martes, 27 de diciembre de 2011

I WENT OUT THROUGH THE BATHROOM WINDOW

Hajime Sorayama

-Dale, Cratilo, haceme la gamba -me pedía Pepe con tono lastimero. Lo que quería era que lo acompañara en una salida con su nueva novia y la hermana. Se trataba de una morena cautivante (la nueva novia, obvio, no la hermana. De la hermana no tenía yo muy buenas referencias, tanto en lo físico como en lo anímico. Parecía ser bastante inestable en ambos sentidos).
-Sabés, Pepito, que detesto las citas a ciegas. Detesto las citas, directamente; las tomo, eventualmente, como un mal necesario, o como un maquiavélico medio tendiente al fin que no es otra cosa que la saciedad de los bajos instintos.
-Pero no te estoy pidiendo que te casés, ni que te pongas de novio por un rato, che. Solamente es ir a un boliche, charlar un poco, beber algo… nada más que eso, viejo.
-No me entendés, chabón. Te digo que no solamente me vas a romper las pelotas a mí, sino que aparte se te va a pudrir la momia con… ¿cómo se llama, tu chica?
-Patricia. Dale, boludo, que me tiene podrido con que consiga alguien para su hermana.
-Ves. Si no consigue nada, hay gato encerrado. Y ojala fuera un gato, me dijeron que tiene más bien look porcino.
-No, loco, eso era antes. Ahora adelgazó, y entrena. Es grandota, no te voy a decir que no, pero está refuerte.
-¿Vos pagás las copas?
-Claro, pero no te zarpés con tragos caros, y cosas raras, eh.
-No, nada de lujos. Pero standard, canilla libre ¿no?
Apreciado lector, permítame aquí una pequeña consideración útil: en esta clase de entuertos, más que en ninguna otra, jamás deje de prestar oídos a la primera opción que su instinto le sugiere. Por mejor que le pinten las demás perspectivas. Hecha esta solidaria salvedad, les cuento que el sábado por la noche estábamos sentados en unos asientos reservados de una especie de bar bailable Pepe, Patricia, Déborah y yo. Hablando estupideces, claro. Tratando de parecer interesantes (ellos, yo no). Había un montón de gente en aquel pequeño antro. Las mujeres seguían el ritmo sacudiendo los puñitos y las caderas, contenidas, en esa forma tan patética de expulsar feromonas disfrazadas de sensibilidad rítmica. Los muchachos se ocupaban de beber y fumar, con todo su pequeño ganglio cerebral concentrado en la magna tarea de parecer machos varoniles y duros, aunque dispuestos a deshacerse en sensibilidades feminoides si ello les podía allanar el camino hacia una sexualidad, la mayor parte de las veces tan cohibida como traumática. Déborah no dejaba de mirarme y darme cháchara, y tengo que reconocer que Pepe no me había mentido. Debería medir cerca de 1m. 90, y tenía buenas formas; quizá algo rellenita, pero nada desdeñable. Sus rasgos eran finos y sensuales, apoyados por una mirada a la que por todos lados se le escapaba una especie de frenesí reprimido. Tuve la sensación de que si no hubiese sido por bien determinadas convenciones sociales, la morocha ésa podía haberme devorado y escupido mis huesos en cuestión de unos cuantos segundos. Llevaba puesta una especie de pollera de cuero negro, con un nudo a la altura del pubis que llevaba la falda hacia arriba, permitiendo el lucimiento de sus largas y torneadas piernas -y de la más que sugerente ropa interior también oscura, ese oscuro objeto del deseo, Buñuel dixit-. Se dice que los agujeros negros producen una fuerza gravitacional de tal magnitud que ni la luz deja de ser atraída y atrapada. Pues bien, en lo que respecta a la de mis ojos, fue capturada por ese subyugante vórtice, y ello de tal modo que casi no podía dejar de observar el fenómeno sideral, el que seguramente latía cual púlsar debajo de la nebulosa semitransparente de su lencería. Pero volvamos a la tierra antes de precipitarnos.
