martes, 22 de mayo de 2012

THE LUMPEN SOCIETY - EMPERNADA A DOMICILIO

Olga Levchenko

Los jueves se reunía en casa lo que habíamos dado en llamar “The Lumpen* Society”. En lugar de ir al bar del Gallego, nos reuníamos a gozar de opíparas cenas e ingestas alcohólicas, como corresponde a verdaderos lúmpenes (permítaseme este más que dudoso plural); aparte de ello y de las pullas y chanzas tradicionales, estas reuniones -inspiradas en las de la Chowder Society de la novela Ghost Story, de Peter Straub- tenían como corolario un narrador rotativo, el que debía contar una historia capaz de mantener atentos y entretenidos a una banda de irregulares mentales, capaces de aniquilarlo física y psíquicamente en caso de recaer en el menor tedio. Eso era presión, y no la de las lecturas públicas desarrolladas entre mojigatos y ratas de biblioteca. 
La cosa que ahí estábamos, Abdul, Pepe, Piero, Renato y yo, luego de dar cuenta de un buen par de lomos de ternera a la cacerola, bebiendo un Lambrusco de Bodegas Florio y hablando de bueyes perdidos. Entonces llegó el momento de la historia de Abdul, la que se vería muy poco interrumpida y escasa y tímidamente chanceada por los demás, a tenor de sus pocas pulgas y a su tendencia a resolverlo todo a los golpes. El gordo brutal imponía respeto, aún a sabiendas que difícilmente aporrearía a alguno de nosotros por tales nimiedades.
Abdul se empinó el vaso de vino, se sirvió más, encendió un cigarrillo negro, carraspeó dramáticamente y comenzó con su historia.
-Por aquél entonces tendría unos 17 ó 18 años. No me acuerdo bien por qué cagada que me había mandado mi viejo me cortó los víveres, y no tuve más remedio que conseguir alguna changa para pagarme los vicios; así es que de pronto me encontré en las calles con una voluminosa carpeta. Se trataba de rifas de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos, de cuya venta recibía diariamente un pequeño porcentaje, así que dependía de mi capacidad como vendedor hacer rendir la cosa. Por eso me afanaba, puerta tras puerta, por vender lo más posible, a partir de un espiche elaborado para las circunstancias. Y haciéndome el simpático, cosa que nunca me salió muy bien que digamos. Así que una tardecita fría y lluviosa, y luego de tocar a miles de puertas, no había vendido una miserable rifa. Tenía ganas de arrojar la carpeta a la misma mierda y buscar algún otro modo de hacer moneda, mas decidí hacer un intento más. Llamé a un chalet pintoresco, de ladrillo a la vista, con un cuidado jardín en el patio del frente. Abrió la puerta una pendeja soñada, linda y fuerte por donde se la mirara. 
-Buenas tardes.
-Buenas tardes señorita. Vengo…
-¡¿Señorita?! ¡Pero que ceremonioso que sos! Me llamo Magda; por favor, señorito, llamame por mi nombre. ¿Y el tuyo es…?
-Abdul.
-Qué, ¿te escapaste de las Mil y una noches?
-Por tu belleza, pareciera que sí, y que he hallado a Sherezade.
-Ah, mirá que sos loco… ¿Y qué te trae por acá?
-Estoy vendiendo rifas de la Sociedad…
-Vení, pasá y me las mostrás adentro -me interrumpió-. Y de pasada tomás algo caliente, hace un día de mierda, estás todo mojado.
Juro que hasta entonces mi único interés consistía en vender al menos una rifa, mínimamente para justificar la caminata, la mojadura y ese avatar laboral tan magro en su rentabilidad. Así que la seguí.
-¡Madre, vení que te presento a Abdul! -Llamó a alguien que estaba en lo que supuse era la cocina. A poco entró otra mujer tan joven y hermosa como Magda. Si no la hubiese llamado madre, yo habría creído que se trataba de su hermana, o una amiga de su misma edad.
-¿Abdul? -Preguntó. Se notaba que mi nombre le resultaba raro.
-Decímelo a mí -dije yo, que había sido bendecido por Cratilo, ese sofista esquivo a toda falacia lingüística. El gordo, haciendo caso omiso a mi comentario, continuó:
-Tenés cierto aire morisco, sí -observó la madre-. Yo soy Elina, y estaba haciendo café. Me imagino que tomarás uno.
-Claro, gracias.
Elina fue a preparar o servir los cafés. Su hija me miró de arribabajo, como quien examina una mercadería antes de comprar, y eso me recordó que debía vender rifas, cosa elemental que había olvidado, turbado como estaba. 
-¿Te muestro las rifas? -Pregunté tímidamente.
-Ya habrá tiempo para eso, ahora te tenés que sacar toda esa ropa húmeda.
-¡¿Cómo?!
-Te vas a enfermar, Abdul, si se te seca sobre el cuerpo. Dejate los calzoncillos, si querés. Igual, te traigo una toalla. Pero eso por vos; a nosotras no nos molesta para nada si te quedás desnudo, ¿no, má?
-Por supuesto, encima es un joven muy apuesto -respondió má desde la cocina.
-Y nosotras somos nudistas, así que no vamos a ver nada que no hayamos visto en todas las playas y campamentos que frecuentamos.
Yo estaba demudado. Esas deliciosas mujeres ¡me estaban pidiendo que me desnude, loco! Tá bien que yo no era taaaan pendejo, pero sí era lo suficiente como para quedar de una sola pieza.
-Quién diría, que la bestia pop iba a quedarse tan turbado por un par de trolas… -observó Renato, ganándose la mirada de odio del malevo devenido rapsoda, que le respondió:
-Bueno, yo por lo menos les perdí el miedo. Vos seguís siendo el mismo cobarde sexual de la adolescencia -nos cagamos de risa. -La cuestión que a poco estaba en bolas, al lado del hogar; y ante el alboroto de Magda por mi desnudez, los temores fueron dando lugar a la excitación. De pronto me preguntó si se sentía bien el calor del fuego sobre la piel, y no bien contesté que sí, que bárbaro, comenzó a desvestirse sin afectaciones ni pose alguna, rápida y efectivamente. Pero por más rápido que se haya desvestido, mi verga fue aún más rápida, ya que antes de que ella terminara de quitarse la ropa había alcanzado una rigidez insuperable. 
-Claro, me imagino -dijo Piero-, a esa edad…
-Sí, a esa edad apenas si la había puesto unas pocas veces, y siempre con bagartos impresentables, nunca con una ninfa como aquella. Se paró junto a mí, de frente al fuego.
-Parece que reaccionó rápido, el amigo.
-Es que sos muy linda -dije, con voz quebrada por el deseo que atenazaba mi sangre joven.
-Permiso -se excusó Elina, mientras dejaba sobre una mesita la bandeja con dos tazas de café-, vuelvo a la cocina a preparar la cena. Que se diviertan.
Mi asombro continuaba creciendo, no tanto como mi poronga pero casi. Magda la tomó en su mano derecha, y yo casi eyaculo. Apenas si tuve tiempo de besarla, arrojarla a lo bestia sobre la alfombra, penetrarla sin considerar su receptividad y pegar cuatro o cinco bombazos para echarle un polvo que parecía no tener fin. Ella aprovechó esto, y la posterior rigidez que demoró bastante en retraerse, y acabó con un crescendo de exclamaciones que culminó en gritos pelados. Tal parecía que no había rollos con la cuestión sexual en esa casa. Ni bien recuperamos un poco el aliento del breve pero contundente encontronazo erótico, entró Elina. Estaba totalmente desnuda, una delicia de mujer, y sólo llevaba puesto un antifaz de plumas que me hizo acordar a los carnavales de Río de Janeiro. Desde algún estéreo que no pude ubicar se oía “Wild horses” de los Rolling Stones. La hermosa mujer desnuda comenzó a moverse al son de esa canción, era absolutamente surrealista. Volví a excitarme. Miré el show mientras Magda, también concentrada en los movimientos sexys de su madre, me masturbaba levemente, como evitando desperdiciar otra eyaculación; aunque para mí, no había garantía alguna de que tal cosa no fuese a ocurrir, por más delicadeza que le aplicara a la suave paja. Así que, previendo un trío condimentado con una buena dosis de incesto, retiré su mano e intenté relajarme para tener reservas en los momentos clave.
-Sos bastante degeneradito, vos, eh… -comentó Pepe.
-¿Por qué lo decís?
-Por lo del incesto, y eso…
-Ay, miralo vos, al puto. Claro, al señorito le caen mal los incestos. Ni que hubieran sido tu vieja y tu hermana… encima no me hagás acordar de la historia con las hermanas porque te fajo. (Ver “Andá a la concha de tu hermana”) -La cosa es que terminó el tema y Elina, la madre, se me tiró encima. Comenzamos a besarnos con desesperación y a rodar sobre la alfombra, presas de una urgencia que llevó a Magda a unirse y meter mano donde podía, sobando tanto a mí como a su má.
-Loco, ¿es cierto todo eso? -Preguntó Piero.
-Se te está parando, ¿no? -Observó socarronamente Abdul. -Quedamos en contar historias, no en analizar su veracidad, que yo sepa.
-Claro, pero esas cosas no pasan, en la realidad -insistió el gringo.
-A vos, no te pasan -me apresuré a remarcarle.
-Ah, claro, Cratilo, el gran cogedor… ¿O debería decir el gran fabulador? “Oh yes, I’m the great pretender, uhuhuhuhuhu” -cantó.
-¿Puedo terminar mi historia? Bueno, la cosa es que yo ya me había agarrado el bicho para metérselo a má, y estaba enfilándolo para su coño cuando alguien irrumpió por la puerta de calle, de manera violenta. Un individuo flaco, barbado, entrecano, que exclamó:
-¿SE PUEDE SABER QUÉ ESTÁN HACIENDO?
-¿No es obvio? -Respondió Magda, y soltó una muy musical serie de carcajadas. Yo me sentí algo ridículo e intenté taparme el miembro con la mano. Estaba recagado, dado que no podía pensar otra cosa que el fulano aquél sería el macho de má Elina, por lo que corría real peligro de ser ajusticiado.
-¡VAYAN AL CUARTO A VESTIRSE, PUTAS DE MIERDA! ¡Y VOS TAMBIÉN VESTITE, PENDEJO!
Las mujeres adoptaron actitud sumisa e hicieron caso. Yo también.
-¿Vos sabés adónde te metiste, pendejo?
-No, solamente vine a tratar de vender una rifa y estas mujeres casi me violan.
-Estas mujeres son mis pacientes. Soy médico psiquiatra.
-Ah -dije, al tiempo que pensaba que eso explicaba muchas cosas.
-Sí, y como estas mujeres andaban bien, les di un alta transitoria y las mandé a convivir a la casa de una de ellas, para que se contengan una a la otra. Y estaba dando resultado, hasta que apareciste vos.
-Pasa que qué quiere que le haga, yo no sabía…
-Eso no justifica que andes teniendo relaciones sexuales por ahí, sin criterio ni protección. Ahora me vas a tener que dejar tus datos.
-¿Cómo?
-Sí, nombre, domicilio, documento, y eso.
-Perdón, pero usted dijo que era psiquiatra, no policía.
-Soy psiquiatra. Y necesito esos datos.
-¿Para qué?
-Vos ya sos mayor; y si no, es lo mismo. Uno se tiene que hacer responsable de sus actos. ¿Y si embarazaste alguna de estas mujeres?
Entonces yo, que ya me había terminado de vestir, le puse un puñete que lo tiró de culo directamente en la estufa hogar; bien que se debe haber quemado el ojete. Y después salí corriendo como alma que lleva el diablo.
A las cuatro cuadras me di cuenta que había olvidado las rifas. Lástima, era un buen trabajo. Si bien no se ganaba mucho, parecía tener sus compensaciones.

