martes, 9 de agosto de 2011

SOLDADO DE VIDELA III / Fin de semana de balaceras.

La Parca / Ignacio Apellaniz Coliqueo 
Resulta que el ministerio de educación de la provincia había articulado unos cursos de capacitación profesional con el ejército argentino. A mí y a mis compinches, el Yuyo y Ozzy, nos tocó carpintería. Y quiero señalar -aunque seguramente resulte anecdótico y previsible- que el curso consistía en trabajar en un inmenso tinglado para enriquecimiento de los oficiales y diezmo de los suboficiales. Esto viene a cuento porque luego de que nos asignaran la responsabilidad de haber pasado la mano del viejo “profesor” por el tupí (parece ser que Ozzy le tocó el culo al Yuyo, éste respingó justo cuando le estaba sosteniendo el listón de madera al vejete, que quedó atrapado entre los filos, y salió tomándose la mano ensangrentada, abriendo desmesuradamente los ojos y chillando en una escena digna de Darío Argento), quedamos presos el fin de semana; ése y unos cuantos más.
Así que la noche del sábado estábamos allí, con nuestros cascos y fusiles, nuestros correajes, cargadores, etc., disfrazados de lo que no éramos y defendiendo intereses a los que detestábamos. En el turno de las 21 nos apostaron al Yuyo, a mí y a unos cuantos más. Ozzy quedó para el segundo, que sería a medianoche.
Luego de tres horas de soledad, autocompasión y angustias varias -referidas sobre todo a no saber cuándo podría salir un rato de aquel infierno-, llegó el relevo. Al menos podría conversar con el Yuyo en las tres horas de imaginaria (dícese de una especie de guardia pasiva en la jefatura), luego tres horas de sueño. Luego de nuevo al puesto y así. Dante no habrá conocido estos círculos infernales, o tal vez los obvió porque era del palo.
Ya estaba colgando el fusil de la cama de hierro, y poniendo el casco debajo de la almohada mugrienta para que no me lo afanen, cuando se desató el pandemónium. Una balacera impresionante, o al menos así sonaba a nuestros oídos. Quedamos de una pieza, hasta que el sargento 1º castro -un tipo torvo, aindiado, con la muerte grabada en las pupilas (había ganado las tiras en “ejemplares combates contra la subversión”), nos indicó armarnos rápido; con gritos y patadas, como era su costumbre, .
Hasta allí, no sentía miedo. No sentía nada, bah, estaba congelado emocionalmente. Supongo que es una reacción bastante normal de la mente, cuando se la obliga a una incongruencia tal como la de tener que pelear a muerte contra tipos como uno, tipos cercanos humanamente e ideológicamente a uno, y ello a favor del amo que te esclaviza al punto de arrojarte a tal situación límite. Si esto no es doble vínculo, ¿el doble vínculo donde está? Pero no es momento de psicologismos, ¿no les parece? Y sin embargo debo seguir, porque en la puerta de la jefatura de guardia, un capitán tenía tal cara de pánico que contagiaba. Sí que contagiaba; los milicos -como nos llamaban- nos entramos a cagar encima. Así que castro, a quien si algo había que reconocerle era el arrojo, tomó las riendas del asunto, totalmente conciente del pusilánime oficial. Nos indicó que saliéramos de a uno, contando cinco segundos entre corrida y corrida, y nos reagrupáramos en el puesto uno. Todavía se oían disparos, todos de fusil, pero con menor frecuencia. Tal vez para cuando llegáramos, ya todo habría acabado.
Una vez reagrupados, llegó castro caminando, haciendo caso omiso de cualquier actitud defensiva, y nos hizo formar para avanzar en abanico hacia la zona de combate. Todos con el fusil en ristre, avanzando agazapados en la oscuridad, y respingando luego de los cada vez más esporádicos cohetazos. El yuyo, a un metro a mi derecha, se dio vuelta e increpó a un idiota que se parapetaba detrás de él ¡BOLUDO! ¡ME ESTÁS APUNTANDO A MÍ! Si no hubiese estado tan asustado, me habría cagado de risa.
Llegados a la zona de enfrentamiento, los disparos habían cesado. A una seña de castro nos detuvimos y nos tiramos cuerpo a tierra, en tanto él seguía al frente caminando sin tomar resguardo alguno. Había que reconocer, el tipo se la aguantaba. Lo escuchamos preguntarle a Ozzy (que de él se trataba) y a un rosarino de apellido Villarreal:
-¿Qué pasa, milicos, que hacen tanto escándalo?
-¡Allá! ¡Allá había unos tipos… -comenzó a explicar Ozzy.
-¡Usté callesé, milico Rodríguez, que total si lo matan no importa, si no sirve pa’ mierda! A ver, milico Villarreal, ¿me puede explicar que carajo pasa acá?
-No, eso, que había unos tipos allá…
-¿Cuántos?
-Y, no sé, ¿cuatro? -Le preguntó a Ozzy.
