viernes, 29 de julio de 2011

DIOS ES UNA PUTA DE CIUDAD DEL ESTE


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…yo conocí a Dios. Fue en Ciudad del Este, Paraguay. Tal vez no sea la prueba de San Anselmo, pero para mí resultó contundente. La cosa fue más o menos así: había acompañado a un amigo que se dedicaba a bagayear mercadería importada, comprándola en los free shops de Paraguay para luego venderlos acá con más del 50 % de recargo, como tantos desocupados que tienen que rebuscárselas de algún modo. Era un buen programa, podía conocer Iguazú y de pasada ver si pegaba una buena piedra de algo para hacer una diferencia yo también. De pronto me encontré en una ciudad extraña, rodeado de marginales guaraníes y de orientales poderosos, donde el calor y la humedad agobiantes fundían una gestalt de culturas y de idiomas pluralísima, a la vez que hacían fermentar toda suerte de detritus orgánicos que soltaban un desagradable olor omnipresente. Me llamó la atención ver la diferencia abismal que existía entre los dos polos de esa sociedad; tremendos automóviles de primera clase mundial con vidrios polarizados circulaban entre millares de personas despojadas de todo, inclusive de su espíritu, el que quedaba relegado en virtud de la cotidiana batalla feroz por la subsistencia que debían librar sin resuello. Después de una larga visita a las Cataratas –donde por un momento sentí que quizás fuera posible conectarse con los mundos sutiles- fuimos de shopping y a poco estaba ya cansado de perfumes, whiskyes, indumentarias, chucherías, etcétera. Dejé a mi amigo en tales menesteres y comencé a repetir mi rutina de deambular por los bares, sólo que esta vez eran nuevos y relativamente exóticos. Llegó la noche, y pese a que había sido impuesto acerca de los peligros que un desavisado turista podía enfrentar en tal circunstancia, continué con mi expedición alcohólica. Dado que -sobre todo en los suburbios- podía beberse escocés a precios muy bajos, no tardé en entrar en ese estado en que el piloto automático debe estar bien afiatado para seguir funcionando medianamente. Volviendo hacia el Down Town, me sorprendí al ver una gigantesca ruleta sobre el techo de un edificio no muy grande, y decidí jugar unas fichas. Entré. Atravesé una recepción bastante paqueta, subí unas escaleras e ingresé en un amplio salón en semipenumbras a lo largo del cual se distribuían las mesas de juego. Me proveí de unas cuantas fichas y fui a sentarme a una. Inmediatamente se acercó una morena y me sirvió una copa de champagne. Como estiré el cuello para ver de qué se trataba, la morena me aclaró con aire suficiente: “Es champagné francés, señor”. Levanté mi copa como brindando, me la bebí de un saque y la estiré hacia ella, que volvió a llenarla, y se fue. Advertí entonces que la crupier era otra morena, uniformada igual que la que servía y que todas las demás que andaban por allí sirviendo o haciendo rodar la bola o dando cartas o quién sabe cuántas cosas más, porque a mí no me la vendían: eran todas profesionales de la carne -dicho con todo respeto por tan noble profesión-, algunas en ascenso y otras en descenso, ustedes saben como es la vida en los sistemas liberales. Frente a mí un joven japonés vestido con un traje finísimo fumaba un habano, bebía champagne y se comportaba como si fuese Scarface, secundado por dos ponjas más, que festejaban ampulosamente los chistes que decía en esa especie de gorgoteo nasal de vocales que constituye su lengua. Un tipo francamente desagradable. Esperaba que la crupier anunciara que se terminaba el tiempo de apostar para efectuar sus jugadas, la mujer las devolvía y él volvía a poner las fichas otra vez. Cada bola sucedía lo mismo, la mina se fastidiaba, yo me fastidiaba y se fastidiaba todo el mundo, pero el ponja seguía haciéndose el Humphrey Bogart y sus dos ponjitas festejando. Perdí un par de manos y el fastidio crecía. Perdí la tercera y supe que tenía que hacer algo para cambiar la suerte o al menos para evitar que el oriental siguiera rompiendo las pelotas. Simplemente me dirigí a él y le dije:
-Mirá, Hiroito, no sé si me entendés, pero te sugiero que vayas a joder a otra mesa. Ya bastante te soportamos en ésta, y queremos jugar tranquilos. -El tipo me miró con una mezcla de odio y sorpresa. Mantuve la mirada unos segundos. No dijo nada. Tomó un pilón de fichas impresionante y lo amontonó sobre la primera docena. Se nota que quería demostrar que él dejaba el vento y por eso hacía lo que le venía en gana.
Salió el 28. Lo tenía yo.
El ponja me miró con un odio encendido y se fue. Los payasos laderos intentaron remedar su expresión, y yo levanté mi copa a modo de saludo. Se fueron detrás de él. Y mi suerte cambió. O tal vez haya sido que la mina aquella sabía tirar muy bien la bola, y me estaba gratificando por haberle sacado de encima a aquellas bolsas de mierda amarilla con ojos sesgados de gato pajero, como bien señaló Güiraldes.
Salí con algo más de cinco mil dólares americanos, caminé unas cuadras buscando un taxi que me condujera al hotel de Foz do Iguaçú en el que estábamos parando, cuando una voz detrás de mí me indicó que el asunto de los ponjas no había quedado ahí.
-Hey, Maradona porra.
