jueves, 29 de septiembre de 2011

PAPELES ENCONTRADOS: ZAPPING SURRÉALISTE (1999)

Un chien andalou  

Estaba viendo Un chien andalou cuando tocaron a la puerta. Era un tipo que me hablaba de no sé qué milonga con Mastercard, mientras yo no podía salir del ritmo ni de la atmósfera de la película; así que me excusé y di un portazo. De vuelta en mi silla, advertí -no sin desazón- que el encanto se había roto: ya no me enganchaba con los delirios mudos de aquellos dos gaitas afrancesados, desnudistas de un dudoso inconciente. La intromisión repentina del MERCADO había acabado con la condición mental necesaria para apreciar el filme (una cierta ingenuidad con vestigios de inclinación a violencias intelectuales decididamente adolescentes a estas alturas, si convenimos con Spengler en su comparación de las culturas con organismos vivientes).
Seguramente la desbordante imaginación de aquellos “salvajes”, superreales a su pesar, jamás hubiera podido siquiera imaginar que varias décadas más tarde su película estaría dando dividendos a un canal de cable.
Zapeo. Sintonizo un canal de noticias nacional y me entero que un legislador se infartó, luego de agitarse ante los medios y a continuación tratar de entrar desesperado al Congreso saltando sobre un portón, a causa de una manifestación de trabajadores de la (propia) carne, mientras vociferaba “¡Yo siempre entré por la puerta grande!”; rara especie de bravo matador a contramano.
 

Apago el televisor
Los neurotransmisores exigen alguna sustancia que los equilibre
Ante la profusión de imágenes que corta el aire

Soslayo horizontes de corteza cerebral hiperestimulada
Un colapso genérico de epilepsias
Flasheantes como cartoons japoneses
 
Y después no sé,

(Especie de Nostradamus torpe e intoxicado.)

martes, 27 de septiembre de 2011

SEXUAL KARMA


Olga Levchenko
Hacía tres largas horas que había estado trabajando en aquella demanda por inconstitucionalidad. Al fin la había terminado. Le pareció bastante bien construida, bien fundamentada. No podía darse el lujo de que fuera de otro modo; trabajaba en la mejor consultora de temas de derecho de la ciudad, y debía mantener un nivel de excelencia y un alto prestigio personal. Estaba releyéndolo cuando entró Sandra, su secretaria.
-Bueno –dijo Sandra, - parece que mi jefecito terminó con su tarea.
-No creas –contestó Carlos.- Recién comienzo. Aún me faltan varios escritos cuyos plazos están a punto de vencer.
-Qué lástima. Yo quería darte el premio.
-Sandra, por favor. Te pedí que ya no hiciéramos esas cosas aquí. No me tientes.
La miró primero a los ojos, luego a los grandes y hermosos pechos que abultaban debajo de una camisa muy apretada. Siguió bajando y contempló las piernas firmes y bellas debajo de la cortísima pollera, enfundadas en medias de nylon negras y rematadas por finos zapatos de taco aguja. Sintió que su falo, al que dispensaba mayor cantidad de cuidados que al resto de su humanidad, comenzaba a forcejear con su slip y su bragueta, pidiendo libertad y libertinaje. Advirtió que Sandra estaba al tanto de sus maquinaciones, Y supo que una vez más no podría evitarlo. Ella se acercó y lo besó. Un beso que denotaba mucho fuego interior. Buscó con su mano la entrepierna de Carlos y comenzó a masajear la ya ostensible erección. Entonces, el la retiró un poco y le dijo:
-Primero poné el pasador.
Ella corrió, alborozada, a cumplir con la indicación. Se volvió, levantó su pollera, se sacó la tanga dando un par de saltitos y se subió sobre él, que ya había bajado un poco sus pantalones. Enseguida fueron a por ello, se trataba de otro polvo rápido de oficina. Carlos, excitadísimo, le hacía señas recordándole que debían gozar en silencio. Sonó el teléfono.
-Dejalo –pidió Sandra.
-¿Estás loca? Van a venir a atender de otra oficina.
-Ufa.
-Hola.
Hola, Carlos, soy yo -Maggie, su esposa.- Te llamaba porque Carlitos está imposible, hoy.
-Te pedí que no me llamaras a la oficina por cualquier cosa, mujer... yo no puedo... estoy muy ocupado –Sandra seguía en lo suyo, como si nada. Los resortes del sillón chirriaban.
-¿Cómo? ¿Tu hijo es cualquier cosa?
-No quise decir eso. Decile que digo yo que cuando vuelva a casa vamos a hablar.
-¿Qué es ese ruido?
Carlos le dio un leve pero autoritario coscorrón en la cabeza a su amante, quien se salió y, metiéndose debajo del escritorio, comenzó a practicarle una fellatio.
-No, nada. Es que estoy un poco ansioso y muevo la pierna. Es el sillón de mierda este que hace ruido. Lo que pasa es que estoy justo trabajando bajo presión. Deberías ser más comprensiva –Sandra levantó la vista y lo miró desde allí abajo con aire socarrón.
-Bueno, está bien, no te jodo más –dijo Maggie.
-Entendeme.
-Si. Chau –y colgó.
Carlos hizo salir a Sandra de debajo del escritorio y la colocó con los brazos apoyados sobre el monitor de la computadora, con las piernas abiertas, y comenzó a darle y a darle desde atrás. Hicieron explosión casi enseguida y simultáneamente. Tomó un papel romaní y se limpió. Pasó otro a Sandra, que había ido a recoger sus calzones. Volvió a su sillón.
-Cómo sos, eh. Abrí la puerta y dejame seguir trabajando.
Entonces ella se fue, no sin antes dedicarle un gesto lascivo que incluyó una soez plástica lingual.
A los dos minutos entró su socio, Leandro.
-Hola, Carlitos, todo bien, ¿no?
-Acá andamos, che. Mucho laburo.
-Me imagino –le dijo con tono risueño.
-¿Qué es lo que sugerís?
-No, nada. Si vos sos un tipo muy aplicado. Hay que ver el trabajo que le das a tu secretaria. Jejé.
-Escuchame, ¿qué te pasa?
-Nada, Carlitos, Es que en el panel éste, que da a mi oficina, por acá, ¿ves? hay un agujerito. Un agujerito de nada. Pero lo que es la óptica, ¿no? se ve casi toda tu oficina.
-La puta que te parió, che. No respetás nada…
-¡Mirá quien habla! Loco, dejate de joder, ¿somos amigos o no somos amigos? ¡Muy bien, macho! Le diste para que tenga. ¡Y con lo buena que está Sandrita!
-No, boludo, fue uno así nomás. A las apuradas. Acá en la oficina qué querés.
-No, flaco, estuviste bárbaro. Me gustó esa del teléfono.  Parecías Mikey Rourke. ¿A que era Maggie la que llamó?
-Sí, viste qué loco.
-¡Tigre! Vos sos mi amigo el puma, Carlitos. Sos un ídolo. La verdad que te admiro.
-Bueno, tampoco me gastés.
-No te estoy gastando, para nada. Y sabés qué, me voy a ir a trabajar. Ya que no puedo hacer otra cosa...
-Tampoco te hagás el humilde, vos.
 
A eso de las seis de la tarde volvió a sonar el teléfono.
-Hola.
-Hola, doctor. Habla la Dra. Fuertes. En una hora voy a estar por mi casa. ¿Le parece bien si vemos el temita ése de Robles y Azcuénaga?
-Huy, no sé si me da.
-Bueno, doctor. Haga lo posible. Mire que se nos viene encima la feria, y hay asuntos que requieren atención, no sé si me entiende; porque si no, se caen.
-Entiendo. Haré lo posible.
 
