lunes, 29 de octubre de 2012

LA SACERDOTISA DE OXUMARÉ

Paolo Eleuteri Serpieri

Ya había dispuesto los tres objetos que mi atención dispersa -y probablemente mi personalidad fragmentaria- necesitaba para ejercitar el rito de la creación literaria: la vieja máquina de escribir Lexicon 80, un atril de lectura con libros para la ocasión y más allá, a unos tres metros, el televisor. Raro, ¿no? La mayoría prefiere quietud y concentración. Pues bien, yo necesito dispersarme. Mis detractores dirán que se nota, y yo les responderé que se vayan a la concha de su madre. No necesito prestigio, dinero o afilar las formas, sino vomitar de modo apenas metódico buena parte de la basura que recibo de este mundo imperfecto.
Abrí una botella de un whisky, escocés pero de medio pelo, me serví una copa, encendí un Gold Leaf, metí un papel en la máquina, hice unas arandelas de humo, bebí un trago y escribí: “Todo el mundo, todo el tiempo, me reprocha haber dejado de lado las finezas estilísticas, para desarrollar casi exclusivamente un modo de narrar basto, poco elocuente y guarro desde donde se lo mire. Y, dependiendo de quién venga la crítica, le respondo de diferentes modos y talantes; o directamente los miro como si fueran un sorete de perro en la mitad de la sala.”
Golpearon a la puerta, y oí la voz de Pepe “Cratilo, dale, abrí”.
Mientras lo dejaba pasar, le pregunté si estaba apurado o qué carajo le pasaba.
-Nada, boludo, no me gusta ese rellano oscuro. Menos al lado de este departamento (se refería al departamento frente al mío, en el que no vivía nadie pero en el que, curiosamente, sonaba un reloj despertador todos los días a las 7pm).
-Estás cada día más cagón…
-No, loco, es muy raro, eso. 
Después de un par de días te acostumbrás, y después de un par de semanas dejás de preguntarte acerca de ello.
-¿No entra nadie allí? ¿Nunca?
-Nunca vi ni oí entrar a nadie. Pero sabés qué, me calienta tres pelotas.
-¿Teacher’s, estás tomando?
-No, Es mi propia orina. Viste que dicen que hace bien…
-Qué pelotudo que sos. Pasame una copa.
-Por favor, se dice. Y a ver cuándo traés algo, vos.
-¿Seguís con el carromato ése? -Se refería a la Lexicon.
-Claro. Es un fierro. Y encima los vecinos se piensan que trabajo.
-Sos gil, eh. Te dije mil veces que las cosas pasan por la internet.
-Lo más cibernético que manejé fue el pinball. 
-Qué pedazo de tarado. ¿No pensás entrar al siglo XXI nunca, vos?
-Mi reino no es de este mundo, y mi calendario, menos.
-Dale, seguí con el mimeógrafo, nomás.
-Chupame un huevo.
-¡Dale!, -gritó Patricia desde el oscuro rellano. Le abrí la puerta.
-Hola, ¿cómo andan?
-No tan bien como vos, pero vamos tirando -le respondió Pepe.
-Bueno, el ánimo hay que trabajarlo, también. Si venís depre a visitar a éste, que anda siempre pisándose el alma, no sirve, man. Vení y tirá buena onda; si no, no vengas.
-Vengo a ver a mi amigo, che. Hacé el favor de no bardear.
-La dama habló -salté en defensa de la hermosa vecina. -Vení y tirá la buena o andate bien a la mierda.
-Váyanse a cagar.
-¿Ya están chupando whisky?
-Si querés hacete unos mates.
-No, servime uno. Y si se acaba no te calentés, tengo un tubo en casa.
-¡Ésa es mi vecina!
-Te conozco, amiguito. Sos muy generoso, salvo cuando te zarpan la bebida.
-¿Generoso? -Preguntó Pepe, dejando expresada como mínimo, la duda. Yo manotée la botella y la puse entre Patricia y yo. -Mejor -acordé-, ésta es para nosotros.
-Eh, no te bancás una joda… Che, hablando de todo un poco, ¿supiste algo de Renato?
Renato había partido hacía como seis meses a Brasil, y nadie sabía nada de él.