-¡Hable conmigo, mierda, que el milico Rodríguez está muerto!
-Y, entre las sombras, vio… vi como tres, o cuatro.
-A ver, démen los cargadores.
Le alcanzaron los seis, tres de cada uno, que separó cuidadosamente.
-Vengan, milicos -nos dijo-, que acá no pasa nada. No sé si estos milico' son muy cagones o se pasaron de listos.
Nos acercamos. Sentí un odio terrible contra Ozzy, y eso que era mi amigo. Si había montado todo ese circo por mera diversión… aunque se lo veía asustado, pero eso también podía ser por el quilombo en el que se había metido. castro empezó a contar los proyectiles. A Villarreal le faltaban veintiocho de los sesenta. A Ozzy, le faltaban veinte. Un cargador completo.
-O usté, judas, no tuvo tiempo pa’ cambiar el cargador, o es muy prolijo pa’ administrar las municiones…
-No, lo que pasa es que…
Y castro le cruzó la cara de un soberbio cachetazo.
-Traigamén un muerto. O muéstremén grandes manchas de sangre. No sé, se cortan el pito, o lo que quieran, pero si no me traen un muerto, los que están muertos son ustedes.
Más tarde, luego de recibir gran cantidad de puteadas y coscorrones de parte del Yuyo y mías, Ozzy nos confesó que habían decidido tirar tres o cuatro tiros cada uno, para joder, nomás, y que al rosarino se le había trabado el viejo fusil y había largado los veinte tiros a repetición, por lo que se vio obligado a hacer bardo él también. Cada vez estaba más hasta las manos, con los arrestos. Pobre Ozzy.
Al día siguiente, domingo, nos mandaron para la guardia del fondo. Allí, el mayor problema eran las ratas. Grandes como gatos, sobrealimentadas por las sobras de comida que el batallón entero arrojaba a un piletón de ladrillo para que se pudra, pululaban sin el menor resguardo entre los milicos; y los rieles de vía que coronaban la pequeña paredcita que sostenía las chapas del tinglado en el que dormíamos, y que pasaba justo detrás de las cabeceras de las camas, se transformaba en una especie de avenida de tránsito rápido para los gruesos roedores. Los veíamos pasar a gran velocidad al lado de nuestras cabezas. Por lo menos, antes de dormir, o para conciliar el sueño, en lugar de corderos podíamos contar ratas. Sólo había que ver el lado bueno de las cosas, si no…
A cargo de esta guardia, estaban el sargento 1º sánchez y un dragoneante*, además del asustadizo capitán que estaba a cargo de todo el batallón. Y doy estas precisiones por cuanto tendrán que ver con el meollo de la segunda balacera, menos dramática pero más nutrida. Resulta que el tal sánchez y el dragoneante, confiados en la tradicional parsimonia dominguera, se fueron para la favela que circundaba el perímetro militar, en busca de alcohol y putas, luego de dar instrucciones a la tropa para que efectuara los relevos y funcionara normalmente sin su presencia. Normalmente, sí. Una banda de anormales librados a su suerte, pocos o nulos resultados garantizaban en ese sentido. Se nota que el sumbo** poco o nada sabía de la entropía ínsita en los sistemas; en fin.
La cosa se fue desvirtuando a medida que avanzaba el día. Los relevos, por supuesto, aparecían cuando se les venía en gana. Después de cuatro horas en el puesto 10, ubicado en el medio del campo, me cansé y abandoné todo. A la porra. Si se pudría todo, al menos no iba a ser el más boludo de todos. Llegué al galpón del fondo. Allí estaban el Yuyo y Ozzy.
-Apareciste, tarado -me dijo Ozzy.
-Dejalo, está caliente porque me apostó que te ibas a quedar de guardia hasta que alguien te relevara. Yo le dije que eras cagón, pero no para tanto. Le gané quinientos pesos.
-¿Por qué no se van a la puta que los parió?
-Dale, boludo, que traje un porro y ya no te íbamos a esperar más -anunció el Yuyo.
-¿Un porro? ¿Y lo vamos a fumar acá?
-Viste que sos cagón…
-No, pelotudo, pero si te agarran fumando acá, pasás primero por la picana y después vas al penal de Magdalena…
-Bueno, jodete, vos te lo perdés. Ozzy trajo sal de anfetas, también.
-No, no me lo pierdo, Voy a correr el riesgo.
-¡Ah, pero qué intrépido que sos! Sos un pillo, vos…
La cosa es que salimos a dar una vuelta entre los galpones; fumamos, halamos y de pronto la totalidad de la situación, objetivada brutalmente por las sustancias, nos cayó con todo su peso:
-¡Mirá, Gabriel! -Gritaba Ozzy, presa de una especie de furor desesperado, mientras se ofrecía a la vista con ropa de combate, fusil, casco, cargadores. -¡Estamos disfrazados! ¡Estamos disfrazados, loco! -Verdaderamente, era muy esquizo todo aquello. Y haciéndose eco del diagnóstico, el Yuyo dijo simplemente
-Cortala, Ozzy, estás loco.
