lunes, 31 de octubre de 2011

SOLDADO DE VIDELA VI - LOS FANTASMAS DEL PUESTO 10


Una leyenda pueril, y tan lineal que conspiraba contra la menor credibilidad, circulaba entre los milicos -que así nos llamaba la superioridad-. Se refería al puesto de guardia número diez, ubicado lejos de todo contacto humano y rodeado de una vegetación lúgubre, que uno no sabía -lo digo en lovecraftiana glosa-, si esa lobreguez era anterior o sobreviniente al cagazo que cada noche, turno tras turno, el soldado apostado imprimía cual pincelada de pavor en el cuadro macabro. Crecían los testimonios acerca de la visión de ánimas en pena, que no eran otras que las de los Combatientes caídos en la luego llamada Masacre de Monte Chingolo, ocurrida poco tiempo antes en ese mismo Batallón al que la desgracia nos había arrojado
-En serio, el cagón éste dice que los vio. Y muchos otros baten cosas por el estilo; debe haber algo, por ahí. -Dijo el Yuyo, mientras comíamos lo que podíamos de la apestosa cena en bandejas de lata en las que nos daban el rancho de tropa.
Curly, un tarambana que no se nos despegaba ni un segundo, y en el que no confiábamos mucho porque aparte de tarambana era cagón, al tiempo que asentía con la cabeza, lo corrigió:
-No digo que los vi. Los vi. Así como los estoy viendo a ustedes.
-Qué raro -dije-, yo pensé que los fantasmas eran más transparentes. -Ozzy se cagó de la risa. -Dejate de joder, Curly, a vos te dicen que viene el cuco y te cagás en los calzones.
-Bueno, boludo, no me calienta un carajo si me creés o no me creés. Yo sé lo que vi. Aparte, al que le toca ahora el puesto diez es a vos.
Esto último lo dijo con una expresión de sorna ajena a su galería standard de expresiones, lo que me preocupó, así que le espeté con tono ríspido:
-¿No te parece, pedazo de boludo, que ya hay demasiados vivos por acá como para andarse preocupando por fantasías?
-Vos andá y mañana hablamos. Por ahí no pasa nada, claro.
-Estás abriendo el paraguas, hasta para eso sos cagón.
-Mañana hablamos. Yo seré cagón, pero vos tampoco sos Sean Connery, eh.
La seguridad con la que hablaba crecía en la misma proporción en que la mía decrecía; y como sucede siempre, mi tozudez se empeñó en recuperar le energía perdida. Tanto más cuanto la aguja de mi medidor de inseguridad había llegado al punto de hacerme suponer que la necesitaría poco después, en la oscuridad del fatídico puesto.
-Vamos a hacerlo más divertido -le propuse-. Si no veo nada, me comprás un sándwich por día en la cantina durante una semana.
-Y si los ves, me los comprás vos a mí, entonces.
-Sabés que no tengo un mango partido al medio.
-¿Y qué me das, vos entonces?
-Te dejo que me pegues una buena patada en el culo.
La pregunta que formuló a continuación me sorprendió sobremanera, ya que esperaba la obvia negativa de plano.
-¿Y yo cómo sé que me vas a decir la verdad?
-Te lo digo yo, boludo. Te doy mi palabra.
-Para tener palabra primero hay que tener honor.
-¡Eh, ¿qué te pasa, guacho?! ¡Mirá que te voy a dejar peor que los fantasmas, gil!
-Bueno, bueno, ¿en qué quedamos?
-¿Vas a decir la verdad? -Me preguntó Curly, con una sonrisa jugueteando en medio de esos mofletes tan parecidos a los del Stooge responsable de su mote.
-Cómo se ve que tenés guita, burguesito blandengue -demoré un poco la respuesta final. En lugar de recuperar energía, la iba perdiendo a ojos vista. El burguesito blandengue, viendo como la ola lo favorecía, me apuró:
-Todo es poco, con tal de darte una buena patada en el ojete.
Y, sí. La verdad es que yo solía divertirme abusando verbalmente de él. En todo caso, me la tendría merecida. Pero mi mamá siempre me dijo que los fantasmas “no existen”. Y así me fue cada vez que le hice caso.

2

Cuando descendía del Unimog, la mirada de los milicos que iban quedando por apostar y de los ya relevados, unívocamente, parecían decir A éste le tocó el Puesto 10. No obstante me tranquilicé un poco al oír gritar al milico que acababa de relevar: ¡Parte para el cabo primero lucero! ¡Soldado clase ’59 Tamayo deja el puesto sin novedad! No parecía venir de una Noche de Walpurgis, ni mucho menos.
Finalmente quedé solo en medio de la oscuridad. El fusil en mis manos no parecía constituir una herramienta idónea para ser utilizada contra entes espirituales. Miré la lechuza (que así le decíamos a la pequeña estructura de cemento que servía de refugio para el guardia) y la oscuridad en su interior era aún mayor, así que opté por permanecer allí fuera. Todos esos atavismos difusos y tenebrosos, que son tan comunes en la infancia, parecían haber regresado en tropel sobre mis agitadas mientes. No seas maricón, me dije, o vas a empezar a ver cosas de puro cagazo, infeliz. Fantasmas de guerrilleros, bah. Qué cosa tan descabellada. Y en todo caso, si eran fantasmas tales y como los describían las tradiciones universales, ellos bien sabrían que yo estaba de su lado, al menos en lo ideológico. Aparte. Si no era así, ¿qué podrían hacerme? ¿Ultimarme con balas fantasmas? No puedo creer que esté pensando semejantes boludeces, volví a recriminarme, y decidí permanecer en el alerta de siempre, que consistía en rajar para cualquier lado en caso de kilombo. Ya que jamás iba a accionar un arma en contra de gente que me representaba con su lucha y que tenía los huevos de los que yo carecía para oponerse al régimen genocida que me tenía secuestrado. Así que, para mantener la sobriedad recién conseguida, comencé a canturrear una canción que acababa de componer mi amigo Juan, entonces inmerso como yo en castrenses entuertos tan ajenos como compulsivos:

Cuando hago guardia
No sé a quién cuido,
Si me cuido a mi mismo
O a esta banda de asesinos