Me volví y los ví a los tres, en idéntica disposición a la que observaban en la mesa de ruleta.
-Qué tal, muchachos, tanto tiempo –dije, no tan seguro de seguir haciéndome el poronga. Uno de los esbirros sacó una cadena, el otro golpeaba un puño de acero sobre la palma de su mano y el del traje fino desenvainó una katana con aires de samurai. Los tres sonreían, y yo me dije que tal vez fuera cierto eso de que la noche allí podía ser peligrosa. Pensé en ofrecerles las cinco lucas, mas inmediatamente me dí cuenta que a más de quedarse con mi dinero me iban a dar la zandunga igual. Tal vez pronto sería alimento para los peces habitantes de las grandes aguas, pero había que mirar el lado positivo: tal vez pronto, también, supiera algo acerca de la eventual existencia de ultramundos. Como el ataque se demoraba, pensé que me estaba comportando como una especie de matón de barrio patinado por la angustia Kierkegaardiana. Todo aconsejaba salir disparado de allí como alma que lleva el diablo, pero sin embargo me quedé, al tiempo para ver venir desde detrás de ellos a una trotacalles muy atractiva, rubia natural, vestida con una ajustada blusa púrpura y pollera y botas de cuero blanco, al igual que su cartera. Pasó al costado de la brigada nipona sumiéndola en una especie de estupor que me resultó incongruente con el cuadro. Se acercó, tomó mi brazo y nos fuimos caminando calle abajo. Yo estaba como en trance, aunque una parte de mí esperaba de un momento a otro ser atravesada por el acero. De repente la mina se volvió y los miró; ellos, como si hubieran sido chicos de colegio, guardaron las armas y se fueron en dirección contraria.
-¡Eso fue por Pearl Harbor! –Les grité, mientras elevaba el dedo medio a modo del agravio yanki hoy globalizado.
-Pará, no te hagás el boludo que si no fuera por mí ya estarías en pedazos –me dijo la mina.
-¿Sos argentina? –Pregunté sorprendido.
-No, ¿por?
-Dale, no jodás. “pará”, “boludo”, eso lo dicen los porteños, que yo sepa.
-No, pelotudo, no soy argentina.
-No te creo.
-Hablo todos los idiomas y todos los dialectos de este mundo y de todos los demás. Yo soy Dios.
-¿Cómo?
-Como oís, pendejo. Soy Dios. Jehová, Ormuz, Brahma o como mierda quieras llamarme. Me da igual.
-Ah, bueno...
-No me creés, ¿verdad?
-No, sí, cómo no te voy a creer. Lo que pasa que a mí siempre me mostraron barbudos con cara de malos, así que esta versión es lejos la que más me gusta –traté de seguirle la corriente, ya que evidentemente debía la conservación de mi pellejo a una esquizofrénica.
-Tengo muchas. Ésta, a decir verdad, no me desagrada tanto. Aparte la paso bomba.
-Seguro, seguro.
-¿Querés venir a mi casa? Es por acá nomás.
-¿Qué? ¿Hay una iglesia, por acá?
-No te hagás el vivo. Digo un lugar donde podamos echarnos un buen polvo.
-¿No será demasiado pronto, Mi Señor? Es nuestra primera cita.
-No sé si la tenés oída, pero yo escupo de mi boca a los tibios.
-Si, mi amo, escupime y decime Belcebú. Lo que quieras.
-Está bien, pero mirá que no es gratis.
-Sí, eso suelen decir los hermeneutas de la biblia. No sé muy bien a qué te referís, pero voluntad de pago, eso sí que tengo.
-Sabés muy bien a lo que me refiero.
Poco después entramos en una casa de lo más común y, a pesar de mi borrachera, nos echamos unos fierros celestiales. Por un momento creí que había dejado de ser un paria en términos metafísicos; creí, sinceramente, que amaba a Dios. Luego de oblar la módica suma de quinientos dólares –hay que tener en cuenta que el salvador había hecho bien su trabajo y, consecuente con su función, me había salvado de los ponjas- me iba a retirar cuando me invitó a un bar cercano a tomar unas copas. Acepté, por supuesto.
Entramos a un barsucho bastante rústico, nos sentamos en los taburetes de la barra y pedí vino, qué otra cosa iba a pedir pensando en términos eucarísticos.
Al cabo de un tiempo yo estaba dispuesto a consentir, cuanto menos de la boca para afuera, todo ese rollo divino sin pestañear.
Rato después ingresaron tres muchachones de aspecto poco tranquilizador, pidieron unas cervezas y unas fichas de pool. Resulta que Dios hizo girar su taburete, cruzó las piernas y les enseñó una buena parte del misterio. Los morochos se excitaron visiblemente, y no podían dejar de mirar entre tiro y tiro el valle de la tierra prometida. Yo no sabía bien cuál era el plan del creador, pero quién era yo al fin y al cabo para saberlo... aparte creo que me puse un poco celoso, por más Dios que fuera no se jugaba así con la imagen de un simple mortal. Uno de los jóvenes se envalentonó, a tenor del manifiesto interés que la blonda divinidad trasuntaba por sus personas, y le ofreció jugar.
-Está bien, yo rompo –fue la respuesta celeste.
El joven se apresuró a colocar las bolas para la apertura. Dios se acercó a la mesa, y apartando con un ademán el taco que se le ofrecía, simplemente miró la bola blanca, se concentró y su disparo telekinésico fue tan violento y certero que la totalidad de las bolas fueron a parar al interior de alguna buchaca.
Luego se dirigió hacia la puerta y me arrojó un beso con la mano. Yo me persigné, a modo de saludo. Y luego se fue, sin más ceremonia. Terminé el vino y seguí con whisky. Los pibes me miraban, como esperando algún tipo de explicación de mi parte. Justo, mirá vos.