A las siete y cuarto Carlos tocaba a la puerta de la Dra. Fuertes. Ella le abrió, una cuarentona de una rara belleza, muy interesante. Desnuda debajo de un vestido de seda casi transparente, era la imagen misma de la concupiscencia femenina en el esplendor de la madurez. Tomó el attaché de Carlos, le ayudó a quitarse el saco y le preguntó qué quería beber.
-Martini seco. ¿Tenés ginebra holandesa?
-Claro, bebé, si yo sé que a vos te gusta.
-Bueno, ponele bastante –le indicó, mientras se arrojaba en el sillón y aflojaba el nudo de su corbata.
Miró el culo de su colega mientras ésta preparaba los tragos. Tremendo. Estupendo todavía. En un momento de su vida, no hacía mucho, lo había desestabilizado. Ahora no sabía cómo sacárselo de encima sin hacer mucho daño a su poseedora. Aunque cada vez que lo veía se felicitaba a sí mismo por no haberlo desechado por completo.
-¿Qué es eso, Carlos, de que ahora parece que no querés venir a verme? –Le preguntó mientras ponía hielo en las copas.
-No, linda, no es eso. Es que tuve un día terrible.
-¿Es que hay alguno que no lo sea?
-No. Tenés razón.
-Bueno, vos elegiste esto. ¿Estás seguro de que no es otra cosa?
-Pero che, te digo que no. ¿Vamos a empezar?
-Cuando quieras –le contestó, risueña, mientras le pasaba el trago.
Carlos bebió, y la dejó hacer. Le fue desprendiendo la camisa, el pantalón, quitándole todo mientras él hacía malabares para no derramar el Martini. Finalmente, ya desnudo, con buena parte de su cuerpo húmedo por la saliva de su amiga y ferozmente empinado, la arrojó sobre el sillón sin quitarle el sensual atuendo y la penetró sin miramientos. Apoyó sus manos sobre el brazo del sillón y la sacudió con rudos caderazos, que hacían estremecer los pechos de su querida. Entonces ella tuvo un orgasmo expansivo y fragoroso. Los empujones la habían llevado hacia arriba, de modo que su cabeza pendía en el vacío. Se seguía agitando y gemía ruidosamente. Carlos se exaltó, comenzó a lamerle el cuello, los oídos, le dio y le dio al émbolo, y terminaron juntos esta vez, con gran bullicio.
 
Entró el auto al garage. Fue al living y Maggie se acercó a saludarlo.
-Che, decime... ¿no tenés olor a perfume de mujer, vos?
-Maggie, mi amor –le contestó con tono de súplica.- Es lo último que me faltaría, hoy, que me salgas con una historia de éstas.
-Sí, lo único que te faltaría. Hacete el santo mártir, también.
-Voy al baño. ¿Ya está la comida?
-Sí. Apurate.
Entró al baño y cerró la puerta. Se miró al espejo. Lucía agotado, pero lo había pasado bastante bien. No había cosa en el mundo que lo gratificara tanto como las mujeres hermosas. Se lavó la cara, se cambió y volvió al comedor. Se sentó a la mesa, justo para ver entrar a Carlitos, que vino corriendo y se arrojó sobre él, golpeándole las partes íntimas con su pequeña rodilla.
-¡Ufff! ¡Cómo estás, mi amor –dijo, mientras el dolor iba ganando intensidad y se le llenaban los ojos de lágrimas.
-¡Hola, Pá! ¿Mañana me vas a llevar al Parque de la Costa? ¡Dale, sí, dale! ¿Me vas a llevar?
-No, hijito, mañana es martes, yo tengo que ir a trabajar, vos tenés que ir al colegio. Por ahí el fin de semana, si está lindo.
-¡Dale, Pá, no seas malo! ¡Llevame, te digo!
-Dejá en paz a tu padre –dijo Maggie, entrando detrás de una humeante fuente de pollo al champignon. -Aparte, como si te lo merecieras. Hoy estuviste imposible. Si mal no recuerdo, tienen una charla pendiente, ustedes.
-Bueno, Maggie, lo único que falta es que el poco tiempo que estoy con él me lo pase retándolo.
-¡Te dije mil veces que no me desautorices frente a mi hijo!
-Está bien, está bien, tenés razón; pero entendeme un poquito, vos también.
-Sí, yo entiendo. Yo tengo que entender todo. ¿Hasta cuándo?
Carlos sirvió dos copas de Suter blanco, y un vaso plástico de Coca-cola. Se dispuso a comer, y lo hizo con verdadero hambre, mirando al televisor, sin hablar, sin prestar la menor atención al programa de Tinelli, que tanto regocijo producía al resto de su familia. Pensaba en Sandra. Y en la Dra. Fuertes. En sus performances de ese día. Y se sintió muy bien.
 
Más tarde se dio una ducha, se lavó los dientes, tomó sal de fruta y se fue a la cama. Maggie terminaba de hacer dormir a Carlitos. Entró en la habitación y le dijo:
-Llegaste con olor a alcohol, vos. ¿Estuviste tomando?
-Sí, Leandro me convidó una ginebra antes de salir. ¿Te parece muy grave?
-Linda yunta, vos y el Leandro ése. Buenas juergas se deben mandar
-¿Pero qué te pasa, hoy, nena?
-Nada me pasa. No me pasa nada. Pero ojo, eh, que no soy boluda.
Maggie apagó la luz, y quedaron inmersos en la irregular penumbra a la luz del televisor. Ella se quitó las zapatillas y las medias. Luego la remera. Luego el pantalón deportivo. Luego el corpiño. Y se metió en la cama con él. Había obviado el camisón. Carlos sabía muy bien lo que eso significaba.
-Maggie, mi amor, estoy filtrado, hoy.
-No te preocupés. Vos quedate piola que yo me encargo.
-No sé si...
-¡Shhhh! ¡Cállese la boca!
Comenzó a acariciarlo. Tenía buenas manos. Suaves. Tenía buen cuerpo. Era linda. También era bastante hinchapelotas, pero no podía negar que sabía cómo tratarlo. Al poco rato, aunque algo adolorido, su miembro se irguió otra vez, parece que nunca tenía suficiente. Maggie, dispuesta a no dejar pasar la oportunidad, lo montó. Y lo hicieron, rutinaria pero efectivamente.
 
Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Era Leandro.
-Disculpame, hermano, que te llame a esta hora.
-No, está bien. ¿Qué pasa?
-¿Viste que mañana iba a ir a Capital por la reunión con los de Argen-oil?
-Sí.
-Bueno, surgió un imprevisto. No voy a poder ir.
-¿Y?
-Que alguien tiene que ir, y yo pensé que...
-Ni lo sueñes.
-Dale, qué te cuesta. Por una vez que te pido algo...
-No, Leandro, tengo que ir a Tribunales a tomar vista del expediente de Mastromauro, y otros más que ahora no me acuerdo…
-Yo voy, viejo, a primera hora. O mando a mi secretaria para que hable con Sandra y va ella, que se da bastante maña, ¿viste? Dale, haceme la gamba.
-Bueno, está bien. Pero es la última. Registrame, eh: LA ULTIMA.
-Gracias, Carlitos. ¡Idolo!
-Dale, dorame la píldora.
-En serio. Un millón de gracias.
-Bueno. Chau.
Escuchó a Santo Biasatti exhortando a no olvidar a José Luis Cabezas. Y se durmió.
 
Al día siguiente, como todos los días, debía llevar a Carlitos al colegio privado en el centro. Y luego, esta vez, desandar el camino, ya que tenía que volver para el lado de Buenos Aires. En fin, al menos alteraría un poco la rutina. Pero aguantarse a esos pelmazos de Argen-oil...
Dejó a Carlitos en la escuela. Pasó por la casa de su padre, un ilustre jurista ya retirado, y lo encontró con unos pequeños problemas domésticos que lo retrasaron un poco. Salió con el tiempo justo como para llegar por la autopista. En eso se percató que había olvidado en el bolsillo del otro saco los documentos y la credencial. No estaba agendado para la reunión, así que al menos debía acreditar su identidad y su pertenencia al estudio. En fin, sólo tendría que desviarse unas pocas cuadras.
Se metió por la entrada principal de City Bell. Cuando estaba por llegar a su casa, justo a la vuelta, vio estacionado el auto de Leandro. ¿Qué estaría haciendo por allí? ¿No sería acaso...? Detuvo su auto detrás del de su socio, y caminó los pocos metros que lo separaban de su hogar. Entró furtivamente por el jardín, fue hasta el fondo y espió por la ventana de su dormitorio. El cuadro que presenció lo dejó helado: Maggie estaba montada sobre Leandro. Como la noche anterior lo había estado sobre él. Sólo que esta vez saltando y gozando como jamás la había visto antes. Agarrada fuertemente de los pelos del pecho de su amante, le dio la impresión de esas jineteadas de toros que hacen en los rodeos yanquis. Tal era la enjundia que demostraban. Carlos cayó de rodillas. Luego se incorporó, tuvo una crisis de llanto y se fue de allí. Ocupados como estaban, los pérfidos no lo oyeron.
 