-Calláte, que el otro día cayó la madre, llorando, y me acusó de saber algo y no decírselo…
-¿Y qué le dijiste?
-La verdad, que no sabía nada y que seguramente andaba de joda y borrachera por allá. Y le aconsejé que fuera a la Policía Federal para pedir que lo traigan de las pestañas.
-Lo mandaste al frente, boludo.
-Ah no… que se joda por pelotudo, tener a la madre desesperada y llorando de ese modo… aparte, ¿qué tengo que ver yo, para andar bancándome a la vieja? Ya bastante tengo con la mía.
Y como esas situaciones tan habituales que probablemente tengan que ver con lo que Gregory Bateson llamó “Metálogos,” Renato llamó a la puerta. Cuando abrí, me sorprendí al ver en su frente, hacia la derecha, una fea cicatriz aún supurante, más perecida a las que se producen por aplastamiento que por palo.
-¿Qué te pasó, boludo?
-Es un poco largo -saludó a los demás y se arrojó en la silla. Lucía algo triste, como deprimido. Le serví un whisky. 
Nos miró a todos, y soltó una carcajadita paradójicamente triste.
-¿Me querés decir qué te pasó en la cabeza?
-Me dí un palo con una bicicleta, en Río. Pero es parte de la historia.
-No llamaste a tu vieja, pelotudo. Estaba desesperada.
-Ya sé, pero ¿qué querés que haga, si ya en Foz de Iguaçú, a la ida, no tenía más un mango?
-¿Te fuiste sin guita?
-Algo llevaba. Pero quise comprar faso y me vendieron una piedra.
-¿Una piedra de faso?
-No, gil. Una piedra de piedra.
-¡Pero sos más boludo que el agua de los fideos, vos!
-¿Me dejás que te cuente? Resulta que después de andar por ahí a la buena de dios, terminé en un aguantadero de vendedores de falopa en una favela del Complexo do Alemão…
-¡No te puedo creer que este tipo cuente que estuvo en un aguantadero narco de una favela como si contara que fue a la verdulería! -Exclamó sorprendida Patricia.
-Y, es Renato -aclaró Pepe, como si con eso aclarara algo.
-¿Me dejan contar? Bueno, un día salí a comprar una botella de cachaça y uno de los locos me dijo que fuera en su bicicleta. Ojalá no le hubiera dado bola, ya que habíamos estado bebiendo bastante. Empecé a pedalear morro abajo, y como era empinado, fui tomando velocidad. Más adelante el camino doblaba a la izquierda, y apreté los frenos. Frenos que no tenía, y el boludo del dueño que no me avisó. Intenté frenar bajando un pie, pero iba demasiado rápido. Entonces puse todas las fichas a doblar y que la inercia no me arrastrara al abismo. Doblaba, doblaba, doblaba, sostenía el manubrio con todas mis fuerzas. Pero no fue suficiente. Volé y fui a estrellarme como tres metros abajo contra una piedra plana. Gracias a dios que era plana, que si no, no la cuento. Obviamente, perdí el sentido. Me desperté, me dolía todo, especialmente la cabeza, y no veía nada con el ojo derecho. Vi la sangre seca en la piedra, y cuando pude subí la cuesta, a sabiendas de que nadie me iba a ayudar ahí debajo. Llegué a la polvorienta cuesta, y alguien me llevó en un auto hasta un puesto de salud. Recibí algunas curaciones, estudios mínimos, de acuerdo a lo elemental de su equipamiento, y quedé un par de días en observación. O supongo que habrán advertido que no tenía adónde ir; y de volver con mis nuevos amigos sin la bici, ni pensar.
-¿No te iban a echar una mano? -Preguntó ingenuamente Patricia, que no salía de su asombro.
-No, querida, me aguantaban porque bajaba a las playas paquetas y les movía la merca. Si volvía sin la bici andá a saber si la contaba. Esa noche en la penumbra, entró una negra bastante bajita pero comprimida, viste, un buen lomo. Se presentó como Rosa, y esbozó una bella sonrisa, que pude ver con ojo y medio, ya que éste se estaba recuperando. Resplandecía.   