* Apócope del término propuesto por Marx y Engels lumpemproletariado, “capa social más baja y sin conciencia de clase“ (Diccionario de la RAE).

viernes, 18 de mayo de 2012

EL SEXO EN TIEMPOS DE CRISIS

Olga Levchenko
Olga Levchenko





















Durante una de las tantas crisis económicas que han sido moneda corriente (vaya una metáfora tan apropiada para el tema) en este País, y a causa de ella, tuve que hocicar e irme a vivir a casa de Laureana, una rubia bastante atractiva pero en cuyas garras jamás hubiese caído sino merced a estas trapisondas del neoliberalismo salvaje, que nos desangraba cada vez que conseguíamos juntar más de cuatro o cinco glóbulos. Allí estaba yo, miembro en ristre, asegurando a puros empujones pélvicos el techo que me cobijaba, y consolándome al pensar que había trabajos mucho peores, cuando había. Poniéndola día por medio -cosa que de todas maneras iba a hacer, por imperio de la convivencia-, me ahorraba el alquiler y podía seguir comprando whisky, bourbon y todo tipo de delicias destiladas en el hemisferio norte. Y de paso tenía adonde ponerla. Lo malo era que ella se sentía mi ama y señora, mi esposa o vaya a saber qué otra malsana fantasía análoga. En fin…
Pero la crisis no cesaba de golpear -a los pobres y los asalariados, claro-, y un buen día sonó el teléfono. Laureana respondió:
-Sí… hola, Carolina, ¿cómo andás?… Ah,  claro, vos sabés que estoy viviendo con Cratilo acá… no, digo, si no te importa a vos… no, a mí para na… claro, no seas boluda. Dale, venite, te esperamos a la tardecita, ¿vale? Bueno, chauchau, besito.
-Era Carolina.
-Ya sé, ya oí. -Carolina era una amiga muy cercana que, lamentablemente, se había enganchado con mi camarada Pepe.
-Parece que no puede pagar más el departamento. Va a venir a vivir acá, con nosotros.
-¿Por qué no ponés un centro de refugiados?
-¿Acaso te molesta? ¿Justo a vos, que tuviste refugiados un par de etíopes en tu casa no sé cuánto tiempo, y ni siquiera los conocías?
-Bueno, pero eso fue…
-Nada. No voy a dejar a mi amiga en la calle. Si te molesta, te vas vos.
-A mí qué me va a molestar. Si no te molesta a vos… el que me molesta a veces es Pepe. ¿Por qué no se la lleva a su casa?
-Porque es un pelotudo que no tiene ningún trabajo decente y vive con el padre, que es más pelotudo que él.
-No más preguntas -dije, mientras pensaba que tal vez no sería mala idea, finalmente.