Volvió a su auto. Anduvo un rato al azar, sin dejar de llorar ni por un instante. De pronto vio la entrada a la autopista. Subió por el carril veloz, a contramano. Y aceleró.

domingo, 25 de septiembre de 2011

COPLAS POR LA MUERTE DE MI MADRE


Rembrandt

Estoy llegando a casa luego de llevar a incinerar en un crematorio de Hudson los restos de mi madre. “Marthita Cebrián”, como le gustaba referirse a sí misma, con ese diminutivo infantil tan apropiado a su temple. Murió ayer, con sus 79 añitos recién cumplidos. Y siento que debo decir algo de ella, mucho menos constreñido o limitado ahora que no va a poder reprocharme, al menos por el momento, las pequeñas infidencias en que incurriré para elaborar este extraño réquiem de un extraño hijo para una extraña madre.
(Usted, estimado lector de mis sandeces, se estará preguntando ¿Y a mí qué carajo me importa esta historia? A lo que me encantaría responder Loco, dejame pasar una, ésta vez va por mí, ¿está?)
Marthita, aún en su último día, seguía siendo una niña, vicios de hija única empedernida de madre ídem. Para colmo sus cinco primos más directos en consanguinidad y afecto, eran todos varones. Lo que ayudó a afirmarla más aún en ese pedestal desde el cual miraba el mundo. Sanamente, sin altanerías de ningún tipo. Pero pisando nubes de diversión e ilusiones de grandeza. El mundo entero giraba en su mano. Y lo más loco es que era capaz de gozarlo.
Y en la fiesta de su vida de pronto vio aparecer un par de hijos que no modificaron un ápice la característica dionisíaca de su impronta vital. Yo, el menor de sus vástagos, recibí mucho y buen afecto de su parte. Cuando tenía tiempo, claro. Cuando algún impasse en sus correrías mentales y actividades sociales le daban tiempo. Y nunca me pareció mal, eso; por el contrario, lo entendía perfectamente. Y aprendí así que cada uno tiene su vida. Que nadie puede vivir la vida del otro, porque aparte de ser estúpido, es imposible. Siempre hubo abuelos, tíos o amigos con los cuales dejarnos. Y todos contentos.
Y Marthita era brava, también. Hacía competencias de whisky escocés con los ganaderos más borrachines de los Pagos del Tuyú; y si bien nunca ganó, los obligó siempre a irse escorando visiblemente, asombrados y diciendo Mirá que había resultáu dura, la Vasca. Y ella a su vez se iba orgullosa, colgada del hombro de mi estructurado y sufrido padre, recurrentemente sorprendido por las desmesuras de la Marthita.
Yo sé que a ella le hubiese gustado, como elemento central del panegírico, que destacase sus logros como educadora en el sistema provincial; yo la única faceta como educadora de la que puedo dar fe, es la que efectuó (si es que lo hizo) sobre mí. Su cruzado de derecha, aún con la mano abierta, era temible. Y si a alguien que quiera o pueda ver más allá de ciertos pruritos le sirve para las estadísticas, le digo que jamás se me ocurrió ni se me ocurrirá desarrollar traumas morales a partir de esos traumas propiamente dichos, tan virtuosamente ejecutados según los cánones del box. Y ello sucedió hasta la aparición del Intocable Nicolino Locche, campeón mundial welter Jr. famoso por sus increíbles quites defensivos. Marthita, en la mitad de un pasillo de la casa, me descargó uno de sus mejores golpes, medio voleado, y yo, con una flexión de cervicales magistral (gracias Nicolino) lo esquivé de modo que sus dedos se estrellaron contra la pared. Tomándose la mano adolorida me reprochó el extraordinario regate, a lo que respondí con tono sobrador: Qué querés, son los reflejos. Ésa fue la última vez que el formidable cross de derecha fue ejecutado. Nicolino, por vía indirecta, había terminado con su invicta carrera pugilística.
Y por supuesto, la educación correspondiente a la que proviene del ejemplo. Agradezco mucho esa mezcla de libertad e inconciencia que me llegó a su través, y que -si no se aplica donde no se debe- constituye un verdadero remedio para melancólicos, otra que Bradbury.
Pero nada mejor que contextuar un poco para comprender mejor sus atípicas virtudes educativas. Una de sus grandes virtudes, en éste y solo en éste sentido, fue la coherencia.
Secuencia 1, 1972 a bordo de un Ford Falcon rojo. Gabrielito saca del bolsillo del guardapolvos un atado de L&M, una cajita de fósforos y enciende uno.
-Nene, hijo de puta, ¿qué estás haciendo?
-Estoy prendiendo un cigarro, Martha, dejate de joder.
-Bueno, prendeme uno a mí. Y no se te vaya a ocurrir contarle a tu padre que hacés eso adelante mío.
Secuencia 2, 1983 a bordo de un Ford Falcon celeste. Gabriel saca del bolsillo de la campera un porro, un encendedor y lo prende.
-Nene, hijo de puta, ¿qué estás haciendo?
-Estoy prendiendo un porro, Martha, dejate de joder.
-Bueno, pasame, después. Y no se te vaya a ocurrir contarle a mi novio.

Y Marthita siguió en la brecha. Tuvo problemas de salud, algunos serios, gracias en mucho a esa visión fasta de la existencia. Pero se sacaba la máscara de oxígeno para darle al Marlboro box. Y hasta el último día se bebió sus religiosos Fernet Branca con Coca Zero. Díganme si no fue una persona consecuente.
Hubo partes feas, también, y cuestiones tal vez reprochables desde algún punto de vista objetivo, pero… ¿a quién le importa? ¿A quién podría importarle para otra cosa que no fuera victimizarse, justificar taras o deslindar torpezas?
En fin, no sé si a la Marthita le hubiese gustado mucho leer esto. Seguramente me habría puteado más de una vez. Claro que todo lo que yo escribía le gustaba, pero no era objetiva y no se trataba de ella. Sí, me hubiera puteado con ganas. Y me hubiera cagado a preguntas.
Y a mí, eso me importa un carajo.
Porque, al fin y al cabo, soy el hijo de Marthita, y ella así me ha enseñado.