Mientras acomodaba algunos frascos en una mesita, canturreaba algo. Le dije mi nombre. Ella se acercó, quitó las vendas con cuidado y me dijo “Está feo, eso”. “Y duele” le respondí. Me limpió la herida con gasas húmedas y luego me clavó los ojos. “¿Qué andás haciendo por acá?” y le contesté que “paseando, nomás”. Entonces, con una sonrisa cómplice, me preguntó “¿Te puedo contar un secreto?”. Yo encontraba todo aquello como onírico, casi en el límite entre la vigilia y el sueño, más con el golpazo en el mate. “Soy sacerdotisa. Tengo una pomada aquí que te curará bien rápido esa herida. Sólo que debe quedar entre nosotros, no se lo podés decir a nadie.” “¿Por qué?”, atiné a preguntar, no muy seguro. “Porque acá solo utilizan medicinas tradicionales. Éste es un secreto milenario de mis ancestros africanos. Acelerará mucho la curación”. “Bueno, mandale, entonces, si vos decís que es bueno…” “Pero boca cerrada, eh, que si se enteran me echan a patadas”. Sacó de entre sus ropas un pequeño pote, metió los dedos y extrajo una pasta blancuzca. Comenzó a frotarla suavemente sobre la parte afectada, e inmediatamente sentí un fuerte calor. Como si hubiese sido esas pomadas para atletas, viste. Y lo que empecé a vivir casi con bochorno era la erección que, ante el contacto de sus manos, se me iba produciendo.
-Siempre el mismo puerco -dijo Pepe.
-Encima -prosiguió Renato-, hacía rato que no la ponía. “¡Opa!” dijo Rosa, y agregó con sorna-, “parece que tan mal no estás”. “Son tus friegas, que me hacen bien”, le dije. “Ah, te hacen bien”, retiró las sábanas, miró de soslayo sobre sus hombros, me agarró el nabo y comenzó a acariciarlo, con el calor de sus manos, o el ungüento, no sé, hervía. Fue cuestión de segundos y me eché un polvo impresionante. Ella me limpio como buena enfermera, rió un poco quedamente y antes de irse, me dijo “Vas a ver que mañana vas a estar mejor”.
-Che, qué buen tratamiento, ahí, ¿no? 
-Y bueno, boludo, entre tanto palo alguna tenía que salir bien, qué querés. Pero en el balance de la historia no salió tan bien que digamos. Al otro día estuve esperando el tratamiento nocturno. Todavía me mareaba bastante, pero estaba más ubicado. A la nochecita vino, me aplicó la pomada…
-Y te hizo otra paja.
-No, me la chupó.
-¡Ah, bueno! Decime adónde queda y me voy a internar unos días.
-Al otro día me dijeron que me tenía que ir. Me dieron un blister de comprimidos, supongo que antibióticos, y me indicaron que pasara a los dos días para las curaciones. Me fui por ahí, pidiendo para morfar y durmiendo en un banco de la estación de micros…
-Qué idea más rara de pasar las vacaciones, la tuya -Observó Pepe.
-La paso bien, generalmente, no te creas. Éste no fue el caso. Llegado el día, esperé más o menos hasta la hora que entraba Rosa. Me hicieron pasar y en lugar de rosa estaba atendiendo una vieja gorda y desagradable, con la cara llena de verrugas. “¿No está Rosa?” le pregunté. “No sé quién es esa tal Rosa”, me respondió, y procedió a efectuarme las curaciones tradicionales como con asco y sin tomar el menor recaudo respecto de mis dolores o incomodidades. Antes de irme pregunté por Rosa a un médico, o al menos creo que lo era, y me dijo que no trabajaba más allí. Ante mis pedidos de cualquier información que me permitiera encontrarla, se encogió de hombros y me dijo que vivía en Niteroi, pero no tenía idea de su domicilio. Ese lugar es muy grande. Así que perdí toda esperanza de volver a verla. Volví a la estación, deprimido, pensando en emprender la vuelta ni bien se me curaran un poco las heridas del balero. Entonces, un par de noches después, a eso de las dos de la madrugada, la vi descender de un bondi con un fulano; negro, también. Los seguí. 
-¿Estabas enamorado? -Pregunté.
