jueves, 15 de septiembre de 2011

EL AGUJERO MÁS NEGRO DEL UNIVERSO


Gustave Courbet - El origen del mundo - Óleo - 1866

  Para Edgar las cosas marchaban tranquilas, hasta que enloqueció por Rocío. La había conocido años atrás, en las cursadas regulares, y la reencontró al iniciarse el Curso de Postgrado que versaba sobre Astrofísica de altas energías. De pronto, los conocimientos que siempre había incorporado en un tris resultaban refractarios a sus entendederas, las que sumaban entropías emocionales y sexuales en tropel a su otrora estructuradísima psique. Y no solo eso, sino que había perdido el interés en las instancias caóticas del tejido del universo; la única estrella cataclísmica que era capaz de analizar era la que estallaba en el centro de su cerebro, y de vez en cuando también en su entrepierna.
Así que, en total desmedro de sus planes previos de crecimiento profesional, dejó de lado acervos cuánticos, fermiones, bosones, supercuerdas, longitudes de Planck, etc., y se le dio más por escribir poesías nefastas de sesgo romántico y, para completar su mutación Sabatina (esto es, relativa a Ernesto Sábato) comenzó a pintar. Y descubrió que no era tan malo; tal vez la disciplina matemática a la que se había sometido toda su vida tuviese algo que ver con la armonía que iban asumiendo sus trazos y colores sobre los lienzos. Trataba -obviamente- de retratar a Rocío, pero se le dificultaba transmitir la sublimidad de la imagen que su memoria le decodificaba. Eso fue lo que le dio la idea.
Ya un par de semanas antes había decidido abandonar el curso. O mejor dicho, el curso lo había abandonado a él, tan preocupado que estaba por sus emociones. Así que un día juntó coraje y fue a buscarla a Ciencias Exactas, a la salida del curso.
-¡Edgar! ¿Qué hacés? No apareciste más.
-No, la verdad que me agotó toda esta historia.
-Qué raro, a mi me parece súper interesante. ¿Y qué andás haciendo entonces, por acá?
-Quería invitarte a tomar un café.
-Uh… no lo tomés como una descortesía, pero no tengo mucho tiempo, ahora.
-Un minuto con vos para mí es una eternidad.
-Vas derecho al grano, por lo que se ve…
-Pasa que no tenés tiempo…
-Bueno, siendo así, tengo un par de minutos -dijo, con una sonrisa que lo hizo sonrojar, no de vergüenza, sino quién sabe debido a qué ignota secreción endocrina y/o reacción físico-química.
Ya habían pedido un café y un ron con hielo en el bar de 6 y 45, cuando Rocío preguntó:
-¿Cómo es eso de que un minuto conmigo es una eternidad?
-Sos una mujer muy hermosa, Rocío.
-Bueno, gracias; pero lo que me decís suena como una idealización romántica, y de las grosas, viste.
-No creo que esté idealizando nada. Sos hermosa, y lo sabés.
-Bueno, no soy horrible, pero sigo creyendo que estás idealizando y que ese tipo de cuestiones nunca termina bien.
-Pero yo no te estoy sugiriendo que iniciemos una relación romántica.
-Ah, ¿no? Disculpame pero me tenés un poco desconcertada. ¿De qué se trata, entonces?
-Vos sabés que me dedico a la pintura, ¿no?
-No, no sabía. Ah, me querés hacer posar.
-Bueno, se me había ocurrido.
-¿Desnuda? -Preguntó, y soltó una sonora carcajada.
-No es estrictamente necesario…
-Peeeero… -y volvió a reír. Nunca la había visto desplegar semejante simpatía.
-Y bueno, si lo que quiero es plasmar cosas bellas, sería mucho mejor, claro.
-¿Y vos como sabés?
-Vamos, no es nada secreto. Basta verte en veranito, ligera de ropas, para adivinar una vestal griega especialmente dotada.
-Mirá que yo no soy de las que mantienen encendido el fuego del hogar, eh.
-¿A qué viene eso?
-Vos, lo dijiste. Vestales son las oficiantes de Vesta, la diosa romana del lar hogareño.
-Ah, claro -dijo Edgar, tratando de ocultar un desconocimiento que de todos modos trasuntó.
-Y tampoco soy el arquetipo de la fidelidad, viste. -Edgar supuso criteriosamente que era otro atributo de la diosa referida, por lo que, con voz algo trémula, aclaró:
-Eso no tiene nada que ver con el modelaje.
-Claro, pero yo sé como son estas cosas, bebé -y le pellizcó la mejilla con el dorso del índice y del mayor. -El sábado a la tardecita me viene bien. Decime dónde está tu atelier.