Esa noche fue una de las pocas que recuerdo en las que no maldije mi suerte. Había conocido personalmente a Dios. Y me habían quedado U$ 4.500.

lunes, 25 de julio de 2011

AJEDREZ FATAL

Una noche de verano de ésas que no se puede dejar de exudar h2o con otras substancias desagradablemente odoríferas, me encontraba caminando por la Ensenada de Barragán, después de haber estado tomando unas cuantas ginebras en el Bar “La Marina”. Caminé por la calle principal, dejé atrás la Iglesia de Nuestra Señora de La Merced, la plaza, e ingresé en una zona oscura y cada vez más suburbana. Pensé en llegarme hasta el río, pero tanto las tinieblas como la irregularidad de los terrenos conspiraban en contra, así que seguí la calle hasta que las edificaciones ralearon. Recordé que años atrás había ido por allí con un amigo y habíamos entrado en un bar de chapa, donde me había presentado a su abuelo, ex matarife del Swift y cuchillero de averías. No tuve dificultad en encontrarlo. Pese a lo avanzado de la hora, estaba abierto. Allí estaban el bolichero y el abuelo de mi amigo, dos octogenarios de ésos que parecen viejos calentadores que continúan irradiando a base de alcohol. No me reconocieron, y me cuidé muy bien de darme a conocer. Sin embargo, me pareció una descortesía ir a sentarme a una mesa, así que arrimé un desvencijado taburete al estaño, pedí ginebra y me quedé conversando generalidades con ellos, casi todas referidas a illo tempore, cuando las mujeres sabían darse su lugar, los hombres eran machos y todas esas cosas con las que no me costaba gran cosa acordar. En todo caso, mientras asentía con la cabeza, analizaba internamente la tendencia gravitatoria que sitúa el ser más íntimo de las personas en el pasado, anclando su intencionalidad en las épocas en las que sus páginas aún estaban por escribirse; y al propio tiempo otorgan una cualidad fantasmal a su actualidad sin proyección posible. Esa teleología invertida, difícilmente acepta una argumentación en contrario sin estallar, así que, a tenor de ello, respondí a pie juntillas al discurso de los gerontes, de los cuales uno al menos sabía manejar bien un filo que, por otra parte, tenía atravesado en la faja, en la parte trasera de su cintura.
Me distraje mirando la orgullosa aunque polvorienta ornamentación de aquel humilde dispendio de bebidas. Un montón de aves, peces y hasta esos marsupiales criollos –puta, no me acuerdo como se llaman... ¡comadrejas!-; cabezas de tiburón, un lagarto overo...
-Soy taxidermista –explicó el bolichero.
-Mire usted. Son realmente notables.
-Bué, no crea que son para tanto.
-Hay algunas que parecen vivas.
-Desde luego, desde luego. Los ojos de la perdiz generalmente brillan poco, vio, entonces con un cachito de vidrio pulido... uno se las arregla.
-No, realmente me parecen muy profesionales.
-Es el berretín, m’hijo.
...
-Y bueno, después están las otras –retomó el embalsamador-, las que uno hace desde el afecto, ¿vio?
-Alguna mascota, claro.
-No, algo más cercano. Un amigo.
-Ah, ¿sí? –Pregunté, advirtiendo cómo las paralelas euclideanas comenzaban a juntarse en algún rincón del viejo estaño.
-Sí. El Felipe. Cómo lo queremos, al Felipe, ¿no, Pardo?
-Viejo sucio hijué mil puta.
-Qué, ¿lo embalsamó?
-Bueno, dicho así... en este caso es distinto. Vea, al Felipe le gusta mucho jugar al ajedrez, y jugamos partidas todas las tardes desde hace treinta y cinco años. Una vez, por allá por cuando ganó el turco la primera elección, el guacho me dijo que el turco era un ganador y yo le dije que se vaya a la puta que lo parió; estábamos los dos mechaditos y la discusión subió de tono y me dijo que el turco era un ganador como él y que él me iba a seguir ganando hasta después de muerto. “embalsamame, vas a ver que te sigo ganando”, me dijo.
...
-¿Y? –Pregunté, tras lo que supuse una pausa dramática demasiado prolongada.
-Y tal cual, vea. Nunca le puedo ganar una partida.
-Ah, todavía vive –aventuré, algo desconcertado.
-No, se murió unas semanas después, acá, ahí mismito donde está usté. Y yo lo agarré y lo embalsamé.
-Ah, (glup) lo embalsamó.
-¡Pero y claro! ¿Qué iba a hacer? ¿Acaso no me lo había pedido? Cuando un amigo que se va a morir le pide algo, mocito, uno tiene que cumplir. O por lo menos así era antes, ¿no’cierto, Pardo?
-Tal cual.
-No, claro, sí, visto así.
-¿Por qué no lo traés al Felipe y se lo presentás al mozo? –Propuso el Pardo.
-Sí, lo traigo y de pasada le hago una partida.
El bolichero fue hacia adentro y su socio sacó el facón de la cintura, se extrajo como medio kilo de carbón de la uña del índice de la mano derecha, sopló la punta del acero y lo enfundó de nuevo. Al cabo volvió el bolichero, con un viejo disecado de traje, funyi y anteojos en una silla de ruedas. No tanto la piel del rostro me causaba impresión –lucía algo apergaminada y como si se hubiera quemado-, sino sus manos, que parecían las garras de un buitre apenas suavizadas por un pellejo desagradable.
-Podrías ir a buscarlo vos, alguna vez, ¿no? –Dijo al Pardo.
-Viejo sucio hijué mil puta.
-¿Cuál es su nombre, joven?
-Cratilo.
-Bueno, Cratilo, éste es el Felipe. Felipe, él es Cratilo.
Se quedaron mirándome.
-Ah, sí, encantado, Don Felipe.
El bolichero dejó a la momia ajedrecista frente al estaño, al lado mío, y se puso a acomodar las fichas en un tablero. El Pardo ganó la cabecera del angosto mostrador, así que quedamos casi enfrentados. Mientras, el bolichero le decía al tal Felipe (R.I.P.) que yo era bastante bueno para el ajedrez.
Se quedaron mirándome.
-Sí, cuando quiera –aventuré, deduciendo con buen criterio que me había desafiado. Los dos vivos, al menos, parecieron satisfechos con mi respuesta.
Por supuesto, el muerto jugaba con negras. El bolichero, por su parte, abrió con la clásica movida de peón cuatro rey. Entonces, casi inmediatamente, fue el Pardo quien movió el peón del alfil dama al cuarto casillero.
-¿Usted juega ajedrez? –Le pregunté sorprendido y medio capciosamente, ya que se presuponía que el que debía jugar era el finado.
-No, yo no sé jugar –ambos me miraron sorprendidos.- ¿No oyó cuando me dijo “poné esa ficha ahí”?
-Ah, sí, disculpe. No interrumpo más.
Entonces asistí a una partida en la que un matarife -que según yo había entendido “canalizaba mediumnímicamente” a un ajedrecista disecado- desarrollaba un juego agresivo y arriesgado, bien al estilo Bobby Fischer; mientras su rival, el bolichero, se abroquelaba tras una variante clásica (no tardó en efectuar el enroque corto, cosa que denotaba, a mi humilde criterio, que no tenía un plan muy definido).
Tal como se preveía, el medio juego se caracterizó por una tendencia de las negras a mantener oculta una ofensiva inminente, aún resignando eventuales disposiciones tutelares. El fiambre, a través del matarife, mantuvo el rey en su casillero y, cuando fue tiempo, desplegó -abiertamente ya- su ataque en forma sostenida y permanente, de modo tal que las blancas perdieron por completo su iniciativa esencial.
El muerto ganaba la partida.
-¿Sabés una cosa, Pardo? Me parece que me ganó otra vez –reconoció el bolichero, visiblemente contrariado.
-Viejo sucio hijué mil puta –expresó con tono monocorde el cuchillero, mientras echaba mano al facón y se lo hundía al muerto en donde alguna vez debió estar su hígado.*
-¡Epa, amigo! ¿Cuántas veces te tengo que decir que no lo apuñalés más de ese lado, que ya está hecho mierda, el pobre?
-Y bueno, soy zurdo, qué carajo querés. Aparte yo no te digo cómo tenés que hacer tu laburo.
-¡Jé! ¡Bueno sería!
-Ah, te hacés el pija... ¿querés que te hilvane a vos, querés?
-¿Sí? Dale, a ver... ¿y quién nos embalsama, después?
-Tenés razón. Desde mañana mismo me empezás a enseñar.
-Tiempo es lo que sobra, ¿no es cierto, Felipe?
Unos segundos después ambos estallaron en carcajadas. Me gustaría saber que les dijo el finado. Pero no me atreví a preguntar. Me apresuré a pagar mis copas y, luchando para disimular la ansiedad, conseguí articular algo así como un saludo.
-Vuelva por acá cuando quiera, mozo, ha sido un placer conversar con usted –me dijo el bolichero.
-Y tráigase una faca, si quiere, que le enseño el arte de la pelea criolla.

