martes, 22 de mayo de 2012

THE LUMPEN SOCIETY - EMPERNADA A DOMICILIO

Olga Levchenko

Los jueves se reunía en casa lo que habíamos dado en llamar “The Lumpen* Society”. En lugar de ir al bar del Gallego, nos reuníamos a gozar de opíparas cenas e ingestas alcohólicas, como corresponde a verdaderos lúmpenes (permítaseme este más que dudoso plural); aparte de ello y de las pullas y chanzas tradicionales, estas reuniones -inspiradas en las de la Chowder Society de la novela Ghost Story, de Peter Straub- tenían como corolario un narrador rotativo, el que debía contar una historia capaz de mantener atentos y entretenidos a una banda de irregulares mentales, capaces de aniquilarlo física y psíquicamente en caso de recaer en el menor tedio. Eso era presión, y no la de las lecturas públicas desarrolladas entre mojigatos y ratas de biblioteca. 
La cosa que ahí estábamos, Abdul, Pepe, Piero, Renato y yo, luego de dar cuenta de un buen par de lomos de ternera a la cacerola, bebiendo un Lambrusco de Bodegas Florio y hablando de bueyes perdidos. Entonces llegó el momento de la historia de Abdul, la que se vería muy poco interrumpida y escasa y tímidamente chanceada por los demás, a tenor de sus pocas pulgas y a su tendencia a resolverlo todo a los golpes. El gordo brutal imponía respeto, aún a sabiendas que difícilmente aporrearía a alguno de nosotros por tales nimiedades.
Abdul se empinó el vaso de vino, se sirvió más, encendió un cigarrillo negro, carraspeó dramáticamente y comenzó con su historia.
-Por aquél entonces tendría unos 17 ó 18 años. No me acuerdo bien por qué cagada que me había mandado mi viejo me cortó los víveres, y no tuve más remedio que conseguir alguna changa para pagarme los vicios; así es que de pronto me encontré en las calles con una voluminosa carpeta. Se trataba de rifas de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos, de cuya venta recibía diariamente un pequeño porcentaje, así que dependía de mi capacidad como vendedor hacer rendir la cosa. Por eso me afanaba, puerta tras puerta, por vender lo más posible, a partir de un espiche elaborado para las circunstancias. Y haciéndome el simpático, cosa que nunca me salió muy bien que digamos. Así que una tardecita fría y lluviosa, y luego de tocar a miles de puertas, no había vendido una miserable rifa. Tenía ganas de arrojar la carpeta a la misma mierda y buscar algún otro modo de hacer moneda, mas decidí hacer un intento más. Llamé a un chalet pintoresco, de ladrillo a la vista, con un cuidado jardín en el patio del frente. Abrió la puerta una pendeja soñada, linda y fuerte por donde se la mirara. 
-Buenas tardes.
-Buenas tardes señorita. Vengo…
-¡¿Señorita?! ¡Pero que ceremonioso que sos! Me llamo Magda; por favor, señorito, llamame por mi nombre. ¿Y el tuyo es…?
-Abdul.
-Qué, ¿te escapaste de las Mil y una noches?
-Por tu belleza, pareciera que sí, y que he hallado a Sherezade.
-Ah, mirá que sos loco… ¿Y qué te trae por acá?
-Estoy vendiendo rifas de la Sociedad…
-Vení, pasá y me las mostrás adentro -me interrumpió-. Y de pasada tomás algo caliente, hace un día de mierda, estás todo mojado.
Juro que hasta entonces mi único interés consistía en vender al menos una rifa, mínimamente para justificar la caminata, la mojadura y ese avatar laboral tan magro en su rentabilidad. Así que la seguí.
-¡Madre, vení que te presento a Abdul! -Llamó a alguien que estaba en lo que supuse era la cocina. A poco entró otra mujer tan joven y hermosa como Magda. Si no la hubiese llamado madre, yo habría creído que se trataba de su hermana, o una amiga de su misma edad.
-¿Abdul? -Preguntó. Se notaba que mi nombre le resultaba raro.
-Decímelo a mí -dije yo, que había sido bendecido por Cratilo, ese sofista esquivo a toda falacia lingüística. El gordo, haciendo caso omiso a mi comentario, continuó:
-Tenés cierto aire morisco, sí -observó la madre-. Yo soy Elina, y estaba haciendo café. Me imagino que tomarás uno.
-Claro, gracias.
Elina fue a preparar o servir los cafés. Su hija me miró de arribabajo, como quien examina una mercadería antes de comprar, y eso me recordó que debía vender rifas, cosa elemental que había olvidado, turbado como estaba. 
-¿Te muestro las rifas? -Pregunté tímidamente.
-Ya habrá tiempo para eso, ahora te tenés que sacar toda esa ropa húmeda.
-¡¿Cómo?!
-Te vas a enfermar, Abdul, si se te seca sobre el cuerpo. Dejate los calzoncillos, si querés. Igual, te traigo una toalla. Pero eso por vos; a nosotras no nos molesta para nada si te quedás desnudo, ¿no, má?
-Por supuesto, encima es un joven muy apuesto -respondió má desde la cocina.
-Y nosotras somos nudistas, así que no vamos a ver nada que no hayamos visto en todas las playas y campamentos que frecuentamos.
