lunes, 12 de diciembre de 2011

UN 9/11 MUY CALIENTE (Wall Street is fallin’ down)

Paolo Eleuteri Serpieri
Estaba soñando con un jeque árabe que me mostraba el tejido del universo, una especie de red elástica, orgánica y de un color verde pálido parecido al de los mocos de un resfriado, cuando sonó el teléfono. Me levanté a atender. Era mi madre.
-¡Cratilo, ¿viste lo que pasó?!
-No, Martha, me acabás de despertar.
-¡Una avioneta chocó contra una de las Twin Towers!
-¿En serio? ¿Fue un accidente?
-No sé, parece que sí.
-Bueno, gracias. Ahora enciendo la TV.
-¿Cómo estás, hijito? Te escucho la voz muy tomada.
-Ando bien, pasa que me acabás de despertar.
Ando bien. Claro que era una gran mentira, tendiente a evitar que viniera a casa. Durante la noche había tenido mucha fiebre, había dejado la cama empapada. Y no se me había pasado, a lo que habría que agregarle una daga clavada en mi garganta y mucha desagradable mucosidad. Viene de mocos, qué va’cer… encendí la tele, me preparé un té caliente con un buen chorro de whisky y me disponía a tomarlo cuando vi en la pantalla un gran avión de línea estrellándose contra la otra torre, y me dije esto no es un accidente, no señor.
Psicodrama global con fiebre. Tal vez no hubiese sido mal plan, pero me sentía para la mierda. Y esto lo digo sin referirme A OTRA COSA que al punto de vista del espectador mediatizado, al menos por ahora. Es que esta cultura funciona así; primero le damos un puñal a un loco peligroso a través de los barrotes, luego entramos en la jaula y nos quejamos porque nos apuñala. Joder. Fuck. Porra. Carajo, e ignotos etcéteras.
Era todo muy desquiciante. El té me hacía sudar como testigo falso, mientras veía una y otra vez las imágenes del World Trade Center trepidando ante insospechados proyectiles. Comí un pedazo de queso rancio y me serví el whisky, ahora puro. Había mucho germen y bacteria que matar. Recordé entonces que poco antes había escrito una poesía que mencionaba a las Twin Towers. Twin Towers no son Karnak, decía el verso. Andá a saber qué mierda quise significar. Me arrojé sobre el colchón atado que hacía las veces de puff, me tapé un poco con una manta; me dediqué a ver el frenesí criminal y a beber el whisky despaciosamente. Por desgracia, el estado calamitoso me impedía fumar.
Oí unos pasos rápidos subiendo la escalera. Tocaron a la puerta.
-Está abierto -dije, siempre tan aprensivo. Era Patricia, una vecina de abajo, que dos por tres venía a tomar unos mates y hablaba pelotudez tras pelotudez. La toleraba solamente porque era un bruto espécimen de hembra natural, bastante potable según exigentes cánones; que ciertamente, no eran los míos.
-¿Viste lo que pasó?
-Estaba viendo, sí.
-¿Estás bien?
-Recuerdo días mejores.
-Estás hecho mierda, boludo, ¿qué tenés?
-Una gripe machaza, creo.
-¿Llamaste al médico?
-No, solamente lo llamaré cuando necesite un certificado de defunción.
-Ves que sos un idiota… ¿Tenés antibióticos?
-No.
-Te voy a comprar, pero sabés que si tomás antibióticos, no podés tomar alcohol…
-Paso, entonces. Unas aspirinas y a la porra.
-Pobrecito -dijo con ternura maternal, se sentó al lado y empezó a acariciar mis transpirados cabellos.
-Viste, qué hijos de puta, loco, los chabones ésos.
-¿Cuáles?
-Los que hicieron esta masacre, boludo, quiénes van a ser…
-Mirá, todo crimen me resulta nefasto, pero lo bueno de esta película es que no sabés de antemano quién es el malo.
-¡¿Pero como podés justificar…?!
-¡Te dije que no estoy justificando nada!
-Está bien, no te agités, mirá como estás… estás empapado. Destapate un poco, te vas a deshidratar.
-Me dan chuchos de frío.
-Dale, destapate un poco que te hago unas friegas.
-¿Unas friegas?
-Dale, dale, a ver… -me sacó la manta y me desprendió la camisa. -Mirá cómo estás, hecho aguas. -Y se puso a fregarme con ambas manos.
-No, esperá, esperá, estoy que apesto. Dejame ir a bañar, primero, aunque sea.
-¿Pero qué te creés que vamos a hacer? Dale, te dije que no te agites. ¿Vas sintiendo el calor?
-Ni te cuento.
-No te hagas el boludo, eh. ¿Acaso no sabías que soy instructora de Reiki?
-Seguí otro ratito que me hago budista.
-Sí, tenés los ojos que parecen los de un japonés con fiebre mirando al sol. ¿Sentís o no sentís el calor?
-Seeeeé, mami, cómo no. Sobre todo éste, -respondí, mientras le mostraba el creciente bulto en mis pantalones.
-¡Salí, degenerado! -Exclamó, mientras me daba un coscorrón. -Portate bien que no te curo más, eh.
-No, dale, curame, curame.
Pero tanta friega, mas la desfachatez de mostrarle que, aún maltrecho de fiebres y azotes gripales, era capaz de reaccionar, la llevó a describir círculos de friega cada vez más amplios, y yo, caliente por naturaleza y encima más caliente por fuerza de las infecciones, respondía gimiendo e intentando leves torsiones lumbares para manifestarme estimulado. Podía sentir cómo los impulsos de la libido crecían en su interior, y como su respiración se hacía cada vez más pesada. Cuando me pareció, a tenor de la calentura evidentemente contagiosa, que el cervatillo había tomado bastante fuego, saqué mi enrojecida y febril herramienta y se la mostré, flagrante erección en un tan lamentable marco físico, al tiempo que le preguntaba:
-Mirá, ¿te la vas a perder?
-Entre, nosotros, ni loca. Pero no le cuentes a nadie -y se apresuró a agarrarla y metérsela en la boca.
-Vos tampoco -dije, y la tomé de los rulos. Por primera vez desde la noche anterior, me sentía bien, o tal vez me olvidé de lo mal que me sentía. Le avisé que si seguía no respondía por mis actos y juro que nunca vi a nadie desnudarse tan rápidamente. A continuación se arrojó sobre el colchón boca arriba, exhibiendo sus tesoros vaginales, para ser penetrada en la forma más tradicional, piba de barrio al fin.
-Estás loca, acá el enfermo soy yo, así que vení y movete.
Vino. Y se movió. Y se movió. Y se movió. Y se movió. Y se movió. Ysemoviósemoviósemovio SEMOVIÓYSEMOVIÓ Y AHHHHHH.
-Después me decís que no me agite -le reproché, mientras intentaba controlar el ritmo respiratorio, entre toses incluso.
-No seas caradura; vos, empezaste.
En la tele hablaban de otro avión aparentemente derribado en Pennsylvania, creo.