-Mirá, traté de justificarme pensando que necesitaría el ungüento, ya que las medicinas tradicionales habían dado mucho menos resultado, y la herida estaba comenzando a infectarse; pero los celos que me quemaron por dentro al verla con el fulano ése me dieron la pauta que era más que nada una excusa para volver a verla. Entonces, me puse la capucha de la campera (más que nada por las vendas, que eran muy visibles) y los seguí. La parada del ómnibus en la que se detuvieron, a pesar de la hora, estaba muy concurrida, lo que me ayudó a pasar desapercibido. Junté las monedas necesarias para el pasaje, que había conseguido pidiendo a la gente, para lo que el abultado vendaje ayudaba bastante. Cuando subieron, esperé que subieran algunos más e hice lo propio. Ya estaban sentados, así que me pude manejar un poco más desaprensivamente. Me senté bien detrás (allá a los bondis se sube por detrás y se baja por adelante). Anduvimos unos cuantos minutos y comenzamos a atravesar la bahía de Guanabara por el extenso puente sobre el Río Niteroi, tal como me había dicho el médico. Cuando se bajaron hice lo propio una parada después, y volví corriendo a tiempo para verlos doblar en una esquina. Pararon frente a una casa humilde pero pintada toda colorinche. Hablaron unos momentos, el tipo la besó y ella entró, mientras él comenzó a caminar en mi dirección. Nos cruzamos y saludó, “boa”, dijo, yo le respondí y seguí de largo. Caminé un par de cuadras y volví sobre mis pasos. Presa de una determinación insólita, iba a golpear a la puerta cuando ésta se abrió. “Adelante. Te estaba esperando” Ante mi estupor, agregó: “Te dije que era sacerdotisa, veo más allá que muchas personas. Aunque no hacía falta ser muy perceptivo para verte con esa ridícula capucha, tratando de ocultarte.”
Entramos, nos sentamos a una mesa y sirvió dos vasos de cachaça. “Ahora vas a escucharme. No te pregunto por qué viniste porque eso también ya lo sé.” “Ése que se fue, ¿es tu novio?” “Eso no es asunto tuyo. Te dije que te limitaras a oírme, no tengo mucho tiempo y estoy agotada, me quiero ir a dormir. Alimentás ciertas pasiones hacia mi persona, cosa que me honra; pero desde ya, y muy honestamente, tengo que decirte que eso es inviable. No voy a decirte por qué. Simplemente te digo que tenés que volver a tu País, terminar de curarte y olvidar este episodio de tu vida.” Entonces fue que vi algo que reptaba hacia su hombro. Alarmadísimo, pude discernir una serpiente de gran porte. Antes que diera voz a mi pavor, ella la tomó y dijo: “Eduviges, ¿qué estás haciendo acá? ¿No te dije que te fueras con tus hermanos?” La tomó por detrás de la cabeza con una mano, con la otra agarró el cuerpo, la sacó hacia otra habitación y cerró la puerta. “Estuviste a punto de mearte en los calzones, ¿eh? Ésa es una de mis chicas. Tengo muchas. Por eso es que quiero que veas que lo nuestro no tiene andamiento. Pertenecemos a mundos distintos.” Yo entré en un estado depresivo que tenía que ver con mi situación miserable, mi cuerpo maltrecho, mi corazón herido…
-Pará un poco, chabón, tampoco es para tanto -le dijo Pepe.
-Vos dejá de hablar de cosas que ni te imaginás hacer, gil -lo reconvine. -Seguí, Renato, no le des bola.