Salí de aquel bar que parecía un iceberg del pasado derritiéndose en las calientes aguas del nuevo milenio. Ya estaba amaneciendo. Yo, como de costumbre, me hallaba confundido y presa de un sinnúmero de hipótesis que jamás dejarían de ser eso, meras hipótesis. Mas de una cosa estaba seguro: no volvería a poner un pie en ese boliche, ni muerto.

* No pude evitar, en ese momento, asociar la escena con la famosa secuencia del Baghavad Gita en la cual Arjuna, al frente de su ejército, se lamenta ante Krishna de la desgracia que supone levantar armas contra familiares y amigos, a lo que el avatar responde que no se apure, que de todos modos no se puede matar lo que ya está muerto.

martes, 5 de julio de 2011

LA TIERRA DE LOS MUERTOS, o Pipiltzintzintli en Mitla

 


Había llegado a Oaxaca la noche anterior. Recuerdo que caminé desde mi hospedaje hasta el Zócalo, maravillándome con el antiguo acueducto, y también con fenómenos populares que consistían en bailes acompañados por orquestas ambulantes (mucha fanfarria de bronces y redoblantes), marionetas altísimas con personas en su interior que les movían los brazos con palos, y unos cuantos borrachos o tontos (o ambas cosas a la vez), danzando frenéticos y celebrando imágenes católicas; todo ello sumado a mucha pirotecnia y bombas de estruendo que, según supe luego, convocaban a los seguidores de cada grupo. “Demasiado quilombo pa’ mi gusto”, me dije, y decidí obviar esas aristas culturales vernáculas y atender a otras, como por ejemplo beber tranquilamente tequila José Cuervo reposado con limón y sal enchilada. Todo un hallazgo, la sal rojiza por la combinación con el chile molido. Estos mexicanos sí que saben lo que es bueno. Es más, tal deleite se veía adecuadamente acompañado por la mucho más musical -al menos a mis oídos- ejecución de las tradicionales marimbas. He visto que hay varios videos de ellas en Youtube, los invito a que las disfruten; buscando adecuadamente podrán hacerlo. ¡No puedo estar en todo!
En fin, después le entré al mezcal, y casi no pude encontrar el rumbo de vuelta al hospedaje.