Finalmente logré consolidar el ánimo -en un nivel muy bajo, por cierto; lo normal en aquellas situaciones, que de por sí eran depresivas al punto que no hacía falta andar agregando componentes de thriller-. Y entre divagues del tipo lástima de uno mismo, me refugié en la amarga cotidianeidad del batallón, que incluía garrones como éste, que al fin y al cabo no era de los peores. Entonces, apareció el sueño. Claro que siempre, después de madrugar, soportar trabajos esclavos, movimientos vivos, presión psicológica, etcétera etcétera, el sueño irrumpía, y costaba ingentes esfuerzos permanecer en vela. Pero esta vez se trataba de un sueño pesado, terminal, de esos que cuesta imaginar si uno no ha pasado por la experiencia de somníferos fuertes o sobredosificación de los mismos. A pesar de la irrupción inmediata y contundente de Morfeo, sabía que debía resistir a como sea de caer en sus brazos. No sé si ya les comenté, pero dormirse en una guardia, obviamente, no era algo muy bien visto por aquellos bandidos de uniforme. Pero dormirse en el batallón depósito de arsenales “domingo viejobueno” de Monte Chingolo era prácticamente un suicidio. Así es que apelé al viejo truco de buscar algún charco de agua no muy podrida y arrojarme un poco en la cara. Pero a contrario de tantas otras veces, esta vez no ayudaba mucho. La idea que ese sopor invencible podría estar siendo causada por agentes metafísicos externos -llámense espíritus-, funcionó mejor, pero el despabilamiento duró lo mismo que manteca en hocico de perro. Cabeceé, aún conciente al punto de advertir que estaba quedándome dormido de pie. Sacudí la cabeza, y fue como si reflectores hubieran sido dispuestos para iluminar el área. A unos diez metros de mi posición había un tipo tirado sobre el pasto, en ese descalabro azaroso propio de la súbita aniquilación. Se me pararon los pelos del orto.
-¡ALTO! ¡¿QUIÉN VIVE?! -Grité, estúpidamente, en un todo de acuerdo con los cánones insuflados en el adoctrinamiento, al tiempo que apuntaba mi F.A.L. hacia el guiñapo, que al verlo bien noté que estaba manchado de sangre. Y entonces, el peso de la imposibilidad de lo que estaba ocurriendo me llevó a sacudir la cabeza con dos resultados: el bueno, era que el fulano abatido ya no estaba; el malo, que la  luz que irradiaba sobre ese sector, que quién puta sabrá de dónde venía, se mantenía tan clara como antes, sino más. Respiré hondo, mirando para todos lados con la intención de descubrir la fuente lumínica, pero no pude discernir nada en ese sentido. Y como aprovechando esta pequeña mengua en mi atención respecto de eventuales presencias, sentí un estridente grito de ataque a mis espaldas. Era una mujer absolutamente determinada a ultimarme, que corría en mi dirección disparando ráfagas con una metralleta P.A.M.. Atónito, no atiné a devolver fuego, menos tratándose de una mujer. Ella continuó su carrera y pasó a mi través, produciéndome un ahogo que, creo, vino determinado por el reflejo ante un impacto inevitable y que sin embargo nunca se produjo.
Estaba por ponerme a llorar. Curly y la reputísima madre que lo parió, cómo se debe haber cagado en circunstancias como aquellas. Con razón les tenía tanta fe a estos espíritus. Allí fue cuando escuché algo así como gritos paradójicamente silenciados: ¡Ahí está! ¡Está solo! ¡Es pan comido!
Yo ya no tenía tiempo para andar analizando situaciones. Estaba luchando por mantener mi cordura o contra lo que fuera que estaba dando vueltas por allí, en una suerte de poltergeist socialista. Entonces ocurrió algo insólito, incluso para ese contexto delirante:
-¡Paren un poco de joder, pelotudos, que éste es amigo! -dijo un individuo flaco y alto, de pelos largos (pocos) y pijama.
-¿Mingo?
-Qué hacés, pendejo, tanto tiempo.
-No te puedo creer. ¿Acaso moriste acá, vos?
-No, boludo, me mataron allá en La Plata. Pero a la mayoría de estos monos los conocía de antes. Yo pertenecía a Montoneros, y vos sabés cómo eran las cosas. La basura de la Triple A y los milicos son un enemigo común que supera cualquier diferencia.
-Loco, ¿sos vos, en serio?
-No, boludo, soy Cantinflas. ¿Qué pelotudez me estás preguntando?
-Pasa que es todo muy raro, acá.
-Raro es encontrarte a vos, disfrazado de milico. ¿Qué hacés acá?
-Ah, resulta que soy yo el que pregunta boludeces. ¿Qué te parece que puedo estar haciendo? Me encanutaron, gil. O te pensás que me enganché como soldado voluntario…
-Claro, pero tenés que ser idiota para dejarte enganchar.
-No me digas.
-¿Y qué vas a hacer si viene alguno de los muchachos (los que quedan vivos, digo) a hacer kilombo acá.
-Tiro el fusil a la mierda y me escondo, si puedo. Y si no puedo, busco la coyuntura para tirar a favor de ellos.
-Que no son ellos, somos nosotros, ¿o no?
-Sí, boludo, está bien, pero no te pongas a argumentar boludeces como en la pensión. Es una forma de decir.
-Vos decís, pero hoy por hoy sos uno de ellos, y no de nosotros.
-Vos no eras tan pelotudo de vivo, parece que una de las desventajas de la muerte es la pérdida de coeficiente mental. Encima que estoy de palo, vos me echás sal en las heridas. Mejor mandá a los otros a que me caguen a tiros. Sus balas inmateriales me hacen mucho menos daño que vos, te aseguro.
-No te pongás así. Podés estar de palo, pero por lo menos todavía estás vivo.
-¿Te acordás cuando nos pasábamos los sábados mirando Cine de Súper Acción?
-Sí, qué pelotudos que éramos.
-A vos te gustaban las de romanos, esa onda.
-Maciste era un capo.
-Maciste, cierto, era tu ídolo. Siempre fuiste medio puto. -Mingo se sonrió, pero detrás de esa mueca se adivinaba el puro dolor. Así que continué: -Y después venía el Maestro y nos leía, nos explicaba la teoría.
-Un capo, el gordo. Lo mataron por ahí por barrio norte.
-Eso me dijeron, sí. ¿Y te acordás cuando le metiste un cohetazo al equipo de música nuevo del Lalo?
-Tres veces le dije que bajara el volumen, que estaba durmiendo la siesta. No me dio bola, y bueno. Yo tenía una 9 mm que hacía rato tenía ganas de estrenar.
-La cara del loco, no entendía nada.
-En fin…
-Che, Mingo, ¿qué hago?
-¿Qué hacés con qué?
-Con esta vida de mierda, con estos milicos de mierda, con toda la mierda.
-Nada, loco. Por ahora no se puede hacer nada. Pero estate atento. Ya sé que no es tu fuerte, sos medio dormido, vos. Pero bueno, estate lo más atento que puedas. Por ahora, para conservar el pellejo, nada más. Y después, para hacer algo por los demás. Y ahora me tengo que ir. No te preocupes por estos muertos, yo me los llevo.
-No, pero Mingo…
-Me tengo que ir, te dije. Aparte, ya tenés que entregar el puesto.
La luz se hizo más intensa. Eran los faros del Unimog que traía los relevos
.
Al día de hoy no podría sostener si lo que tuvo lugar aquella noche fue un simple sueño, sugestión u otra cosa ciertamente indefinible. De lo que sí puedo dar fe es del terrible patadón que me metió Curly en el medio del ojete, y bien que me lo tenía merecido. También puedo asegurar que nunca relaté esta historia antes, siquiera a mis compañeros del batallón. Y que cada detalle de lo aquí narrado fue atestiguado por un servidor, aunque en su abismal torpeza no atine a discernir si fue pato o gallareta.

