viernes, 24 de febrero de 2012

LA REIKISTA Y EL BICHO TALADRO

Hajime Sorayama
Esa nochecita estaba en el Bar del Gaita bebiéndome una Heineken de litro, despaciosamente, saboreándola, generando el espacio mental para que apareciera una historia de la cual sacudir el polvo literario, sin forzar nada -cada argumento forzado constituye un paso hacia la frustración-, esperando la armonía de elementos a veces verídicos, a veces imaginarios -mas no por ello menos verídicos- cuando entró Pepe, cargado de libros y con cara de preocupado.
-Hola, Gallego; hola, Cratilo, ¿cómo andan? -Saludó por compromiso, se sentó y comenzó la lectura. El Gaita y yo intercambiamos perplejas miradas, y fue él quien finalmente habló:
-¿No notás nada raro, Cratilo?
-No, ¿vos?
-Parece que le dio por la lectura, al chabón éste…
-Francamente, me llama más la atención estar acá sentado, con más de medio litro de Heineken y que no haya venido a servirse.
-¡Ah, pero están hechos unos vivos bárbaros! ¿Qué comieron hoy, bife de payaso?
Luego de reír, y a tenor de su expresión lastimera y de su ánimo borrascoso (voto a Heatcliff), lo invité a compartir mesa. Pude advertir que finalmente ésa era su intención, pero por algún factor u otro se veía compelido a la prudencia, cuando no a la preservación paranoide de cualquier Statu Quo previo a lo que sea que lo había afectado de tal suerte. Y pude corroborar estas presunciones cuando observé que los libros versaban sobre brujería, hechicería, demonología, artes prohibidas y hasta un viejo ejemplar de la Wicca.
-Estás a full con el ocultismo -señalé.- ¿Te pasó algo?
-Sí, pero si vos y el gilipollas éste la van a ir de vivos, prefiero leer y guardar silencio.
-Ésto es intercambio cultural; vos le decís gilipollas y él te dice boludo.
-Ves, lo que te digo…
-Bueno, desembuchá, desahogate, vamos. O tenemos que pensar que te subís a la guasa cuando les toca a los demás…
-¿Viste que hice todo el techo del comedor y de la habitación con machimbre y listones de madera?
-Sí.
-Bueno, parece que venía con bicho taladro.
-Te dije, gil, lo barato sale caro. Pero no entiendo qué tiene que ver eso con toda esta parafernalia brujeril…
-¿Estás apurado?
-No, ¿por?
-Entonces tené paciencia, si querés entender. La cosa es así: el bicho de mierda ése, aparte de destruirme la casa, me está destruyendo los nervios, y no hay veneno en el mundo capaz de aniquilarlo. En la quietud de la noche lo oigo, sobre todo en el tirante que sostiene el techo, reduciendo a una suerte de viruta alimenticia mi hogar dulce hogar… la cuestión es que ataqué con todo tipo de venenos, tanto que casi me intoxiqué y tuve que parar. Hasta la otra noche, que conseguí una especie de máscara antigás y me subí de nuevo a seguir envenenando al indeseable huésped. Con tal mala suerte que pisé mal cuando llegaba al tope de la escalera y me vine abajo. Aparte de la cintura, que me quedó rígida, sufrí un fuerte esguince en el tobillo derecho.
-Entonces, motivado y dado a los excesos interpretativos como sos, le echaste la culpa a las ciencias ocultas y te pusiste a buscar filtros mágicos para cortar la malaria, ¿es así?
-No -respondió lacónicamente, y al cabo de unos segundos agregó: -¿Querés contarlo vos, que sos tan imaginativo?
-Dale, dale, no interrumpo más.
-Quedé todo estropeado, y entonces se me dio por llamarlo a Piero, que es el que vive más cerca de casa. Y fue el minuto fatal, creéme.
-Tratándose de Piero no me cuesta nada creerte.
-Viste. Siempre anda con un fantasma bajo el brazo. Al rato llegó, me hizo unos masajes y desistí, por cuanto su brutalidad amenazaba con agravar mis lesiones.