No obstante ello, al día siguiente, bien temprano, bajé del vehículo que me aventó hasta Mitla, y caminé hacia las ruinas. Me sorprendió la cantidad de pequeñas empresas familiares que rodeaban sus casas de agave (o maguey, no conozco bien las diferencias y/o coincidencias entre ellos) para después embotellar el mezcal y pegarle la correspondiente etiqueta. Supongo que había tantas marcas como apellidos de los lugareños, por allí. Algunas con un gusano; otras con dos, tres o quizá más. Dicen unos que la cantidad de gusanos guarda relación con la calidad del brebaje; otros sostienen que simplemente son para dar gusto, por lo que sólo sería cuestión de ídem. Vaya a saber. Habrá que experimentar más.
Por supuesto, compré una botella y la metí en mi bolso, no sin antes pegar un trago para paliar la esbornia de la noche anterior. Matar el ratón, como dicen en Cuba. Caminé por entre los tianguis que monta la gente del lugar… originarios, que los llaman ahora, según cierta dictadura del buen tono antidiscriminación tan en boga, que presupone que por llamarlos indios se les falta al respeto.¡Son sólo palabras, señores, y no conllevan denuesto ni siquiera per se! ¡No agreguen significados, el orgullo de una raza no se hiere con interpretaciones semánticas maliciosas! ¡No es con remilgos de corte nominalista que se respeta al ser humano!
(Perdón por el exabrupto.)
Las artesanías eran, en gran parte, fabulosas. Tan bellas como fuera de mi alcance, así que las disfruté visualmente mientras duró el paseo, matizado con charlas y alguna que otra chingadera, como la de una vendedora polirrubros que desde detrás de una voluminosa canasta me ofrecía:
-¿Lápiz? ¿Llavero? ¿Navaja?
-No, gracias.
-¿Anillos? ¿Estampas? ¿Alebrijes?
-No, no, gracias…
Luego de algunos intentos más, y ante la negativa permanente, me preguntó, con ojos más penetrantes que los de un zanate:
-¿Y un peine pa’ tus crenchas?
Claro que mis pelos nunca están tan cuidados como los de Clark Gable, pero lo que aquella india no previó fueron mis risotadas. Que nosotros también trabajamos con el ego, qué carajo, aunque sea en las boludeces. La cosa es que se fue más caliente que el mediodía Oaxaqueño.
Después recorrí las ruinas, y no fue mala idea hacerlo entonces, cuando el sol en su cenit conspiraba a favor de una soledad que encuentro ideal en estos casos. Caminé sobre lo que suponían los expertos era el espacio simbólico que correspondía a la cruz de Quetzalcóat, mapa del universo mesoamericano. Me maravillé con las molduras, la intuición geométrica de los artesanos, respondientes a una cosmovisión a la que somos absolutamente, y por desgracia, ajenos.
Y había otra cruz: una subterránea, que se supone fue usada para albergar tumbas pero que se sospecha también que se trataba de espacios rituales. Bajé hacia la entrada. Estaba abierta. Ingresé a los pasadizos encrucijados; una luz de ambiente tenue -no sé si adrede o por simple economía- no alcanzaba para menguar en modo alguno la sensación de claustrofobia brutal que me embargó, y ello teniendo en cuenta que no padezco de eso ni de algo parecido.
Llegué al centro, pasadizo a la izquierda, pasadizo a la derecha. Y nadie por allí para cuidar. Sólo hacía falta un argentino como yo pero con retortijones para asegurarse un buen mojón en una de las alas del centro ceremonial. Como haciéndose eco de mis pensamientos, alguien gritó desde la entrada “¿Anda alguien por ahí abajo?”.”Sí, estaba mirando; pagué el boleto, ya salgo”. “Mire tranquilo, nomá‘. Pero le aviso que en diez minutos se cierra.”
¿Diez minutos? Creo que casi me lo choqué del apuro que me dio por salir. De paso le pedí que me saque una foto en la entrada.
Me fui pensando en lo extraño que me había sentido en aquella cruz subterránea. Como dije, no soy mucho de to play mind games to myself, por lo que creo de veras que algo poderoso debía haber quedado en ese sitio.
Ahora el problema era la sed. El mezcal no solucionaba el tema, así que preguntando, llegué hasta una casa/alambique que tenía mostrador en galería y cuatro o cinco tipos bebiendo y conversando.
-¿Tiene cerveza, patrón? Pregunté al encargado, que era un tipo bajo, regordete, de pelo negro engominado, pocos dientes y mucho bigote.
-Pos clárooo.
-¿A cuánto?
-A veinte -a la mierda.
-’Ta bien. Deme una.
Para colmo era una lata. De Indio, qué otra cosa… lo bueno que por lo menos estaba fría. Me la clavé de dos saques.
-Ya parece que traía sed, el hombre -dijo bigote. -¿Quiere otra?
Ya querría otra, sí. Pero no estaba propicio para el desplume, así que le respondí:
-Me imagino que el mezcal, por acá, será barato, ¿no?
-Y, hay del barato y hay del caro. Elige usté.
-Déme uno del barato -y al momento me percaté de que era un boludo total. Tenía una botella en la bolsa y negocios para comprar más por todos lados. Con bolsa de celofán y moñito. Y sal con chile de regalo.
En fin, lo trajo y era uno más de tantos, La verdad que esperaba menos. Lo fui tomando despacio, pensando si habría un baño por allí (el que seguramente iba a necesitar, luego del enjuague de vejiga que en breve sería propiciado por el aguardiente sobre la birra).
Los tipos se habían callado, y alguno de ellos me cursaba miradas de curiosidad. Hasta que el más pícaro -supongo-, le preguntó a bigote:
-Eh, don Ángel, ¿le dijo al muchacho por qué el mezcal ése es más barato?
-No, no le dije nada, pué.
-¿Y por qué no le cuenta?
-¿Sabe qué es “muñeca”? -Me preguntó bigote.