martes, 20 de septiembre de 2011

TETA MÁS, TETA MENOS…


Olga Levchenko

 Honrar a los padres es un mandato capital en casi todas las religiones, grandes o pequeñas. Y como todo imperativo de esa índole, es también muy, pero muy difícil de observar. Dicen No fornicarás, por ejemplo. Se nota que no estuvieron encerrados un fin de semana completo con Halle Berry en un ascensor. Si bien yo tampoco lo estuve, por desgracia, una simple proyección mental me basta para percatarme que en tal situación todo precepto, por fundado que sea, tendrá de pronto la misma validez que la lista de compras para la verdulería.
En fin, lo que iba a contarles tiene que ver con la honra debida a los progenitores, concepto absolutamente refractario a las entendederas de mi amigo Pucho. Claro que es justo consignar que Adela, su madre, tampoco mostraba el más mínimo respeto -debido o no- por su único y malcriado hijo.
Por aquella época -estoy hablando de los primeros noventa-, el Pucho se ganaba el garbanzo moviendo merca (esto es, vendiendo cocaína), y eso no le agradaba mucho a Adela, por lo que lo trataba aún peor que de costumbre, lo que no era decir poco.
Estábamos en el pequeño living de su casa, el Pucho, Juanjo y yo, bebiendo unas cervezas y halando un par de rayas, cuando el Pucho dijo que tenía que ir hasta Avellaneda. Todos, incluida Adela, sabíamos que iba a buscar merca. Ésta, en un ágil movimiento que solamente yo pude ver, tomó las llaves del auto de arriba de la mesa y las metió en su corpiño, en la taza de la derecha. A poco, Pucho comenzó a buscarlas, con los movimientos impacientes y torpes propios de la sustancia. E inmediatamente, de acuerdo con esos códigos intrafamiliares verificados hasta el cansancio en la diaria convivencia, supo que su madre las había hecho desaparecer.
-Vieja, dame las llaves del auto que me tengo que ir -dijo, denotando de entrada cierta fatiga moral.
-Yo no las tengo. Las debés haber perdido, borracho y drogado como estás.
-Dale, vieja, no empecemos…
-Te dije que yo no las tengo.
-¡LA CONCHA DE TU PUTA MADRE, TE DIGO QUE ME DES LAS LLAVES! -Y se le fue encima. Parecía que venían los bifes; por lo que, con el mero ánimo de parar un poco la bronca, hice señas a Pucho dándole a entender adónde las había guardado. Pensé que las tomaría y se iría, sin más escándalo, pero me equivoqué. Pucho le arrancó una prótesis mamaria -que nada sabíamos el Juanjo y yo de tal mastectomía previa- y tomó las llaves.
-¡HIJO DE PUTA! ¡HIJO DE PUTA! -Chilló Adela, mientras blandía una cuchilla de cocina enorme. El Pucho la tomó del brazo, la empujó hasta una especie de cubículo/alacena, la arrojó al interior mientras la cuchilla caía al piso, y la encerró con un pasador bien grande. Tras lo cual se fue intempestivamente, dejándonos al Juanjo y a mí espantados, y encima con una vieja desgañitándose puerta de por medio.
-¡ABRAN! ABRAN, HIJOS DE PUTA! -Gritaba la mujer. -¡Los voy a mandar presos a todos, hijos de mil putas! -Y aporreaba con real ímpetu la endeble puerta de madera. Había allí algo muy erróneo, dos tipos ajenos a la casa con la patrona encerrada y a los gritos pelados. Un especial caldo de cultivo para ir a dar otra vez a alguna celda. Pensé en irme, pero la vieja me daba lástima, así que me acerqué a la puerta el cubículo/alacena y le dije.
-Óigame, Adela, si se tranquiliza un poco la dejo salir.
-¿Dejarme salir? ¡Si estoy en mi propia casa, guacho irrespetuoso y la puta que te parió!
-Por eso le digo, yo pongo la mejor voluntad, pero temo que si le abro nos va a atacar.
-Dale, abrí.
-¿Se va a quedar tranquila?
-Sí. Dale, abrí.
El tono monocorde de sus respuestas me inquietaba aún más que los gritos. No obstante, no tenía opción. Saqué la corredera y fue cuando se abalanzó, blandiendo un zapín, dispuesta a machucarnos el cerebro. Corrí hacia el patio, y detrás salió Juanjo como alma que lleva el diablo, con los ojos como el dos de oros. Y entonces comenzó una especie de juego de gato y ratones, con ambos roedores corriendo en derredor de una mesa de piedra y la vieja zapando el aire a diestra y siniestra. Estaba frenética, lo que permitía colegir que podría seguir corriéndonos durante horas, a caballo de sus descontroladas secreciones hormonales. Cosa que nosotros, aún a pesar del pánico, no lograríamos. Así que se imponía dar un corte a todo aquello. Y vino del lado de Juanjo. En una de las vueltas en las que el blanco del zapín venía a ser yo, el loco se le tiró desde atrás, abrazándola de modo que inutilizaba sus brazos y, fundamentalmente, el arma. Cayeron sobre un lado; Juanjo la mantenía bien sujeta, por suerte. Ambos le pedíamos por favor que se calme, y mi amigo, entonces, hizo algo más; algo inesperado, bizarro, tanto así que casi me da cosa contarles. Empezó a refregarse contra el culo de la vieja, que dejó de gritar debido a la sorpresa y a poco comenzó a devolver la fricción sin atisbo de vergüenza. Lo último que vi fue a Juanjo, tendido de costado y bajándose el cierre del vaquero, y a Adela levantándose los lienzos para permitir el abordaje. No entendí nada, me superó, así que fui al living, me serví una birra y me puse a ver un partido entre Vélez Sársfield y Estudiantes. Se definía el campeonato, con el empate le alcanzaba a Vélez para dar la vuelta olímpica. No sé si estaban transmitiendo en directo o no; por lo que para mí, la emoción funcionaba igual. Aparte quería sacarme de la cabeza el grotesco sexual que había meramente comenzado a atisbar.
Al rato aparecieron. Tranquilitos, los dos. Adela estaba hecha un amor, hasta me pidió disculpas. Y luego preparó un guiso carrero de aquéllos, con pepato rallado y todo. Lo sirvió en unos cuencos de arcilla, como se debe, y le entramos como si hubiese sido la última cena; que casi fue, casi ni llegamos al vermouth. Pero ahora… Adela se deshacía en mimos de toda índole para con Juanjo, y a mí me trataba bastante bien. Cuando dirigía mi mirada a esta especie de hereje sexual, solamente sonreía y me guiñaba el ojo. Estaba todo bien. La verdad, su terapia había funcionado. Eso era incuestionable.
En eso llegó Pucho, y se sorprendió al vernos a los tres departiendo de sobremesa, tomando cerveza y fumando, lo más campantes. Hay que decir que quedó medio descolocado, pero no dijo nada. Tal vez estaba asumiendo tácitamente que se había ido al carajo, producto de la merca, de la tensión de ir a buscarla al conurbano, y vaya a saber de qué otros elementos que estarían ejerciendo presión sobre su ánimo. Adela siguió conversando con nosotros como si nada, también. Se incorporó y trajo un par de botellas más, remarcando que eran las últimas.
-No importa -dije-, voy a buscar. ¿Tenés envases?
-Sí, ahí, debajo de la mesada.
-Yo te acompaño -dijo Juanjo, quien a la sazón parecía que era el único que estaba algo inquieto. Motivos, tenía.
-¿Estás loco, vos? -Le pregunté ni bien salimos a la calle.
-Qué, ¿acaso no dio resultado?
-Estás del orto, boludo, sos muy freak.
-Y, viste cómo venía la mano. Algo había que hacer. Aparte, la merca me pone cachondo. Le entro a lo que venga.
-Se nota, sí.
-Qué, ¿te hacés el remilgado, ahora?
-Muy remilgado no soy, pero a la vieja esa no la toco ni con una caña.
-¿Por qué? ¿Porque tiene una sola teta?
-No, gil, porque es una vieja horrible.
-Sí, pero la tiene bien prieta, ¿sabés?
-Y claro. ¿Quién se la va a empernar, más que vos, degenerado?
-¿Cómo estará la cosa, en esa casa?
-No sé. Parecía que estaba todo tranquilo. Vos amansaste a la bruja, y el Pucho quedó anonadado.
-¿Te parece que da para volver?
-Ah, querido, vos tenés la conciencia sucia. Yo no. Aparte no me gusta comerme todo, chuparme toda la birra y desaparecer. Andá, si querés.
-No, siendo así te hago la segunda.
-Vale.
Compramos las birras, cuidadosamente embolsadas por cuanto a algún funcionario trasnochado se le había dado por prohibir la venta en kioscos, almacenes y hasta supermercados después de las 9 de la noche. Cuando volvíamos, vimos dos patrulleros subidos a la vereda de la casa de Pucho. Las balizas constituían la suma de todos nuestros miedos.
-Viste, boludo, te dije. Nos tendríamos que haber ido a la mierda.
-Capaz que estamos a tiempo, todavía.
Nada que ver con eso. Un tira nos miró, sacó la 9mm y nos indicó acercarnos.
-Dejame hablar a mí -le dije a Juanjo. No era que fuera yo muy agudo, pero si hablaba el otro estábamos en el horno.
-¿Ustedes estaban acá?
-No, señor oficial.
-¿Qué están haciendo?
-La verdad, no le puedo mentir. Veníamos del centro y paramos a comprar una birra en el kiosco de a la vuelta -que me disculpe el kiosquero, él tendría frente a sí a lo sumo una clausura temporaria. Nosotros debíamos salvar el pellejo.
¿Adónde vivís? -Preguntó, dejando bien en claro que no me creía nada de nada.
-En el Barrio de La Loma.
-¿Y llevás las cervezas desde acá? ¿No te parece que van a llegar calientes?
-Me agarró otra vez. Íbamos a ir tomándolas por el camino.
-¿Seguro que no tienen nada que ver con esta gente?
-¿Qué gente?
-La que vive acá. No te hagás el boludo.
-No, ni idea.
-Bueno, mejor, entonces. Me van a salir de testigos.
-¿Qué?
-Que encontramos una flor de bolsa de “merluza”, ahí adentro.
-No, mire, todo bien, pero no queremos tener…
-¿ACASO LES PREGUNTÉ SI QUERÍAN?
-No, pero…
-Pero nada. Pasen de una vez.
Entramos. Había tres o cuatro uniformados, y un par de civil. Éstos últimos eran los peritos que le tiraban esa porquería a la merca para que tome el color azul ése que te manda preso. El Pucho y su madre nos miraban, pero no soltaron prenda. Se habían dado cuenta al toque que nos habían pescado para testificar. Cosa que hicimos, mostrando documentos y firmando el acta correspondiente. Me sentí muy mal, pero poco y nada ganaríamos yendo presos por solidaridad, nomás. Cuando iban a proceder a las detenciones, el Pucho se hizo cargo, relevando a su madre de toda eventual culpabilidad. Adela lloraba, tal vez emocionada porque la bestia de su hijo mostraba algún rasgo humano, finalmente. La cosa que aportó una buena cuota de realismo a esa extrañísima situación.
-Ya se pueden retirar -nos indicó el yuta que nos había convocado a esa improvisada mise en scéne.
-¿Puedo llevarme las cervezas?
-Rajá de acá antes de que te lleve a vos también.
Ya en la calle, Juanjo dijo:
-Cómo zafamos, eh.
-Sí, gracias a mí, salame.
-Ah, claro. Si me hubieras dejado hablar a mí, ahora estaríamos tomando las birras que entregaste.
-Si te dejaba hablar a vos, todavía nos estaban pegando.
Seguimos caminando sin hablar. Sucede muy frecuentemente, eso de permanecer callado luego de periclitar la debacle. Entonces pasaron los patrulleros, con esa infame cantinela de sirenas que crispa los pelos. En el de atrás, debidamente flanqueado, iba el pobre Pucho. Seguramente alguien lo había batido. Giró la cabeza y nos miró sin bronca, sin reproches. Todo lo que aquella breve pero inolvidable mirada trasuntaba era tristeza y resignación.
Entonces Juanjo se detuvo.
-¿Qué pasa? -Le pregunté.
-Voy a tomar las birras a lo del Pucho. Seguro que las dejaron.
-Hijo de puta, te querés coger a la vieja de nuevo.
-Che, qué mal pensado que sos. Solamente voy a tomar unas cervecitas y charlar un poco con ella… viste cómo se quedó, la pobre.
-Sí, la vi. Pero qué tipo sensible que sos…
-Y bueno, qué querés. Uno es así.
-Dale, andá, consolala.
-¿No querés venir?
-¿Me estás cargando?
-No, gil, qué te pasa…
-Dale, andá. Yo ya tuve demasiado por hoy.
-Ok.
Di unos pasos y me volví.
-¡Juanjo!
-¿Qué?
-Como sería si tuviera las dos tetas, ¿no?
-Me caso -dijo sonriente el hijo de puta, y agregó. -Y dejame chequear su estado financiero, que por ahí me caso igual. Teta más, teta menos…
-No le hace.
-Para nada.
-Andá a la puta que te parió.
Camine un par de cuadras. Entré en un kiosco y pedí una cerveza de litro. Isenbeck, con envase no retornable.
A estas alturas, lo único que esperaba era no tener que mandar al frente a otro kiosquero.