-Claro; para la bestia, todas son mariconadas y/o exageraciones.
-Entonces se le ocurrió llamar a una amiga suya, la que -entre otras cosas- era una formidable reikista. Le pasó mi domicilio y arregló para un rato después. Antes de irse, habló maravillas, tanto de la ciencia de aquella mujer como de sus características físicas. Pero vos sabés lo que es el gringo, lo que para el es una mujer pulposa para nosotros es una bola de manteca.
-Tal cual.
-Pero no fue el caso. Rato después golpearon a la puerta. Una morocha de facciones exquisitas, tanto así como su cuerpo -cubierto por telas negras semitransparentes- y una mirada tan dura que no registraba antecedentes en mi inventario; ni cuando estuve preso en Sierra Chica, mirá.
“¿Pepe?” Yo luchaba por cerrar mi boca antes de babearme. “Soy Bárbara”
“Ya lo creo” respondí, y ella aclaró que era su nombre de pila, no un calificativo. Luego me dijo que Piero la había llamado y le había adelantado tanto las características de mis lesiones como algunos detalles de mi personalidad habitual. “A ver, vení” me indicó acostarme en mi cama y relajarme. A continuación comenzó el reiki, la imposición de manos o lo que fuera que ella hacía. A poco sentí sus manos muy calientes recorriendo todo mi cuerpo, y a pesar de hacer lo posible para evitarlo, entré en un estado de profunda excitación sexual.
-Dinos algo que no sepamos -terció el Gaita, y reímos.
“¿Y con esto qué hacemos?” -Preguntó Bárbara. “Acá, en estas partes, se aproxima la mano, sin tocar, para que se transmitan el calor y la energía”. “¡Qué lástima!” -Me lamenté, envalentonado por los derrames hormonales. “Bueno, por ahí puedo hacer algo”, ofreció, y yo, iniciando ese recorrido de la hipérbole erótica de la que ya no se vuelve, estuve de acuerdo, toda vez que mis dolores -incluido el del tobillo- habían desaparecido yo diría que mágicamente.
-¿Por eso todos estos libros?
-Esperá, te dije. La cuestión que la hermosura aquella primero me frotó el bicho, haciendo subir la temperatura en varios grados. Se me escaparon los primeros gemidos, y ella inmediatamente se hizo eco, sin dejar de clavar su mirada gélida y reptiloide en mis ojos. Luego me masturbó levemente, y el calor seguía aumentando. Se subió a la cama, se situó entre mis piernas y le siguió dando a la lamida, siempre sus aceradas pupilas en las mías. Sentí entonces un escarceo lingual extraño en mi glande, muy veloz y como producto de una lengua pequeña, algo como eso. Como advertida de mis sensaciones, simplemente se subió a horcajadas sobre mí, introdujo mi miembro en su hermosa vagina y me ordenó quedarme quieto, que podía recrudecer mi lesión en la cintura. Se terminó de desnudar ya encima de mí, luciendo pentagramas y otros símbolos tatuados en su cuerpo. Y a continuación se despachó. Sólo pude aguantar dos de sus orgasmos, aunque fueron verdaderamente expansivos. Y el mío, ni les cuento. Tras lo cual, y sin dejar por un momento de clavarme la mirada, intercambiamos números de teléfono y se fue.
-Che, hasta acá no encuentro nada diabólico, ¿vos, Gallego?
-Más bien placentero, parece. Dios le da pan a quien no tiene dientes…
-Sí, hasta ahí todo más que bien. Pero la lobreguez comenzó esa noche. No dejó de llamarme por teléfono con la excusa de averiguar cómo andaba, y llevaba la conversación en forma no tan sutil a temas de índole espiritual; de la más baja, no sé sí me explico…
-Sí, cómo no…
-Y lo más llamativo es que me sentía observado, como si aquellos hermosos y penetrantes ojos negros me estuvieran escudriñando quién sabe de qué manera, o desde dónde. Empecé a sentir un miedo irracional, sin razón alguna que lo justificase, a no ser la certeza de que esa tal Bárbara era una bruja maligna, hechicera o vaya a saber qué.
