martes, 27 de septiembre de 2011

SEXUAL KARMA


Olga Levchenko
Hacía tres largas horas que había estado trabajando en aquella demanda por inconstitucionalidad. Al fin la había terminado. Le pareció bastante bien construida, bien fundamentada. No podía darse el lujo de que fuera de otro modo; trabajaba en la mejor consultora de temas de derecho de la ciudad, y debía mantener un nivel de excelencia y un alto prestigio personal. Estaba releyéndolo cuando entró Sandra, su secretaria.
-Bueno –dijo Sandra, - parece que mi jefecito terminó con su tarea.
-No creas –contestó Carlos.- Recién comienzo. Aún me faltan varios escritos cuyos plazos están a punto de vencer.
-Qué lástima. Yo quería darte el premio.
-Sandra, por favor. Te pedí que ya no hiciéramos esas cosas aquí. No me tientes.
La miró primero a los ojos, luego a los grandes y hermosos pechos que abultaban debajo de una camisa muy apretada. Siguió bajando y contempló las piernas firmes y bellas debajo de la cortísima pollera, enfundadas en medias de nylon negras y rematadas por finos zapatos de taco aguja. Sintió que su falo, al que dispensaba mayor cantidad de cuidados que al resto de su humanidad, comenzaba a forcejear con su slip y su bragueta, pidiendo libertad y libertinaje. Advirtió que Sandra estaba al tanto de sus maquinaciones, Y supo que una vez más no podría evitarlo. Ella se acercó y lo besó. Un beso que denotaba mucho fuego interior. Buscó con su mano la entrepierna de Carlos y comenzó a masajear la ya ostensible erección. Entonces, el la retiró un poco y le dijo:
-Primero poné el pasador.
Ella corrió, alborozada, a cumplir con la indicación. Se volvió, levantó su pollera, se sacó la tanga dando un par de saltitos y se subió sobre él, que ya había bajado un poco sus pantalones. Enseguida fueron a por ello, se trataba de otro polvo rápido de oficina. Carlos, excitadísimo, le hacía señas recordándole que debían gozar en silencio. Sonó el teléfono.
-Dejalo –pidió Sandra.
-¿Estás loca? Van a venir a atender de otra oficina.
-Ufa.
-Hola.
Hola, Carlos, soy yo -Maggie, su esposa.- Te llamaba porque Carlitos está imposible, hoy.
-Te pedí que no me llamaras a la oficina por cualquier cosa, mujer... yo no puedo... estoy muy ocupado –Sandra seguía en lo suyo, como si nada. Los resortes del sillón chirriaban.
-¿Cómo? ¿Tu hijo es cualquier cosa?
-No quise decir eso. Decile que digo yo que cuando vuelva a casa vamos a hablar.
-¿Qué es ese ruido?
Carlos le dio un leve pero autoritario coscorrón en la cabeza a su amante, quien se salió y, metiéndose debajo del escritorio, comenzó a practicarle una fellatio.
-No, nada. Es que estoy un poco ansioso y muevo la pierna. Es el sillón de mierda este que hace ruido. Lo que pasa es que estoy justo trabajando bajo presión. Deberías ser más comprensiva –Sandra levantó la vista y lo miró desde allí abajo con aire socarrón.
-Bueno, está bien, no te jodo más –dijo Maggie.
-Entendeme.
-Si. Chau –y colgó.
Carlos hizo salir a Sandra de debajo del escritorio y la colocó con los brazos apoyados sobre el monitor de la computadora, con las piernas abiertas, y comenzó a darle y a darle desde atrás. Hicieron explosión casi enseguida y simultáneamente. Tomó un papel romaní y se limpió. Pasó otro a Sandra, que había ido a recoger sus calzones. Volvió a su sillón.
-Cómo sos, eh. Abrí la puerta y dejame seguir trabajando.
Entonces ella se fue, no sin antes dedicarle un gesto lascivo que incluyó una soez plástica lingual.
A los dos minutos entró su socio, Leandro.
-Hola, Carlitos, todo bien, ¿no?
-Acá andamos, che. Mucho laburo.
-Me imagino –le dijo con tono risueño.
-¿Qué es lo que sugerís?
-No, nada. Si vos sos un tipo muy aplicado. Hay que ver el trabajo que le das a tu secretaria. Jejé.
-Escuchame, ¿qué te pasa?
-Nada, Carlitos, Es que en el panel éste, que da a mi oficina, por acá, ¿ves? hay un agujerito. Un agujerito de nada. Pero lo que es la óptica, ¿no? se ve casi toda tu oficina.
-La puta que te parió, che. No respetás nada…
-¡Mirá quien habla! Loco, dejate de joder, ¿somos amigos o no somos amigos? ¡Muy bien, macho! Le diste para que tenga. ¡Y con lo buena que está Sandrita!
-No, boludo, fue uno así nomás. A las apuradas. Acá en la oficina qué querés.
-No, flaco, estuviste bárbaro. Me gustó esa del teléfono.  Parecías Mikey Rourke. ¿A que era Maggie la que llamó?
-Sí, viste qué loco.
-¡Tigre! Vos sos mi amigo el puma, Carlitos. Sos un ídolo. La verdad que te admiro.
-Bueno, tampoco me gastés.
-No te estoy gastando, para nada. Y sabés qué, me voy a ir a trabajar. Ya que no puedo hacer otra cosa...
-Tampoco te hagás el humilde, vos.
 