El hielo tintineaba cuando acercaba el vaso a su boca, tal era el tembleque que la ansiedad le provocaba. No sabía cuántos cigarrillos había fumado, pero habían sido muchos. Aún le duraba la sorpresa de haber encontrado una Rocío tan desenfadada, tan liberal. No sabía si eso le agradaba, ya que si bien le facilitaba bastante las cosas en el sentido de una aproximación carnal, al propio tiempo le agitaba fantasmas de unos celos prematuros.
Saltó de la silla cuando tocaron a la puerta.
-¡Hola, Rocío! Pasá, pasá, sentite cómoda.
-Estoy cómoda. No hace falta que te desgastes en atenciones, está todo bien, bajá un cambio -respondió, ante la actitud desmesurada de Edgar. -Eso, sí, ¿Qué estás tomando?
-Un roncito. Te sirvo uno.
-Dale. Paso al baño, ¿adónde…
-En esa puerta de ahí.
Salió del baño desnuda, y Edgar sufrió un golpe en el pecho. Literalmente, se quedó sin aire. Ella rió y dijo:
-Dale, Edgar, cerrá la boca que se te ve la úvula.
Edgar no halló argumento para justificar lo evidente, así que se acercó, tembloroso, a lo que le pareció el Templo de Venus. Ni siquiera el desaforado Caravaggio habría sido digno de pintar aquella ninfa morena. Le estiró el vaso de ron, y Rocío lo tomó y brindó por las bellas artes. Edgar corrió a buscar el suyo para sumarse al brindis, y a sentarse en el taburete para ocultar una erección evidente.
-Supongo que debo posar acá -dijo, señalando una especie de sillón sin respaldo que Gaspar había adquirido para la ocasión en un remate de calle 1.
-Claro, claro así es -respondió él, mientras mezclaba pinturas en su paleta, haciendo tiempo para ajustar la iluminación cuando la pertinaz empinadura de su miembro se lo permitiese.
Con todo ya dispuesto, Edgar se percató de que su pulso no le iba a permitir ejecutar el más mínimo trazo coherente, siquiera para justificar todo aquello con un bosquejo mínimamente prolijo. Todos los caminos lo conducían a una especie de vórtice caótico que jamás antes había experimentado.
-¿Te desconcentro si hablo? -Preguntó la modelo.
-No, para nada -En lo que respectaba a la pintura, ya estaba absolutamente desconcentrado.
-¿Y si ponés música?
-¿Qué te gusta escuchar?
-Lo que sea. -Edgar puso en el estéreo un viejo CD de Eurythmics en random play.
-Qué bueno -dijo ella, y había que ver como esas mínimas gratificaciones halagaban el ánimo de Edgar. -Che, Edgar, vos siempre fuiste brillante en tu carrera, ¿se puede saber qué es toda esta novedad del arte, y eso?
-No sé. De repente me explotó la cabeza (no iba a reconocer todavía que tal estallido había sido a causa de ella) y tuve que dar rienda suelta a esta vocación soterrada entre ecuaciones y teorías.
-Qué bueno, eso, che. No somos máquinas, y menos calculadoras humanas. Me alegro mucho por vos. Yo, en cambio, también tengo otros hobbies, pero siempre fueron paralelos a la cuestión académica. Nunca colisionaron con ella, ¿viste?.
-Ah, ¿sí? ¿Y cuáles son esos hobbies?
-Básicamente, el sexo.
Edgar tragó saliva; y esta vez, en su balanza psicoemocional, el fiel se inclinó definitivamente hacia el lado de los celos.
-Ah, qué bien -comentó con tan poca convicción que sonó a lamento.
-¿Te parece? Yo no estoy muy segura. Tal vez me esté degradando un poco; humanamente, digo, al tomar a la ligera cuestiones que pueden hacer a la ética personal-
-No creo en las morales objetivas.
-¿Ves? Yo tampoco. Se supone que somos científicos, no filósofos judíos, o patrísticos.
-Claro.
-Entonces, todo lo que tenga que ver con la recreación necesaria para cargar las pilas del investigador, vale. ¿No te parece?
-Estoy totalmente de acuerdo.
-¿Y qué te parece entonces si recargamos las pilas?
-¿Qué?
-Dale, si andás escondiendo tu excitación desde que me desvestí en el baño…
Rindiéndose ante la evidencia, Edgar se acercó a la bella morena y la besó en los labios. Ella devolvió el gesto, sorbiendo con fruición, en tanto comenzaba a frotar su sexo por encima del pantalón. Era tal la atracción que esa mujer le producía que su preocupación empezó a rondar en torno a la eyaculación precoz, cosa que no podía permitirse en esa instancia incipiente de su relación. Al cabo Rocío procedió a desnudarlo, desesperada, casi con violencia. Y cuando intentó llevar el miembro a su boca él la detuvo, conciente de que si la dejaba hacer se derramaría al instante. A contrario, y para no desairarla y de paso empezar a juntar méritos, fue la boca de él que encontró lugar entre las bellas piernas. Ella lo recibió gozosa, primero gimiendo, casi ronroneando como una gata en celo, y luego alcanzó su primer clímax entre rugidos de tigresa. Entonces, y aún a pesar de que hubiera permanecido allí por siglos -e incluso efectuado algún otro juego previo- decidió penetrarla, por cuanto dudaba cada vez más de poder seguir retrasando el orgasmo.
Mientras lo hacía, sintió que su vida había tenido sentido nada más que por haberlo conducido a ese momento, por haberlo arrojado a aquellas costas de locura inimaginable, de frenesí sagrado, de energía superior a la emanada del núcleo activo de una enorme galaxia. Comenzó a deslizarse entre los labios de aquella exquisita vulva, primero lenta y sentidamente, y luego (a instancias de los reclamos expresados en forma física y verbal por Rocío) cada vez con más enjundia, lo que lo llevó a derramarse, extasiado de psicodélicas delicias. Y entonces volvió a sentir el golpe brutal en el pecho. Y esta vez le resultó imposible respirar. Rocío experimentó como espasmos de placer sus estertores. Edgar estaba muriendo, como Abraham frente a la visión de la tierra prometida. Pero no había una luz al final del túnel. Todo lo contrario. Había un agujero negro, licuando de modo centrípeto la totalidad de su ser. Vaya agujero negro. Vaya crudelísima analogía.

Cuando Rocío descubrió que su partenaire sexual había finiquitado, no se alteró mucho que digamos. “Lo maté”, pensó, y hubo algo de orgulloso sadismo en tal idea.
Fue al baño, usó el bidet, salió con una pequeña toalla en su entrepierna, se sirvió otro ron, encendió un cigarrillo. Miró los tres o cuatro trazos titubeantes en la tela. Soltó un poco de aire por la nariz, reflejo de una leve carcajada.
Finalmente tomó el teléfono y llamó a emergencias, aunque sabía que era ocioso.