domingo, 30 de octubre de 2011

SEXO GAUCHO Y MATRERO


Manara

                      Fragmento de Homo Dialecticus

-Güeno, la cosa empezó cuando la Enriqueta se la dio de finoli y se jué con un caudiio e la política. Al Heráclito (el hermano, ¿se recuerda?) no le gustó ni un carajo, tampoco,  pero cuando me decidí a ir a reclamarla bien que se cagó y me dejó solo. Ansí que dolido y boliáu como dice el gaucho Fierro del crestiano enamoráu, agarré y me juí pal cabaré ande la tenían trabajandoe puta, a la estúpida. Me la quise ievá a la juerza, pero vinieron los matone y me dieron una paliza que ni en lo mejore tiempoe lo cura me habían dáu. Tantito que me dejaron por muerto, vea. Pero siempre jui duro, sobre todoe la testa. Me tiraron al canal de acá a unaj cuadra, que desemboca en el río, vio, y por suerte caí con la narí ajuerael agua, que si no no lestaría contando ná de esto. Y ahí mismito jue donde mencontró ñá Candelaria, una culandrera qué no sé cuántojaño tendría, pero parecía que los tenía tuitos. No sé como hizo, pero de algún modo se laj ingenió paievarme a su rancho. Cuando me disperté, me dolía hasta el pelo, vea. No podía ni abrí loj ojo de lo hinchaú que estaban. Pero me di maña pa mirá por la rendija. Estaba acostáu en un camastro casi tan piojoso como el que teníamo con el agüelo, pero no importaba. Aparte, iá estaba acostumbráu a eso. También había virgencitas, corazones de Jesú y tuitaj esa cosa que iá me tenían podrido dende que me pusieron con loj cura. Y una jaula con un caburé, bicho jodido que me miraba que parecía el mismo mandinga. Lo último que me ricordaba eran la luce que veía mientra los jué puta me daban palo. Y los palo no me dolían, fíjese Cratilo, lo que má me dolía era el desprecioe la Enriqueta, si seré asoliáu. Me quise levantá y no pude. Ansí que meché a iorá como un gurí. Y endispué a preguntarme quién me había ieváu ahí. Los cura no podían sé, porque nunca vi a denguno deios viví en un lugá tan pobre como ése, ansí que se mi acabaron laj idea. Lo único que podía hacé era esperá a que apareciera la persona que al parecé mi había salváu. Y no se hizo esperá mucho. Entró la vieja, secándose la mano en un delantal; era bastante alta, tenía una piel escura y unoj ojo medio pardo que te miraban fijo, casi como laj víbora, vea, y la verdá, no sé si por lo palo que me habían dáu o quién sabe por qué, se me jué todito el coraje y meché a iorá otra vé. Tonce me dijo que me dejarae mariconada, que no era un gurí y que si no me portaba como macho miba a tirá a la zanja de güelta. Endispué se acercó, me bajó loj calzone y me agarró el bicho, le tomó el peso con la palmae la mano y dijo y güeno, no es gran cosa pero capá que sirve p'algo. Y me la empezó a sacudí. Ió no quería sabé nada d'eso, estropiáu como estaba, pero la vieja sabía lo que hacía, sí señó. Flor de paja, mhizo, y se lo dice Benigno Pajón, nada meno, que de eso sabe bastante. Y dispué dijo La mierda, que tenía afrecho, el mozo, Con razón se anda haciendo rompél alma buscando puta. Y se golvió a limpiá laj manoen el delantal. Endispué se presentó, me dijo quera culandrera y que ahura mi vida era deia, porque ió había estáo jugando un truco con San Pedro y eia me había reclamáu. Me pareció justo; y risultó ser que dispué de semejante paja, la Enriqueta iá no minteresaba tanto. Vio mozo, cómo son laj cosa: cuando es pendejo, uno se cré que está enamoráu y en realidá lo único que quiere es echarse un güen polvo. Ni bien me jui curando, que para eso también Ñá Candelaria era güena, miempezó a mostrá sus oficio. Lo primero quhizo jué decirme que ió tenía envenená la sangre, y que hasta que no lej diera el güelto a los que mi habían maltratáu no iba a podé viví en paz. Ansí que agarró unoj iuio, empezó a rezá y a frotárselo a un facón. Dispué me dijo que ahura, con ese facón, naides miba a pisá el poncho otra vé. Y qué quiere que le diga, me los cargué a loj matones del cabaré, le corté la jeta a la Enriqueta para que se recuerde de mí cada vé que se vea al espejo, y gracia a esa magia estoy acá, luego de tantoj entrevero, contándole la historia. Si no juera por esa magia, iá estaría viendo crecé los rabanito dende abajo, como quien dice. Y otra cosa que no le conté, es que Ñá Candelaria era vieja, sí, pero estaba bastante güena a pesá de la edá. Y le gustaba darle como loca, ansí que jué de lejo la mejó hembra que tuve, aunque me traía a culazo limpio tuito el día. Y si el amigo me iegaba a mañereá, sabía muy bien que hacé y qué iuio darme paponerlo como estaca.

viernes, 21 de octubre de 2011

LA FEA, LA LINDA Y UN TRÍO CODIFICADO.