Poco antes de que cayera el sol, aparecieron. Bajaron un par de valijas y unas cuantas bolsas del Peugeot del padre de Pepe. Una de las bolsas tenía unas buenas tiras de asado y otras achuras, así que fuimos al fondo a encender el fuego de la parrilla. Mientras las mujeres parloteaban según su esencia (interrumpiéndose, luchando a brazo partido por cada mínima porción de silencio y dirimiendo a voz en cuello cada conflicto limítrofe), nos servimos un generoso fernet con Cinzano y nosotros también departimos, mas sin tanta efusividad ni mayor entusiasmo, el que en mi caso era prácticamente nulo. Entre vaguedades de corte socioeconómico y lamentos por una realidad cuyo flagelo hoy día castiga a Europa, de pronto Pepe dio voz a una espina que, yo sabía, tenía clavada en la glotis:
-No te vas a hacer el vivo, con Carolina, vos, eh.
-El ladrón cree que todos son de su condición.
-Sabés, a lo que me refiero, ¿no?
-Pegame de antemano, mejor.
-Qué, ¿pensás intentar algo?
-Sí, cagarte a trompadas. ¿Me querés dejar de hinchar las pelotas?
-Claro, sí; vos ponete en mi lugar…
-Jamás. Vos hacés muchas pelotudeces, viejo. Me sería imposible alcanzar ese nivel de pelotudismo.
-Sí, pero si fuera Laureana…
-Y la puta que la parió. ¿Vos te creés que si tuviera un mango para el alquiler estaría acá? Y no me hagás hablar fuerte, que se me acaba la joda. Encima tengo que bancarme a tu chica y, como si fuera poco, a un boludo pidiéndome que le jure lealtad. ¿Quién sos? ¿Perón?
-Estás muy reactivo, bajá un cambio, loco. Lo que quiero decir…
-Sí, ya sé y ya te contesté. Si fuera Laureana lo último que haría es ir a pedirte que no te la garches, gil. Lleváte a tu chica con vos, si tenés tantos celos. Y si tenés miedo, comprate un perro. Y hablemos de otra cosa.

Luego de poner la mesa en el patio trasero y de comer un buen asado (flor de lujo por aquellos días), seguimos dándole al fernet con Cinzano, mezcla pesada si las hay. Y como bien se sabe, el superyó es soluble en alcohol, así que los diálogos venían cada vez más teñidos de cargas emocionales. Laureana increpaba a Pepe por no madurar y hacerse cargo de su novia, que si no fuera por ella se quedaba prácticamente en la calle.
-Vos sabés, Laureana, que no tengo trabajo.
-Conseguite uno, entonces…
-¿En esta época? Como si fuera fácil; están echando gente de todos lados y vos querés que me den laburo a mí…
-Claro, porque te rompés el culo, buscando. No, querido, si no buscás no vas a encontrar.
-No encuentro, te dije. ¿Vos te creés que a mí me gusta vivir en la casa del cabrón de mi viejo?
-Para mí sí, te gusta. Si no, o sos masoquista o sos pelotudo, viejo. Estás bastante grandecito, ya te las podrías arreglar solo, ¿no te parece? Ahora la culpa es de tu viejo, un gallego laburante que es tan hijo de puta que te sigue dando techo y comida.
No, si cuando la rubia se ponía densa no la aguantaba ni San Puta. Y lo más triste -tragicómico, me atrevería a decir- era que esta vez tenía toda la razón del mundo. Carolina hacía girar el fondo de su vaso para que se licuara el hielo de su fernet. Ella lo tomaba con Coca-cola, mientras miraba al piso, con aire pensativo. Era una morocha de rasgos finísimos y figura espectacular. La miré, absorbiendo meticulosamente cada una de sus formas. Sentí que las cosas se iban a complicar, pero el nivel de alcohol en sangre me llevaba a considerar paparruchada toda eventual complicación sobreviniente. Contemplándola, tuve una emoción estética solamente comparable a las que sentía al ver a Raquel Welch en mi infancia/adolescencia. En tanto Pepe buscaba justificarse en las circunstancias, como siempre:  
-Bueno, pero todo tiene que ver con la experiencia de vida de cada uno. El gallego trabajador y generoso ése que vos decís hizo de mi vida un infierno. Sobre todo después que murió mamá.
-¡Dale con eso! Ponele que el pobre hombre era un poco bruto, y te maltrató un par de veces, física o psicológicamente, ¿por eso está condenado a mantenerte hasta el día de su muerte? Superalo, hombre, madurá. 
-Permiso, voy a lavar los platos -dijo Carolina, mientras se levantaba y rumbeaba hacia la cocina, cuya ventana daba al extenso fondo donde el pobre Pepe recibía la diatriba de “mi mujer”.
-Che, loca, pará un poco, ¿no ves que Carolina puede tomar tu discurso como que te cae pesado que venga a parar acá a tu casa?
-No seas boludo, vos, ¿o acaso te creés que no conozco a mi amiga?
-No, digo porque por momentos hasta yo me sentí tocado…
-Y, entre vos y mi amiga, perdé cuidado que al que rajo primero es a vos.
-Lo descontaba; gracias por la sinceridad, igual.
Mientras lavaba los platos, Carolina me miraba a través de la ventana de la cocina, a unos diez o quince metros. Yo le devolvía las miradas cuando podía, tratando de no levantar la perdiz. Pero Laureana y Pepe estaban cada vez más trenzados en su discusión, y más borrachos; ello, al punto que los argumentos, formulados en voz cada vez más alta y mayores dificultades de dicción, ya no importaban tanto, y alcanzaban sinsentidos paroxísticos. Cuando Pepe se puso a contar que, cuando era niño, su padre llenaba el lavabo del baño mientras le enseñaba acerca del tiempo que un ser humano aguanta sin respirar, y lo psicopateaba antes de someterlo a la tristemente célebre tortura conocida como “el submarino”, fue demasiado para mí. Me excusé diciendo que iba al sanitario.
-No los aguanto más -dije a Carolina, quien continuaba esponja en mano.
-Están bastante pesaditos, ¿no?
-Ahá. No tenemos mucho tiempo -salté sin red-, así que… ¿puedo agarrarte desde acá atrás?
-¿Qué te pasa, boludo? Están ahí, se va a armar kilombo.
-Por eso, desde acá los vemos. Y si miran, meto violín en bolsa y listo.
-Ah, bárbaro, y nos quedamos con la taquicardia, nomás.
Puse el pingo para arriba y comencé a apoyar el soberano culo con verdaderas ganas.
-¡Salí de ahí, guacho, te dije!
-Dale, si te gusta…
-Claro, que me gusta, pero se va a armar kilombo, ya te dije…
-Desde acá los vemos -dije, al tiempo que subía su vestido, le bajaba un poco los calzones y apuntaba mi misil a punto de explotar. Ella ya no oponía resistencia. Al contrario, se entregaba.
-Mirá que sos… ay… ay… ahhh ahhh… dame… dame… dame… da… ah… ¡Dámela! ¡Dá…mela… Dameeee! ¡Ahhh,,, ahhh… ahhh, qué bueno, que ganas que tenía!
Entonces descargué. Sin tanto ahhh. Lo suficiente, bah.
-Viste, sobraron fichas -comenté.
-La cosa no es así, Cratilo. Por ahí se puede dar, más adelante. Pero tranquilos y sin riesgos.
-¿De qué riesgos me hablás? Mirá como siguen enroscados en esa especie de psicoanálisis compulsivo al que Laureana lo está sometiendo…
-Sí, ¿no?
-Aparte, tienen un pedo bárbaro. Vení un segundito.
-¿Adónde?
-Acá, acá, atrás de la pared, para darte un beso sin que nos vean.
-¿Es amor?
-No, no quiero que sea pura genitalidad a lo bestia.
Me dio un beso que me supo muy, pero muy bien.
-Bueno, me voy a hacer ver.
-Dale, ahora voy.
Volví al patio. No me dieron ni bola.
-Che, aflojen un poco -les dije, en un brevísimo resquicio del diálogo. 
-¿Qué aflojemos qué? -preguntó Laureana, con la cabeza menos equilibrada que la de un bebé y lengua de trapo, además de casi no poder enfocar la mirada.
-Shí, boludo, qué te pasha… -me dijo Pepe, en iguales o peores condiciones de gobernabilidad.
-Loco, están alcanzando peligrosos niveles de patetismo…
-Ahí shalió el intelectual -observó mi amigo, y tocó justo un punto sensible en alguna zona de complejos de “mi chica”, quien cada vez que podía vituperaba mis intentos narrativos; sea el estilo, el fondo, o cualquier cosa que pudiera abarcar lo suficiente como para descalificarla.
-Sí, yo siempre le digo al boludo éste que se defina, que si sigue emperrado… (eructo) en escribir porquerías haciéndose el sabihondo, no va a tener jamás muchos lectores o una edición como la gente.
-Pequeñas delicias de la vida conyugal -dije.
-A, eso -dijo la rubia guarra que decía ser “mi pareja”-, la ironía. La ironía te queda como el culo hablando, imaginate cuando escribís (Pequeño berp con saltito)
-Yo no saqué turno para hoy, así que guárdense sus análisis. O analícense entre ustedes, qué sé yo. 
-Andá, amargo.
-Sí, me voy a comprar cigarrillos y a tomar un poco de aire. Acá está irrespirable.
-Traeme Marlboro box -dijo Pepe.
-Chupame un huevo.