-No -respondí, algo tenso porque sabía que se venía la guasa a mis costillas (cosa que no requería mucha suspicacia, toda vez que ya se percibían las primeras risitas).
-Bueno, “muñeca” es algo que se le echa pa’celerar la fermentación.
-Ah, -dije, fingiendo desinterés; no del todo infundado por cuanto la nobleza de los alcoholes realiza las asepsias pertinentes para que nada resulte nauseabundo, ni mucho menos. Pero por lo visto estaban más que dispuestos a seguir con su chingadera.
-Se trata de un calcetín, atado en la punta, con escremento
Las risas se hicieron más ostensibles.
-Escremento humano -dijo otro, y ya se soltaron a gusto.
-Ah, sí -dije yo, levantando la copa y observando el líquido amarillento traslúcido, antes de mandar al buche lo que quedaba. -La verdad, no está del todo mal.
Pagué y salí, no tenía ganas de que esos palurdos siguieran estafándome y prejuzgándome como flojo por el solo hecho de ser gringo. Fuck.
-¡Hey, míster! Era un muchacho flaco de unos veinticinco años, ojos negros muy vivaces y reluciente sonrisa. -No les haga caso a esos cabrones.
-Ni lo sueñes. Aparte, no me digas mister -hablando de pruritos nominalistas… -Soy Gabriel- le dije, mientras seguía caminando, tal como siempre hago cuando intentan abordarme de chamuyo, por el motivo que sea.
-Encantado. Yo soy Donaji.
-¿Donaji? ¿Es tu apellido?
-No, mi nombre. Soy descendiente de Zapotecas.
-Ah.
-¿Es antropólogo, usté?
-Eso quisiera. No, no soy antropólogo. ¿Por qué me preguntás? ¿Vienen muchos antropólogos, por acá?
-No tantos, pero la mayoría son así peludos como usté -segunda vez en el día. Tal vez entre comanches llamaría menos la atención. Al menos si eran realmente como los de los westerns, cuyo look era más parecido al mío. Me paré y le dije:
-Todo bien, Donaji, pero prefiero caminar solo, ¿no te jode?
-No, pero no vaya a creer que voy a pedirle algo. En todo caso, vengo a ofrecerle, pué. Pero si no es antropólogo, o arquéologo, o algo de eso…
-¿Y si te dijera que soy “algo de eso”…?
-Yo le diría que me está mintiendo, de codicia nomá’ por lo que tuviera pa’ mostrarle.
Le palmeé el hombro, y nos reímos. Era agudo, astuto, y había hecho el primer gol, así que parecía merecer algo de confianza, aún de parte de alguien que casi desconoce tal sentimiento.
Caminamos por los caseríos que rodeaban las ruinas, y observé que mucho del material utilizado en las viviendas precarias de los alrededores ostentaban en su estructura fracciones de la mampostería ancestral, cuando no se edificaban directamente sobre antiquísimos basamentos y paredes. Donaji conocía bastante de su cultura original, así que me contó varias historias tan interesantes como algunas precisiones que me aportó, veladas totalmente al ojo del profano. Insistió en saber qué hacía ahí yo solo, intrigado por alguien que no parecía representar ni por asomo el rol de turista típico. Le dije que me gustaba viajar, pero meneó la cabeza en clara insinuación a que había algo más. Agregué que me gustaba conocer las raíces de determinadas culturas, y que las mesoamericanas estaban entre mis favoritas. Me miró y me preguntó a qué me dedicaba para ganarme el garbanzo. Le respondí, un poco cansado de la indagatoria, que trabajaba en un taller gráfico. Meneó la cabeza otra vez.
-¿Qué querés que te diga?
-¿Y qué haces por ti mismo, además de romperte el alma en un taller? ¿Qué haces por tu bienestar espiritual? -Comenzó a tutearme espontáneamente.
-Bebo tequila, cachaça, fumo hierba, en fin…
-No me refiero a eso, y tú lo sabes -dijo con tono cortante. Por primera vez en el diálogo el fastidiado era él. Uno a uno. No obstante, agregué casi en tono de confesión: -Me gusta escribir.
-¡Ándale, pues! ¡Por ahí se le vio la cola al lagarto! ¿Y sobre qué escribes?
-Sobre la mesa, generalmente -le respondí, parafraseando a Dalmiro Sáenz.
-Ésa es buena. Pero no me has respondido, pues.
-No sé, escribo lo que me viene a la cabeza, sin orden, plan ni objetivos.
-¿Escribes poesía?
-No, lo he intentado, pero resulta que no es mi fuerte, si es que tengo uno. Me gusta contar historias.
-¿Verídicas, o puros inventos?
-Para saber si las historias son reales, habría primero que precisar qué es real y que no lo es.
-Pos claro, güey, ésa es la gran cuestión. La mayoría de las personas creen que lo saben, cuando en realidad no tienen ni idea.
-Vos sí tenés idea, por lo visto.
-Yo no. Pero mi abuelo sí. Mi abuelo es curandero, y ha recibido la tradición de mis antepasados. Algún día quizá llegue a saber tanto como él; o más, tal vez, si el destino me ayuda. Y eso me da una idea: ¿por qué no te vienes pa’mi casa y platicas tantito con él? Posiblemente encuentres algo que te sirva pa’ tus escritos.
Tuve entonces una sensación contradictoria. Mi desconfianza endémica me compelía a rehusar el convite; mas la codicia (que tan bien había sabido excitar el joven Zapoteco -y que en mi caso sólo se aplica a situaciones de índole sutil, alabados sean mis Orixás)-, no dejaba de azuzarme a través del alter ego, mediante argucias sicológicas tan sencillas como la de acicatear mi orgullo, corte “sos un cagón”, y cosas por el estilo. Sucumbí a tales argucias. Ya desde mi infancia intenté evitar el escarnio que significaban esas tres simples palabras: Sos un cagón.
Mientras ejecutaba ese breve intercambio de bofetadas onda slapstick con mi otro yo, y al parecer muy conciente de lo que estaba sucediendo en mi interior, Donaji dijo:
-¡Pos ándale! -y emprendió la marcha.