A eso de las seis de la tarde volvió a sonar el teléfono.
-Hola.
-Hola, doctor. Habla la Dra. Fuertes. En una hora voy a estar por mi casa. ¿Le parece bien si vemos el temita ése de Robles y Azcuénaga?
-Huy, no sé si me da.
-Bueno, doctor. Haga lo posible. Mire que se nos viene encima la feria, y hay asuntos que requieren atención, no sé si me entiende; porque si no, se caen.
-Entiendo. Haré lo posible.
 
A las siete y cuarto Carlos tocaba a la puerta de la Dra. Fuertes. Ella le abrió, una cuarentona de una rara belleza, muy interesante. Desnuda debajo de un vestido de seda casi transparente, era la imagen misma de la concupiscencia femenina en el esplendor de la madurez. Tomó el attaché de Carlos, le ayudó a quitarse el saco y le preguntó qué quería beber.
-Martini seco. ¿Tenés ginebra holandesa?
-Claro, bebé, si yo sé que a vos te gusta.
-Bueno, ponele bastante –le indicó, mientras se arrojaba en el sillón y aflojaba el nudo de su corbata.
Miró el culo de su colega mientras ésta preparaba los tragos. Tremendo. Estupendo todavía. En un momento de su vida, no hacía mucho, lo había desestabilizado. Ahora no sabía cómo sacárselo de encima sin hacer mucho daño a su poseedora. Aunque cada vez que lo veía se felicitaba a sí mismo por no haberlo desechado por completo.
-¿Qué es eso, Carlos, de que ahora parece que no querés venir a verme? –Le preguntó mientras ponía hielo en las copas.
-No, linda, no es eso. Es que tuve un día terrible.
-¿Es que hay alguno que no lo sea?
-No. Tenés razón.
-Bueno, vos elegiste esto. ¿Estás seguro de que no es otra cosa?
-Pero che, te digo que no. ¿Vamos a empezar?
-Cuando quieras –le contestó, risueña, mientras le pasaba el trago.
Carlos bebió, y la dejó hacer. Le fue desprendiendo la camisa, el pantalón, quitándole todo mientras él hacía malabares para no derramar el Martini. Finalmente, ya desnudo, con buena parte de su cuerpo húmedo por la saliva de su amiga y ferozmente empinado, la arrojó sobre el sillón sin quitarle el sensual atuendo y la penetró sin miramientos. Apoyó sus manos sobre el brazo del sillón y la sacudió con rudos caderazos, que hacían estremecer los pechos de su querida. Entonces ella tuvo un orgasmo expansivo y fragoroso. Los empujones la habían llevado hacia arriba, de modo que su cabeza pendía en el vacío. Se seguía agitando y gemía ruidosamente. Carlos se exaltó, comenzó a lamerle el cuello, los oídos, le dio y le dio al émbolo, y terminaron juntos esta vez, con gran bullicio.
 
Entró el auto al garage. Fue al living y Maggie se acercó a saludarlo.
-Che, decime... ¿no tenés olor a perfume de mujer, vos?
-Maggie, mi amor –le contestó con tono de súplica.- Es lo último que me faltaría, hoy, que me salgas con una historia de éstas.
-Sí, lo único que te faltaría. Hacete el santo mártir, también.
-Voy al baño. ¿Ya está la comida?
-Sí. Apurate.
Entró al baño y cerró la puerta. Se miró al espejo. Lucía agotado, pero lo había pasado bastante bien. No había cosa en el mundo que lo gratificara tanto como las mujeres hermosas. Se lavó la cara, se cambió y volvió al comedor. Se sentó a la mesa, justo para ver entrar a Carlitos, que vino corriendo y se arrojó sobre él, golpeándole las partes íntimas con su pequeña rodilla.
-¡Ufff! ¡Cómo estás, mi amor –dijo, mientras el dolor iba ganando intensidad y se le llenaban los ojos de lágrimas.
-¡Hola, Pá! ¿Mañana me vas a llevar al Parque de la Costa? ¡Dale, sí, dale! ¿Me vas a llevar?
-No, hijito, mañana es martes, yo tengo que ir a trabajar, vos tenés que ir al colegio. Por ahí el fin de semana, si está lindo.
-¡Dale, Pá, no seas malo! ¡Llevame, te digo!
-Dejá en paz a tu padre –dijo Maggie, entrando detrás de una humeante fuente de pollo al champignon. -Aparte, como si te lo merecieras. Hoy estuviste imposible. Si mal no recuerdo, tienen una charla pendiente, ustedes.
-Bueno, Maggie, lo único que falta es que el poco tiempo que estoy con él me lo pase retándolo.
-¡Te dije mil veces que no me desautorices frente a mi hijo!
-Está bien, está bien, tenés razón; pero entendeme un poquito, vos también.
-Sí, yo entiendo. Yo tengo que entender todo. ¿Hasta cuándo?
Carlos sirvió dos copas de Suter blanco, y un vaso plástico de Coca-cola. Se dispuso a comer, y lo hizo con verdadero hambre, mirando al televisor, sin hablar, sin prestar la menor atención al programa de Tinelli, que tanto regocijo producía al resto de su familia. Pensaba en Sandra. Y en la Dra. Fuertes. En sus performances de ese día. Y se sintió muy bien.
 