-Una vez que conseguís un hueso como la gente…
-Como la gente, las pelotas. Cuando la sensación de estar siendo observado se tornó insoportable, sucedieron dos cosas simultáneamente, dos cosas que me sacaron de quicio definitivamente: una, que ella dijo que allí mismo se iniciaba mi camino hacia la oscuridad…
-¿Onda gótica, u otra gilada por el estilo?
-No sé, porque tuve un déjà vu terrible. Recordé que hace unos veinte días, cuando aún no la conocía, había soñado con ella diciéndome la misma frase, justo antes de convertirse en un lagarto overo.
-¡¿Un lagarto overo?! -Preguntamos el Gallego y yo al unísono, sorprendidos.
-Un lagarto overo. Y eso también explicaría la extraña y vivaz fellatio a la que me había sometido rato antes. Y la segunda, y más shockeante, que un lagarto overo de singular porte me clavaba la vista, en idéntica manera que la hechicera, desde debajo de la silla sobre la que arrojo la ropa que tengo en uso.
-¡¿Un lagarto overo?!
-Un lagarto overo, sí. ¿Vas a preguntar muchas veces más?
-Qué raro…
-Todo lo que tiene que ver con esa mina es muy raro. Y todo lo que tiene que ver con Piero termina resultando truculento. No sólo siente atracción, sino que parece que esta clase de dementes lo busca.
-Psé.
-Cratilo, ¿te vendrías a dormir a casa, hoy?
-¿Tan cagado estás?
-Sí.
-Ok.

Fuimos a la casa de Pepe, que había construido en medio de una hectárea despoblada. Entramos y nos servimos sendos Bacardi. Bebimos, intranquilos, prestando atención al mínimo sonido. Una vigilia agotadora, musicalizada por tal vez la causa eficiente de todo aquello, el maldito bicho taladro.
-Qué ironía -comenté.
-¿Cuál?
-Tanto taladrar con el bicho, ahora te toca que te taladren a vos.
-No es gracioso.
-Si no te gusta mi humor, mejor me voy a mi casa.
-No seas hijo de puta.
-Ubicate, entonces. Aparte, parece que se le pasó, o tomó conciencia de tu escaso valor humano, porque no llamó más. Y te digo más: ese déjà vu que contaste me suena a alucinación de tu parte.
Entonces oímos ruidos de algo o alguien que caminaba por el techo. Pepe alzó la vista con pánico.
-¡Es ella!
-¿Cómo sabés? Para mí que es un ladrón. ¿Tenés un arma?
-Sí, ayer me prestaron un .32, dadas las circunstancias.
-¡¿QUIÉN ANDA AHÍ?! -Grité, y Pepe casi se infarta. En lugar de responder, lo que fuera que andaba por allí hizo un batifondo bárbaro (valga el calificativo y su pertinente forma nominal)
-¡Callate, boludo!
-No seas cagón, ridículo. Es tiempo de tomar el toro por las astas, o el lagarto por la cola, o lo que mierda sea. Agarrá el fierro y vamos.
-¿Te parece?
-Claro, estúpido. ¿O querés ser su lacayo por toda una eternidad en el infierno? -No hay nadie mejor que yo para manipular cobardes.
Mientras amartillaba el revólver y se dirigía a la puerta, le temblaba hasta el culo. Salimos. Seguíamos oyendo ruidos, pero el ángulo no favorecía la vista del techo. Había que trepar.
-¿Te animás? Me preguntó con voz trémula.
-Claro que me animo, pero es tu problema, así que subí vos. Bastante que estoy acá haciéndote apoyo logístico.
-Sos un hijo de puta.
-Y vos sos un cagón. Dale, que te tengo la escalera.
Pepe subió tomando mayores recaudos que un francotirador en Irak. Pero no fueron suficientes. Apenas se asomó un par de centímetros sobre el techo, algo se le vino encima ruidosamente. No alcanzó a disparar, simplemente se cayó hacia atrás, asestándome un fuerte cabezazo y quedando enganchado nuevamente del tobillo derecho, entre ayes y lastimeras voces de pánico. Lo desenganché y lo ayudé a ingresar de nuevo a su casa. El bicho taladro nos parecía entonces la más vistosa de las aves canoras.