No estaba todo tan mal. La grandota aquella estaba realmente buena, me miraba con buenos ojos (algo alocados, a decir verdad), y el ron estaba bueno, también. La conversación apestaba, pero eso suele ocurrir en la mayor parte de los casos. En eso subieron al escenario unos cuatro o cinco melenudos, afinaron brevemente los instrumentos y arrancaron con clásicos del rock/pop. Sonaban bastante bien, y tocaban con mucha calentura. No eran la gran cosa, pero era otro punto a favor; sobre todo porque uno podía disfrutar de sus módicas virtudes interpretativas y de un repertorio muy bien seleccionado, a la vez que proporcionaba una tregua en todos esos diálogos inconducentes. Cerraron con una estupenda y muy hard versión de She came in through the bathroom Window, de The Beatles.
Ni bien hubieron terminado con su show, me incorporé y fui para la barra a pedir más ron. Pepe se la iba a pensar más de dos veces antes de proponerme tratos análogos. Y Déborah, dispuesta a no perderme pisada, se vino atrás mío. El barman estaba sirviendo las copas cuando oí que alguien decía:
-Che, negra hija de puta, ¿por el mierdita éste me colgaste?
El “mierdita” este, venía a ser yo.
Me di vuelta para enfrentarlo. No tenía el menor interés en disputarle a la grandota, pero tampoco adoraba que me trataran de “mierdita”.
-¿A quién le decís mierdita, gil? -Se trataba de un individuo medio gordote, de ojos achinados, visiblemente borracho y al parecer trastornado por el desamor de Déborah.
-Qué, ¿sos pistola, vos?
-No, pero tampoco me dejo faltar al respeto por un moncho mal cagado.
El tipo me respondió algo, pero sólo escuché a Déborah:
-Dejá, Cratilo, que a éste lo arreglo yo -y le puso un puntín en los huevos. Con esos zapatos puntiagudos que suelen usar las mujeres. Cuando debido al impacto se agachó, la grandota lo embocó con un uppercut de perfecta factura, y el gordo salió para atrás y volteó un par de parlantes y una guitarra.
-¡QUÉ HACÉS, GORDO Y LA CONCHA DE TU MADRE! -Gritó uno de los músicos, y se le fue al humo. Un par de individuos que parecían haber ido a secundar al gordo se plantaron y se armó una de piñas que ni les cuento. El boludo de Pepe, que se había dado cuenta de que el bardo se había iniciado con nosotros, vino a ver qué había pasado y por el camino lo embocaron, devolvió el golpe y quedó pegado en la trifulca. Yo me acodé en la barra, y Déborah, solícita en la custodia de su nueva presa de predadora sexual, se paró adelante de mí, poniéndome a cubierto. Y me empezó a refregar el tremendo culo. Era muy excitante. Dos de mis pasiones conjugadas en un mismo espacio-tiempo, presenciar combates y frotar entrepiernas femeninas. La cosa venía cada vez más caliente en los dos ámbitos. Ella ya sentía mi erección, dado que la había acomodado bien al centro de sus delicias naturales y ejercía una buena presión arriba-abajo; hasta que, aprovechando la distracción por la pelea y la complicidad de las luces psicodélicas, giró de un solo golpe la pollera, dejando el tajo de la misma hacia atrás y liberando su propio tajo, corriéndose a un lado la bombacha. Ahí nomás tomó mi miembro, lo restregó unos instantes contra sus vellos vaginales, lo puso de punta al agujero y, echándose con fuerza hacia atrás, lo enterró violentamente entre sus cálidas entrañas. Estaba de la hostia, mirando el bardo desde mi sensual parapeto femenino, bien atornillado a su concha y sin el menor esfuerzo, por cuanto la longitud de sus piernas daba justo como para entrarle a gusto, sin flexión de rodillas ni puntas de pie. Era como manejar un Scania frontal. Vi a Pepe blandiendo una botella de champagne, más que nada para espantar y/o disuadir atacantes; al gordo ex de Déborah ligando todo tipo de puñetazos y puntapiés por parte de los enardecidos músicos, que también repartían a diestra y siniestra a quien osase cruzar su camino. Entonces, entre tanta violencia, y acompasando nuestros disimulados pero enérgicos movimientos, tuvimos un orgasmo espasmódico. Hasta nos dimos el lujo de no reprimir gemidos ni expresiones, camufladas auditivamente por la música. Y todo ello, en mi caso, sin dejar de ver la pelea. Debe haber sido uno de los polvos mejor contextuados de mi vida.