Entré. Carolina se estaba secando las manos e iba para el fondo.
-Están a la miseria -le Informé-. Andá un ratito que te espero en tu habitación.
-¿Vos decís?
-Ya se caen, es cuestión de minutos.
-Me fijo; si da, vuelvo. Y si no, en un rato, volvé vos, al fondo.
-Ya fui y prácticamente me echaron.
-¿Te parece que pasará algo entre ellos?
-No creo, pero igual me importa tres pelotas.
Entré en su cuarto y cerré la puerta. Las valijas y bolsas estaban desparramadas sobre la cama y en el suelo. Corrí algunas y me acosté. Pensé que en una de ésas vendría Laureana, a acomodar algo o alcanzar sábanas, o qué sé yo. Si era así se pudría todo. Pero enseguida deseché la posibilidad, estaba demasiado en pedo. Yo no tanto, pero también me quedé dormido. Desperté con la agradable sorpresa de sentir mi miembro en la boca de Carolina. Había vuelto, y, cómo. La tomé de los pelos y moví mis caderas al ritmo de la sangre encabritada. Se desvistió -oh dios, cuántas bellas formas todas juntas- y se subió encima de mí. Le dimos, fuerte y parejo, un buen rato. Luego otra vez los aahhh y aaarghhhs ahogados, con más alguna palabreja incitando a la acción o invocando al eterno, y acabamos con la alegría de la incipiente y poderosa relación. Se echó sobre mí, y con su delicioso cuerpo arriba del mío, volví a dormirme. Mucha acción, mucho alcohol. Cuando volví a despertar, creí que no lo había hecho y que continuaba soñando: Laureana y Carolina se hallaban trenzadas en una caliente sesión lésbica. Permanecí viendo cómo Laureana chupaba con frenesí el sexo de su amiga. Ello hasta que mi erección me llevó a acercarme de atrás y penetrar a “mi pareja”. No sólo no se opuso, sino que hasta se encabritó. Entonces, y luego de un par de orgasmos, Carolina tomó un vibrador y empezó a recompensar a su amiga, en tanto yo gozaba de las variaciones de coño. Terminamos todos exhaustos. Y dormidos, claro.
Al otro día, los primeros en despertar fuimos Carolina y yo. Claro, los otros habían tomado casi hasta caer en coma. Laureana, desnuda en la habitación que ocuparía Carolina, y Pepe, en el sillón de mimbre del fondo, en donde había quedado.
-Tiene razón Laureana, es muy boludo, el chabón éste.
-Tiene cosas buenas, che -intenté defenderlo.
-Y, si no, habría que matarlo.
Tomamos un café con aspirinas, primero, y después unos mates. Estábamos en eso cuando ingresó Laureana a la cocina.
-Dame un mate -pidió, mientras se tomaba la cabeza. Estaba desfigurada. La resaca debía ser terrible. Tomó el mate, me miró y me dijo:
-Flor de hijo de puta, sos vos, eh.
-¿Hijo de puta? Al contrario, soy demasiado comprensivo, que no es lo mismo -respondí, sintiéndome muy pero muy bien de no ser el único con motivos para quedar imputado. Laureana tomó el mate, me lo devolvió y salió al fondo. Despertó al pobre Pepe dándole una patada y a los gritos.
-¡Che, yo le dije a Carolina, que podía quedarse acá, no a vivillos como vos! ¡A ver si te las tomás de una vez!
Si Laureana era jodida normalmente, imagínense de resaca.
Acompañé a Pepe hasta la puerta.
-Me quedé dormido -dijo.
-No, si no me di cuenta. ¿Podés manejar?
-Claro, boludo, cómo no voy a poder. Y vos, acordate lo que te dije ayer…
-Me dijiste muchas cosas.
-Que no te hagás el vivo con Carolina.
-Ah, eso. Quedate tranquilo. Está más segura que en un convento jesuita.
-No te hagás el boludo.
-Te prometo que no le voy a hacer nada que ella no quiera.
-Dale, seguí, nomás.
-Andá a dormir, boludo. Yo estoy con la rubia, y viste cómo es. Antes de meterle los cuernos meto el bicho en la máquina de picar carne.
Se fue, tal vez un poco más tranquilo. El sol me daba en la cara. La media mañana era brillante, igual que mis perspectivas. Finalmente, y a pesar de la crisis, las cosas iban saliendo bien. Sí, señor.