-¿Querés que la llame a Barbie para que te haga reiki otra vez?
-Andá a la concha de tu madre.
-¿Qué había en el techo?
-Un lagarto overo, pelotudo, qué va a haber…
Mientras Pepe hacía un inventario de lesiones antiguas y nuevas, mentales y espirituales, lo llamé a Pierín; luego de increparlo por su desaprensión para con los amigos, le conté en detalle los últimos eventos. Se mostró interesado, aunque no preocupado. Más bien lo pillé un par de veces aguantando la risa. Finalmente, y antes de cortarme, dijo:
-Decile a Pepe que para bicho taladro, no hay como el mío. Y vos… me extraña, Cratilo. Un lagarto overo, de noche y arriba del techo… mirá, en un rato voy, así me convidan de lo que están tomando.

domingo, 5 de febrero de 2012

LA RUBIA SALVAJE Y UNA TERAPIA SEXUAL


Olga Levchenko
-Y resulta que cuando conseguí que dejara a esa hija de puta el muy ruin se fue con otra que yo ni sabía que… ¿me está escuchando, doctor?
El doctor en psiquiatría Nelson Ramos se sobresaltó cuando su cuarentona paciente reclamó una atención que no le estaba prestando, sumido en la preocupación y ansiedad que le provocaba la inminente llegada de Sonia, cuyo turno era el siguiente. Pero su profesionalismo, adunado a largos años de experiencia, lo llevó a ejecutar una vez más el gambito infalible que consistía en señalar, a la manera de los falsos adivinos, generalidades a partir del conocimiento del problema global, en este caso con total facilidad, por cuanto esta clase de entuertos erótico-románticos constituía quizá el setenta por ciento de sus consultas.
-Por supuesto que la estoy escuchando. Y algo frustrado, debo decir, porque advierto que no estamos avanzando mucho. Yo le indiqué que debe concentrarse en usted misma, prestar oídos a sus deseos más íntimos, y dejarse de depender mentalmente de su marido, el que por lo visto jamás la respetó. Y va a ser difícil que la respeten si no se respeta y se valora a usted misma. Es una mujer joven, exitosa, atractiva; no se quede anclada al rencor, como dice el tango.
-¿Le parece, Doctor?
-Pero claro. Usted está obnubilada por el resentimiento; va a ver que cuando pueda superarlo, las puertas que hoy siquiera es capaz de ver se abrirán de par en par. Y si me disculpa, le pediría que trabaje en ello, con verdadero ahínco. Trabaje aunque no esté convencida y va a ver que de un momento a otro va a confirmar cuanto le estoy diciendo.
-Voy a tratar de hacerlo.
-Ahora, tengo que pedirle un favor. No me siento del todo bien…
-Pero falta media hora…
-Ya sé, el jueves se la compenso. Usted cumpla con su parte y yo cumpliré gustoso con la mía. Pero ahora debe dispensarme.
-Está bien, doctor -concedió, mientras se incorporaba y colgaba su cartera del hombro. -Trataré de hacer mi parte.
Ni bien la paciente hubo salido, Nelson se sirvió una generosa copa de bourbon. Tenía las manos transpiradas. “Sólo falta que me dé un ataque de pánico”, pensó. “En casa de herrero, cuchillo de palo”.
Sucedía que en breve llegaría la ya mentada Sonia, una jovencita de diecinueve años de familia adinerada, que tenía algunos trastornos de conducta. Básicamente, y en términos de psicoanálisis, no tenía superyó. O en términos de lenguaje barrial, no tenía filtro. Era una alta musculosa y esbelta rubia natural, con aires felinos y una cara que parecía pintada por los grandes maestros de la pintura. Nelson la veía como una valkiria, tenía fantasías eróticas cada vez más recurrentes. Incluso había tenido sueños tórridos con ella. Era vulnerable, y lo único que lo había salvado de ceder a las provocaciones de la ninfa, era que su padre la aguardaba en la sala de espera.
