunque sea?” Bueno, la cosa es que debo haber escrito eso entonces, al no conseguir transmutar mi bajón castrense en lírica gala. Nunca más, por supuesto había vuelto a abrirlo, y jamás lo hubiera hecho si no fuera porque mi amigo Lucas dijo que lo estaba leyendo y le gustaba.
Así las cosas, les comparto este texto cuya producción no recuerdo, pero cuyo origen se vio circunscripto a aquella única y deprimente oportunidad:

SIGILO

Camino con pasos suaves; apretarlos o enfatizarlos suele producirme esguinces en la glándula pineal, y mi conexión con los mundos superiores se enrarece y hasta se interrumpe a veces. Tanteo, preferentemente sobre hierba o barro, luego piso quedamente, tratando de absorber la humedad del humus y elevarla como savia hacia mis vísceras más críticas, que desesperan de las áridas sequías en ciernes, sobre todo ahora, que estoy siendo monitoreado por miríadas de cables; yo, como todos, en especial los que marcamos el paso:
¡IZQUÉRDA DOS, TRES, CUATRO!
¡IZQUÉRDA DOS, TRES, CUATRO!
¡AL-TÓ! ¡VISTA AL FRENNN-TÉK!
Piso suavemente los suelos de mi Patria, en rigor la Patria de mis Padres (Pater) (Patrón) y hago bien en ser cauto, incluso melindroso, ya que prefiero no ser tan ostensible en los monitores, me siento acechado por el águila guerrera que alta en el cielo se eleva audaz en triunfal vuelo*, qué cosa, ¿no?

Las formas
desde su exasperante fluidez
claman por desconectar vínculos
y es vano su clamor
pero allí está
ya que si bien no hay conexión posible
nos afanamos
y ni siquiera el ocioso clamor
nos disuade
nos afanamos
¡y qué dulces son las formas
y los ilusorios triunfos
que sobre ellas creemos obtener!
¡y las lisonjas,
en un cosmos tan inestable!
(el mínimo mohín de entendimiento
solidifica peldaños superadores
de una crasa humanidad
pero al mismo tiempo
sacude los sensores,
así que hijos míos:
evolucionad, sí,
pero sigilosamente)

* Paráfrasis de Aurora, canción patria Argentina.

jueves, 18 de agosto de 2011

DAÑO CEREBRAL


http://www.bulhufas.es/

Todavía no había terminado de amanecer sobre el Camino Centenario, el que ya estaba saturado de automóviles que a poco descargarían a sus adormilados pasajeros en el corazón de la city. Hacía frío, podían verse las banquinas blancuzcas por la escarcha. Pero dentro del Nizzan la calefacción funcionaba a pleno. También el estéreo, que reproducía a todo gas un álbum de Los Redondos.
En un semáforo de Gonnet, una gota de sangre se desprendió rápidamente de su nariz y fue a dar de lleno sobre su pantalón gris, justo al lado de la bragueta. “La reputísima madre que lo parió” dijo en voz alta. Aspiró profundamente para evitar el goteo mientras sacaba un pañuelo del bolsillo interior del saco. Después de recibir dos o tres bocinazos arrancó, manejando con la mano derecha mientras con la izquierda trataba de contener la hemorragia.
En el distribuidor de tránsito la emergencia nasal parecía haber terminado. Desde los parlantes el Indio Solari pareció corroborarlo:

Junto a la hemoglobina me fui
ya no sangro más

Poco después estacionó frente a su consultorio de la calle 9. Antes de ingresar leyó una de las placas del frente, la que le correspondía y que otrora fuera un gran motivo de orgullo para él: “Emilio Lavand – Médico Psiquiatra”. Tocó dos timbres y Alba, la secretaria, accionó el cerrojo eléctrico. La saludó parcamente mientras tapaba la mancha del pantalón con su maletín. A continuación le indicó que le diera quince minutos –aunque no había nadie en la sala de espera- y pasó directamente al baño. Debía remojar esa mancha antes de que fuera demasiado tarde. Hecho lo cual -y ya en su escritorio- se sentó, abrió el maletín, sacó un tubito de esos en los que vienen los rollos fotográficos, lo destapó, pasó un papel sobre el vidrio y esparció un poco de polvo blanco. Tapó el tubito, volvió a guardarlo y tomó una tarjeta de crédito vieja con la que empezó a desmenuzar aquel polvo. Lo molió cuidadosamente, tomándose un buen tiempo. Sus fosas nasales así lo exigían. Debía ir pensando en otro método para metabolizar la cocaína si no quería quedarse sin nariz. Por el momento, la inhaló con su artesanal cañito de plata. Acto seguido, se sirvió una buena dosis de cognac francés, a esa hora de la mañana, mientras pensaba que su estómago tampoco era el que solía ser. En fin.
Mientras degustaba la copa, su mirada se posó sobre los certificados de títulos, cursos y especializaciones que colgaban pomposamente de la pared, insertos en lujosos marcos. “Demasiada chapa para un miserable”, pensó, y dio un buen trago.
Rato después Alba golpeó la puerta y le anunció que había llegado el señor Mailov.
-¿El señor quién?
-Mailov, ¿recuerda? Ese que llamó el otro día y dijo que quería disponer de una buena parte de su tiempo para desarrollar una terapia rápida y efectiva. Ese que dijo también que no importaban los honorarios, si usted se dedicaba full time a su problema.
-¿Ah, sí? Pero qué bien. Y dígame: ¿cómo luce?
-Como un cantante de country music, o algo así. Aparte, tiene un aire de locura, si es que a eso se refiere usted.
-¿Como un cantante de country?
–Véalo usted mismo. ¿Lo hago pasar?
-Ok, adelante. Veamos de qué se trata.
Alba abrió la puerta e hizo pasar al nuevo paciente. Este estiró la mano y con expresión sonriente y distendida, le dijo:
-Encantado de conocerlo, Doctor Lavand. Mi nombre es Daniel. Daniel Mailov.
-Mailov... curioso apellido. ¿De qué origen es?
-No sé, parece ruso. Pero me gusta pensarlo en inglés.
-Sería muy apropiado para un cantante de country.
-Probablemente. Pero lo que quería decir es que en inglés posee una connotación afectiva que me agrada, quizás por que el resto de mi persona carece por completo de ella.
-Y supongo que eso es lo que lo trae por aquí.
-Espere, espere, no se apresure. Creo que arreglé las cosas como para poder tomarme mi tiempo, ¿no? Recuerde que le pagaré lo que sea si consigue ayudarme.
Emilio se sintió avasallado por ese arrogante Daniel Mailov. Instintivamente contragolpeó:
-Y usted recuerde, señor Mailov, que cuando yo lo disponga doy por terminados tanto la sesión como el tratamiento.
-Por supuesto, doctor, usted lleva las riendas –dijo, con una especie de brillo irónico en sus ojillos sonrientes. Luego prosiguió: -Quizás no me haya expresado bien. Lo que intenté decir es que, dados su gran conocimiento y experiencia, ya debe haber deducido cuál es mi problema, y de este modo yo casi no tendría oportunidad de hablar.
-Mire, amigo, supongo que las artes adivinatorias son patrimonio de la parapsicología; yo soy un psiquiatra, así que necesito que me cuente cada detalle que pueda ayudarme a esclarecer su caso, por nimio o tangencial que pudiera parecerle. Si es por hablar, no se haga problema: ahora me callo y soy todo oídos.
-Bueno, no sé muy bien por donde empezar. Supongo que tampoco en eso soy muy original.
-Tómese su tiempo. Distiéndase. Recuerde que usted paga –dijo Emilio, secándose el sudor de la frente con el pañuelo, intentando ocultar con su mano las manchas de sangre. Le estaban viniendo esas exudaciones típicas del abuso de cocaína. El temblor de su mano le recordaba que muy pronto tendría que suministrarse otra dosis.
-Supongo que sería conveniente empezar por el principio –dijo Daniel. -Por el mero principio. Por ejemplo, contándole el primer recuerdo del que guardo memoria. Sí, creo que define bastante bien la impronta que luego determinaría mi destino.
-Adelante.
-Tendría poco más de un año. Me encontraba en un patio-galería de esos tan comunes por aquellos días, tirado contra una pared, cabeza abajo y con las piernas hacia arriba. De pronto miré mis pies, y en eso estaba cuando me formulé la pregunta por el ser.
-¿Cómo?