-Mirá, Pepe, si me vas a chicanear te voy a cagar a trompadas. No estoy de ánimo para tus estupideces. La cuestión es que me dio una lata del ungüento, me regaló esta estatuilla y me indicó irme para nunca más volver. En la puerta, me dio un beso leve sobre los labios y cerró la puerta. Me quedé unos segundos y luego me fui, sin saber siquiera cómo iba a volver a la estación de ómnibus. Caminé al azar, como yendo hacia el Puente para intentar que alguien me llevara, aunque a esa hora… unos pasos más adelante un auto se detuvo y, con gran asombro, vi al negro que había acompañado a Rosa hasta su casa, que abría la puerta de mi lado y me invitaba a subir. Era todo muy loco, pensé que estaba alucinando, qué sé yo, entre el golpe, las cachaças, el estar mal alimentado, una probable infección… pero no. Ahí estaba. Yo estaba tan deprimido que me daba más o menos lo mismo lo que me pudiera pasar, así que subí. Me extendió un cigarrillo y acepté. Me dijo, entre risas, que yo era el que los había estado siguiendo desde la estación de micros. Le pregunté cómo sabía y me dijo que había sido Carlinhos quien me había señalado. “¿Carlinhos? No conozco ningún Carlinhos”, le dije, y él me dijo que yo acababa de salir de su casa, y agregó “Seguramente te dijo que se llamaba Rosa”, y soltó terribles carcajadas. “No hay nada que hacer. Este Carlinhos es realmente un hijo de puta.” Estuve pensando en pedirle que pare para ir a increpar a Rosa, Carlinhos, o quien mierda fuera, pero desistí. Estaba muy cansado, no me sentía bien y la revelación del negro aquel me había conmocionado. Dijo algunas cosas más, y el resto del tiempo se la pasó contando hilarantes historias que ayudaron un poco.
-Pará un cachito -dijo Pepe, ya bastante ebrio-, ¿Me equivoco, o acabás de decir que te chupó la pija un chabón?
-Pasa que yo estaba mal, era una mina hermosa y había poca luz -se excusó Renato, visiblemente abochornado.
-¡Lo único que falta es que le des explicaciones al pelotudo éste! -Me ofusqué.
-Sabés qué pasa -comenzó a decir con sorna el idiota de Pepe-, que si contó que se la chupó, qué querés que te diga, para mí se lo empernó.
-¡Te retirás inmediatamente de esta casa!
-Eh boludo, qué te pasa…
-Que si no te las tomás, y calladito la boca, te saco a patadas y te ahogo en el cordón de la vereda, estúpido.
-Dejá, Cratilo, está bien. Yo ya me voy y le lo llevo, al gil éste. Le voy a explicar un par de cosas.
-Dale un buen bollo departe mía -dije a Renato cuando salían.

-Qué amiguitos que tenés, eh -dijo Patricia cuando quedamos solos.
-Los mejores que conseguí. Mirá, Renato se olvidó la estatuilla. -La examiné. -Mirá vos, es Oxumaré.
-¿Y quién carajo es, Oxumaré?
-Es un Orixá, una deidad africana. Su culto tiene lugar desde Haití hasta el Umbanda carioca, e incluso rioplatense. Es andrógino, y tiene que ver, entre otras formas, con el Vudú.
-Sacalo de mi vista, no me gustan esas cosas.
-Bueno, nena, me voy a dormir.
-¿Me puedo quedar?
-Si es “a dormir”, no hay problema. Tomé demasiado, no creo que tenga ganas de ponerla.
-Dije a dormir. No sé, algo en la historia que contó Renato me dejó medio sensible. 
Nos fuimos a la cama. Yo también estaba algo triste por mi amigo, se lo veía muy deprimido. Nos abrazamos y nos quedamos dormidos. 
No sé cuánto tiempo pasó, pero me desperté con dolor de cabeza. Tanteé a mi lado y Patricia no estaba. Escuché una música de coros que de alguna manera sonaba como salida del mismo infierno. Me Levanté, caminé hacia el comedor y advertí que la puerta estaba abierta, y la música venía desde fuera. Me acerqué a ver que pasaba y vi que el departamento de enfrente, ese misterioso antro aparentemente deshabitado, estaba abierto también y se observaba en su interior ese juego de luces y sombras propio de la iluminación con velas. Empujé la puerta y allí estaba Patricia, desnuda en en suelo, desvanecida, rodeada de serpientes que me miraban. Iba a sacudirlas a como pudiera, ya que estaba descalzo y en calzoncillos, cuando la pared detrás de ella se iluminó de golpe, como si hubieran encendido un spot; y lo que vi me heló la sangre: sobre la superficie vertical, un sinnúmero de serpientes reptaban inmunes a la gravedad, como si en realidad me estuviese asomando a un infecto pozo atestado de ofidios. Entonces grité, y grité…
-¿Qué te pasa, boludo, estás bien? -Me preguntó alarmada Patricia. Desperté, esta vez en serio, bañado en transpiración. Me levanté, abrí la persiana, fui a buscar la estatuilla y la arrojé por la ventana del balcón tan lejos como pude. Luego fui hasta la cocina a prepararme sal de fruta.