Milo Manara

La profesora adjunta de Estética era una perfecta imbécil. Una de esas minas que confunden Worringer, o un análisis de Heidegger sobre Van Gogh, con Max Factor, o L’Oréal, qué sé yo. Y la mayoría de sus alumnas, tilingas como ella, se esforzaban para ver quién decía la pelotudez más galopante. Era insufrible. Y pensar que el titular de la cátedra era nada menos que Emilio Estiú. ¿Habrá sido para equilibrar tanto talento y sabiduría que pusieron semejante pelmazo como adjunto? Si así era, había que reconocer que contrapesaron bien.
Entonces fue que una de las alumnas se apartó de esa bandada de avechuchos graznadores que se habían apiñado en el frente del aula, cuando la tarada mostró no sé qué abalorios traídos de Grecia, y vino cerca del fondo a sentarse en el pupitre de al lado. Era el tipo del que solemos decir por aquí que “el culo le cuida la cara”. Típica mina feúcha con un lomo que te la voglio dire.
-Qué manga de pelotudas, ¿no? -Soltó, y me simpatizó de inmediato.
-Ni hablar -respondí, escueto como suelo ser mientras me dura la timidez, que se circunscribe a mujeres y en los primeros minutos de conocimiento mutuo.
-Éstas sí que no tienen problemas.
-¿A qué te referís?
-Me refiero a que son el prototipo de la juventud que quieren los milicos hijos de puta éstos.
Era 1976. Antes de ingresar a las aulas del subsuelo en la Facultad de Humanidades, éramos palpados de armas, y nuestros libros y carpetas cuidadosamente revisados, a veces hoja por hoja (de acuerdo a la cara y/o apariencia del educando, en curioso análisis lombrosiano cuyo primitivismo jamás dejará de sorprenderme).
-Ahá. ¿Cómo te llamás?
-Vilma, ¿vos?
-Cratilo, y estoy aburrido. ¿Vamos a la mierda?
-¿Y qué va a decir la descerebrada ésta?
-No sé ni me importa.
-Claro, a mí tampoco. Vamos.
Poco después estábamos tomando unos vinos en el living de su casa, una casa bien humilde, que compartía con otra estudiante de su pueblo.
-¿En serio te llamás Cratilo? Me estás jodiendo…
-No, en serio. Y tengo un tío que se llama Heráclito.
-Dejá de hacerte el boludo.
-No, en serio.
-¿Acaso la tara filosófica es hereditaria, en tu familia? ¿Una secuela psicológica, que se transmite como una especie de sífilis metafísica?
-¿Siempre decís cosas como ésa? ¿O ya te pegó el vino?
-Ah, ahora la rara soy yo…
-En todo caso, merecerías ser de mi familia, con las cosas que decís.
Me levanté, algo inquieto -tal vez las hormonas habían comenzado a esparcir en mi interior sus apremiantes efluvios- y me acerqué a una ventana muy alta, típica de las casas viejas. Daba a un fondo muy verde y con árboles frondosos. Tomé un buen trago de vino, aspiré el cálido aire de la noche y encendí un cigarrillo. Vilma se acercó, copa en mano, y se detuvo a mi lado.
-Lindo fondo, ¿no?
-Sí, muy lindo. Y la noche está hermosa.
-Hace un poco de calor, sin embargo.
-Prefiero mil veces el calor que el frío.
-Claro, con el calor podés andar en bolas, ¿no es así?
Y me miró con sus ojos de huevo frito, bailoteando el iris en medio de la gran membrana esclerótica que quedaba a la vista. Quería expresar picardía, pero los rasgos no la ayudaban; por el contrario, le daban un toque de locura muy inquietante. Volví a beber, pensando que la fijeza de mi atención en ese rostro no ayudaría mucho que digamos a recoger el guante de la impudicia. Debía concentrarme en su cuerpo, pero nuestras posiciones, acodados sobre el marco inferior de la ventana, conspiraban contra ello so riesgo de quedar como un mirón impenitente.
-Entre otras cosas por eso, sí. Pero por mí no te detengas, si querés desnudarte -dije, sintiendo como avanzaba un paso hacia el abismo peludo.
-Ahá. Dame un par de vinos más.
-Los que quieras. Es tu mambo.
-Y vos, ¿te vas a enganchar?
-No te entiendo. ¿Enganchar en qué? -Pregunté, haciéndome el desavisado.
-No te hagás el boludo -me sacó la ficha-. En desvestirte vos también.
-Ah, eso. Dame un par de vinos más.
Entonces hablamos generalidades, de ésas que son más excusa que otra cosa, por cuanto nuestras jóvenes sangres estaban tironeándose en jaleos mucho más sutiles que los que pueden transmitirse en términos coloquiales. Hasta su perfil, mirando hacia afuera, me parecía ahora aceptable. Ni hablar de sus hombros y espalda, totalmente a la vista en el ajustado solero estampado. Y ya no lo pude evitar y miré la parte alta de sus ancas, sobresaliente dada la posición del torso inclinado sobre la ventana. Y eso fue determinante, además del catalizador alcohólico: comencé a acariciar aquella maravilla de la naturaleza. Ésa era una emoción estética, y no las boludeces que hablaba la adjunta. Vilma gimió levemente, bebió un trago de vino haciendo mmmmhhh y luego diciendo qué bien se siente eso…
Mientras era presa de una férrea erección, deslicé mis dedos sobre la línea de fuego de ella -que de veras estaba caliente-, aún sobre el vestido y las bragas, y entonces, refregándose contra mi mano y volcando buena parte del contenido de su copa, tuvo un orgasmo largo y desesperado. Ni bien acabó, hube de retirar mi mano para no correr igual suerte. Vilma se volvió hacia mí, transpirada y sonriente y comentó:
-¡Y eso que aún no nos pusimos en bolas!
-Lamento no haber respetado el libreto. Pero siempre hay tiempo, ¿no?
-Es lo que sobra. Esperá que voy a servirme más vino, que lo volqué todo.
-Traé las botellas.
-Qué, ¿nos vamos a quedar acá?
-Y, tan mal no la pasamos, hasta ahora.
-Tenés razón.
Antes de traer la botella, se quitó el solero. ¡Mamma mía, qué pedazo de físico! Cavilé que una buena manera de retrasar mi eyaculación podría consistir en mirarle a la cara, y detenerme en su cuerpo cuando la flaccidez de mi miembro, sobreviniente ante la visión de las poco armónicas facciones, necesitara estímulo. Y vaya que tenía con qué estimular. Una fina lencería negro semitransparente daba el toque magistral para dar acabado a una verdadera Venus con cabeza de Gárgola. (No me van a negar que la dicotomía cuerpo-rostro no ofrecía ventajas operativas evidentes, respecto de la regulación de la libido.)
Continuamos bebiendo, Vilma comenzó a desprenderme la camisa y a acariciarme el pecho. Por suerte, estaba de frente, con un primer plano de la cara. Así y todo no me fue tan fácil. Cuando los engranajes del instinto se engarzan, su tracción parece asumir características de piñón fijo.
Lentamente, me fue desvistiendo. Yo tragaba vino a mansalva, quién sabe para ahogar qué recónditos temores. Algo realmente indefinido, pero inquietante. Y no era momento de practicar autoanálisis ni mucho menos. El tiempo para pensar ya había pasado, hacía rato ya. Me bajó los pantalones y comenzó a acariciar mi erección, abajo arriba y viceversa, con su dulce mano en el interior de mi calzoncillo. Yo en tanto la besaba manteniendo mi vista fija en su fealdad, por las razones que acabo de referir en el párrafo anterior. Pero todo se complicó cuando bajó mi ropa interior hasta los tobillos y se puso en cuclillas. A punto estaba de rociarla cuando alguien introdujo ruidosamente una llave en la puerta de calle. Vilma se incorporó de un salto, y yo quise dar un paso y me enredé con pantalones y ropa interior y casi me voy de boca.
-Pará, no pasa nada. Es Brenda, mi compañera.
-Ah, está bien. Ya me veía cagado a golpes otra vez. -Y comencé a vestirme, ya calmo pero apurado por la situación. Vilma comenzó a enfundarse en el solero, cuando la parte elástica se le trabó a la altura de la espalda. La estaba ayudando cuando entró Brenda.
-¡Ups! Disculpen, no sabía…
-Pasá, está todo bien.
-No, no me hagan sentir mal. ¡Qué boluda! Me voy a mi habitación.
-No, pará, te digo que no pasa nada. Vení a tomar unos vinos con nosotros.
-¿Te parece?
-Claro, vení, no seas boluda. Él es Cratilo. Cratilo, Brenda.
-¿Cratilo, en serio?
-No empecemos… -dije, fastidiado. Supongo que el interruptus tendría que ver con ello. -Cratilo, no sé si en serio o en joda, pero ése es mi nombre.
-Perdón, no quise…
-Está todo bien.
Brenda, a contrario de su amiga, era hermosa. Morena, de pelo ondulado, ojos claros y rasgos muy finos. De estatura algo baja y bastante menuda de fisico, pero con UN BUEN PAR DE TETAS. Que cuando las portadoras son delgaditas, las tetas grandes lucen muchísimo más y se tornan tremendamente más apetecibles. ¿O no, lector sensible a las categorías estéticas?
-Es un poco reactivo a su nombre sofístico, tal vez lo hayan fustigado mucho en la escuela, o algo por el estilo -aclaró Vilma, como si me hubiera conocido de toda la vida.