Más tarde se dio una ducha, se lavó los dientes, tomó sal de fruta y se fue a la cama. Maggie terminaba de hacer dormir a Carlitos. Entró en la habitación y le dijo:
-Llegaste con olor a alcohol, vos. ¿Estuviste tomando?
-Sí, Leandro me convidó una ginebra antes de salir. ¿Te parece muy grave?
-Linda yunta, vos y el Leandro ése. Buenas juergas se deben mandar
-¿Pero qué te pasa, hoy, nena?
-Nada me pasa. No me pasa nada. Pero ojo, eh, que no soy boluda.
Maggie apagó la luz, y quedaron inmersos en la irregular penumbra a la luz del televisor. Ella se quitó las zapatillas y las medias. Luego la remera. Luego el pantalón deportivo. Luego el corpiño. Y se metió en la cama con él. Había obviado el camisón. Carlos sabía muy bien lo que eso significaba.
-Maggie, mi amor, estoy filtrado, hoy.
-No te preocupés. Vos quedate piola que yo me encargo.
-No sé si...
-¡Shhhh! ¡Cállese la boca!
Comenzó a acariciarlo. Tenía buenas manos. Suaves. Tenía buen cuerpo. Era linda. También era bastante hinchapelotas, pero no podía negar que sabía cómo tratarlo. Al poco rato, aunque algo adolorido, su miembro se irguió otra vez, parece que nunca tenía suficiente. Maggie, dispuesta a no dejar pasar la oportunidad, lo montó. Y lo hicieron, rutinaria pero efectivamente.
 
Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Era Leandro.
-Disculpame, hermano, que te llame a esta hora.
-No, está bien. ¿Qué pasa?
-¿Viste que mañana iba a ir a Capital por la reunión con los de Argen-oil?
-Sí.
-Bueno, surgió un imprevisto. No voy a poder ir.
-¿Y?
-Que alguien tiene que ir, y yo pensé que...
-Ni lo sueñes.
-Dale, qué te cuesta. Por una vez que te pido algo...
-No, Leandro, tengo que ir a Tribunales a tomar vista del expediente de Mastromauro, y otros más que ahora no me acuerdo…
-Yo voy, viejo, a primera hora. O mando a mi secretaria para que hable con Sandra y va ella, que se da bastante maña, ¿viste? Dale, haceme la gamba.
-Bueno, está bien. Pero es la última. Registrame, eh: LA ULTIMA.
-Gracias, Carlitos. ¡Idolo!
-Dale, dorame la píldora.
-En serio. Un millón de gracias.
-Bueno. Chau.
Escuchó a Santo Biasatti exhortando a no olvidar a José Luis Cabezas. Y se durmió.
 
Al día siguiente, como todos los días, debía llevar a Carlitos al colegio privado en el centro. Y luego, esta vez, desandar el camino, ya que tenía que volver para el lado de Buenos Aires. En fin, al menos alteraría un poco la rutina. Pero aguantarse a esos pelmazos de Argen-oil...
Dejó a Carlitos en la escuela. Pasó por la casa de su padre, un ilustre jurista ya retirado, y lo encontró con unos pequeños problemas domésticos que lo retrasaron un poco. Salió con el tiempo justo como para llegar por la autopista. En eso se percató que había olvidado en el bolsillo del otro saco los documentos y la credencial. No estaba agendado para la reunión, así que al menos debía acreditar su identidad y su pertenencia al estudio. En fin, sólo tendría que desviarse unas pocas cuadras.
Se metió por la entrada principal de City Bell. Cuando estaba por llegar a su casa, justo a la vuelta, vio estacionado el auto de Leandro. ¿Qué estaría haciendo por allí? ¿No sería acaso...? Detuvo su auto detrás del de su socio, y caminó los pocos metros que lo separaban de su hogar. Entró furtivamente por el jardín, fue hasta el fondo y espió por la ventana de su dormitorio. El cuadro que presenció lo dejó helado: Maggie estaba montada sobre Leandro. Como la noche anterior lo había estado sobre él. Sólo que esta vez saltando y gozando como jamás la había visto antes. Agarrada fuertemente de los pelos del pecho de su amante, le dio la impresión de esas jineteadas de toros que hacen en los rodeos yanquis. Tal era la enjundia que demostraban. Carlos cayó de rodillas. Luego se incorporó, tuvo una crisis de llanto y se fue de allí. Ocupados como estaban, los pérfidos no lo oyeron.
 
Volvió a su auto. Anduvo un rato al azar, sin dejar de llorar ni por un instante. De pronto vio la entrada a la autopista. Subió por el carril veloz, a contramano. Y aceleró.