-¿Qué hacés, boludo? ¿Qué te pasa, qué tiraste?
-La estatuilla de mierda, esa.
-¿A vos te parece que…?
-No importa, no la quiero acá. Y mañana lo voy a buscar al pelotudo de Renato, tirarle el ungüento a la mierda y llevarlo a un médico como la gente.

Volvimos a la cama. Esperé que mis palpitaciones bajaran un poco, y después le di a Patricia lo que había venido a buscar, demorado por estas alcohólicas y folklóricas dilaciones.

miércoles, 3 de octubre de 2012

VAGINAS RUBIAS Y PUERTAS DIMENSIONALES

 Mikhail Lukyanenko 

Volvía a mi guarida pasada la medianoche. Tenía una sensación ambigua; por un lado estaba algo triste, pero por otro todo lo contrario. Volvía del velatorio de don Tamayo, un veterano con quien habíamos establecido esa clase de amistad tan enriquecedora que suele darse entre personas de distinta generación, basada en confianza y respeto por el otro. Las extrañas circunstancias que dieron marco a su deceso son el motivo de este reporte.
Dos noches atrás, caí de nuevo en la trampa de comprar dos litros de cerveza, que se terminaron demasiado rápido; así que fui a comprar dos más. Al volver, me sorprendió ver a don Tamayo sentado en la puerta de su casa. Si bien solía estar allí a las tardecitas, incluso hasta después de anochecer, era la primera vez que lo veía casi a medianoche.
-Qué dice, Cratilo.
-Buenas noches, don Tamayo. ¿Qué anda haciendo tan tarde?
-No tengo sueño, y la noche está preciosa. ¿Se va a tomar unas cervecitas?
-Si dios quiere… ¿me acompaña?
-Si quiere, vamos pa’ dentro. Tengo un wisquicito que ni le cuento, vea.
Se incorporó con dificultad. Tenía una pata de madera, bien rústica, aparte de artrosis varias. Entramos y fuimos a la sala, que daba a un patio trasero perfectamente visible a través de un gran vidriado. Sirvió dos copas de whisky muy generosas. Yo puse una cerveza en la heladera y abrí la otra. 
-¿Su señora?
-No se haga problema. La Ernestina se toma la pastilla y le puede tirar una bomba atómica al láu, que no se dispierta.
Bebimos y fumamos. Luego don Tamayo dijo de pronto: -Sabe qué, Cratilo, creo que me debo estar por morí‘.
-¿Qué le pasa, hombre? ¿Se siente mal? -Recordé cuando años atrás me había dicho, casi en pánico, que tenía “glucemia”. Claro que le tuve que explicar la diferencia entre glucemia y leucemia. Igual, mucho no me creyó.
-No, me están pasando cosas raras, vea.
-Supongo que me quiere contar.
-Se va a pensar que estoy loco.
-Para eso no hace falta que me cuente nada.
Se carcajeó, y me dijo: -Bueno, ‘tonce le voy a contar. Resulta que ayercito nomá’, estaba sentado en este sillón, pensando en bueyes perdidos. La Ernestina se había ido de visita a lo de su hermana, y se iba a quedar pa’ la cena, vio.
-Ahá.
-Iba cayendo la noche. Yo no tenía gana’ de levantarme a prender la lú, aparte pa’ que mierda la iba a prendé, pa hacer gasto, nomá‘. Y entonce’ vi como un refucilo, allá en el patio. Creí que venía tormenta, pero no. Era una mujer, hermosa, desnuda, que brillaba, allá al láu del limonero, ¿ve?
-¿Brillaba?
-Como que hay un dió, que brillaba, Y brillaba mucho. De vez en cuando hacía un refucilo, como le digo. Y me miraba. Tenía la vista clavada en mí. No le vuá decí’ que un poco me acojoné, pero lo pensé bien y me di cuenta que no tenía mucho pa’ perdé’. Tal vez fuera la muerte, pensé, que a la final no era una calavera huesuda y fea, sino una flor de potranca.