-No me molesta mi nombre. Solamente que encuentro molesto la pregunta subsiguiente a cada presentación. ¿En serio?
-Bueno, lamento no haber sido original -repuso Brenda.
-No es nada personal, linda. Simplemente te explico lo que me pasa. Y dejemos un poco este psicoanálisis berreta, por favor.
Mientras le seguíamos dando al tinto, ellas se pusieron a hablar entre sí:
-¿Saliste con Silvio?
-De ese pelotudo ni me hables.
-¿Por qué? ¿Qué pasó?
-Nada, que es un pajero. Le quise dar y me salió con que teníamos que esperar un poco, que me toma muy en serio, que no quiere que por apurarnos el sexo pueda generar conflictos, y toda esa sarta de pelotudeces.
-Tiene miedo -tercié, haciéndome el hombre de mundo.- Eso es cobardía sexual.
-¿Te parece? -preguntó Vilma.
-Claro -respondió Brenda-, tiene razón. Más claro, echale agua. El boludo debe tener miedo a que no se le pare, o vaya a saber qué cosa.
-¿Cuántos años tiene?
-Veintidós, ¿por?
-No sé, parece mucho, pero por ahí todavía no la puso nunca.
-¿Sabés que lo pensé?
-No sería nada raro. Caso contrario está loco, si se pierde un caramelo semejante.
Apenas lo dije se me ocurrió que había metido la pata hasta el cuadril. Más, cuando Vilma me preguntó:
-¿Te gusta mi amiga?
-Otra vez, nada personal, pero tu amiga es una mujer muy bonita. ¿A quién no le gustaría?
-Entonces, te gusta.
-Repito, me gustan las mujeres lindas, y tu amiga es muy linda.
-Entonces, yo no te gusto.
-¿Por qué, decís eso?
-Vamos, amigo, si hay algo que no soy, es linda. Y todos lo sabemos.
Yo ya había bebido el vino suficiente como para mover la lengua antes que el cerebro, así que le dije:
-Bueno, depende de lo que entiendas por linda. No me hagás hablar, pero si no me gustaras no me habría puesto al rojo vivo, hace apenas unos pocos minutos.
-Bueno, tengo un cuerpo pasable, sí, pero…
-¿Pasable? -Interrumpí.- Tenés un lomo infernal, negra. Otra que pasable…
-¿Ves? Ya interrumpí y sigo en el medio -observó Brenda. -Me voy a mi habitación.
-Esperá, que la charla está más que interesante. Entonces, te gusta mi amiga, ¿no es así?
-Dale, me gusta, Me gusta y me regusta. ¿Y con eso qué?
-Y a vos, Brenda, ¿te gusta mi amigo?
(Qué raro, parecía estarla jugando de Celestina)
-No me jodas que hace un montón que no tengo sexo. (Danger)
-¿Te gusta o no te gusta?
-Te dije. No me jodas. Si no, pónganse a coger mientras me masturbo.
-No hace falta, vos sabés que en esta casa se comparte todo.
-Heyheyheyheyheyheyhey -protesté, fingiendo agravio, ya que estaba encantado por el cariz que estaba tomando la situación. Una fantasía tal, concretada a una edad tan temprana, no era moco’e pavo. -Tampoco soy un lavarropas, o cien gramos de salame y cien de queso.
Ambas rieron, y comenzaron a besarse. Vilma estiró el brazo y comenzó a acariciarme la entrepierna. Llegamos hasta un gran sillón de cuero y fuimos desvistiéndonos, lamiendo, tocando y haciendo todos esos adorables etcéteras que -como descubrí entonces- se multiplican exponencialmente al agregar un factor numérico a la pareja clásica. Brenda me hizo sentar sobre el respaldo del sillón y, en cuatro patas, llevó mi pene a su boca y comenzó a trabajar, mientras Vilma le jugueteaba con un aparato desde atrás, muy abiertos sus ya de por sí desmesurados ojos. Brenda estaba como loca. Por suerte yo había bebido el vino suficiente como para mantener una respetable erección sin acabar, cosa que al cabo de tanta bebida solía ser trabajoso. Esta vez venía muy bien, dadas las circunstancias. Vilma entonces dejó de meter y sacar el aparato y hundió su fea cara entre las nalgas de su amiga, provocándole un violento orgasmo. Con la acabada, y el rostro de Vilma oculto entre los glúteos de Brenda, por un momento pensé que acabaría yo también, pero logré capear el temporal.
Entonces, como en una rotación que me recordó un partido de voleibol, Vilma quedó boca arriba, con las piernas levantadas, mientras yo le daba y le daba. Entre tanto Brenda, a horcajadas sobre el desagraciado rostro, gozaba de un espectacular cunnilingus mientras me besaba y soltaba quejidos, producto de esa dulce tortura. Otra vez me subió la presión, ya me estaba cansando de contener los flujos y reflujos de la marea seminal. Entonces tocaron a la puerta. Otra vez no, me dije, perdiendo algo de concentración.
-No le des bola -indicó Brenda, estremeciéndose aún. Desde allá abajo, y con el molusco en la boca, Vilma respondió algo ininteligible.
Estábamos entrando de nuevo en gran clima cuando volvieron a tocar, esta vez insistentemente. Vilma empujó levemente a su amiga y se incorporó, exclamando:
-¡LA PUTA QUE LO REPARIÓ!
Antes de ir a atender, se volvió hacia Brenda y le hizo una seña levantando el índice, como de advertencia. Supuse que tenía que ver conmigo, pero no tuve mucho tiempo de pensar en ello, porque ni bien salió del living, su amiga se me subió encima, manoteó mi pene, lo dirigió y se lo introdujo con pasión y premura. Y comenzamos una cabalgata frenética. Mientras nos sacudíamos como si la vida nos fuera en ello, se me escapó una leve exclamación, a lo que Brenda abrió los ojos alarmada y se llevó él dedo a la boca, indicándome silencio. Entonces seguimos, con enjundia tremenda pero silenciosa. Y así pude oír una discusión de Vilma con otra mujer, acerca de algo que parecía ser un conflicto motivado por el pago de la renta de la casa. No son horas de venir, oí decir a Vilma. Ah, ¿no? Resulta que ésta es la única hora en la que encuentro a alguien, respondia la otra. Y nosotros propinándonos violentos caderazos. Afuera la discusión subía de tono, y sobre el sillón subía la temperatura. Por fin oímos un portazo, y Brenda acabó, a los gritos. Y yo junto con ella, eyaculando y gritando a causa del orgasmo tantas veces retenido. Entonces entró Vilma, como una tromba.
-¿QUÉ HACÉS, HIJA DE PUTA?
-Y bueno, qué querés, me tenté -respondió, mientras se salía de mi aún erecto anclaje y se volvía hacia su amiga.
-HABÍAMOS QUEDADO QUE CON PENETRACIÓN NO! ¡A ÉSTE LO TRAJE YO, Y HABÍAMOS QUEDADO EN…
-Ya te dije, me tenté, no pude aguantar.
-¡No, pero las cosas no son así! ¡Yo siempre respeté…
-¡Me tenés podrida! Ya está, ya me lo cogí. ¿Qué vas a hacer, ahora?
-¡CAGARTE A TROMPADAS, HIJA DE PUTA!
Y se agarraron de las mechas, como suelen hacer las mujeres. Pero Brenda aparte le daba puñetazos en las costillas. Paren, che, dije, no muy seguro de que en realidad quisiese que lo hicieran. Estaba bueno; si bien no terminaba de entender los móviles de la gresca, ni mucho menos los códigos que regían su relación, me resultaba excitante. Pero cuando Vilma agarró una botella vacía debajo del fregadero, me pareció que la cosa se estaba poniendo muy guarra. Así que me vestí rápidamente, tomé un buen vaso de vino y fui hacia la puerta. Cuando iba a cerrarla detrás de mí, me pareció que los gritos y el escándalo daban lugar a gemidos, no pude discernir si de lucha o sexo. Tal vez yo sólo había servido de precalentamiento. Me quedé oyendo otro poco y tuve el impulso de regresar, pero primaron la razón y la prudencia.
Entré al bar de siempre, y allí estaba el Luiggi. Pedí un vodka con naranja.
-¿Dónde andabas, boludo? -Me preguntó.
-Qué, sos mi mamá, ahora?
-No, idiota. Pasa que vino Agnese -algo parecido a una novia que supe tener- y dijo que la habías citado acá.
-Huy, cierto. Me olvidé por completo.
-Ves que sos un idiota… si yo tuviera una mina como ésa, minga que me iba a olvidar.
-Minas, minas… -dije.
-Hacete el canchero, dale, mirá que ahí viene.
La vi entrar, airada. Era linda, sí. Pero qué iba a hacer.
-¿Se puede saber por donde andabas?
Y yo, que a veces con la borrachera me pinta de honestidad -sobre todo cuando por h o por b tengo las pelotas rotas-, le respondí:
-Estaba garchando con un par de locas.
.¿Encima te hacés el boludo?
-Debo ser, porque no me estoy haciendo el nada.
-¿Siempre es lo mismo, con vos?
-Si te aburre, ¿por qué no te tomás el buque?
-Tenés razón -dijo, con una seriedad que ni un trapense. Se quitó un anillo que un par de años atrás le había regalado, y me lo tiró por la jeta. Dio media vuelta y se fue.
El Gallego trajo el trago y me preguntó:
-¿Querés más vodka? Parece que te va a hacer falta.
- No te hagás problema, Gaita, si querés echale otro poco, pero de gusto, nomás. Como le decía al gil éste, minas son lo que sobra.
Claro que sabía que estaba haciéndome el canchero y hablando con el buche lleno. Seguramente mañana pasaría hambre otra vez.
Pero mañana era otro día. Y, ciertamente, minas son lo que sobra.