jueves, 15 de septiembre de 2011

EL AGUJERO MÁS NEGRO DEL UNIVERSO


Gustave Courbet - El origen del mundo - Óleo - 1866

  Para Edgar las cosas marchaban tranquilas, hasta que enloqueció por Rocío. La había conocido años atrás, en las cursadas regulares, y la reencontró al iniciarse el Curso de Postgrado que versaba sobre Astrofísica de altas energías. De pronto, los conocimientos que siempre había incorporado en un tris resultaban refractarios a sus entendederas, las que sumaban entropías emocionales y sexuales en tropel a su otrora estructuradísima psique. Y no solo eso, sino que había perdido el interés en las instancias caóticas del tejido del universo; la única estrella cataclísmica que era capaz de analizar era la que estallaba en el centro de su cerebro, y de vez en cuando también en su entrepierna.
Así que, en total desmedro de sus planes previos de crecimiento profesional, dejó de lado acervos cuánticos, fermiones, bosones, supercuerdas, longitudes de Planck, etc., y se le dio más por escribir poesías nefastas de sesgo romántico y, para completar su mutación Sabatina (esto es, relativa a Ernesto Sábato) comenzó a pintar. Y descubrió que no era tan malo; tal vez la disciplina matemática a la que se había sometido toda su vida tuviese algo que ver con la armonía que iban asumiendo sus trazos y colores sobre los lienzos. Trataba -obviamente- de retratar a Rocío, pero se le dificultaba transmitir la sublimidad de la imagen que su memoria le decodificaba. Eso fue lo que le dio la idea.
Ya un par de semanas antes había decidido abandonar el curso. O mejor dicho, el curso lo había abandonado a él, tan preocupado que estaba por sus emociones. Así que un día juntó coraje y fue a buscarla a Ciencias Exactas, a la salida del curso.
-¡Edgar! ¿Qué hacés? No apareciste más.
-No, la verdad que me agotó toda esta historia.
-Qué raro, a mi me parece súper interesante. ¿Y qué andás haciendo entonces, por acá?
-Quería invitarte a tomar un café.
-Uh… no lo tomés como una descortesía, pero no tengo mucho tiempo, ahora.
-Un minuto con vos para mí es una eternidad.
-Vas derecho al grano, por lo que se ve…
-Pasa que no tenés tiempo…
-Bueno, siendo así, tengo un par de minutos -dijo, con una sonrisa que lo hizo sonrojar, no de vergüenza, sino quién sabe debido a qué ignota secreción endocrina y/o reacción físico-química.
Ya habían pedido un café y un ron con hielo en el bar de 6 y 45, cuando Rocío preguntó:
-¿Cómo es eso de que un minuto conmigo es una eternidad?
-Sos una mujer muy hermosa, Rocío.
-Bueno, gracias; pero lo que me decís suena como una idealización romántica, y de las grosas, viste.
-No creo que esté idealizando nada. Sos hermosa, y lo sabés.
-Bueno, no soy horrible, pero sigo creyendo que estás idealizando y que ese tipo de cuestiones nunca termina bien.
-Pero yo no te estoy sugiriendo que iniciemos una relación romántica.
-Ah, ¿no? Disculpame pero me tenés un poco desconcertada. ¿De qué se trata, entonces?
-Vos sabés que me dedico a la pintura, ¿no?
-No, no sabía. Ah, me querés hacer posar.
-Bueno, se me había ocurrido.
-¿Desnuda? -Preguntó, y soltó una sonora carcajada.
-No es estrictamente necesario…
-Peeeero… -y volvió a reír. Nunca la había visto desplegar semejante simpatía.
-Y bueno, si lo que quiero es plasmar cosas bellas, sería mucho mejor, claro.
-¿Y vos como sabés?
-Vamos, no es nada secreto. Basta verte en veranito, ligera de ropas, para adivinar una vestal griega especialmente dotada.
-Mirá que yo no soy de las que mantienen encendido el fuego del hogar, eh.
-¿A qué viene eso?
-Vos, lo dijiste. Vestales son las oficiantes de Vesta, la diosa romana del lar hogareño.
-Ah, claro -dijo Edgar, tratando de ocultar un desconocimiento que de todos modos trasuntó.
-Y tampoco soy el arquetipo de la fidelidad, viste. -Edgar supuso criteriosamente que era otro atributo de la diosa referida, por lo que, con voz algo trémula, aclaró:
-Eso no tiene nada que ver con el modelaje.
-Claro, pero yo sé como son estas cosas, bebé -y le pellizcó la mejilla con el dorso del índice y del mayor. -El sábado a la tardecita me viene bien. Decime dónde está tu atelier.