Los nervios y el bourbon le provocaron acidez estomacal, así que se dirigió al dispenser de la sala de espera para agregar un poco de agua al licor. Ingresó y quedó pasmado. Sonia estaba sentada allí. Sola.
-Buenas tardes, doctor. Parece sorprendido de verme -le dijo, con una sonrisa pícara, conciente de la turbación que le provocaba.
-Te esperaba en media hora -dijo, con un tono tan trémulo que terminó de poner en evidencia su tormenta interior.
-Andaba por acá y decidí pasar antes. Espero que no le moleste. Aparte, puedo ver que no está ocupado, por el momento -y se humedeció los labios con la lengua, lenta y sugestivamente.
-¿Y tu padre?
-¿Qué hay con mi padre? - se incorporó, inspiró para proyectar sus senos y dejó ver un pantalón de cuero tan apretado que hasta dejaba notar el vello púbico. Nelson pudo sentir cómo las hormonas se derramaban a torrentes en su interior. Sonia continuó: -¿No le parece que estoy bastante crecidita para andar con mi padre para todos lados?
-No, pasa que siempre se preocupa mucho por vos, y se encarga de traerte y preguntar acerca de tu evolución…
-Que se preocupe por él, que buena falta le hace. Y dicho sea de paso, usted debería hacer lo mismo.
-¿A qué te referís?
-¿Podemos pasar al consultorio? ¿O me va a atender acá?
-Está bien, adelante.
Ella ingresó, caminando y haciendo cimbrar sus caderas. A él le temblaban las manos cuando fue a cerrar la puerta.
-¿Le gustan los pantalones que compré? - le preguntó, mientras exhibía el portentoso culo y se lo cacheteaba sonoramente. Si bien Nelson estaba acostumbrado a estas efusiones temperamentales de su paciente, esos pantalones, ajustados a semejantes formas, lo estremecieron de deseo. Trató entonces de acotar la situación a cuestiones vinculadas a la terapia, y sólo se le ocurrió preguntar algo que hacía más a su propia interioridad que a la de la bella paciente:
-¿Por qué asegurás que tanto tu padre como yo necesitamos preocuparnos por nosotros mismos?
Sonia se sentó y adoptó una pose voluptuosa. Luego respondió, con aires de estar dando voz a obviedades:
-Por más de una razón. El sistema les ha empañado todos sus sentidos y atravesado todo cuanto entienden como justo, o si se quiere sano. Y se condenan a vivir en una isla de conformismo, rodeados de virtudes simbólicas, falsas seguridades y aburrimiento pertinaz.
-Es una manera de preservarse, en un nivel social, de los flagelos de una anarquía que termina siendo autodestructiva. Y no es tan aburrido, si está de acuerdo con la propia naturaleza.
-¿Ve? Ahí está el punto. Su manera de preservarse a mí me provoca una especie de náusea existencial, sartreana. ¿Acaso mi naturaleza no merece consideración y respeto? ¿Quién decide tales cosas? ¿Esclavos del mismo sistema que los apaña y a la vez los anula en su capacidad de disfrutar la vida al máximo? No, querido, yo me bajo. Y si me permitís, te voy a tutear. Y a preguntarte: ¿qué te da a cambio ese falso sentido de seguridad? Una esposa mojigata, un par de niños estúpidos criados en el temor de dios e incapaces de decidir por sí mismos qué está bien y qué esta mal? ¿Estás convencido, realmente, que soy yo quien tiene problemas de conducta? ¿Sólo porque disfruto de todo lo que me hace bien sin mirar a los lados buscando aprobación?
Nelson no supo qué decir, sobre todo porque la hermosa rubia había metido el dedo en una llaga que venía torturándolo desde hacía un tiempo atrás, que muy probablemente se había comenzado a abrir cuando empezó a tratarla. En el fondo, él admiraba su arrojo, su desfachatez, su apetito por la vida. Ella, conciente de la tormenta interior del terapeuta, cargó con sus mejores armas; acariciando el cuero tirante sobre su entrepierna, propuso sin ambages:
-¿Te gustaría verme mientras me masturbo?
