viernes, 23 de diciembre de 2011

LA PREVIA DEL CLÁSICO PLATENSE


Una tardecita iba llegando al bar y vi que la mujer del bolichero estaba baldeando la vereda con acaroína, seguro que a algún pendejo se le había ido la mano con el escabio y le había vomitado cerca de la puerta. Todos esos noveles curdas deberían hacer un curso propedéutico puertas adentro y salir a chupar una vez conseguido el mínimo plafón, para no joder al prójimo. Entré y me alegré de ver a Pepe y a Abdul tomando birra y morfando una picadita.
-Hola, muchachos, ¿qué onda?
-Hola, vieja, acá andamos. Un poco ansioso, viste cómo es la cosa... –me respondió Abdul.
-¿Qué cosa? –Pregunté, mientras le zarpaba el vaso a Pepe y le pegaba un buen trago. Todavía hacía mucho calor.
-Cómo, boludo, ¿no sabés que mañana se juega el clásico?
-¿Qué clásico?
-¿Pero en qué planeta vivís? Gimnasia/Estudiantes, loco.
-Sabés qué pasa, Abdul –aclaró Pepe-, para el kía éste el único clásico es Platón, o alguno por el estilo.
-Como para vos el tetris, pelotudo.
-No te hagás el boludo y devolveme el vaso.
-Tá bien, canuto, ahora me pido otra. Che, Abdul, aflojá, no te vas a poner nervioso por eso.
-Ah, ¿no? ¿Y por qué me voy a poner nervioso, a ver? Aparte no estoy nervioso, estoy ansioso. Ansioso por romperles el culo a esos pinchas sucios. En la cancha y afuera de la cancha.
-¡Gallego, me traés otra birra y un vaso! La verdad, es increíble que te vuelvas tan loco con esa historia.
-Es una pasión, boludo, qué vas a entender vos, si sos más frío que un pescado. ¿Sabés lo que se siente cuando entrás con los trapos cantando y después subís a la tribuna a alentar con los muchachos de la gloriosa 22? Vení, vas a ver lo que se siente, vieja.
-No, querido, ya fui y no me pareció la gran cosa. Pan y circo.
-Entonces fuiste a otro lado, jetón. En todo caso es choripán y fulbo, que es otra cosa. Aparte, ¿adónde vamos a parar, así? Este pelotudo que se pasa el día colgado de la computadora, vos que venís con no sé qué historia de la filosofía y qué se yo que moco de palabrerío para unos cuantos boludos que después salen a la calle y no saben dónde tienen el culo...
¡Andá a cagar! No sé que mierda hago acá hablando con dos pajeros mentales.
Llegó el gallego con la birra y un plato de maníes. Pepe aprovechó y le dijo:
-Che, gaita, ¿no se te ocurrió poner una computadora acá?
-¿Para? –Preguntó sorprendido el Gallego.
-No le des pelota, está mamado –terció Abdul.
-Cómo, para... ¿No viste que la onda ahora es de los cyberbares?
-¿Ciberqué?
-Bares con internet, gil. De pasada te hacés una moneda extra.
-No le des pelota, te dije.
-Mirá, Pepe, acá me parece que la mano viene por las barajas, viste. Este es un bar tradicional, un centro de fomento barrial. A mí dejame de pelotudeces. Si querés bar con aparatitos andate al centro.
-Epa, loco, ¿así se trata a los clientes?
-Tiene razón, gil –lo increpó Abdul. -Si querés maquinitas, andate a 8 y 48, ponete una escafandra, conectate y dejate de hinchar las pelotas.
El Gallego se fue, meneando la cabeza. Pepe masculló algo acerca de los reaccionarios de siempre que ponen palos en la rueda del progreso, y sirvió la cerveza. Abdul miró el escaso contenido que quedó en la botella luego de llenar los tres chops sin espuma y pidió otra más. Como venía la mano el Gallego iba a dejar un surco.
-Que berretín, tenés, con la informática –comenté a Pepe.
-Y, ya vez, cada uno con lo suyo. Éste, con el fútbol, vos con la filosofía y yo con una nueva herramienta que aleja los horizontes de las posibilidades de conocimiento humano.