-Sí, doctor. En los términos en los que puede formularla un niño de tan corta edad, cuando comienza a configurar el mundo y encuentra patéticamente la oposición de su yo al resto de la realidad. En esos términos, como le decía, me preguntaba –voy a decirlo con mi actual capacidad de verbalización, sólo intento darle traslado de la sensación- ¿Qué es esto? Y después ¿Por qué esto es así y no de cualquier otra forma o modo? ¿Y por qué no nada? Toda esa cuestión no tardó en obsesionarme. Aunque imagino, doctor, que tampoco en esto soy muy original.
Emilio quedó demudado. Tomó el tubito del maletín y entró al baño. Mientras inhalaba repetidamente, pensaba “ese mal nacido no ha hecho otra cosa que referirme MI primera reminiscencia. Y para colmo dice haberle dado la misma entidad que yo le conferí con el paso de los años. ¿Se estará burlando de mí?”
Se lavó la cara. Luego se miró en el espejo, torciendo con sus dedos la punta de la nariz hacia arriba para cerciorarse del lamentable estado de sus mucosas. Intentó tranquilizarse, argumentando para sí que la droga, aparte de destrozarle la nariz y el cerebro, lo estaba poniendo paranoico. Debía tratarse de una coincidencia. Aparte, como aquel insoportable de Mailov decía, después de todo tal vez no fuera algo tan inusual, quizás fuera sólo una instancia común en el desarrollo evolutivo de la psiquis. De todos modos debía volver allá y enfrentar a aquel precoz metafísico. Así lo hizo.
-Bueno, disculpe la interrupción.
-No es nada, doctor, sé muy bien que hay circunstancias que no pueden esperar –respondió con aquella ironía que ya enervaba a Emilio. “¿Acaso se habrá dado cuenta?” se preguntó éste, e inconcientemente llevó su mano a la nariz para quitarse cualquier eventual resto que lo delatara. Mailov, en tanto, sonreía, como si hubiera estado al tanto de la maniobra. Al cabo, continuó con su historia. -Después, con el paso del tiempo, a medida que mis dotes perceptuales e intelectuales se fueron haciendo más complejas, desarrollé una verdadera crisis de contingencia. ¿Por qué ese rostro en el espejo y no cualquier otro? ¿Por qué esa madre y no otra? ¿Por qué esa casa, esa ciudad, ese lenguaje, ese planeta y no cualesquiera otros? Era, probablemente, una manía como tantas, pero su carácter permanente y obsesivo me impedía disfrutar de lo que fuere. Lamento aburrirlo, Lavand, todo esto debe ser figurita repetida para usted, en este consultorio.
-No vaya a creer. La mayoría de la gente que viene aquí lo hace por consultas acerca de problemas familiares, económicos, sociales, cuando no por enfermedades más somáticas y mucho menos espirituales, créame. Casos como el suyo no abundan. A no ser que a poco andar asocie eso que usted llama “crisis de contingencia” con problemáticas más comunes –ni loco iba a decirle que una idéntica preocupación lo había desvelado toda su vida.
-Bueno, probablemente esa modalidad mía me haya impedido, como le decía, el goce de cosas tan simples y placenteras como pueden ser, por ejemplo, los juegos infantiles. No era que no tuviera camaradas, o que me faltaran juguetes. Sólo que no me interesaban. Desarrollé entonces la habilidad de fingir entusiasmo por diversas cosas o actividades, únicamente para evitar males mayores, como podrían haber sido discursos por parte de mis padres o abuelos, gabinetes psicopedagógicos o quién sabe que otra clase de torturas para un niño contingente en una sociedad arbitraria perteneciente a un improbable universo.
-O sea que constituyó una especie de yo social standard para evitarse malos tragos.
-Algo así, porque figúrese: mi personalidad ficticia era tan contingente como la otra, podríamos decir, esencial. Desde este punto de vista, ambas eran ficticias. Lo que me convertía en una isla de nada en medio de un infinito mar de posibilidades y en la cual, finalmente, jamás podría cimentar nada. Al menos nada que pudiera ser válido para mí.
-Muy poético.
-Gracias. Hablando de poesía, ya que usted lo trajo a cuento, he de decirle que los libros fueron la única cosa que, aún mínimamente, despertaba mi interés. Tal vez fuera su carácter intermedio entre realidad e idea, no sé. La cosa es que empecé a pasar mucho más tiempo entre los libros que con mis congéneres. En todo caso, su existencia ideal les permitía configurar tantas apariencias, entornos y circunstancias como lectores se asomaran a su historia. Obvio que se trataba de lectores tan contingentes y fantasmáticos como ellos mismos, quizá más, pero completamente inconcientes de su inconsistencia. Fíjese que llegué a considerar en un momento como buenos los intentos que algunos autores han realizado de vincular estas modalidades del ser, como por ejemplo Pirandello, Wim Wenders, Woody Allen… pero luego realmente me pareció que éstas no eran más que meras quimeras que pretendían construir puentes de aire entre dos alucinaciones. Bueno, creo que me fui del tema. El punto es que esa creencia a pie juntillas en lo inmediatamente dado que todas las personas parecían mantener, comenzó a generar en mí una suerte de misantropía. Mas de cualquier manera, a ultranza, tanto la literatura como mis enconos personales también estaban viciados de contingencia.