El hielo tintineaba cuando acercaba el vaso a su boca, tal era el tembleque que la ansiedad le provocaba. No sabía cuántos cigarrillos había fumado, pero habían sido muchos. Aún le duraba la sorpresa de haber encontrado una Rocío tan desenfadada, tan liberal. No sabía si eso le agradaba, ya que si bien le facilitaba bastante las cosas en el sentido de una aproximación carnal, al propio tiempo le agitaba fantasmas de unos celos prematuros.
Saltó de la silla cuando tocaron a la puerta.
-¡Hola, Rocío! Pasá, pasá, sentite cómoda.
-Estoy cómoda. No hace falta que te desgastes en atenciones, está todo bien, bajá un cambio -respondió, ante la actitud desmesurada de Edgar. -Eso, sí, ¿Qué estás tomando?
-Un roncito. Te sirvo uno.
-Dale. Paso al baño, ¿adónde…
-En esa puerta de ahí.
Salió del baño desnuda, y Edgar sufrió un golpe en el pecho. Literalmente, se quedó sin aire. Ella rió y dijo:
-Dale, Edgar, cerrá la boca que se te ve la úvula.
Edgar no halló argumento para justificar lo evidente, así que se acercó, tembloroso, a lo que le pareció el Templo de Venus. Ni siquiera el desaforado Caravaggio habría sido digno de pintar aquella ninfa morena. Le estiró el vaso de ron, y Rocío lo tomó y brindó por las bellas artes. Edgar corrió a buscar el suyo para sumarse al brindis, y a sentarse en el taburete para ocultar una erección evidente.
-Supongo que debo posar acá -dijo, señalando una especie de sillón sin respaldo que Gaspar había adquirido para la ocasión en un remate de calle 1.
-Claro, claro así es -respondió él, mientras mezclaba pinturas en su paleta, haciendo tiempo para ajustar la iluminación cuando la pertinaz empinadura de su miembro se lo permitiese.
Con todo ya dispuesto, Edgar se percató de que su pulso no le iba a permitir ejecutar el más mínimo trazo coherente, siquiera para justificar todo aquello con un bosquejo mínimamente prolijo. Todos los caminos lo conducían a una especie de vórtice caótico que jamás antes había experimentado.
-¿Te desconcentro si hablo? -Preguntó la modelo.
-No, para nada -En lo que respectaba a la pintura, ya estaba absolutamente desconcentrado.
-¿Y si ponés música?
-¿Qué te gusta escuchar?
-Lo que sea. -Edgar puso en el estéreo un viejo CD de Eurythmics en random play.
-Qué bueno -dijo ella, y había que ver como esas mínimas gratificaciones halagaban el ánimo de Edgar. -Che, Edgar, vos siempre fuiste brillante en tu carrera, ¿se puede saber qué es toda esta novedad del arte, y eso?
-No sé. De repente me explotó la cabeza (no iba a reconocer todavía que tal estallido había sido a causa de ella) y tuve que dar rienda suelta a esta vocación soterrada entre ecuaciones y teorías.
-Qué bueno, eso, che. No somos máquinas, y menos calculadoras humanas. Me alegro mucho por vos. Yo, en cambio, también tengo otros hobbies, pero siempre fueron paralelos a la cuestión académica. Nunca colisionaron con ella, ¿viste?.
-Ah, ¿sí? ¿Y cuáles son esos hobbies?
-Básicamente, el sexo.
Edgar tragó saliva; y esta vez, en su balanza psicoemocional, el fiel se inclinó definitivamente hacia el lado de los celos.
-Ah, qué bien -comentó con tan poca convicción que sonó a lamento.
-¿Te parece? Yo no estoy muy segura. Tal vez me esté degradando un poco; humanamente, digo, al tomar a la ligera cuestiones que pueden hacer a la ética personal-
-No creo en las morales objetivas.
-¿Ves? Yo tampoco. Se supone que somos científicos, no filósofos judíos, o patrísticos.
-Claro.
-Entonces, todo lo que tenga que ver con la recreación necesaria para cargar las pilas del investigador, vale. ¿No te parece?
-Estoy totalmente de acuerdo.
-¿Y qué te parece entonces si recargamos las pilas?
-¿Qué?
-Dale, si andás escondiendo tu excitación desde que me desvestí en el baño…
Rindiéndose ante la evidencia, Edgar se acercó a la bella morena y la besó en los labios. Ella devolvió el gesto, sorbiendo con fruición, en tanto comenzaba a frotar su sexo por encima del pantalón. Era tal la atracción que esa mujer le producía que su preocupación empezó a rondar en torno a la eyaculación precoz, cosa que no podía permitirse en esa instancia incipiente de su relación. Al cabo Rocío procedió a desnudarlo, desesperada, casi con violencia. Y cuando intentó llevar el miembro a su boca él la detuvo, conciente de que si la dejaba hacer se derramaría al instante. A contrario, y para no desairarla y de paso empezar a juntar méritos, fue la boca de él que encontró lugar entre las bellas piernas. Ella lo recibió gozosa, primero gimiendo, casi ronroneando como una gata en celo, y luego alcanzó su primer clímax entre rugidos de tigresa. Entonces, y aún a pesar de que hubiera permanecido allí por siglos -e incluso efectuado algún otro juego previo- decidió penetrarla, por cuanto dudaba cada vez más de poder seguir retrasando el orgasmo.
Mientras lo hacía, sintió que su vida había tenido sentido nada más que por haberlo conducido a ese momento, por haberlo arrojado a aquellas costas de locura inimaginable, de frenesí sagrado, de energía superior a la emanada del núcleo activo de una enorme galaxia. Comenzó a deslizarse entre los labios de aquella exquisita vulva, primero lenta y sentidamente, y luego (a instancias de los reclamos expresados en forma física y verbal por Rocío) cada vez con más enjundia, lo que lo llevó a derramarse, extasiado de psicodélicas delicias. Y entonces volvió a sentir el golpe brutal en el pecho. Y esta vez le resultó imposible respirar. Rocío experimentó como espasmos de placer sus estertores. Edgar estaba muriendo, como Abraham frente a la visión de la tierra prometida. Pero no había una luz al final del túnel. Todo lo contrario. Había un agujero negro, licuando de modo centrípeto la totalidad de su ser. Vaya agujero negro. Vaya crudelísima analogía.

Cuando Rocío descubrió que su partenaire sexual había finiquitado, no se alteró mucho que digamos. “Lo maté”, pensó, y hubo algo de orgulloso sadismo en tal idea.
Fue al baño, usó el bidet, salió con una pequeña toalla en su entrepierna, se sirvió otro ron, encendió un cigarrillo. Miró los tres o cuatro trazos titubeantes en la tela. Soltó un poco de aire por la nariz, reflejo de una leve carcajada.
Finalmente tomó el teléfono y llamó a emergencias, aunque sabía que era ocioso.

lunes, 12 de septiembre de 2011

SPA DE DESINTOXICACIÓN COMPULSIVA "CHICAGO BOYS & FRIENDS"