jueves, 10 de mayo de 2012

SEXO, MENTIRAS Y JEREZ

Milo Manara

“Estimado Sr. Bermúdez:
Soy Miguel Dell Hacha, tal vez haya oído algo acerca de mí. Soy crítico literario, y por indicación de F. me he dedicado a leer tres o cuatro de sus novelas. He escrito algo acerca de ellas, pero mi personalidad puntillosa y mi temperamento perfeccionista, me impulsan a solicitarle tenga a bien concederme una entrevista, para despejar dudas y ahondar en ciertos aspectos de su psiquis, que me han interesado vivamente, más allá de lo estrictamente profesional.
Es por ello que me permito invitarlo a cenar el viernes por la noche, en mi casa de (domicilio). Sería fantástico que nos honrara con su presencia, y de paso me ayudara a degustar un par de botellas de jerez ibérico del mejor, que acaban de regalarme.”
Buenobuenobueno, algunas veces el correo electrónico depara sorpresas que, en principio, lucen de lo más atractivas. Está bien que poco y nada representa para mí una nota o una charla con un crítico prestigioso -el que no obstante parecía conocerme al punto de saber o intuir que, a no ser por el jerez ibérico, preferiría sin duda reunirme con los muchachos en el bar del gallego antes que aguantar soporíferos diálogos académicos y/o esteticistas con un viejo erudito-. Lo llamé al teléfono y ajustamos los detalles para la cena. Cumplí en avisarle que no soy muy comunicativo que digamos con gente que no conozco muy bien, y que tal vez resultara un verdadero fiasco para él. Por su parte pidió, como en broma, que no menosprecie la capacidad analítica y proyectiva de sus hermenéuticas. Casi le digo que se meta el jerez en el culo, pero me banqué. Ya habría tiempo para liberar los exabruptos que mi codicia etílica estaban reprimiendo.