-¿No se habrá quedado dormido, y lo soñó?
-No me venga con eso, chango, que soy viejo pero no boludo…
-Yo decía, a mí a veces me pasa.
-Pero éste no es el caso. Usté’ sabe, Cratilo, no soy de andar hablando boludece’.
-Claro, hombre, yo decía, nada más. ¿Y qué pasó?
-Pasó que la mujé’, o lo que fuera, empezó a caminar pa’ acá, ¿vio? A medida que se acercaba, yo, con la boca abierta, me daba cuenta que estaba muy buena, la guacha. Y lo que no me pasaba de hace años, se m’empezó a poné dura.
-Oiga, Don Tamayo, mire que es contagioso, eh. Ya se me está parando a mí.
-Y, usté es joven, todavía. Si hubiera estáo acá se agarraba un garrote que mamma mía.
-¿Se da cuenta que es la primera vez que hablamos este tipo de temas?
-¿Y de áhi? ¿Acaso le da pudor?
-No, para nada. 
-’tonce déjeme que le cuente. La mujé’ esa empezó a caminar para acá, despacio, como tanteando el suelo, vea. Y cuál no fue mi sorpresa cuando atravesó paré’ y vidrio como si no hubiese habido nada.
-¿Atravesó el ventanal?
-Como le digo. Ya estaba acá mismito, y no me sacaba loj’ ojo’ de encima. Era como que chisporroteaba, vio, como cuando uno acerca algo elétrico a la radio. Y la luz que le salía era como que iba junta con el chisporroteo. Cuando estuvo frente a mí, me miró un rato. Yo le quería mirar el cuerpazo, pero no podía bajar la mirada. No por hinotizáo, o algo de eso, sino porque queda feo, vio, por más en bolas que esté. ‘tonce me preguntó por qué estaba tan desanimáo; así, como si las palabras sonaran adentro ‘e mi cabeza No movía los labios, vea Cratilo. 
-¿Telepatía?
-Que le dicen, sí. Y yo le contesté en voz normal, así, como hablo ahora, ¿vio?, y le dije “Soy viejo, tengo una pata ‘e palo y me queda poco. ¿Qué más queré‘?” “No, pero no es así. Tu camino recién empieza”, me dijo. “La muerte no es el final”. Y yo me lo creí. Yo, que nunca creí en nada que no pudiera ve’ o toca, vio Cratilo, usté’ me conoce. El asunto era que la que me lo decía era una d’esas cosas en las que no creía, y estaba allí; con su piel blanca, sus pendejo’ rubio’, crepitando entre unas cosas que eran como bichos de lú’ pero más chiquitos, y de distintos colores. ‘Tonce se m’empezó a poné’ dura.
-¿Pero no dijo hace un rato que se le empezó a poner dura?
-Más dura toavía. No era pa’ menos, Cratilo, vea. Y pa’ mí, que hacía añazos que no veía una mujé semejante… ni qué digo, semejante no vi nunca. Güena, sí, pero ésta era espetacular.
Se quedó como embelesado, casi se le caía la baba de recordarla.
-¿Y qué pasó?
-Y, lo que pasó a partir de áhi fue algo confuso. Me acuerdo que m’ empezó a masajear el garrote, y como que las luces me daban juerza, así que imagínese cómo lo tenía, como estaca, vea. Anduvimos meta y ponga acá, en el sillón éste, por la mesa, por el patio… y yo era joven de nuevo. Y tenía las dos patas. Le dimos “como Pacheco a las tortas”, joven Cratilo. Y una de luces que parecía el aniversario de la ciudá. Despué’ todo fue aminorando, y quedamos tiráos en el pasto. Ella me hablaba con su cerebro, y yo le contestaba normalito, vio. Me dio algo de tomar, medio brillante, era, y ni mierda sé de ánde lo sacó. Lo tomé, era má’ o meno’. La verdá que de gusto me gusta más el güisquicito, vio. Pero enseguidita nomá’ entendí todo.
-¿Qué, entendió?
-Todo. Qué somo’, pa’ qué estamo’, todo eso que nunca nadie sabe y vive preguntándose.