Lucifer - Dimitri Patelis ©2009

Había quedado en pasar a ver a un amigo. El pobre acababa de salir de esas catacumbas en las cuales desapareció demasiada gente. Sí, había estado desaparecido durante algo así como dos meses. ¿Su delito? Haberse fumado un par de porros, y haber ido a vivir su tardío hippismo retozando inocentemente en los juegos para niños de una plaza. Grave delito. “Configura un riesgo ideológico para los intereses de la Nación”, decían los fulanos. En fin, el pobre Sergio fue visto por última vez bajando de autos con vidrios polarizados a tocar timbre en la casa de sus amigos. Que éramos nosotros. Y debido a ello era víctima de un terrible karma, por haber flaqueado, por haber tenido que señalar a sus compinches. Claro que no hubo más detenciones, porque la banda, a sabiendas de lo ocurrido, buscó refugio en otros techos.
La cosa empezó a complicarse -para mí- cuando, a eso de las dos de la tarde cayó por casa el Topo. Resulta ser que con su amigo Kechum le habían dado el palo a una farmacia y andaban vendiendo falopa a troche y moche. Me dejó un terrón de extracto de opio. ¿Qué hago con ésto? le pregunté. Y, picateló. Y si no te gusta pincharte, qué sé yo, metele alcohol y hacé láudano. No parecía mal plan, tal vez hasta sería capaz de escribir un poema simbolista decente.
Claro que el Topo se fue, y yo me olvidé de preguntar la dosis, aunque supongo que debía tener menos idea que yo. Qué alcohol ni alcohol, me dije. Preparé un café y le tiré el terrón adentro. El menjunje resulto ¡Amarguísimo! Agregué azúcar, y con la boca que se me partía, casi lo acabo, y lo hubiera hecho si en el fondo no hubiese quedado concentrada esa asquerosidad marrón oscuro.
Poco rato después advertí que había hecho cagadas. Otra vez había saltado sin red, detrás de esas voluptuosas fantasías psicodélicas que tanto brillaban en aquel miasmático contexto histórico. El mambo hiper pesado del opio me llevó a cavilar que tal vez no necesitara torturadores. Conmigo solo parecía bastar. Pero había dicho a Sergio que iba a ir, y él necesitaba que fuera, así que me despabilé como pude y salí. Sabía que lo estarían vigilando, pero eso no agregaba nada en mi contra. Yo era estudiante de filosofía, ya tenía estudios ambientales exhaustivos por esa sola condición (es más, hasta llegué a saludarme con un agente de civil que me esperaba en el lavadero de mitad de cuadra, y que además lo cruzaba por doquier). Tal vez, a su manera, debían saber más de mí que yo mismo.
Cuando Sergio abrió la puerta casi me asusté. Parecía que le habían caído encima décadas. Sus ojeras adquirían relieves reptiloides sobre a whiter shade of pale.
-Gracias por venir -me dijo, tomándome de los brazos y clavando la mirada en mis ojos.
-Dejate de joder.
-¿Estás bien?
-¿Por?
-Porque tenés una cara que asusta. -La mierda, si él lo decía…
-No, nada. Me acabo de comer una bola de opio y me parece que se me fue la mano.
-Ah, pero… ¿estás bien?
-Recuerdo días mejores; pero sí, estoy bastante bien, dentro de todo. Un poco pesado y lento, nada más.
Nos fuimos a sentar en el patio, a una mesa de piedra situada debajo de un inmenso tilo.
-¿Querés una cerveza?
-Querés se le pregunta a los enfermos.
-Bueno, no sé si será por el opio, pero mucha pinta de sano, no tenés.
-Basta, che, de juzgar por las apariencias. -No me pareció prudente dar voz al retruécano que se imponía.
Volvió con una Quilmes de litro y dos jarros. Me tomé medio, apenas si pasó. Menos de un minuto después lo vomité. Por suerte, estábamos sobre césped, y la cerveza salió como había entrado. Casi como para beberla de nuevo. Sergio, haciendo caso omiso de mis obstrucciones esofágicas, comenzó a hablar, a contarme cómo lo habían detenido, cómo lo cagaron a trompadas para que hable, cosa que no hizo. Así que pasó a la siguiente fase, la fase eléctrica propiamente dicha. Llámese picana.
-Loco, te juro -comenzó a elevar dramáticamente la voz-, sentía que me iba a explotar el corazón, el hígado, qué sé yo. Estaba seguro que no iba a resistir, que iba a morir allí mismo, en esa mazmorra de mierda.
-Todo por fumarse un porro en la plaza…
-Tal cual, loco. Son perros rabiosos, gozan haciendo sufrir a la gente. Tenías que verles las caras. Una película de terror es Disneylandia, al lado. Y después, me hacían submarino, me vendaban y me gatillaban en seco… al final me quebré.
-Y qué querés.
-No, Gaby, te juro que yo jamás los hubiera batido…
-Ya sé, boludo, no tenés nada que explicarme.
-No, pero es que te quiero explicar.
-No hace falta, pero si te vas a quedar más tranquilo…
-Cuando me sacaron a marcarles las casas y tocarles timbre, te juro que no sabía ni quién era, ni qué estaba haciendo. Solo recuerdo el terror. Un terror primario, visceral.
-No es para menos.
-Y después, un día, lo vi venir a mi viejo. Pobre viejo, suerte que es médico, y conocido. Yo creo que si hubiese sido albañil todavía estaba allá con los hijos de puta ésos dándome corriente. ¡Sacame de acá! ¡Sacame de acá, por dios! Le gritaba.
-Es increíble, hermano. Tratamiento de “subversivo” por fumarte un porro en los jueguitos de la plaza…
-No les importa nada. Cualquier cosa que no les entre en sus escasísimos y perversos cerebros les resulta peligrosa, u odiosa. La cuestión es aniquilarla de raíz, luego de verificar todas las ramificaciones.
-Usá otras metáforas que nos van a detener por siembra y cultivo.
-Bueno, la cosa es que quería explicarte lo que pasó, y que vos se lo expliques a los pibes. Siento una vergüenza enorme…
-Lo único que te falta; después de lo que pasaste me parece una pelotudez que te andés haciendo problema por eso. Aparte, los pibes entienden perfectamente cómo fueron las cosas.
-¿Te parece?
-No me parece, estoy seguro. Y si así no fuera, que jueguen a los héroes ellos, a ver si se la bancan. No estamos en Sierra Maestra, loco, somos unos cuantos hippies trasnochados que la pasaron bárbaro con el Gobierno del Tío Cámpora y ahora nos toca ésta. Estamos condenados a la otredad, somos carne de cañón. Así que tenemos que andar con cuidado. El otro día Chicho y yo nos metimos a fumar un porro en una iglesia. Nos pareció el lugar más seguro para hacerlo.
-¿En serio?
-Y, por la calle no da, viste. Aparte, tu experiencia nefasta nos sirvió a todos para abrir los ojos; de alguna extraña manera, te debemos una.
-Loco, me vomitaste toda la cerveza…
-Y, sí. No pasa. Lo lamento más yo que vos. Creéme.
De vuelta en el ómnibus, las luces del Camino Centenario se veían extrañas, oníricas. Después descubrí que -como otros tantos orificios- tenía las pupilas cerradas, apenas si se veía un puntito minúsculo sobre el iris. Una mirada dura, especial para esos tiempos salvajes. Tal vez por un par de días inspiraría algo de respeto.
Hice un gran esfuerzo para mantenerme despierto. No quería ir a dar con mis adormilados huesos a la terminal de ómnibus.
Las luces, polarizadas por mi dislocado sistema nervioso, fluían alrededor a ritmo de la velocidad en que viajaba el vehículo.
Sentí una inmensa tristeza.

viernes, 9 de septiembre de 2011

EL MONO SODOMITA

Orlando Rodríguez - Forzado


Estaba viendo una vieja película de Woody Allen en la compu cuando llamaron a la puerta. Era un viejo amigo de la adolescencia, a quien llamábamos “el Mono”, por determinadas características físicas y fisonómicas que lo asemejaban más a los primates pre-sapiens que al homo propiamente dicho (que de eso se tratará el presente, aunque mas bien relativo a la raíz homo aplicada a lo sexual que a cuestiones atinentes al sapiens). Era bastante raro que pasara a visitarme, si bien éramos casi vecinos. No lucía bien, y eso explicaba su visita. Hay demasiada gente que se aprovecha de mi bonhomía proverbial, de mi pusilanimidad (que me impide sacar cagando a cualquier visita inoportuna o meramente desagradable), y de mi extravagante capacidad psicoanalítica, acuñada en incansables sondeos autodidactas.
-¿Qué hacés, Mono?
-Acá ando, Gabriel. ¿Estás ocupado?
-No, estaba viendo una película.
-Seguí, seguí, no te interrumpo. Yo mientras me cebo unos mates.
-El mate me da acidez. Si querés, bajate hasta el kiosco y comprate unas cervezas.
-Dale. ¿tenés envases?
-Sí, ahí están.
Minutos después, chopps en mano, decidí que era prudente, y sobre todo práctico, ir directamente al grano.
-¿Qué pasa, Mono? ¿Qué problema tenés?
-Qué, ¿sos brujo, vos?
-Creeme que no hace falta ser brujo para saber que te pasa algo, con la jeta que traés.
-No, ando un poco triste. Murió la Mosca.
-¿Qué mosca se murió? O debería preguntar ¿qué mosca te picó?
-¿No te acordás de la Mosca?
Entonces me acordé. Y sobre todo de un evento que, cuando ocurrió, no le di mayor importancia. Suponía que ninguno de nosotros -los que estuvimos allí- le había dado trascendencia alguna. Ni siquiera el Mono, cuya participación fue destacada en los hechos que pasaré a contarles -los que aún recuerdo, y tal y como los recuerdo; ustedes saben que la memoria está configurada tanto por hechos objetivos como por interpretaciones subjetivas, manipulaciones inconcientes, etcétera etcétera. (Según Luis Buñuel afirma en su escrito autobiográfico, esta memoria procesada llega a ser a ultranza más fidedigna y real que la objetividad de los propios acontecimientos que alguna vez tuvieron lugar.)