-Buenas noches -dije al veterano que me abría la puerta con una gran sonrisa. Se trataba de un individuo de estatura normal tirando a baja, tez blanca, pelo negro -seguramente teñido- y ojos azul profundo, vivaces y dotados de una energía que el resto del organismo parecía carecer.
-Adelante, querido amigo, siéntase en su casa. Ahora le preparo un cóctel -el jovato comenzó a simpatizarme de entrada. Al cabo volvió con un trago formidable; fuerte y fragante. Jamás había bebido algo así. No obstante percibí el sabor del escocés. “No empecés a chupar a lo loco”, me dijo ese vigilante interno a quien detesto, aunque me haya salvado la vida en más de una oportunidad. “Ya sabés que después desbarrancás y terminás haciendo papelones”.
-Soy todo oídos -propuse. -¿De qué se trata todo esto?
-Nada, que quería escribir algo sobre usted, y me imaginé que conversar personalmente aportaría una perspectiva más cabal de su obra, que está íntimamente ligada a su persona, ¿o me equivoco?
-Puede ser, pero supongo sinceramente que mi obra no da para tanta alharaca intelectual. Esas cuestiones no sólo me son refractarias, sino que las encuentro veleidosas hasta la exasperación.
-Es precisamente eso lo que más me motivó para solicitarle esta entrevista. Por ejemplo, si no le molesta, voy a comenzar a preguntarle algunas cosillas: ¿Es usted un “outsider”? Y en caso afirmativo, ¿eligió serlo, o era algo inherente a su personalidad?
Bebí un buen trago del cóctel y respondí: -No sé lo que es ser un outsider, o mejor dicho no tengo en claro los parámetros que definen estar in o out. Es más, no sé de qué carajo hay que estar dentro o fuera. Usted lo plantea en términos que me recuerdan a la ya vetusta discusión sobre esencialismo y existencialismo, y yo no creo en estas dicotomías que solamente discurren en la mente humana. Yo, como cualquier hijo de vecino, veo la existencia, miro los entes, trato de adivinar las esencias metafísicas; ello sin atender nada más que a la manera de gozar mejor de las delicias que ofrece el mundo, y de huir de toda fuente de dolores o desgracias.
-Muy claro, y muy coherente con lo que escribe.
-Obvio, maestro. Nadie me paga por hacerlo, ni voy detrás de oros o bronces. ¿Por qué debería falsear el discurso, entonces? Me encanta leer, y sobre todo cosas divertidas -porque ya me emplumé con las densidades del intelecto, obligándome a deglutir mamotretos literarios y filosóficos a mansalva, cuando era muy joven y creía que era necesario. Y en función de ese inquieto y agradecido lector es que hallé el placer de la escritura, y trato de socializar esos magros frutos con una sola consigna: no aburrir a los destinatarios.
-¡Y olé! -festejó una voz femenina a mis espaldas. Me volví para ver una jovencita alta y delgada, pelo negro ondulado, ojos claros y mirada clara, que me sonreía. Era algo delicioso. Y continuó: -¡Y bien que lo logras, tío! Yo me emociono mucho con cada uno de tus relatos,
-Ella es Silvina, mi hija -la jovencita deliciosa me saludó con un beso. -Acaba de llegar de España. Es una fervorosa admiradora suya. ¿Le molestaría que permaneciera aquí, mientras conversamos?
-En absoluto -respondí, al tiempo que ella ya se estaba sentando en el sillón desocupado frente a la mesita de café, como dando por hecho que no me molestaría. Bastaba con verla para darse cuenta de que jamás me podría molestar, a no ser que se considerara una molestia a la tensión sexual. -¿no tiene más de esto? -agregué, sacudiendo la base de mi vaso vacío.
-Dejá que yo te preparo -se ofreció Silvina. Era muy loco. El jovato me trataba de usted y la pendeja, que tenía la mitad de mi edad, me tuteaba. La noche pintaba mucho mejor que lo que había supuesto en la previa. La bella me alcanzó la copa, y clavó en mis ojos una mirada de entrega emocional. Y otra vez la vieja pregunta: ¿yo me las busco o me buscan a mí? No dejaba de ser halagüeño, pero la hermosa jovencita suponía -prima facie- un gran esfuerzo. Y problemas, muy probablemente. Que no tardaron en ingresar por la puerta del fondo.
-Buenas noches -saludó un muchacho muy fortachón y atractivo, entrando desde los fondos en medio de un vaho de asado y limpiándose la mugre  del carbón con un trapo húmedo.
-Él es Emilio -dijo Miguel-, el novio de Silvina.
-Encantado -dije, aunque no lo estaba en lo más mínimo, sólo un formalismo. Él ni siquiera me respondió. Era evidente que algo le había mencionado respecto de su admiración por mí. Tomó algún utensilio del cajón de la mesada, en la cocina contigua a la sala, y se marchó a continuar con su tarea gauchesca de prepararnos un asado criollo. Yo me cagaba en el telúrico menú, ya que en mi fuero íntimo aguardaba el jerez español que el jovato me había prometido. Era todo muy extraño, pero no tanto como infinidad de otras tertulias en las que me había visto envuelto.
-Sepa disculpar las interrupciones -me dijo Miguel-, pero quise que la reunión tuviera un ligero toque de entrecasa.
-Está todo bien.
-Aparte, si la dejaba afuera a Silvina, me iba a pasar factura de aquí a la eternidad.
Cavilé que el comentario del crítico de arte apuntaba, de alguna extraña forma, a hacerme picar con su hija. No entendía los fines ulteriores, pero mientras no hubiese hechos de sangre, no dejaba de ser divertido.
-Prosigamos. Antes, solía verlo en los ágapes literarios, en eventos culturales, lo he visto leer cuentos y poemas, participar de las actividades de la comunidad de escritores, y de pronto no apareció más. ¿Me diría a qué se debe ese cambio?
-Básicamente, porque no soporto a esa caterva de ególatras que se hacen los finos, y que creen que una buena gramática y sintaxis, adunadas a la sensibilidad exquisita que creen poseer, los habilita como escritores. Ser “escritor" es el pináculo, se desviven por ingresar a ese Parnaso de culos blandos. Me quedo toda la vida con los muchachos del bar. Son mucho más interesantes, más duros y tienen historias por lejos más divertidas.
-¿Verdaderas? -Preguntó Silvina, y su padre la miró como recordándole algo; muy probablemente que la dejaba asistir con la condición de que no interviniera en el diálogo.
-¿A quién le importa? ¿Acaso la realidad es verdadera? La realidad “es“, la dicotomía entre verdadero o falso es algo que solamente resulta pertinente a la mente humana, Y sepan disculpar mis continuos derrapes hacia cuestiones filosóficas.
-Claro, eso me lleva a otra pregunta. Antes las cuestiones filosóficas tenían un rol preponderante, en su obra. Ahora parece haberse anclado más en la cuestión sexual. ¿Algún hecho o razón en particular ha determinado este giro temático?
-La necesidad de compartir mis historias. Escribir para uno mismo tiene algo de masturbatorio, al menos para mí. No quiero que me lean por cuestiones yoicas o fruitivas, quiero compartir emociones y diversión. Convengamos que son mucho más entretenidos los entuertos sexuales onda Bocaccio que la tradición patrística medieval. Escribiendo pelotudeces como ésas me leían dos o tres tipos. Y los que lo encuentran frívolo, no se imaginan lo patético que encuentro yo a sus pedestales, flotando entre negras miasmas de desconcierto que jamás podrán soslayar. Eso, salvo honrosísimas excepciones, desde luego. 
-¿A quiénes rescata, por ejemplo?
-A los estudiosos de la lingüística. Creo que por ahí anda el hilo de Ariadna. A los estudiosos de la física teórica. Entre ellos y alguno que, sin prejuicios, se vaya integrando a la banda, están por poner de la cabeza nuestra apestosa noción del mundo. 
Silvina me miraba embelesada, con la boca ligeramente abierta y con un gesto de apasionamiento que por un momento me hizo dar un leve vahído. Sin proponer, el venadito aquél estaba entregando el garrón, solito se colgaba del gancho. O tal vez fuera una histérica irredimible. La experiencia me indicaba que en estos casos no convenía montar el picazo.
Volvió a entrar Emilio, con cara de 38 largo. Creo que vio la manera en que Silvina me estaba mirando y se brotó. Antes de volver al fondo, le dijo de mal modo:
-¿Podés venir un momentito al fondo?
-¿Qué querés?
-Nada, que vengas un segundito.