The night they drove old Dixie down
And the people were singing
La la laralaralá, lá la lá la lá.
Venía cantando Renato, a viva voz, por la escalera.
-¡Ups! Perdón, no sabía que estabas acompañado -dijo, luego de entrar estilo Kramer, el amigo de Seinfeld.
-Pasá nomás -le dije irónicamente.
-Estaba acompañándolo -Patricia se apresuró a explicar lo que nadie le había pedido, mientras terminaba de ponerse en condiciones (?). -Está enfermo.
-¿Vos sabés que yo también? -le espetó, con picaresca lascivia bien reforzada gestualmente.
-Siempre el mismo idiota -se fastidió ella, y dirigió sus portentosas ancas a la cocina (antes de tildarme de machista, deberían atender a la emoción estética, mis queridas bestias -en el mejor sentido de la palabra-.)
-Loco, ¿cuántas veces te dije que golpees, antes de entrar.
-Está bien, my fault. ¿Así que estás enfermo?
-No, loco, my fault una mierda. Entendela. No es tan difícil.
-Bueno, ya está, man, ya te entendí. ¿Viste qué kilombo, los yanquis éstos?
-Sí, una locura.
-¿Una locura? ¿Eso es todo lo que tenés para decir?
-Sí, ¿qué soy, yo, analista de política internacional? Aparte tengo fiebre.
-Dejate de joder, Renato -terció Patricia, que estaba preparando el mate.-Está mal en serio, el loco. No lo hagás hablar mucho, y menos lo pongas nervioso.
-Ah, cierto que vos lo cuidás. OK, chicos, sigan sin mi -dijo, retirándose hacia la puerta, y volviéndose, agregó: -Y Patricia, cuando me sienta mal te aviso -y le guiñó un ojo. El mate de lata voló y golpeó la puerta -que casi terminaba de cerrarse-, dejando una estela verde de yerba que se desparramó por todos lados. Menos mal que estaba todo hecho una mugre, igual.
-Será pelotudo, el guacho ése -me dijo, como excusándose por su actitud intempestiva.
-Es, pelotudo. No te hagás problema.
-¿Comiste algo?
-Sí.
-¿Qué comiste?
-Un pedacito de queso, que tenía en la heladera.
-Un pedacito de queso, que tenía en la heladera -me remedó, con tono gutural y aires oligofrénicos. -Eso no es comer, y menos en tu estado. Voy hasta casa a traerte una comida adecuada a tu estado.
Patricia era una buena mina, estaba refuerte y encima sabía aprovechar los estados de necesidad de su objetivo; o sea, su seguro servidor, que a estas alturas estaba colmado de regocijo y agradecimiento.
Acababa de caer la primera Torre.