Rato después estábamos sentados a una mesa con mantel de hule, con vista a unas no tan lejanas montañas, comiendo tortillas hechas por una india vieja de cuclillas en un rincón, tostadas sobre una piedra redonda calentada a puras brasas. Tenía mucho apetito, así que tragué como cuatro o cinco, rellenas de carnitas, ¡uáu! Estaban buenísimas. Las bajamos con unas cuantas latas de cerveza que había comprado por el camino, no era cuestión de caer con las manos vacías, tampoco. El abuelo brujo había salido, pero según la india vieja -no supe cuál era el parentesco con Donaji, si es que había alguno- nos informó que no tardaría mucho. Pregunté entonces a qué hora salía el último ómnibus a Oaxaca.
-No te apures -me respondió Donaji-, si hace falta puedes quedarte aquí. Eso, si no te incomoda dormir sobre el mero suelo, no vas a pretender que te deje mi jergón.
¿Habrá Chagas por aquí? Pensé, abochornándome de estos reflejos prejuiciosos, absolutamente indignos frente una hospitalidad tan espontánea como poco frecuente. Otra vez pareció leer mi mente, ya que dijo con tono insinuante: -Me imagino que te habrás dado todas las vacunas antes de venir a México.
-Claro, porque yo vengo de Suiza, boludo. Esa clase de bromas podés guardártelas para los gringos.
-Bueno, y ahorita un poco de aguardiente. Prueba esto, es aguardiente de maíz. Por acá lo llamamos Poc. Según he podido advertir, eres bastante aficionado a las bebidas; ésta es una de las cosas exóticas que podrás andar contando por ahí, en el futuro. Si es que tienes uno, nunca se sabe.
-¿A qué te referís? -Pregunté, algo alarmado.
-A nada en especial. Nunca se sabe, ¿no? Menos en Mitla, la tierra de los muertos.
-Ahá. No me jodas, eh.
-¿Por qué siempre actúas como si los demás te estuvieran atacando?
-¿Y vos por qué actuás siempre como si fueras un psicólogo?
-Tal vez lo sea. ¿O acaso no puedo haber estudiado, yo?
Sabía adónde pegar. No había dudas, era un tipo pillo. Y según tenía entendido, por referencias y alguna que otra experiencia propia, cuando estos indios eran pillos, más valía estar alerta.
-Está bien, doctor -le dije con sorna. -sólo que me gustaría saber cuándo viene el Decano.
-Hay un problema. El “Decano” solo vendrá luego de que te inscribas en el curso.
-¿Qué curso? La verdad, ya me está cayendo un poquito denso, esto. Decime cuánto te debo por las tortillas y me voy.
-¿Cuánto dinero traes?
-No pienso responderte a eso. Sólo sé que estoy dispuesto a pagarte hasta diez o quince pesos.
-Con eso no compro ni un cuenco de frijoles.
-Por ahí venía la cosa, eh.
-Discúlpame, güey, pero eres un menso. No quiero tu dinero. No me interesa. Te convido en mi casa y vienes y te comportas como un turista gringo al que le chingaron el boleto del show…
-Bueno, entonces gracias por todo. Cuando andés por Argentina te invito una comida.
-¿Y si mejor no dejas de comportarte como un escuincle malcriado y escuchas lo que tengo pa’ ofrecerte?
-¿Qué tenés para ofrecerme?
-Pipiltzintzintli.
-¿Qué?
-Bueno, por lo menos así lo llamamos por aquí. Creo que su nombre científico es salvia divinorum, pero no sé si decirlo, ya que no crees mucho en mis formaciones académicas.
-Ah, es una planta.
-No es una planta nomás, pinche gringo.
-Ah, no claro. ¿Y qué te hace?
-No es algo que se pueda decir y ya. Pero tú ya sabes de esas cosas, ¿no? -Preguntó con sorna.
La mujer que había preparado las tortillas se retiró, no sin antes informar a Donaji que había dejado unas enchiladas verdes y atole para la cena. Ya solos, me preguntó si iba o no a pasar por la experiencia del Pipiltzintzintli.
-Y, si llegué hasta acá… -respondí, yo que no fui nunca de hacer asco en estas lides.
-Ya sabía que no te la ibas a perder -remarcó, mientras manipulaba unas hojas húmedas y las arrojaba sobre un cuenco de agua hirviendo.
-¿Sale así, al toque? -Pregunté, con el estómago repentinamente crispado por los nervios.
-¿Cómo dices?
-Digo si es así nomás de rápido, el trámite.
-¿Qué esperabas? ¿Cocina francesa? -Me acercó el cuenco humeante. -Toma, bébetelo.
-Una pregunta más: ¿Qué ganás con todo esto?
-Tu eres de la idea de que todo se hace por algo, ¿no es así? Pues bien, he de decirte que tengo mis motivos, pero no serás capaz de entenderlos hasta tanto bebas esta infusión.
-No me vengas con misterios…
-Ah, que me chinguen si no era eso lo que creí que andabas buscando. ¿Vas a beberlo o no? No tengo tiempo pa’ perder.
-Está bien -dije, tomé el cuenco, soplé el vapor que emanaba y lo acerqué a mis labios. Tomé un pequeño trago. Era amargo, bastante feo, pero ya sabía por experiencia que estas substancias no se caracterizaban por el buen bouquet. Y que las más horribles solían ser las que te arrojaban más lejos. En fin, probablemente fuera a quedar a merced de aquel jovenzuelo Zapoteco; aunque a decir verdad, me simpatizaba bastante, y no parecía demasiado peligroso. Al cabo de un par de minutos, y bajo la atenta mirada del indio, lo acabé. Fue entonces cuando, con tono risueño, observó:
-Mira, güey, aunque no te guste nadita, tendrás que recostarte en mi sucio jergón; eso sí, luego de sacudir cucarachas y garrapatas.
-Me siento bien.
-No lo dudo, pero en unos cuantos minutos necesitarás recostarte.
Al cabo de una media hora parecía que alguien había encendido la luz. Todo se veía más luminoso, por más que estaba anocheciendo y Donaji no había encendido lámpara alguna. Algo así me había pasado antes con el cactus San Pedro, supongo que tendrá algo que ver con las pupilas. Y de repente, sentí oleadas de energía en todo el cuerpo, mientras alrededor la luz danzaba frenéticamente, como si la más atroz tormenta eléctrica tuviera lugar en esa casa. Simplemente me salí de la silla y me senté, acurrucado, de espaldas a una pared. Y también repentinamente, mi cuerpo se licuó para fundirse con la danza lumínico-energética. Simplemente, comencé a fluir caóticamente entre el maremágnum de luces, los límites del yo diluyéndose en él. Pensé que así era la muerte, o que al menos así debía experimentarse. Fue cuando una voz grave, desconocida para mí hasta entonces, me dijo “Claro que es así, así es como la muerte se lleva tu energía. Has venido aquí a morir, ¿acaso no lo sabías?”
Me alarmé, y todo se compactó, o mejor dicho, se coaguló y volví a mi cuerpo y a la casa de Donaji. Pero no era él quien estaba frente a mí. Era un indio anciano, muy moreno, de rostro arrugadísimo y mirada feroz.
-¿Adónde está Donaji? -Le pregunté, alarmadísimo, con todos los pelos del cuerpo erizados.
-Yo, soy Donaji.
-No, tú debes ser su abuelo.
-Claro, soy Donaji y soy su abuelo. Él es yo y yo soy él.
Intenté incorporarme pero me empujó hacia atrás, al tiempo que me decía:
-No estás en condiciones de hacer otra cosa que escucharme, ahorita.
-Ya estoy mejor -le dije. -Quiero salir de aquí.
-Si sales de aquí vas derecho a tu muerte, y esta vez no podrás volver de esa vorágine que acabas de atestiguar.
Me quedé quietito, dispuesto a oír cualquier cosa que a aquel extraño se le ocurriera decirme.
 