-¿A qué te referís?
-¿Cómo, a qué me refiero?
-Claro, boludo; ¿qué entendés por “conocimiento humano”? ¿Una simple sarta de información inmediata y aleatoria o la vieja cuestión gnoseológica?
-Si se van a poner a hablar pelotudeces, me voy a la mierda –dijo Abdul.
-Conocimiento, Cratilo, conocimiento. Me parece que hay una única interpretación para esa palabra.
-Entonces no podemos seguir hablando.
-Claro, me había olvidado que según tu criterio no se puede hablar de nada. Te gusta hacerte el difícil.
-El difícil, y una mierda –respondí, algo airado. -Si hay algo que me molesta terriblemente es que me digan que me hago el difícil.
-Por algo será.
-Si, porque a la mayoría le gusta simplificar todo y refugiarse en una isla de insensateces tan ficticia como intrascendente.
-Eso, vieja -intervino Abdul-, a mí me gusta simplificar todo, y si no se dejan de hablar boludeces les voy a simplificar la dentadura, la reputa que los parió.
Dejamos de discutir, ya que las amenazas de Abdul solían efectivizarse en forma contundente y sin dejar resquicio a segundas interpretaciones.
En eso entraron cuatro tipos que no solían frecuentar el lugar y se sentaron en la mesa que da a la ventana de la 41. Uno de ellos llevaba puesta una camiseta de Estudiantes. Abdul puso cara de oler mierda y lo miró con expresión de rottweiler enfurecido.
No hacía falta ser Nostradamus para vaticinar lo que vendría. Pepe entonces comenzó a hablar nerviosamente acerca de las ventajas que venían aparejadas con la creación del espacio informático, aunque la intención velada era distraer la atención de Abdul. Yo comencé a hablar de la relación directa con los objetos y me puse a especular acerca de lo que hubiera dicho Berkley en caso de haber conocido el concepto de realidad virtual, aunque la intencionalidad de mis comentarios tenían idéntica función subrepticia que los de Pepe. Mas el rottweiler había focalizado su presa, y no escuchaba nada de lo que estábamos diciendo.
-Abdul, dejate de joder –le dije-, no le des bola.
-Mirá, vieja, que venga y se siente acá en nuestro bar con esa camiseta mugrosa vaya y pase, pero donde se ponga a hablar giladas te juro que voy y le rompo todos los huesos –me respondió en un tono lo suficientemente alto como para que lo escucharan todos los presentes. Un par de curdas y el Gallego pararon la oreja y miraron algo preocupados. Los de la mesa del pincha se sonrieron como al tanto de algo que solamente ellos sabían. El pincha llamó al Gallego y le dijo algo en voz baja. El Gallego volvió al estaño, destapó dos cervezas y las trajo a la mesa nuestra.
-¿Quién te pidió algo? –Le preguntó Abdul, al tanto de la maniobra.
-Invita el señor de aquella mesa –aclaró el Gallego, intentando imbuir de un ánimo componedor a sus palabras.
-Señor de la concha de su madre. Llevate eso de acá o rompo todo.
-Eh, pará, dejate de joder –traté de calmarlo, mientras manoteaba una de las birras y me servía. Fui a escanciar en su vaso y él lo sacó de modo tal que tiré un poco sobre la mesa.
-Salí, puto, ni que fuera la última birra del mundo. ¡Che, pincha del orto, metete la birra en el culo! ¿Me oís, homosexual?
El pincha se dio vuelta y preguntó:
-¿A mí, me decís?
-A vos, puto, metete la birra en el orto.
El pincha levantó su chopp a manera de brindis y continuó conversando con sus amigotes. Nosotros nos quedamos mirando a Abdul que no les quitaba la vista de encima. Para colmo el pincha, si bien en principio se había morfado la puteada como un duque, empezó a hablar en voz alta también y a decir cosas como que los triperos eran unos muertos, que nunca habían ganado nada y que nunca iban a ganar.