Entonces nos quedamos ahí, tirados sobre el pasto, mientras caía la tarde sobre una de las guardias más caóticas que debe haber habido en la historia de ejército argentino.
Entonces, empezaron los tiros.
Esta vez nadie se asustó mucho, la situación era caldo de cultivo para cualquier clase de quilombo. Se oyó un estampido y a continuación los lastimeros aullidos de un perro.
-¿Le están tirando a los perros, estos hijos de puta? -Pregunté.
-Parece que sí.
-Vamos a pararlos.
-No, que se caguen todos -respondió Ozzy-, los perros, los milicos y la reputa concha de su madre.
-Tiene razón, Gabriel; qué, ¿nos vamos a hacer los superhéroes, ahora? Esta lacra de compañeros que tenemos nos va a cagar a tiros a nosotros.
.-Puede ser. Tienen razón. A la porra.
No había duda, habíamos sido insuflados del sálvese quien pueda, una especie de imperativo categórico tácito entre los soldados de aquella época.
Pero de pronto fue ese mismo imperativo el que nos obligó a movilizarnos. A medida que la noche caía, la balacera se hacía más nutrida. Y el clímax llegó cuando una avioneta -de la cual se advertían sólo las luces y el sonido, ya en la oscuridad-, fue blanco de un ataque a mansalva. Las balas trazantes se veían como líneas de luz dirigiéndose al aparato volador. Y había muchas más explosiones, así que las trazantes deberían ser quizá el 20 % de los disparos que se efectuaban. Atónitos, esperábamos ver al aparato estallar en el aire, o simplemente caer. Pero nada de eso ocurrió, afortunadamente (sospecho que por la falta de puntería de los milicos y sobre todo porque los viejos fusiles tiraban para cualquier lado. Si no, pregúntenle a los Veteranos de Malvinas).
-Esto se fue completamente de madre -dije, boquiabierto antes y después de la expresión verbal.
-Vamos a parar esta locura -dijo el Yuyo, hombre de acción.
Cuando entramos al tinglado de la guardia, estaban todos de joda, varios totalmente en pedo de vino barato. Otro rosarino, apellidado Melo, tenía el casco puesto, y sobre la parte delantera del mismo, un agujero de bala que lo había atravesado desde adentro hacia afuera, dejando algunas volutas de metal que sobresalían, bastante artísticas. ¿Habrán querido comprobar si el casco aguantaba las balas de FAL? Vaya uno a saber, otra hipótesis no se me ocurre. Íbamos a increparlos cuando una voz potente, desde detrás, inquiría enfáticamente:
-¿SE PUEDE SABER QUÉ MIERDA ES LO QUE ESTÁ PASANDO ACÁ?
Era el capitán cagón, pero esta vez lucía más iracundo que asustado. Melo se quitó y escondió el casco, que lo hacía parecer más un minero que un soldado. Ante el desconcertado silencio general, el capitán cagón volvió a preguntar:
-¿Quién está a cargo de la guardia?
-El sargento 1º sánchez -respondió un coro de unas cuatro o cinco voces.
-¿Y dónde está?
-No sabemos, se fue al mediodía y no lo vimos más.
Y justo, con esa sincronía que bien sabe depararnos infinidad de veces la realidad, ingresó al tinglado el sargento 1º con su dragoneante, seguramente alertados por el tiroteo. El primero tenía los ojos inyectados en sangre, producto de una ira descomunal. El otro lucía apichonado y visiblemente nervioso.
-¿Se puede saber adónde estaba? -Preguntó el capitán cagón.
-Fuimos a comprar cigarrillos… y bizcochos.
-¿Desde el mediodía? -sánchez nos dirigió una mirada que no me gusta recordar. -A ver si pone en orden este desquicio -continuó el capitán cagón.- En quince minutos lo espero en mi oficina. ¿ENTENDIÓ?
-Sí, mi capitán.
Ni bien el oficial hubo salido, sánchez nos clavó su gélida mirada y anunció:
-Ahora vamos a comprobar los cargadores. Al que le falten municiones, está muerto.

Por una vez, los soldados Yuyo, Ozzy y Gaby, la zafaron.

Pero lo peor estaba por llegar. Y ello con un solo disparo. El pibe Ponce venía caminando por la callecita que pasaba por el polvorín, y uno -cuyo nombre jamás supe, porque era de otra compañía- que estaba apostado a su frente, por joder y de boludo, nomás, le gritó el consabido ¡ALTO! ¿QUIÉN VIVE?, al tiempo que le apuntaba y se le escapaba el tiro. El pobre pibe Ponce voló hacia atrás como si Mike Tyson lo hubiese embocado de lleno. Con cara de pánico e incredulidad, se incorporó, dio un par de pasos vacilantes y volvió a caer. Esta vez definitivamente.
No hay caso, en semejante pandemónium de plomo, la muerte no se iba a conformar con un par de perros, nada más.
Vaya mi humilde sentimiento hacia sus padres, quienes deben haber muerto junto con él.
El pibe Ponce era hijo único.

* Soldado raso que hace las funciones de Cabo
** Suboficial