Nelson respingó. Tuvo tanto temor de rehusar como de no hacerlo, así que en los breves momentos en que sopesaba su respuesta, Sonia comenzó a frotarse y a soltar suaves gemidos. Él entonces pensó que no dejaría de lado su profesionalismo si llevaba hasta el fin aquella especie de experimento. Aunque lejos de analizarlo en términos psicoanalíticos, psiquiátricos, o lo que fuere, la pasión llevaba todo el interés lejos de cualquier teorización. Sonia se desprendió el pantalón, lo bajó un poco, bajó también sus bragas y fue a por ello, ya con más decisión y gimiendo no tan suavemente. Nelson veía los rápidos movimientos de la fina mano de ella, sacudiendo el clítoris con velocidad y abordando la avenida al frenesí.
-Sacame los pantalones -pidió, entre urgencias. Nelson tiró de la ajustada prenda de cuero, y si bien le costó, el arrobamiento lo llevó a ejercer fuerzas casi desmesuradas. Finalmente se lo quitó, y ella, sin dejar de tocarse, se bajó más la tanga y luego, mientras la enarbolaba como bandera en una de sus largas piernas, tuvo un primer y prolongado orgasmo. Tras lo cual bajó el cierre del pantalón de él, extrajo su afiebrado pene y comenzó a besarlo primero, lamerlo después y finalmente, succionarlo.
-Esperá -dijo Nelson, al borde de la eyaculación. Quería que semejante deleite durara más, mucho más, para siempre, si era posible. Comenzó a desvestirse con premura.
-¡Ésa, Doc, no se va a arrepentir! -Mientras hacía lo propio. Ya desnudos ambos. Ella le tomó la mano, la llevó hasta sus labios vaginales al tiempo que le decía: -Mirá, Nelson, qué caliente que está. Y bien mojadita. Lo que te estabas perdiendo, ¿eh? -Prosiguió con la fellatio unos momentos más. Nelson estaba obnubilado con la belleza salvaje y con sus técnicas de sexo oral. De pronto no aguantó más; la puso de rodillas sobre el sofá, con los brazos sobre el respaldo y ofreciendo el soberano culo. Se aproximó para penetrarla y ella dijo “Ay”, mientras quitaba un objeto de debajo de su rodilla sobre el cual se había apoyado. Nelson no prestó atención y arremetió con su falo hasta ubicarlo bien en el interior húmedo y caliente de ella. Hasta el fondo.
-¡Ay, Doc, mire que pija más grande que tiene! ¡Mmmmmhhh, me gusta mucho! -Nelson, excitadísimo, alternaba embates poderosos con sutiles y lentas penetraciones que le permitían sentir cada milímetro de esa deliciosa vagina. Sonia movía sus caderas de lado a lado, presa de una excitación quizá mayor aún que la de su partenaire.
-Aaaahhh, Nelson, cómo me gusta! Assssí, asssí, despacito, ahora más fuerte… ¡Más! ¡Más! ¡Así, hijo de puta, dame, dame más fuerte, más, MÁS! ¡Te voy a hacer echar el polvo de tu vida! Asssssí, asssí, aaaaahhhhhhh!
Nelson sintió la oleada de humedad sobreviniente al éxtasis de ella. Luego cambiaron posiciones varias, y Sonia seguía acabando a troche y moche. Nelson, a pesar de la tenacidad de los instintos que lo abroquelaban al sexo de la rubia, esperaba que las efusiones verbales no le trajeran luego problemas con el consorcio. Finalmente, la arrojó sobre la alfombra, boca arriba. La penetró de frente, y ella lo rodeó con brazos y piernas, sujetándolo con real fuerza. Unos cuantos embates y se unieron en un último, poderoso y convulsivo orgasmo.
Se estaban relajando, recuperando el ritmo respiratorio, cuando el padre de Sonia ingresó desaforado, y se encabritó aún más cuando vio a los amantes desnudos sobre el suelo, todavía unidos por la ya declinante erección.