Abdul comenzó a mover la pierna descontroladamente, en una descarga a tierra previa a otro tipo de descarga –de golpes-, síntoma que yo ya conocía desde hacía mucho. Era como una manera de cargar el compresor que después arrojaría un infierno de destrucción. Como la atmósfera que se va cargando antes de descerrajar el rayo. Para colmo el pincha seguía con su perorata, ajeno a la hecatombe que se estaba echando encima. De repente Abdul se incorporó, abrió sus brazos al cielo y exclamó:
-¡GRACIAS, BARBA, POR HABERME MANDADO ESTE PEREJIL DE APERITIVO POR LOS PINCHAS QUE ME VOY A COGER MAÑANA!
Y se dirigió a paso resuelto a la otra mesa. El pincha lo vio venir y se paró como para pelear, pero Abdul dio dos o tres pasitos de corrección como los tenistas y lo embocó de manera que el loco salió a través de los vidrios y cayó en la vereda, como en las películas. Sólo que éste se debe haber hecho mierda en serio. Uno de los otros lo agarró de la remera nada más para que Abdul lo cogotee y lo lleve como chicharra de un ala a lo largo del salón. Antes de llegar a la pared se llevaron puesta una mesa de mus y botellas, cartas y porotos rodaron por el salón, más un viejo que quedó en el camino y se fue con silla y todo al piso. Mientras Abdul cacheteaba a su presa y le anunciaba la paliza que le iba a dar, otro de los tíos salió con intenciones de agarrarlo de atrás. Yo salté como un resorte y lo agarré del hombro, lo di vuelta y lo serví. Entonces escuché un estallido de vidrios; y de pronto, todo estaba detenido.
Me encontré de pronto en un universo congelado.
La inmensa mano derecha de Abdul estaba levantada y a punto de ser estrellada contra la cara del demudado contrincante, que había paralizado una mueca de espanto ante el descalabro inminente. Me salí de mi cuerpo como de un capullo pegajoso y pude asistir atónito a la imagen de mi asesinato, es decir, vi perfectamente el impacto de una botella de Quilmes en mi occipital, y al cuarto pincha que me la había surtido de atrás. Era impresionante de observar los fragmentos de vidrio flotando en el aire, la cara de Pepe –alucinado para siempre unos pasos detrás de mi agresor-, la expresión de fastidio e ira del Gallego -por razones obvias-, el vejete que había rodado a causa de la enjundia de Abdul tratando de reincorporarse desesperado, etc. etc.. De los muebles y esas cosas no hago mención porque generalmente no se mueven, si no son movidos; entonces no llamaba la atención que se quedaran quietos. ¿O debería?
Examiné mi rostro. Tenía los pelos un poco volados, por el impacto. Los ojos parecían a punto de salir despedidos de sus órbitas, y mi boca se había contraído en un rictus que la hacía verse como de pez. Me pareció macabro quedarme observando la escena de mi muerte, así que salí a la calle para tratar de ver de qué se trataba todo aquel asunto.