2
Luego de tomar una consistente sopa y engullir bastantes verduras y pollo hervido, todo ello con un mistela -que no es mi locura pero que según ella era muy apropiado para los estados gripales-, comencé a transpirar a lo bestia.
-Transpirá, que te hace bien -dijo Patricia, mientras me acariciaba los pegoteados cabellos.
-Como si pudiera evitarlo… mejor me voy a dar una ducha.
-Dale. Yo mientras voy llevando la TV a la habitación, así te acostás bien cómodo y yo te atiendo.
-Ésa es la parte que más me gusta.
-No te pongas como el imbécil de tu amigo, eh.
Mientras me desvestía para entrar en la ducha caliente, oí que Patricia hablaba con alguien.
-¿Quién era? -Pregunté.
-Un tal Pedro nosecuántos. Quería que leyeras unos poemas que escribió. Le dije que estabas enfermo, y que por unos días no estabas en capacidad de leer nada. ¿Hice mal?
-No. Hiciste perfecto.
A continuación, excitada, me gritó que estaba cayendo la segunda Torre. Bueno, hay gente más jodida que yo, pensé, y eso que trabajan en Wall Street.
-Tomá, te dejo un par de toallas limpias.
-No sé qué haría sin vos.
Mi segunda torre de autoconservación de soltería tambaleaba.

3
Cuando entré al cuarto, encontré a mi vecina tirada en la cama mirando TV, bocabajo, en paños menores -por decir, ya que eran casi inexistentes-. El panorama era desquiciante. Cualquiera podía pensar que la suya era una actitud inocente, propia y natural entre dos personas adultas que acaban de intimar. Pero no creo en la inocencia más allá de los 14 años o algo así, según el caso. Aparte, semejante culo jamás podría apelar a la inocencia como salvaguarda, créanme. Así que dejé de secarme la cabeza y hundí el morro en el valle del pecado, enmarcado por unos portentosos y firmes glúteos. Intentó (o fingió intentar) detenerme, argumentando a partir de mi salud endeble.
-¡Pará, loco, que estás enfermo!
-Enfermo estaría si me pierdo esta delicia -respondí, mientras seguía con mi nariz fuertemente apoyada en su orto y sacudiendo con la lengua el delicioso clítoris. No tardó en elevar las caderas, entre quejidos de placer, para presentar mejor blanco. Y eso redundó en un ruidoso orgasmo, el que -a tenor de los enviones adelante/atrás que daba con su rebosante coño- eliminó todo rastro de piedad por mí, por mi enfermedad, y por la integridad física de mi rostro y lengua (la que de quedar mal posicionada en uno de esos potentes embates vaginales, podría haber resultado seccionada por mis propios dientes). Entonces, ya asomando entre los extremos de la toalla atada a mi cintura, vi al amigo asomarse pidiendo pista. Y se la mandé hasta el fondo, receptiva como estaba, tanto que parecía hundir un cuchillo caliente en telgopor. Entonces los embates y los choques arreciaron, y los gritos y gemidos deben haberse oído en todo el barrio. Un polvo de la puta madre, bien caliente y con el bonus track de unos grados ganados a pura fiebre infecciosa. Tras lo cual me desmoroné. Patricia me tapó, y volvió a acariciarme. Otra vez estaba sudando copiosamente.
-Así no te vas a curar más.
-Si no me curo así, es porque se trata de un cuadro terminal. Creéme que es la mejor medicina que recibí en mi vida.
En la tele todo era desconcierto, incertidumbre, reiteración obsesiva de imágenes de edificios cayendo, sirenas, prematuros héroes, especulaciones políticas, rasgada de vestiduras, bravatas yanquis que escondían espurias y genocidas segundas intenciones -como vimos después-, en fin. Demasiado para un irregular mental enfermo y vapuleado por Eros y Afrodita.
Golpearon a la puerta. Patricia se levantó a ver quién era, aunque yo le dije que no diera bola. Era Salvador, el tipo que me alquilaba el departamento y vivía con su madre en la casa de abajo.
-¿Qué hacés acá, Patricia?
-¿Te tengo que dar explicaciones a vos?
-No, pero es que escuché…
-Me importa una mierda lo que escuchaste. Estoy cuidando a Cratilo, que está enfermo.
-Como si no lo supiera…
-Bueno, tus ironías te las podés guardar. Aparte es bien contagioso, lo que tiene, así que yo que vos…
-Decile al tarambana ese que se acuerde de lo que arreglamos cuando alquiló.
-Perfecto, le voy a decir al tarambana ése lo que dice el castrado de abajo. Andá nomás, andá con tu mamita -y le cerró la puerta en la cara. Volvió a la cama, se acurrucó a mi lado, y me preguntó si se había extralimitado.
-Sos lo más -le respondí, satisfecho y agradecido.
Y a continuación, colapsé.