-¡¿QUÉ ES ESTO?! ¡SONIA, VESTITE DE UNA VEZ! ¿Acaso me llamaste a propósito, para que escuche los detalles de tu ignominia? -Claro, el objeto que había molestado su rodilla en el sofá era el teléfono celular, el que seguramente entonces se accionó y llamó justo al del padre. ¡Bingo! El viejo había escuchado todo.
Sonia no le dio ni bola, en tanto Nelson se apresuró a ponerse sus pantalones.
-Ya me parecía que eras un hijo de puta -dijo a Nelson. -Es menor, sabés, así que ni sueñes que te la vas a llevar de arriba. Si no consigo meterte preso, me voy a encargar personalmente de que jamás vuelvas a ejercer como psiquiatra, hijo de mil putas.
-Haga lo que le parezca -respondió algo airado.
-¡Así se habla! -Exclamó ella. -Se nota que mi terapia ya empieza a dar resultados.
-¡Callate, vos, puta de mierda! ¡Te dije que te vistas! -Y la tomó por los cabellos para forzarla a cumplir la orden.
-¡NO LA TOQUE! -Le indicó Nelson, con tono autoritario y una mirada tan feroz como inédita en su inventario.
-¡Es mi hija, la puta ésta, y la toco todo lo que quiero!
-Y yo le rompo todos los huesos -en otra actitud de la que tampoco recordaba precedentes.
-Ah, ¿Sí? Con que esas tenemos, ¿eh? Vamos, degenerada, que tengo que hacer trámites policiales y judiciales contra este enfermo.
-Yo con vos no voy a ningún lado.
-Vamos, porque te va a pesar. ¿Me oís?
-Y usted, ¿la oyó a ella? Haga el favor, vaya a la comisaría, al juzgado o a la Corte de La Haya, si quiere. Pero retírese inmediatamente de mi consultorio.
-Vos sabés lo que estás haciendo, ¿no?
-Perfectamente. El que no sabe lo que está haciendo, es usted. Sonia acaba de enseñármelo.
-Perfecto. Pero esto no termina acá.
-Ya lo creo -concedió Sonia. -Esto recién acaba de empezar -e hizo un guiño a Nelson.
El viejo salió intempestivamente, rojo como un camarón. Ya solos, los amantes se miraron sonrientes unos instantes, y luego rieron a carcajadas. Nelson sirvió dos bourbon y tomó el teléfono:
-Hola, ¿Silvia? Quería avisarte que no voy a volver a casa… no, no hoy, nunca más, ¿me entendés? No, no tengo porque darte explicaciones, yo me quedo acá. Vos te podés quedar con la casa, tu auto -que lo pagué yo- y la mitad de la guita… ¿A qué viene todo esto, preguntás? Y, querida, si no te venís dando cuenta de… que no, que qué pendeja, dejate de joder… bueno, no tengo más ganas de hablar con vos. Cualquier cosa mandame un abogado. ¿Los chicos? Bien podrías hacerte cargo de los pocos años de crianza que les quedan, total, vos nunca hiciste nada. Solamente gastar graciosamente mi dinero. Bueno, está bien, chau. -E interrumpió abruptamente la comunicación. Lo esencial había sido dicho. Sonia, mientras él hablaba, había extraído un tubito de cocaína de su cartera y peinaba sendas líneas. “Vas a ver la que te espera después de esto”, lo amenazó en broma, pero seguro que iba a ser cierto a poco. Nelson bebió un poco de bourbon mientras miraba con orgullo las formas desnudas de la salvaje valquiria.
“Va a ser duro”, pensó, “y tal vez no viva mucho, pero estoy dispuesto a resignar tiempo de vida a cambio de la intensidad de esta mujer, que me mostró lo erróneo de mis convicciones. Tal vez aún tenga una oportunidad, más vale tarde que nunca.”
Bebió un trago de bourbon, aspiró su línea y luego la besó larga y apasionadamente. La urbe, ahí nomás, al otro lado de la ventana, parecía estar a miles de kilómetros de distancia.