Afuera, la misma historia. Autos en mitad de la calle con conductores como maniquíes, un perro orinando contra un árbol una hipérbole amarillenta para toda la eternidad, el humo del escape de un ómnibus de la 561 como sombreando una pintura citadina, gente caminando en posiciones en las que jamás podrían haberse quedado estables si no hubiese sido por el stop existencial. ¿Eso era la muerte? ¿Una especie de yo, idéntico al anterior pero convertido en un fantasma móvil en medio de un universo inmutable? ¿O simplemente me había desmayado y tanto boludear con Parménides estaba soñando insensateces hindoeuropeas? En todo caso, me producía un gran fastidio la situación, ya que parecía que después de la vida terrena había todavía menos certezas, y para colmo se me daba como que el mundo era incluso mucho más aburrido e igualmente inalcanzable, cual si una especie de toque de Midas nefasto desde el mero principio me hubiera sido dado a través del botellazo. Pensé entonces en tratar de buscar el lado positivo de aquel asunto, mas aún devanándome los maltrechos sesos, me fue imposible. Condenado a una eternidad de movimiento vacuo entre la omnipresente quietud, hice lo que hago siempre que me pongo nervioso: caminar. Y fue de ese modo que descubrí algo, que no sé si es muy importante pero, ya que estamos, se los comento. Iba por la diagonal 73 bajando hacia Plaza Moreno cuando me percaté que en esa dirección algo me hacía más pesada la marcha de modo ostensible. Caminé entonces en dirección contraria, y la cosa se tornaba mucho más llevadera, a pesar que iba en subida. Era de lo más loco, me hizo pensar en la eventual verosimilitud de la teoría que se refiere a los llamados centros magnéticos. Mas enseguida me avivé: era el viento. Ya sé, ustedes dirán que el viento es aire en movimiento, y toda esa historia de la presión atmosférica y los ciclones y anticiclones. Pero yo sé que no es así. El viento es un vector de fuerza que responde a entes que están más allá de los fenómenos perceptibles para el ser humano vivo y en vigilia. En todo caso estos vectores son los que después mueven el aire, o crean presiones diferentes aquí o allá, o lo que quieran. El aire estaba quieto, el vector trascendental seguía operando. Tal vez el alma sea una cosa así, un vector que no obstante la detención de los epifenómenos ilusorios sigue operando en un nivel distinto, pero anclados irremediablemente sus sentidos en la única realidad operativa perceptualmente hablando y que ha devenido inmóvil. Dinámica fantasmal y aleatoria encerrada en un continente rígido ad infinitum.
Entonces oí nuevamente el estallido vítreo que me había arrojado a aquel paréntesis en lo mudable y todo fundió a negro, un negro tan total y absoluto como jamás puede la imaginación figurarse. A poco estaba volviendo al mundo congelado cuando el botellazo sonó otra vez, atravesé otra zona de máxima oscuridad y de pronto me encontré mirando el techo de un hospital. Resulta que había estado dos días en coma, y superé un par de crisis en las que habían tenido que darme con el desfibrilador. Tuve un coágulo que afortunadamente se reabsorbió, y tal parecía que la cosa no iba a pasar a mayores.
Minutos después que recobré el conocimiento apareció mi vieja. Hacía fácil seis meses que no la veía. Para no perder la costumbre, sin abandonar ni por un momento ese tono de ternura que en realidad es el mero camouflage de ingentes psicopatadas, comenzó a lloriquear y a preguntarme cuándo iba a dejar la vida miserable que llevaba.
-Mamá, dejame de joder, me duele la cabeza -fue toda mi respuesta. Ella lloriqueó un rato más y después se fue. Hasta dentro de seis meses.
Al otro día cayó Pepe.
-¡Mirá, boludo...! –Me dijo.- Parecés el dibujo ése que le hizo Picasso a Apollinaire cuando le estalló un obús cerca del balero.
-Sí, vos reíte, la puta que te parió. Bien que te quedaste en el molde como el cagón que sos. Tengo la imagen tuya grabada: mientras me la daban de atrás vos estabas a diez metros y sin ninguna intención de ayudarme.
-¿Y cómo voy a pensar que el mierda ése te iba a dar un botellazo?
-¿Y para qué iba a venir de atrás con la botella? ¿A convidarme? Andá, cagón, buscate otra excusa. Pero igual dejá, ya sé con los bueyes que aro.
-No, en serio, chabón, no me dieron tiempo.
-Tá bien, dejalo ahí. ¿Y cómo terminó, la historia?
-¡Y cómo va a terminar! Abdul vio cuando te bajaba el otro y casi los masacra a los tres que quedaban en pie. Todavía está en cana. Te manda saludos. Vos podés creer que el hijo de puta dice que por culpa de los tipos ésos se perdió el clásico, y que cuando salga los va a buscar y los va a matar en serio...
-Sí, puedo creer. Yo que esos tipos me voy del país.
-Estuviste jodido, me dijeron.
-Sí, estuve jodido, pero espiritualmente. Lo otro fue un viaje de ésos que los yanquis después escriben libros y se los venden a los bobos, con títulos tales como “Hay vida después de la muerte”, y ese chamuyo.
-¿Y qué viste? Contame, dale.
-No, papá. Si querés te doy un botellazo.