-Está bien, espero que no sea alguna boludez.
Nuevamente solos, dije a Miguel:
-¿Pasa algo?
-No, nada, vio cómo es la juventud. Si no hay conflictos, se los inventan, con tal de discutir un rato y después reconciliarse. 
-Ahá. Cualquier cosa me dice, y lo dejamos para otro día…
-No, desde luego que no. ¿Prefiere abrir un jerez ahora, o después de la cena?
-No tengo hambre, pero sin embrago me gustaría probar ese néctar -argumenté, sacando cuentas de que por ahí, por imperio de las circunstancias, iba a tener que irme de allí antes de poder degustar el jerez. Miguel sirvió dos copas, las entrechocamos, percibimos el aroma y luego empinamos el codo. Sabía a gloria. Volvió a servir, volvimos a beber, ésta vez sin olfateada previa. Y otra vez. Y otra. Y otra más. 
-¿Está tratando de bajar un record? -Pregunté, mirándolo con ojos más benevolentes. 
-No. Estoy tratando de tomar coraje para pedirle lo que voy a pedirle.
“Cagamos” -pensé. Ya me parecía que se traía algo bajo el poncho, el jovato. Cuando la limosna es grande…
-Mire -aclaré-, no hace falta tanta mise en scène. Tomemos tranquilos, usted me pide lo que supuestamente tiene para pedirme y yo, si tengo con qué y voluntad, accedo a su pedido o no. Bien corta, la bocha.
-Está bien, eso haremos. Pero primero una somera explicación. Antes que nada, debo confesarle que soy gay.
-¿Confesarme? ¿Acaso soy un cura?
-No, pero la gente suele tener ciertos prejuicios…
-No sé qué es eso. No figura en mi diccionario, esa palabra. Es su generación la que vive con cierto oprobio esas cuestiones.
-Contaba con eso, después de leer su obra. Y por ello mismo también considero que es el único capacitado para escribir mi historia.
-Esperepereperepere un cachito. Ahí me bajo. No escribo por encargo. Tengo mi propia basura que sacar a flote, no es mala voluntad.
-Ya sé, ya sé, pero ¿cuánto tiempo cree que le puede llevar?
-Ninguno. No pienso hacerlo.
-Oiga, primero. No es una historia de párvulos que un buen día descubren su homosexualidad. Es la historia de dos muchachos enamorados que abrazaron la causa revolucionaria en los ‘70; vivían como verdaderos comandos urbanos, al tiempo que mantenían una tórrida relación amorosa.
-El romanticismo de la lucha, el romanticismo de la pasión… no cabe duda que es romántico, el asunto.
-Pues sí, y efectivamente ocurrió. Pero antes de escarnecerme, piense en esto: primero nos tiroteábamos con los esbirros del capitalismo salvaje, y luego le pegaba a mi compañero unas chupadas de pija tales que después había que sacarle las sábanas del orto. Eso se parece más a lo que usted escribe ahora, ¿no es así?
-Puede ser, sí. Pero usted no es un negado, bien puede escribirlo usted mismo.
-No podría. No olvide que, según acaba de decir muy bien, soy un anciano culpógeno y estoy atiborrado de prejuicios.
-Firme con seudónimo, entonces.
-Las cosas siempre se saben, más tarde o más temprano.
-Del mismo modo se sabría que yo la escribí pero que el personaje principal es usted.
-Bueno, me importa una mierda. Usted, por estilo y talento, es la persona indicada para contar una historia que vale la pena ser contada. Se llama “Corazón blindado”.
-Lamento sinceramente que la persona indicada no esté disponible. Si quiere lo ayudo a buscar alguna otra.
-No, debe ser usted.
-Le digo que lo lamento, pero no puedo.
-No le estoy pidiendo gran cosa, y a contrario le estoy dando de primera mano una historia que puede llegar a ser muy resonante en más de un aspecto.
-No me interesa esa clase de resonancia. 
Abrió la segunda botella y sirvió las copas.
-No pierdo las esperanzas de que me ayude con el proyecto -dijo. -Es bien simple, y más para un escritor nato como usted. Tengo entendido que escribió una novela en tres semanas…
-Sí, y así me salen…
-Le salen mejor que algunos cuantos personajotes de la literatura nacional.
-Tal vez si las releo y las pulo un poco, quién sabe llegan a zafar. Pero ya le dije que no aspiro a esa clase de resonancias.
En eso entró Silvina, luciendo una luminosa sonrisa. Si se había peleado con su novio, le importaba un rábano. Más parecía que hubieran estado cogiendo antes que discutiendo, en fin. Dijo a su padre:
-Emilio quiere hablar con vos, ahora.
-Está particularmente hinchapelotas, hoy -comentó, mientras se ponía de pie. -¿Me dispensa un par de minutos?
-Haga tranquilo.
Silvina se sirvió una generosa copa de jerez y se sentó frente a mí. Me miraba con aire picaresco.
-¿Pasa algo? -Inquirí.
-No, es que estaba tratando de figurarme… si la bestia sexual que asoma de tu personaje tiene algo que ver con el Cratilo real.
-Algo que ver, tiene. Pero no en el rol de semental experimentado que le imprimo, eso es cotillón. Me refiero a la interioridad.
-Ahá. Pero sabés tratar a las mujeres, por lo que dejás traslucir.
-Tengo mis años, algo debo haber aprendido.
-Bueno, yo soy bastante más joven, y no sé mucho. Me podrías enseñar, ¿no?
-¿Acaso tu novio no te enseña?
-No es mi novio. Por si no te diste cuenta, es el novio de Miguel.
-¿De tu padre?
-Tampoco es mi padre.
-Si sabía me traía un antifaz. ¿Qué es esto? ¿Una mascarada?
-No para vos, el viejo ya se sinceró, y es por eso que te estoy diciendo las cosas como son. Él me sacó de la calle, me alimentó, me vistió… todo ello a cambio de que me haga pasar por su hija (piensa que es una buena pantalla social para un gay) y que lo ayude a conseguir chongos de vez en cuando.
-Ahá.
-¿Y?
-¿Y qué?
-¿Me vas a enseñar? - Preguntó, mientras, copa en mano, se incorporaba y se acercaba a mí. Era irresistible. Volví a servirme jerez, sabiendo que las nobles cepas me arrojarían sin remilgos al abismo al que tantas ganas tenía de arrojarme. Me acercó tanto su sexo que pude olerlo. -Por ejemplo, ¿me tocarías de modo que explote como uno de tus personajes femeninos?
Desabroché el botón superior de su pantalón de corderoy gris, bajé la cremallera y metí la mano suavemente en su minúscula tanga. Ella aspiró hondo y tuvo un ligero temblor, un pequeño espasmo de placer. Comencé entonces a frotar su pubis y juguetear con la pequeña vulva. Ella abrió un poco las piernas, dando lugar a mis caricias y ya presa de una excitación voraz. Entonces intensifiqué los masajes clitorianos. Ella se arqueó, como escondiendo su vagina pero con la intención más contraria, estiré mis dedos y seguí frotando. Acabó enseguida:
-¡Aaaaaahhhhrg, por favor, más, que bueno…! Y ahí… voy de nuevo… aaah aaah aaah ¡AAAAAAAHHH, por Dios, dos seguidos! -Y sentí sus fluidos en mi mano. La saqué de aquel pequeño tesoro, la olí, terminé la copa de jerez y me serví más.
-Tenés tus trucos, eh -dijo, mientras se prendía el pantalón y recuperaba el aliento. -Y Ahora debería retribuirte, no te vas a quedar así -y señaló con el mentón el bulto afiebrado en mi entrepierna.
-Tu padre eeeeh… Miguel, ¿no vuelve?
-Seguro que le está haciendo al novio lo mismo que pienso hacerte a continuación.
-Me sentiría más tranquilo si vamos a hacerlo a otro lado.
-Está bien, vamos arriba. Te aseguro que nadie va a irrumpir ni a molestar.
Tomé la botella y la seguí. Subimos una escalera y pude ver un par de habitaciones y un cuarto de baño muy grande, estilo antiguo. 
-Podríamos darnos una ducha, ¿no te parece? Estoy muy transpirado -propuse, mientras empinaba la botella de jerez y bebía a morro, como tanto me gusta (sobre todo cuando la beodez comienza a hacerse ostensible).