En eso salió desde detrás de la barra un petiso de camisa estampada y desabotonada en el pecho. Lucía fuerte, pero era pequeño. Menos mal. Empezó a repartir bollos, y cada uno que la ligaba era muñeco al piso. En menos de un minuto había servido a varios de los más revoltosos; y los demás, al ver el poderío de los impactos que la diestra del petiso descerrajaba a mansalva (aunque también embocó a varios de zurda), depusieron toda actitud agresiva y se quedaron mansitos. Guardé mi miembro, cuya retracción lo había arrojado ya fuera del jardín de la alegría. Déborah volvió a su lugar la pollera con otro tirón de cintura, se volvió y me besó apasionadamente. Eso ya no me causó tanta gracia. Tampoco me causó gracia el gesto del barman, quien me miró, levantó el labio inferior mientras asentía con la cabeza como diciendo mirá vos el melenudo… parecía ser que al final había un testigo del romance, tan fogoso como repentino.
Al final, y como siempre, cayó la policía. Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte, como bien dijo Martín Fierro. El petiso castigador, por lo visto, era al menos un para policial, ya que marcaba a los revoltosos para su detención. Aunque la mayoría estaban marcados, ya. Marcados, escupiendo sangre -quizá dientes también-, ropas rotas, cabezas rotas y sangrantes, algunos todavía groguis, etc. Cuando se paró frente a nosotros, yo estaba limpio (salvo el bicho, claro, pero estaba bien guardadito). Déborah me abrazaba con aires de protección; el macho parecía ser ella, y salvo ciertas características anatómicas evidentes, bien podía haberlo sido.
-El muchacho no hizo nada -dijo el barman en mi defensa-. Sólo se quedó acá protegiendo a su novia. -Me guiñó un ojo y me sirvió un whisky en las rocas. Lo levanté, a manera de brindis, y me lo clavé de un saque. La situación ameritaba algo de biógrafo, ¿no?
Se lo habían llevado a Pepe, seguramente con un buen par de golpes arriba. Patricia había salido corriendo detrás de él. ¿Quién iba a pagar la cuenta? Yo no tenía un mango partido al medio. Estaba por preguntar a Déborah si tenía dinero encima, o tarjeta de crédito, cuando me ganó de mano:
-¿Viste? El señor de la barra dijo que habías protegido a tu novia.
-Si, te protegí la retaguardia.
-Ay, sos guarro, ¿eh? Podríamos ser novios, ¿no? Ya algunos trámites hicimos, y no estuvieron nada mal, ¿eh, pimpollo?
(¿PIMPOLLO?)
-Mirá, preciosa, ésas son cosas que uno no puede andar tomando a la ligera. Si queremos que la cosa funcione, tenemos que ir despacio, ¿no te parece?
-No, no me parece. Con el imbécil ése que armó el quilombo estuve como tres años yendo despacio y mirá cómo terminó…
En un segundo cavilé que si le hacía afrontar la cuenta generaría más compromisos, así que me callé y me quedé pensando una solución. Se me ocurrió que podía hablar con el barman -que parecía haberse transformado en mi admirador-, pero no me dio.
-Voy al baño -anuncié, porque tenía que mear y de pasada lavarme la cara. Salir del caos de música, luces y fantoches danzantes me ayudaría a pensar con más claridad.
Estaba orinando de pie frente al mingitorio cuando una ráfaga de aire fresco me hizo volver la vista. Una ventana abierta, lo suficientemente grande para dar espacio a mi humanidad. Me asomé, y comprobé que daba a unos cuantos pasos de la calle lateral. Pensé durante unos segundos si era muy indigno huir como rata por tirante. Unos cinco segundos -los suficientes para terminar de sacudir de mi pene las últimas gotas de orín-; a continuación pisé en un lavabo y pasé medio cuerpo por la ventana. Cuando me afirmé para dar el salto final a la libertad, el lavabo cedió y se rompió un caño, dando lugar a un verdadero torrente de agua. Pero yo ya estaba cayendo del otro lado sobre mis pies. Iba a salir caminando, con cierta clase, la que suelo mantener incluso frente a mí mismo. Pero a la luz de los destrozos, y con la grandota esperándome para formalizar, corrí como conejo.