sábado, 15 de octubre de 2011

SOLDADO DE VIDELA V - UNA BUENA PELEA


Bien temprano, antes incluso del toque de diana, las cosas empezaron muy mal. Dos soldados rosarinos se habían tomado el buque. Habían desertado, bah, para decirlo en términos castrenses. Y todos saben, y si no saben se los digo, en ese extraño microclima mental respondiente a los milicos de los ‘70, por la cagada de uno, pagan todos. Y allí salimos de la cuadra, carrera march y cuerpo a tierra (un pitido de silbato, cuerpo a tierra. Dos pitidos, carrera march. Consigna simple, hasta el más imbécil podía retenerla. Y no fuera a ser cosa que al sargento primero gutiérrez se cascara la voz, no. El silbato solo le exigía leves soplidos. En tanto nosotros resoplábamos como bueyes tirando de la piedra del molino). Y si a alguno, desfalleciente luego de varias horas, se le ocurría cejar y darse por agotado, ningún problema; simplemente, se quedaba sin día franco por un mes, o tal vez dos. Así que, a punto del desmayo y/o desgarro, seguíamos adelante con la básica consigna priiip (tierra), priiip priiip (carrera), priiip (tierra), priiip priiip (carrera), y así.
Y así, bien digo, llegamos a eso de la una del mediodía al rancho de tropa. Preferí no comer -aparte de que era la bosta de siempre, sabía que saldríamos a los panzazos, así que solamente mastiqué un poco de pan duro y bebí toda el agua que el cuerpo me pedía-. Así que salimos priiip (tierra), priiip priiip (carrera), priiip (tierra), priiip priiip (carrera), y así. Y allí hubo varias bajas, puesto que los que habían comido, a poco empezaron a vomitar como verdaderas fuentes de porquerías fermentadas. Y solitos se iban a la cuadra a anotarse en el pizarrón de castigados. Así es que de unos cien boludos al comienzo, ya íbamos quedando algo así como sesenta. Y la letanía de la tortura continuaba: priiip (tierra), priiip priiip (carrera), priiip (tierra), priiip priiip (carrera), y así.
Sentía arder cada músculo de mi cuerpo. Me encontraba al borde del calambre, pero no iba a dar el brazo a torcer. No tanto por el castigo y los días de arresto -que sí importaban y mucho-, sino más bien por una cuestión de orgullo, tozudez, amor propio o como carajo quieran llamarle.
Entonces ocurrió. El borceguí de uno -no recuerdo ahora de quien-, impactó en el ojo del otro, en situación de priiip (cuerpo a tierra, ¿hace falta que lo aclare todavía?). La cosa que el borceguí (o el ojo) era mío, y el ojo (o el borceguí) era de un rosarino apodado Ringo.
-¡Qué hacés, la reconcha de tu madre!
-¡Qué te pasa, la reputa que te parió!
Y nos incorporamos tirando bollos. Algunos camaradas, los más cercanos a la acción, intentaron separarnos, pero los códigos del ejército ven con beneplácito la actitud agresiva de los conscriptos, así que el sargento ordenó tajantemente ¡Déjenlos! ¡Déjenlos! Y bueno, rodeados de un círculo de milicos jadeantes, y exhaustos como estábamos, hicimos unas fintas y nos abocamos a lo nuestro, que era cagarnos bien a trompadas. Ringo era flaco, musculoso y muy fuerte (al menos eso nos pareció entonces a mí y a mi sufrida humanidad). La cuestión que, despreciando cualquier táctica defensiva, nos plantamos cara a cara y nos fajamos golpe por golpe, sin dar ni pedir tregua. Y como ustedes saben, en situación de combate los golpes y heridas no causan dolor, a causa de la adrenalina y quién sabe qué otros prodigios endócrinos, físicos y químicos; por lo que nos trompeamos hasta cansarnos. Digo hasta cansarnos, pero no olvidéis que la reyerta comenzó cuando ya estábamos casi agotados. Seguimos propinándonos golpes cada vez más flojos hasta casi no poder levantar los brazos. El sargento entonces declaró empate, nos felicitó por nuestro desempeño y nos mandó a lavarnos los ensangrentados morros. Era una forma, además, de relevarnos del nefasto priiip… priiip priiip. Ya bastante habíamos tenido.
Caminamos juntos de vuelta a la cuadra. Atravesábamos la plaza de armas, dejando la chorrera de gotas de sangre sobre el asfalto caliente. La fiebre en derredor de los ojos semicerrados presagiaba dolorosos amoratamientos.
-Buena pelea -me dijo Ringo.
-No estuvo mal -respondí; la tormenta ya había pasado y nada empecía jugarla un poco de duro.
-La verdad, creí que eras más flojo.
-Yo también -y la intencional ambigüedad acerca de a cuál de los dos me refería hizo que me mirara de golpe, con ojos sesgados y ya virando al violeta. Captó la movida y se rió.
Fuimos a los retretes, nos lavamos la sangre y nos arrojamos mucha agua fría sobre los rostros. De vez en cuando nos mirábamos en el vetusto y desconchado espejo.
-Boludo, ni una piña al cuerpo, todas a la cabeza -le dije.
-Tenés razón. Si te entraba al hígado no te levantabas más.
-Y si Perón no se hubiera muerto, estaría vivo.
-Me aflojaste un diente, hijo de puta.
-¿Querés que te pase un informe detallado de mis lesiones?
-Dejá, está todo pago. Y además tengo encanutado algo que me parece que te va a gustar.
Entramos a la cuadra y nos sentamos sobre su cucheta, y de un pulóver doblado en el cofre personal extrajo una petaca cromada. Echó un buen trago y mientras me la pasaba, volvió a decir:.
-Buena pelea. Brindemos por eso.
-Brindo por eso y por la concha de tu hermana.
-Ah, sí. Por la de la tuya también.
Era ginebra. No sé si era de la buena, pero me supo a gloria.
De vez en cuando ingresaba algún milico destrozado física y anímicamente y se anotaba en el pizarrón de castigados.
Y mientras dábamos buena cuenta de la petaca, podíamos oír el lejano código de pitidos:
Priiip… priiip priiip. Priiip… priiip priiip. Priiip… priiip priiip.