-Dale -respondió, e ingresó al baño ya quitándose los pantalones, y yo me abalancé sobre el exquisito cuerpo, volví a meter mano en sus humedades, la besé con pasión en el cuello y froté mi afiebrado miembro por su culo. Ella soltaba suaves gemidos, tan sensuales que ni la música más excelsa me hubiese emocionado más. Se estiró hacia adelante para abrir la ducha y yo me prendí de sus caderas como un perro caliente, sin dejar de refregar mi sexo contra sus ahora mejor expuestas asentaderas. En cuestión de segundos nos desvestimos por completo y nos metimos debajo del agua tibia. Pude ver su excitante cuerpo brillando en el agua y me pareció una visión beatífica, una vislumbre tal que quise llevar grabada en mis retinas por toda la eternidad. Nos besamos, con la tibieza del agua corriendo por nuestras caras y nuestras bocas. Entonces ella se puso de rodillas y comenzó a chupármela con deleite. Tomé sus pelos con una mano y con la otra me seguí empinando la botella de jerez. Entonces, algo sofocado por el sexo y el vapor, abrí una ventana que estaba a mi derecha, en la pared de la bañera. Tuve un atisbo de algo que se movía y volví a mirar, tratando de acomodar mi visión a la oscuridad exterior. Entonces percibí a Miguel, de rodillas junto a la humeante parrilla. Estaba haciéndole a Emilio lo mismo que Silvina me estaba haciendo a mí. ¡Que familia más cariñosa! Cerré la ventana para concentrarme en lo mío. Silvina era muy joven pero sabía de qué se trataba aquello, sí señor. Tal vez hubiera aprendido de verlo al padre adoptivo, o lo que fuese, en fin… no era mi asunto. La tomé de las axilas, la traje hacia arriba y la hice dar vuelta. Se tomó de las canillas y me ofreció, entregadísima, su vellón oscuro. Fui a por ello, y me costó entrar. Era estrecha, muy estrecha, eso tal vez sí se correspondería con su edad cronológica. Era glorioso. Volví a darle un par de tragos al jerez y comencé a atacar con más firmeza. La ingesta alcohólica en nada menoscababa mi férrea erección, pero sí atentaba en contra de la posterior eyaculación. Eso parecía jugar a favor de ella, que arqueaba la espalda cíclicamente para descerrajar uno tras otro sus convulsivos orgasmos, tantos que perdí la cuenta. Entonces, y a la luz de tantos estímulos, me vacié por completo en su interior. Basta por esa noche; la parte buena consistía en que ella había tenido de sobra, también. Totalmente mojados y exhaustos, nos fuimos a la habitación a descansar.
Ella quiso hablar de la conveniencia de aceptar la propuesta del jovato, en términos de repercusión y eventual difusión masiva de mi obra. Le respondí que no estaba interesado.
-No, claro, el señor prefiere vivir en la jungla urbana su salvajismo tóxico -observó irónicamente-. No está interesado en celebridad alguna, que le permita viajar con su amiga Silvina a Saint Tropez o Marbella, invitado por los grandes grupos editoriales…
-Exacto. Y mi amiga Silvina es demasiado joven y hermosa, no quiero reblandecerme ni volverme vulnerable a esta altura de mi vida para sufrir por amor. ¿Te parece raro, acaso?
-¡La vida es hoy, Cratilo. La vi…
-¡Sos un hijo de puta! -El exabrupto venía de afuera, era Emilio quien lo profería.
-¡No me hablés así, pendejo del orto, o te olvidás que te saqué del barro! -Fue la respuesta de Miguel.
-¡Oh, no, otra vez no! -comentó a mi lado la ninfa.
-¿Qué pasa? -Pregunté.
-Pasa que…
-¡TE VOY A MATAR, VIEJO HIJO DE PUTA! ¡Venir a traerme al mierda ése acá!
-¡Solamente viene por un trabajo que quiero que me haga! ¡Te lo dije cien mil veces!
-Si, ya me imagino el trabajo que querés que te haga, viejo puto!
-¡Estoy podrido de que me trates así!
-¿Ves? ¿Ves? ¡Buscá excusas, nomás, para colgarme e ir a moverle el culo al putito ése!
-¿El putito ése vendría a ser yo, verdad? -Pregunté a Silvina.
-¡Ah, pero qué suspicaz que sos…! -Respondió, ahogando unas risitas. Yo me incorporé y agarré el pantalón.
-¿Adónde vas?
-A cagarlo a trompadas.
-No seas boludo, vení quedate acá conmigo.
-¿Quién mierda se cree que es?
-Dale, gil, estás borracho. Aparte te agarra así, mamado y cansado, y te faja él a vos…
-¿Querés ver?
-No me impresionás. Al menos con estas bravatas de macho adolescente. Con el sexo, puede ser.
-Tenés razón. Que se vaya a la reputa que lo parió. Me quedo y vos te fijás si me la podés hacer parar de nuevo.
-Será un placer.
Mientras la jovencita iba a por ello, afuera la violencia verbal recrudecía en volumen y contenidos. Comenzaron a surgir escabrosas intimidades e insultos denigrantes, a voz en cuello y a troche y moche. Era una música de fondo no del todo desagradable para oír mientras la lengua de Silvina jugueteaba por allí. Pero todo escándalo cesó abruptamente cuando tocaron a la puerta.
-Uy, Dios, otra  vez la policía… -Dijo Silvina con aires de fatiga.
-¡¿Qué?!
-La yuta, boludo. Ya vinieron como cuatro o cinco veces. Estos imbéciles se emborrachan y se pelean todos los días. Los vecinos ya están podridos, y llaman a los vigilantes; y los vigilantes también están podridos.
En el fondo seguían los gritos y las puteadas, y nadie abría la puerta. Empecé a creer que la cosa iba a terminar mal.
-Esperá que ya vengo -dijo ella mientras se ponía un salto de cama. 
-¿Tantos remilgos para que no se enteren que es gay y hace tales escándalos?
-Está en pedo, Cratilo, qué querés…
-Yo también estoy en pedo y no armo semejantes kilombos.
-No todos son como vos -y salió a atender la puerta. Yo me puse el pantalón, la camisa y las zapatillas para apostarme en el descanso de la escalera, para oír el diálogo con los polis sin interferencias auditivas (léase pelea de locas). Un par de fuertes golpes a la puerta.
-¡Ya va, ya va! -gritó Silvina, mientras descorría los cerrojos. 
-Buenas noches, señorita -dijo una voz aguardentosa y carraspeante.
-Buenas noches, agente,
-Parece que otra vez sopa, ¿no? -Dijo otro.
-Mire, ya estamos cansados de recibir denuncias, venir hasta aquí, tratar de persuadir a su padre y al otro que no hagan escándalo público y siguen; óigalós, nomás. Así que ya estoy hasta las pelotas, me los voy a llevar, a ver si así aprenden.
-No, pero…
-Así no se le habla a una dama -dije, ingresando en escena. Maldita caballerosidad, ego o lo que puta haya sido que me impulsó a jugarla de “ciudadano que hace valer sus derechos”. Allí estaban, Laurel & Hardy uniformados mirándome como si recién hubiese bajado del ovni. Al cabo de unos momentos, el gordo preguntó a Silvina:
-¿Éste también es “homosesual” ?
-No, agente, éste es mi novio.
-¿Cómo, no era el otro, su novio? -Inquirió con sorna.
-Como sea, no es asunto suyo -Le contesté, airado, venciendo traumas de la época de plomo.
-Ah, sos poronga,  vos -y se acercó a un paso de mí; es decir, desde el límite de la circunferencia de su panza. -¿Tenés documentos?
-Vamos a hablar afuera.
-Vamos a hablar adonde yo diga.
-OK, solamente quería que dejáramos tranquila a esta señorita que ya bastantes motivos tiene para sufrir y habláramos entre caballeros (eso le gustó), así que apuré mi siguiente movida: -Silvina, por favor, andá a decirle a tu padre que se calme.
Cuando quedamos solos, dije a Ollie:
-Agente, sabe que el señor Dell Acha es una persona pública, ¿no?
-Claro, sí, pero no es tan famoso como para armar semejantes kilombos todos los días, vio.
-Ya, ya. Pero imagino que debe haber alguna otra manera de arreglar esto, ¿no?
Ni lerdo ni perezoso respondió lacónicamente:
-Tres lucas. 
-Espere afuera.
Fui hasta el fondo. El griterío había cesado, ahora reinaba una especie de silencio oprobioso.
-¿Y? -preguntó ansiosamente Silvina. -¿Pudiste hacer algo?
-Puede ser, pero no sale de arriba. El pata negra pide cinco lucas.
-Lo que sea -dijo Miguel, beodo y abochornado. -Gracias, Cratilo. Venga que le doy el dinero.
Emilio, en tanto, miraba al piso. Aproveché y le dije al pasar:
-Da gracias a dios que no soy rencoroso, tarado.
Subimos a su habitación -ni que fuera yo un tasador de inmobiliaria, che-, abrió un cofre, contó los billetes y me los entregó. Yo los conté a mi vez, dejando la yema del índice en tres mil, llevé la mano al bolsillo y los separé. Antes de irme, le dije que estaba cansado y me iba a retirar, aprovechando el impasse. 
-Déjele saludos a Silvina, es un primor. Bella e inteligente.
-Lo haré. Y después me comunico para ver su decisión sobre “Corazón blindado”. Tengo fe en que finalmente aceptará la propuesta.
-No le aconsejo que abrigue muchas esperanzas.
-Cratilo -dijo y se detuvo. Yo me volví:
-¿Qué?
-Gracias.
-Déjese de cosas, hombre, como si yo nunca hubiera tenido altercados con la ley. En cuanto a usted, debería dejarse de boberías y aceptar su sexualidad, cagándose en lo que puta puedan pensar. Me extraña, un tipo tan inteligente…
-Gracias otra vez.
Salí, le dí tres lucas al gordo (que un poco más y me hace reverencias) y me fui chiflando bajito. Había sido una buena velada.