Emilio tragó saliva. Daniel no hacía más que dar voz a oscuros recuerdos de su infancia y primera adolescencia. Hizo un gran esfuerzo para seguir denotando únicamente interés profesional. Daniel continuó:
-Hasta que cuando tenía más o menos quince años, leí aquella frase de Baudelaire que se refería a “la aguda punta del infinito”. Me sentí completamente expresado por ella, de tal modo que ninguno de los abigarrados sistemas filosófico-metafísicos que posteriormente abordé consiguieron interesarme un ápice. Si algo tan tangible como un plato de sopa me llamaba a equívoco, puede imaginarse esa sarta de abstrusas lucubraciones.
-A mí me lo va a decir...
-¿Cómo dice, doctor?
-Nada, que tengo una impresión parecida respecto de esos sistemas –minimizó Emilio, haciendo un gesto despectivo con la mano. Ya no le importaba mucho aquel paciente, ni ningún otro, ni el futuro de su consultorio, ni su carrera profesional. ¡Eran tan eventuales! Entonces hizo algo que nunca antes se había permitido durante una sesión, aunque varias veces había tenido ganas.
-Daniel, ¿le importaría si me sirvo un poco de cognac?
-Para nada, y mucho menos si me sirve uno a mí también. ¿Puedo pasar al baño?
-Sí, cómo no. Adelante.
Emilio sirvió dos copas generosas, y mientras aguardaba se preguntó si no debía sincerarse con aquel extraño paciente, tan parecido a él, y comentarle lo analogable de sus experiencias. Inmediatamente desechó la idea. Se trataba de una sesión entre un médico psiquiatra y su paciente –una muy bien paga por cierto- y no de una charla de bar. Aunque ya compartían copas.
Daniel salió del baño hurgando en su nariz y efectuando cortas y profundas inspiraciones por la misma. Parece que también eso tenían en común. “¡A la porra!” pensó Emilio, y entró en el sanitario a por su parte.
Nuevamente en situación, Daniel continuó:
-El resto de la historia puede ser brevemente sintetizado.
-No haga síntesis, expláyese a gusto –dijo Emilio, sintiéndose bien con la nariz y los dientes dormidos y degustando el cognac.
-Como guste, doctor. El hecho de que me mantuviera espiritualmente apartado de todo y de todos, me permitió idear y establecer estrategias mucho más efectivas que cualquiera que pudiere ser desarrollada por personas hundidas de pies y manos en su ilusoria configuración. Eso me permitió un rápido y significativo crecimiento en mis actividades profesionales.
-Habrá sido por eso de que la actividad desapasionada suele ser más eficiente.
-Ya lo creo. Pero también esa lejanía fue lo que hizo aflorar algunas zonas oscuras.
-Creo que puedo imaginarlas.
-¿A ver? –Desafió Daniel.
-No estoy aquí para jugar charadas. Dígamelas usted.
-Ok, usted manda. Me refiero a las mujeres.
-Lo sabía.
-¿Es usted muy agudo o yo muy previsible?
-Digamos que se trata de una pieza fundamental que aún no había entrado en el juego –todavía no estaba dispuesto a manifestar la similitud de sus experiencias.
-Muy suspicaz –observó Daniel. -Supongo entonces que no hará falta que diga que, inmerso en una realidad difusa, las mujeres se me aparecían como la esencia de lo mutable. La donna é móbile, ¿no? Bueno, creo que gracias a mi prestigio, mi dinero, una apariencia no muy desagradable y sobre todo a mi indiferencia, tuve acceso a muchas de ellas.
-Lo descuento.
-Sí, tal cual; pero ninguna de ellas era capaz de despertar en mí un interés real, siquiera momentáneamente.
-Muy propio de usted, de acuerdo a sus antecedentes.
-Lo que sí consigue gratificarme es el sexo. Lo efímero del éxtasis que produce en cierto modo me hace acordar al carácter inaprensible de cualquier mundo en el seno de ese infinito cuya punta, como a Baudelaire, me lacera de continuo. Sumido entonces en una suerte de gozosa experimentación, no tardé en caer en prácticas orgiásticas cada vez más desaforadas. Usted me entiende, doctor. Cada vez más mujeres, más alcohol, más cocaína y otros estimulantes.
-Ese es, pues, su problema. Por eso está aquí.
-No, mi estimado amigo. ¿Cómo habría de preocuparme por una entelequia llamada Daniel Mailov? –Y con aire misterioso, agregó: -Estoy aquí para cerrar un círculo.
Emilio, ya totalmente exasperado, sacó el tubito del bolsillo y arrojó un buen montículo sobre el vidrio del escritorio. Entre tanto, muy sonriente, Daniel volvió a llenar las copas.
-Bueno –reconoció finalmente Emilio-, parece ser que tenemos problemas muy parecidos.
-Yo diría que los mismos –respondió Daniel, que con desfachatez comenzaba a peinar unas líneas. Luego de aspirar y beber con avidez, Daniel siguió hablando, pero Emilio ya no lo escuchaba. Se había quedado conmovido con las últimas dos frases de su “paciente”. Estoy aquí para cerrar un círculo, había dicho. Y luego Yo diría que los mismos, refiriéndose a los problemas de ambos. “Daniel Mailov”, pensó, y tuvo una desconcertante idea. Tomó su bolígrafo y escribió:

Rp.
EMILIO LAVAND

DANIEL MAILOV 
 

 
Comparó las letras de los dos nombres. Era un perfecto anagrama. Una ira tremenda, acicateada por la cocaína, lo invadió. El cerebro le hormigueaba, el cosquilleo era casi insoportable, debería tener como veinticinco de presión. Saltó de su silla y tomó del cuello a aquel miserable. Apretó, apretó, mientras Daniel no se defendía en modo alguno. Simplemente, continuaba sonriendo, sin manifestar el menor dolor o sofocación.
-¡Hijo de mil putas! –Le gritó.- Contingente o no, hasta aquí llegaste!
Cuando le pareció que su sosia había muerto, oyó que la puerta abriéndose. Alba le preguntó un tanto alarmada si se encontraba bien. “Sí, váyase” –le respondió cortante. Tomó su copa de cognac y la llevó a su boca. Las manos le temblaban de tal manera que volcó buena parte de su contenido. Estaba temblando incontrolablemente, tanto por el nerviosismo como por la fuerza que había empleado para estrangular a... ¿a quién? ¡Allí no había nadie! ¡NADIE! ¿Pero qué era todo aquello? ¿Acaso sus crisis de inconsistencia estaban comenzando a abrir VERDADERAS brechas? Acabó la copa con desesperación, tuvo un vahído y se desplomó en la silla. Al cabo de unos momentos abrió los ojos, y ya no reconoció nada. Ni su nombre, ni el lugar en el que estaba, ni ese polvo blanco diseminado en líneas irregulares sobre aquel escritorio. Ni aquella mujer que abría la puerta para dejar pasar a esos hombres de guardapolvo verde agua que le hablaban en tono tranquilizador, y a los que se entregó dócilmente para que lo llevaran a un pabellón que, de haber podido, lo habría reconocido como el mismo que años atrás había sido escenario de sus prácticas.