miércoles, 5 de octubre de 2011

TRES LUNARES EN EL OJO DEL CULO


Paolo Eleuteri Serpieri

Hacía meses que no vendía un automóvil. Así que no le resultó sorpresiva la convocatoria a la oficina del Gerente de Ventas, en la cual le informaron que la empresa prescindía de sus servicios. Teniendo en cuenta el contrato que había suscripto al ingresar, no le correspondía indemnización alguna. Encima. Salió a la calle, algo aturdido. El pavimento hervía. Cruzó al bar de enfrente y se bebió una Heineken de litro en un tiempo tal que se le antojó récord. No iba a volver a su casa. Su esposa lo tenía podrido de por sí, no quería  imaginarse cuando le dijera que había sido despedido. Su esposa lo tenía podrido, sus hijos lo tenían podrido, el calor lo tenía podrido, su humanidad devaluada lo tenía podrido, en fin… no iba a volver a su casa, al menos en lo inmediato.
Tocó a la puerta de la casa de Mara. Mara era una muchacha hermosa, libre y despreocupada. Seis meses atrás le había comprado un auto de alta gama, y a partir de allí habían comenzado una relación sentimental. Mara sabía de su situación, y jamás le reclamaba nada. Eso hacía las cosas mucho más cómodas para él, podía gozar de su compañía cada vez que quería sin comprometer su ya convulsionado frente interno.
-Hola, Leo, pasá -dijo, al abrir la puerta. Sus ojazos negros lo atravesaron. Su blanquísima dentadura luciendo en luminosa sonrisa, sus generosos pechos queriendo saltar fuera de la blusa, sus hermosas piernas que lucían aún apoyadas sobre pantuflas de conejito, su olor que casi se diría de néctar perfumado, todo ello, lo impulsó primero a besarla apasionadamente, y luego arrastrarla hasta el baño.
-Bueno, parece que viniste con ganas -le dijo, risueña, dejando que las manos de él la acariciaran casi abusivamente, y entrando rápidamente en situación hormonal análoga.
-Sí, mi amor.
-¿Y por qué, acá, en el baño?
-Fijate como estoy, todo transpirado. Debo apestar -aclaró, mientras se quitaba el traje y abría la ducha.
-Ah, viene de ducha, parece.
Mara también se desnudó. Entre el manoseo y la visión de su desnudez, Leo se excitó visiblemente, y ni bien entró a la ducha, Mara lo siguió, se hincó e introdujo el inflamado pene en su boca. Al cabo de unos cuantos segundos, el la apartó de modo cortés.
-Así no vas a ir muy lejos. Ya estoy por derramarme.
-No importa, bebé, date el gusto.
-No, bonita, vamos un poco más despacio.
Ella comenzó a arrojarle agua como quien baña a un caballo en el río, y ambos rieron. Luego la hizo girar, ella se tomó de las canillas y se afianzó sobre sus hermosas piernas, ofreciendo su adorable sexo. Leo comenzó a frotarle los labios menores y el clítoris con su mano izquierda, mientras con la derecha se masturbaba levemente, más para mantener a pleno su erección que para autosatisfacerse. Mara comenzó entonces un crescendo de voces y gemidos hasta que explotó en un orgasmo que hizo que sus torneadas piernas quedaran temblando al punto que temió perder el equilibrio. Entonces él la penetró sin que los tejidos laxos y húmedos ofrecieran la menor resistencia. Comenzaron a trabajar lentamente, y fueron tomando velocidad a medida que sus exclamaciones subían de tono; el ritmo del chasquido de glúteos contra el bajo vientre y piernas de él creció también en velocidad y volumen, hasta que alcanzaron un clímax simultáneo y particularmente ruidoso. Luego se besaron, se enjabonaron amorosamente y terminaron de ducharse.
Ya en el living, cervezas y cigarrillos de por medio, Mara preguntó:
-¿Qué te pasa?
-¿Por qué habría de pasarme algo?
-Te conozco, mascarita.
-Bueno, me echaron del trabajo.
-¿Y eso te excita?
-¿Cómo?
-No, como venís y me cogés así, a lo bestia, sin preguntar siquiera si estoy dispuesta…
-Bueno, disculpame.
-Nada que disculpar. Me encantó. Creo que lo notaste, ¿no?
-Estaba muy concentrado en lo mío. Y para mí, fue sublime.
-Dale, no será para tanto.
-Bueno. Para mí lo fue.
-¿Sublime? ¿No suena muy religioso, eso?
-Es una forma de decir.
-¿Y qué onda, con el laburo? ¿Te echaron así, sin más?
-Así, sin más.
-Y bueno, ya conseguirás otro.
-Claro, tan fácil que está la cosa.
-¿Y tu mujer no labura, acaso?
-Claro, pero ya bastante me fustigaba por lo poco que ganaba. Imaginate ahora.
-Y bueno, qué va’cer. Cada uno se banca lo que quiere.
-O lo que puede.
-No veo la diferencia. En términos prácticos, al menos.
-Tenés razón.
Sonó el celular de Leo.
-Hola, Constanza -su esposa.- ¿Qué? Uh, me había olvidado. ¿No hay forma de…? Bueno, pero… no, sí, está bien, está bien. Pero estoy ocupado. ¿Adónde es? Ah, en el Richmond. Bueno, voy para allá, directamente. ¡No, no me voy a cambiar! ¡Te digo que no tengo tiempo! Bueno, bueno, chau, chau.
-La reputa madre que lo parió -dijo, luego de cortar la comunicación.
-¿Qué pasa?
-Que habíamos quedado en ir a cenar con los imbéciles esos de Miguel y Moira.
-¿Cómo hacés?
-¿Cómo hago que?
-Sentirte comprometido con cualquier boludo que se te cruza.
-No sé, qué sé yo. Soy así. Me encantaría ser como vos, que no se hace compromiso con nadie.
-Cada uno es como quiere. Cualquier cosa que te hayan dicho en contrario, es simplemente una falacia.
-¿Vos creés?
-Estoy segura. Y yo no es que no me comprometa con nadie. Solamente me comprometo cuando estoy segura que vale la pena.
-Te podés equivocar, también. ¿O no?
-Claro que me puedo equivocar. Pero eso es muchísimo mejor que vivir equivocada.
Leo se incorporó, se puso el saco, metió la corbata en el bolsillo y se preparó para irse. Antes, le dijo:
-Mara, sos lo mejor que me ha pasado en años. No quiero comprometerte, menos ahora que estoy en la lona. Sólo quiero que lo sepas.
-No me comprometés. El comprometido sos vos. Y no estás en la lona. Estas sano, todavía sos joven, no sos del todo tonto y tenés un más que respetable rendimiento sexual. Creéme que hay gente que tiene muchas cosas materiales pero está mas en la lona que vos.
-Puede ser, sí.
-Pensalo. Y sabés que acá la puerta siempre está abierta. No importa cuánto dinero tengas. En todo caso, no necesito.
-Gracias.
-Gracias hacen los monos.