Dijo que me había visto bajar solo al interior de la cruz ritual subterránea, justo ése día (no me quedó clara la efeméride), y que pudo ver que necesitaba ayuda. Que si no me hubiera topado con él, iba a echar en saco roto todo cuanto había aprendido, desperdiciando de ese modo  lo que aún debía hacer en esta tierra. Me había expuesto a la muerte de una manera tan inconciente como manifiesta, y lo que había hecho él era darle a mi muerte un sucedáneo para que no se vaya con las manos vacías; cosa que por otra parte, jamás sucede.
-Así que a partir de hoy, tú estás muerto. Puedes obrar, hacer algo a favor de quienes lo merezcan, en fin, cumplir con tu deber como hombre de este mundo. Pero tanto las desdichas como las alegrías del hombre común, pasadas y futuras, ya se han ido en esa vorágine de luces en la que te has revolcado.
-¿Por qué ha hecho esto?
-Qué, ¿salvar tu pinche vida? ¿Acaso no te dije que fuiste a meter la cabeza en la trampa, y yo solamente te estoy ayudando a quitarla? Pero más te vale oírme, y sin lloriquear como una niñita malcriada.
Entre escalofríos, que de un modo extraño se relacionaban en tiempo e intensidad con flujos de luz extravagantes -al menos para mí-, tocó llagas de mi vida que yo suponía cerradas pero aún estaban tan pustulentas como el primer día; tal vez más, incluso, por la propia fermentación en un espíritu podrido. Tomé clara conciencia de lo que quería decir el indio viejo cuando indicaba que estaba a un paso del desastre, y vomité como chorros de luz revulsivos todo el veneno que venía acumulando en mi experiencia de vida. Tal vez en realidad haya vomitado los tacos de carnitas, no sé. Para mí era luz. Y lo de “en realidad”, creo que se me ha escapado. En fin.
Cuando al parecer terminó de transmitirme todo lo que consideró pertinente, volví a dar voz a mi voluntad de irme. En momentos de crisis me gusta estar solo. Y en otros momentos, también, para qué les voy a mentir. La cosa es que me escudriñó, y me dijo que tal vez era prematuro, ya que todavía no estaba muy denso que digamos; pero que en todo caso, era hora de que me enfrentara a lo que había fuera de esas cuatro paredes; y sobre todo, a lo que habitaba dentro de mí. Sonó feo, pero yo estaba tan vapuleado que no quería más precisiones. Desde la puerta, el viejo ¿Donaji? me hizo un gesto con la mano y dijo Ve con Totec. “Mucho gusto”, pensé yo, mientras trataba de fijar el nombre para googlearlo ni bien tuviese oportunidad.
La noche era fría, o tal vez era yo que estaba destemplado. Extraje la botella de mezcal de mi bolso y eché un buen trago. No sé si eso catalizó nuevamente al narcótico, pero la cosa es que las luces volvieron, si bien el torbellino era más leve y me permitía visualizar el entorno. Con verdadera dificultad hallé el rumbo, y me encaminaba hacia la ruta cuando sentí un impacto en mi hombro. Era algo negro, que luego de caer sobre el suelo seguía moviéndose. Otro más, y otro, y cuando quise acordar estaba en medio de una lluvia de pequeños murciélagos. Asqueado, me cubrí, mientras con golpes sordos seguían impactando en mi humanidad. ¿Era una alucinación? Seguramente, pero su realismo era contundente para mi escaldada psique. Y la cosa se puso peor aún: algunos comenzaron a impactarme con tal fuerza que quedaban enquistados en mi piel. Entré en pánico, mientas los apretaba y los quitaba como tétricos bubones. Era tremendo ver surgir del interior de mi piel las pequeñas fauces blancas, arrojando pequeños mordiscos a diestra y siniestra. Y el brillo de los ojitos feroces, demoníacos. Pensé que iba a infectarme de rabia o vaya a saber qué otra peste. Oí entonces unos silbidos y siseos de búho, e instintivamente corrí en su dirección. De modo casi instantáneo, la macabra lluvia cesó por completo. Fue entonces que recordé que un chamán me había dicho una vez que mi nagual era un tecolote. Debía haber tenido razón. Fue, en correspondencia con las tradiciones, mi guía para abandonar la tierra de los muertos. Seguí su canto, haciendo caso omiso de automóviles e incluso ómnibus que podían haberme ahorrado la caminata. Sólo quería caminar, que es la mejor manera que tengo para hilar mínimamente mis pensamientos habitualmente; se imaginan en aquellas circunstancias…
Así es que, luego de kilómetros y kilómetros de una caminata que -creo- habría sido demasiado agobiante sin los factores internos y externos que acabo de relatarles, me hallé nuevamente sentado en un banco del Zócalo Oaxaqueño, bebiendo un agua fresca de jamaica con verdadera sed. Me sentía bien, tal parecía que la sangría espiritual había conseguido su efecto. Acabé el refrigerio. Frente a la iglesia desplegaban sillas, en vistas a algún espectáculo o ritual, vaya a saber. Volví a extraer la botella de mezcal. Quedaba la mitad, aún. Eché un buen trago, preparándome para la misión que tenía que llevar a cabo antes de volver a licuarme, esta vez definitivamente, en aquella vorágine de luces.
Y parte de ello, creo, es esto que estoy haciendo ahora.