-Ah, buenísimo. Entonces me puede contar…
-No, m’hijo, ojála pudiera. Pasa que eso no viene con las palabras. O viene con la forma ésa de la mina, de hablar con la cabeza, o será con el menjunje ése que me dio.
-Claro, creo que lo entiendo.
-Lo que sí le puedo decir que el mundo es algo grande -se le iluminaron los ojos. -Y que es cierto que uno no muere, es como que se mezcla con todo por áhi. Pero mejor… sepa disculpar, me parece que estoy en pedo, ya.
-No, déle, me interesa.
-Es que no hay mucho más pa’ decir. Me disperté tiráo. Áhi en el pasto, en pelotas, viejo y choto como soy. Tuve que andar a los saltitos, sacudiendo los güevos, hasta encontrar la pata. Pero estaba felí. Sabía que me quedaba poco, y la verdá es que tengo muchas ganas de pasá’ a vé’l mundo como ayer. Y creo que me vuá podé’ ir prontito, nomá.
-¿Acaso se piensa amasijar?
-No sea dramático, Cratilo. Ya pude vé’ la puerta. Tengo que juntá coraje pa’ cruzarla. Se trata de dejarse ir, nomá’.
-¿Y la Ernestina? 
-Va a estar mucho mejó, sola. Tiene sus pesito’, la pensión… y no va’ tené’ que seguir cargando con un trasto viejo. Pa’ colmo con una pata meno’ y la otra toda descolada. No se aflija, es mejó’ pa’ todos, va’ ver.
¿Qué decir? ¿Sería cierto o el viejo deliraba? Era un tipo serio, no hablaba giladas nunca, y mucho menos refiriéndose a cuestiones cruciales como la vida y la muerte. Vaya uno a saber, y más si no tiene un ángel que le haga echar polvo de estrellas y le convida una papusa de andá a saber qué dimensión.

Como decía al principio, volvía a mi guarida pasada la medianoche. Tenía una sensación ambigua; por un lado estaba algo triste, pero por otro todo lo contrario. Al comenzar a subir la escalera oí música, y pensé que había dejado la radio encendida. Lo mismo la luz, que podía verse por debajo de la puerta. Y eso ya no era tan probable; jamás consumía luz al pedo, por razones de mera economía. Me puse tenso, y más aún cuando metí la llave y advertí que la puerta estaba abierta. Entré sigilosamente, mientras en mi estéreo sonaba “You’re so good for me”, de Humble Pie. En el comedor no había nadie. Me asomé a mi habitación y me volvió el alma al cuerpo: era Patricia, la vecina de abajo que era una mina de fierro, la única capaz de hacerme pisar el palito y que además, lo sabía. Estaba acostada en mi cama, casi desnuda, exuberante.
-¿Qué hacés acá?
-¡La concha de tu madre, boludo! ¡Mirá el susto que me pegás!
-Ah, claro, yo te asusto a vos… llego y oigo música, está todo abierto, y la que se asusta sos vos… a propósito, ¿cómo entraste?
-Por la puerta, gil, por dónde querés que entre. La dejaste abierta. Encima que te cuido la casa…
-¿La dejé abierta?
-Y, a atravesar paredes todavía no aprendí.
Me fui a buscar una botella de ron, pensando en la tremenda ironía involuntaria a la que la hermosa vecina había dado voz. Serví un par de copas y me tiré en la cama, a su lado.
.Vengo del velatorio de don Tamayo. 
-¿Cómo estaba Ernestina?
-Y, dentro de todo, bien, tranquila, por lo menos.
Me empezó a acariciar la cabeza. Sabía que estaba triste, era una mujer muy perceptiva. Y yo necesitaba eso. El perro salvaje necesitaba caricias. Se me empañaron los ojos, así que tosí e hice un denodado esfuerzo para mandar las lágrimas de vuelta para adentro. Tantos años de construir un personaje no iban a ser tirados por la borda en una mariconeada. Igual, creo que se dio cuenta.
-Vení, recostate acá -y me dio apoyo en su mullido regazo.
-Hoy no te voy a servir para mucho.
-Sólo quiero acompañarte, hacerte unos mimos…
-OK - le dije, mientras me apretaba contra su cuerpo. Y a pesar de lo tierno de la situación, y como decía don Tamayo, “se m’empezó a poné’ dura“.