La Mosca era un pibe cuyo nombre era Ramón. Era bueno, medio bobo (lamentablemente estos atributos suelen ir juntos la mayor parte de las veces), y hablaba permanentemente. De ahí el mote. Era una máquina. No paraba de hablar, nos sacaba de las casillas. No puedo decir si su constante farfullar era interesante, entretenido, estúpido, oportuno conveniente, o lo que fuese; simplemente porque antes de prestar atención al discurso ya había dejado de oírlo, tal era su capacidad de apabullar.
Teníamos por entonces dieciséis, diecisiete años, y los viernes o sábados por la noche nos juntábamos en la casa de Hernán. Nos emborrachábamos -en esa época con muy poco- de puertas adentro. La calle estaba pesada, con la CNU, la Triple A y diversas fuerzas de choque de la derecha efectuando el ablandamiento previo al golpe militar del ‘76.
Una de esas veladas, la Mosca estaba particularmente lenguaraz. Insoportable, bah. Y se la había agarrado con el Mono. Lo chanceaba, se burlaba de él, y en la medida que nosotros lo festejábamos, cada vez arreciaba más su verborragia aplicada a la guasa del pobre macaco. A medida que el alcohol iba haciendo sus estragos en nuestros juveniles superyoes, la cosa empezó a ponerse pesada. El Mono, cansado de ser punto del más boludo de la barra, empezó a amenazar con una letanía que en ese momento supusimos que también venía en joda. “Pará, Mosca, que te voy a coger”, le decía, con aire de fatiga moral. “Pará, Mosca, que te voy a coger”, repetía cada tanto, y todos nos reíamos. Hasta que se incorporó, lo agarró del cogote al grito de ¡“Tengamelón!” “¡Tengamelón!” y nosotros, muertos de risa, lo tendimos arriba de la mesa, bocabajo, tomándolo de brazos y piernas. El Mono le bajó los lienzos y peló. No solo la tenía parada, sino que era una buena macana. Lo empezó a puertear, y a mí me dio un poco de asquito, y un cierto prurito moral, así que me fui; mientras la Mosca, con una de sus piernas de pronto libres, redobló sus esfuerzos por zafar. Pero fue en vano. Yo me serví un buen vaso de ginebra Bols, aprovechando que en el despelote nadie había para controlar las dosis, y me puse a ver TV. Digo ver, porque oír, ni modo, con los alaridos de la Mosca y los gritos, vítores y carcajadas de los otros. Al rato, la Mosca se fue corriendo como alma que lleva el diablo y el mono, subiéndose la bragueta, dijo “Espero que haya aprendido, el hijo de puta ése, a venir a tomarme el pelo”. “¡Boludo, le rompió el orto!” , me decía otro, entre sorprendido y excitado. “¿Te lo cogiste, pelotudo?” Le pregunté al Mono. “Claro, gil. No me vas a decir que no le avisé” “Se lo fondeó, boludo” me dijo Hernán. Yo no podía entender cabalmente los motivos de semejante algarabía. Aparte de los obvios, que obedecían a desbarajustes hormonales propios de la edad. “Y vos de que qué te reís, estúpido” pregunté a Hernán. “Lindo quilombo se va a armar, ahora. Van a venir los padres, seguro que la policía también. A vos, tus viejos te cuelgan de las pelotas. Y vos, Mono, más vale que rajés, si no querés terminar en un instituto de menores.”
No me gusta ser aguafiestas. Nunca me gustó. Pero mis palabras fueron un balde de agua fría, un baño de realidad para aquellos noveles bebedores y violadores. Decidimos salir de allí. Era preferible tratar de esquivar a las bandas asesinas de fachistas que deambulaban por la ciudad antes que enfrentar a los padres de la Mosca -y las eventuales derivaciones a la policía bonaerense, a la sazón fachistas en su inmensa mayoría, por entonces


-Sí, me acuerdo de la Mosca. ¿Y qué onda? ¿Te enamoraste, acaso, que te ponés tan triste?
-No seas boludo, no hablés así.
-No, digo porque me parece que la última vez que lo vimos le rompiste el culo.
-Por eso te digo, no hablés así.
-¿Sentís remordimientos, acaso?
-Hay cosas que vos no sabés.
-Bueno, contame.
-No, pasa que el chabón se hizo puto, viste..
-Y bueno, si a los dieciséis años le diste semejante maroma… ya tenía el camino hecho. Por lo menos la parte más dolorosa. Dicen.
-Ah, menos mal que aclarás.
-No tengo nada que aclarar. Y si quisiera, todavía puedo hacerlo, no como otros…
-¿Qué querés decir, con eso?
-Nada, que el que le dio masa fuiste vos. Y técnicamente, homosexual no es solo el que recibe, capisci?
-Eso es una sutileza. El macho da, el puto recibe.
-Já. Creételo, si te hace bien.
-Bueno, la cosa que el loco se hizo trolo. Se hacía llamar Sarita, se vestía de mina -siempre dentro de su departamento- y viste, como la familia tenía guita, compraba bolsas de merca y la usaba de carnada para llenar su bulín de pendejos marginales, que esnifaban gratis y le revolvían el guiso.
-Se nota que hiciste un buen trabajo, aquella noche.
-Andá a la concha de tu madre.
-¿Y vos cómo sabés todo eso? ¿Ibas a esas festicholas?
-No, boludo, me contaron.
-Claro. Era un amigo tuyo, que iba ¿no?
-Dejá de hacerte el vivo, salame.
-Qué, ¿me vas a coger a mí también?
-Mirá quién habla de putos. La cosa es que una noche, los pendejos se zarparon, querían llevarse la bolsa y como el loco no se las dio, lo ahorcaron con el cable del teléfono y lo despanzurraron.
-¡Chau! La coca no es para cualquiera. Y bueno, loco, son elecciones de él. No voy a negar que le diste una manito en el tema de la definición, pero el que eligió fue él. Qué vas a hacer.
-Nada, qué voy a hacer… te contaba, nomás.
-¿Y cómo conocés tantos detalles?
-¿No leés los diarios, vos?
-Los de acá de La Plata, ni en pedo. Leo algunos diarios zurdos de Capital por internet, y solo la parte política.
-Bueno, salió en todos lados.
-La verdad, no me importa mucho. Y supongo que deberías darle menos importancia, vos también. Cuando le empujaste las almorranas no eras un individuo conciente, y dudo mucho que lo seas ahora.
-¿Te parece?
-Siempre fuiste un salvaje, una especie de macho alfa chimpancé. Que no decaiga el ánimo, Monito. Por un arrebato juvenil no te vas a cargar toda la experiencia nefasta de ese pobre muchacho.
-¿Vos creés?
-No sé si lo creo, pero lo que sé es que vos necesitás creerlo.
-Gracias, Gaby. Siempre se puede contar con vos.
-Sí, ¿no? Todos los degenerados me dicen lo mismo. A veces pienso que tendría que haber sido cura.
-Una de cal y otra de arena, ¿no?
-Para que no te relajes y hagas cagadas otra vez.
-Bueno, me voy. Gracias por escucharme, loco.
-De nada. Aparte fijate que por ahí le hiciste un favor. Al final se dio el gusto de morir igual que Passolini. No es moco de pavo.
-¿Cómo murió Passolini?
-Se acabó el tiempo de la consulta. Buscalo en internet.
Saqué la pausa del Media Player Classic. La mujer de Woody Allen lo abandonaba por Hugh Grant. Tal vez el petiso no le había roto el culo, por eso se le iba.
Lo que sí era seguro, es que no tenía un pedazo de matraca como la del Mono.