Entró al Richmond y vio a Constanza y a la pareja de idiotas en una mesa a lo lejos. Charlaban efusivamente, seguramente todas esas pelotudeces de siempre que llegaban a exasperarlo. No lo habían visto, así que se sentó en un taburete de la barra y pidió un tequila doble. Su interior bullía. Su esposa lo tenía podrido, sus hijos lo tenían podrido, el calor lo tenía podrido, su humanidad devaluada lo tenía podrido, Miguel y Moira lo tenían podrido. Tomó el tequila en un par de tragos y pidió otro. Luego indicó que los cargaran a la cuenta de la mesa de Miguel. Respiró hondo, tomó coraje y se dirigió a la fatal cena de camaradería.
-Hola, Leo. Calor, ¿no? -Seguramente se refería a la transpiración que cubría su frente, a las humedades proyectándose en formas oscuras en su camisa e incluso en los sobacos, trascendiendo el saco amarillo claro.
-Leo, mirá cómo venís -le recriminó Constanza. -Está bien que tengas mucho trabajo, pero deberías hacer tiempo para darte una ducha, al menos.
-¿Te avergüenzo?
-No, pero…
-Me dí, una ducha. Pero en casa de mi amante. Lo que pasa es que no tenía ropa para cambiarme.
-Já já já -rió Miguel. -Éste Leo siempre tan ocurrente. -Era mucho más estúpido que las mujeres, quienes sonrieron incómodas, intuyendo algo de realidad en lo que Miguel tomaba por pura jocosidad.
-Ninguna ocurrencia. Vengo de la casa de mi amante.
-Leo, no te queda bien hacerte el vivo de esa manera -observó, malhumorada, su esposa.
-No me estoy haciendo el vivo. Me echaron del trabajo.
-¿Cómo?
-Como oís, tarada. Me echaron del trabajo. ¿Qué parte no entendés?
-¿Y eso qué tiene que ver con venir a hablar de una supuesta amante?
-Nada, quizá. O tal vez todo. Es decir, antes de que me eches vos a la calle, como un perro, por no seguir aportando a las arcas familiares, quería darme este gusto. Hay gente que piensa en qué te puede sacar, y otra que piensa en qué te puede dar. Yo prefiero a esta última, y obviamente, no estás incluida.
Constanza se cubrió la cara con las manos, y comenzó a sacudirse con los sollozos. Moira dedicó a Leo una mirada fulminante y se incorporó, tomó de un brazo a la cornuda y se fueron para el baño, brindando un cuadro lastimero.
-¿Qué te pasa, boludo, estás loco? -Le preguntó Miguel.
-Estoy podrido, Miguel. Estoy podrido de toda esta vida de mierda. Se acabó.
-¿Y qué pensás hacer? ¿Irte a vivir debajo de la autopista?
-Y, comparado con volver a mi casa, no parece tan mal plan.
-Pero estás loco. Tenés hijos, vos.
-Dos tremendos pelotudos que harían bien en hacer algo por ellos mismos, alguna vez.
-No, pero no es así.
-Ah, ¿no? ¿Y quién sos vos, Sai Baba, para venir a decirme cómo es?
-No, no soy Sai Baba, pero…
-Entonces no me aconsejes. No te pedí consejos, que me acuerde.
Se quedaron callados unos momentos, hasta que las mujeres volvieron del baño. Constanza hacía lo imposible para no demostrar su derrumbe psicológico, pero era en vano. Su cara era un rictus bastante desagradable. Moira seguía mirándolo con odio.
-Sos un animal -le dijo, al ver que su mirada de desprecio no parecía afectarlo en lo más mínimo.
-Sí, ya me lo dijiste, pero en la intimidad.
-¡¿Qué querés decir, hijo de puta?!
-Ah, ahora te hacés la solidaria, pero cuando nos encontrábamos en los hoteles no parecías tan leal.
-Che, Leo, pará, estás hablando de mi mujer.
-Este hijo de puta es capaz de inventar cualquier cosa -aseveró Moira, cuya expresión de odio había dado lugar a un buen porcentaje de miedo. Constanza lucía catatónica, a estas alturas.
-¿Inventar? Yo no estoy inventando nada. Cuando el gil éste viajaba por todo el país, para asegurarse su tren de vida módico, ¿no te acordás cómo le dábamos?
-¿Es cierto eso?
-¿No te das cuenta que está loco?
-Loco, retirá lo dicho porque se pudre todo.
-Si querés lo retiro, pero no dejará de ser cierto.
-Te digo en serio, retirá lo dicho.
-¿Querés pruebas?
Miguel quedó demudado. No supo qué decir. Así que Leo continuó, mientras se incorporaba para irse:
-Tu mujer tiene tres lunares en el ojo del culo. Me imagino que se los habrás visto.
Dio media vuelta y se fue. Detrás suyo, en la mesa de la confrontación, no volaba una mosca. Todo era sorpresa, amargura y desasosiego. Absolutamente lo contrario de lo que pasaba por la mente de Leo, que parecía haberse quitado un hipopótamo de los hombros.

Salió del Richmond. Una leve brisa hacía más tolerable el bochorno, y todo parecía tornarse más claro, más agradable. En la esquina sonó un leve bocinazo. Era Mara, a bordo del automóvil de alta gama que le había comprado seis meses atrás. Leo subió y se sentó a su lado.
-¿Me estabas esperando? -Preguntó.
-No, fue de casualidad. ¿Acaso te crees que no tengo nada mejor que hacer, yo?
-…
-Dale, boludo. Claro que te estaba esperando.
-¿Y cómo sabías?
-Te conozco, mascarita. Ya te lo dije. No tengo que estar todo el tiempo con vos para conocerte. Ni tampoco para conocerte de tal modo que pueda llegar a comprometerme.
-Mara, mi amor...
-¿Adónde querés ir? Yo me iría a Mar del Plata, por ejemplo.
-Ni siquiera tengo ropa para cambiarme. Y lo peor, no tengo un peso.
-¿Alguien te pidió algo? Te estoy invitando, boludo.
-Pero no creo que corresponda.
-Así quedaste, por hacer siempre lo que corresponde.
-Pero en serio, no tengo un mango.
-Como decían en mi pueblo, “algún culo va a sangrar”.
-Sí, seguro que el que sangra primero es el de los tres lunares.
-¿Cómo?
-No importa, es un decir, nomás.
Mientras subían al distribuidor de tránsito para tomar la ruta 2, Leo pensó que su vida acababa de comenzar. Y esta vez, iba a hacerle los honores que corresponden.