Yo estaba demudado. Esas deliciosas mujeres ¡me estaban pidiendo que me desnude, loco! Tá bien que yo no era taaaan pendejo, pero sí era lo suficiente como para quedar de una sola pieza.
-Quién diría, que la bestia pop iba a quedarse tan turbado por un par de trolas… -observó Renato, ganándose la mirada de odio del malevo devenido rapsoda, que le respondió:
-Bueno, yo por lo menos les perdí el miedo. Vos seguís siendo el mismo cobarde sexual de la adolescencia -nos cagamos de risa. -La cuestión que a poco estaba en bolas, al lado del hogar; y ante el alboroto de Magda por mi desnudez, los temores fueron dando lugar a la excitación. De pronto me preguntó si se sentía bien el calor del fuego sobre la piel, y no bien contesté que sí, que bárbaro, comenzó a desvestirse sin afectaciones ni pose alguna, rápida y efectivamente. Pero por más rápido que se haya desvestido, mi verga fue aún más rápida, ya que antes de que ella terminara de quitarse la ropa había alcanzado una rigidez insuperable. 
-Claro, me imagino -dijo Piero-, a esa edad…
-Sí, a esa edad apenas si la había puesto unas pocas veces, y siempre con bagartos impresentables, nunca con una ninfa como aquella. Se paró junto a mí, de frente al fuego.
-Parece que reaccionó rápido, el amigo.
-Es que sos muy linda -dije, con voz quebrada por el deseo que atenazaba mi sangre joven.
-Permiso -se excusó Elina, mientras dejaba sobre una mesita la bandeja con dos tazas de café-, vuelvo a la cocina a preparar la cena. Que se diviertan.
Mi asombro continuaba creciendo, no tanto como mi poronga pero casi. Magda la tomó en su mano derecha, y yo casi eyaculo. Apenas si tuve tiempo de besarla, arrojarla a lo bestia sobre la alfombra, penetrarla sin considerar su receptividad y pegar cuatro o cinco bombazos para echarle un polvo que parecía no tener fin. Ella aprovechó esto, y la posterior rigidez que demoró bastante en retraerse, y acabó con un crescendo de exclamaciones que culminó en gritos pelados. Tal parecía que no había rollos con la cuestión sexual en esa casa. Ni bien recuperamos un poco el aliento del breve pero contundente encontronazo erótico, entró Elina. Estaba totalmente desnuda, una delicia de mujer, y sólo llevaba puesto un antifaz de plumas que me hizo acordar a los carnavales de Río de Janeiro. Desde algún estéreo que no pude ubicar se oía “Wild horses” de los Rolling Stones. La hermosa mujer desnuda comenzó a moverse al son de esa canción, era absolutamente surrealista. Volví a excitarme. Miré el show mientras Magda, también concentrada en los movimientos sexys de su madre, me masturbaba levemente, como evitando desperdiciar otra eyaculación; aunque para mí, no había garantía alguna de que tal cosa no fuese a ocurrir, por más delicadeza que le aplicara a la suave paja. Así que, previendo un trío condimentado con una buena dosis de incesto, retiré su mano e intenté relajarme para tener reservas en los momentos clave.
-Sos bastante degeneradito, vos, eh… -comentó Pepe.
-¿Por qué lo decís?
-Por lo del incesto, y eso…
-Ay, miralo vos, al puto. Claro, al señorito le caen mal los incestos. Ni que hubieran sido tu vieja y tu hermana… encima no me hagás acordar de la historia con las hermanas porque te fajo. (Ver “Andá a la concha de tu hermana”) -La cosa es que terminó el tema y Elina, la madre, se me tiró encima. Comenzamos a besarnos con desesperación y a rodar sobre la alfombra, presas de una urgencia que llevó a Magda a unirse y meter mano donde podía, sobando tanto a mí como a su má.
-Loco, ¿es cierto todo eso? -Preguntó Piero.
-Se te está parando, ¿no? -Observó socarronamente Abdul. -Quedamos en contar historias, no en analizar su veracidad, que yo sepa.
-Claro, pero esas cosas no pasan, en la realidad -insistió el gringo.
-A vos, no te pasan -me apresuré a remarcarle.
-Ah, claro, Cratilo, el gran cogedor… ¿O debería decir el gran fabulador? “Oh yes, I’m the great pretender, uhuhuhuhuhu” -cantó.
-¿Puedo terminar mi historia? Bueno, la cosa es que yo ya me había agarrado el bicho para metérselo a má, y estaba enfilándolo para su coño cuando alguien irrumpió por la puerta de calle, de manera violenta. Un individuo flaco, barbado, entrecano, que exclamó:
-¿SE PUEDE SABER QUÉ ESTÁN HACIENDO?
-¿No es obvio? -Respondió Magda, y soltó una muy musical serie de carcajadas. Yo me sentí algo ridículo e intenté taparme el miembro con la mano. Estaba recagado, dado que no podía pensar otra cosa que el fulano aquél sería el macho de má Elina, por lo que corría real peligro de ser ajusticiado.
-¡VAYAN AL CUARTO A VESTIRSE, PUTAS DE MIERDA! ¡Y VOS TAMBIÉN VESTITE, PENDEJO!
Las mujeres adoptaron actitud sumisa e hicieron caso. Yo también.
-¿Vos sabés adónde te metiste, pendejo?
-No, solamente vine a tratar de vender una rifa y estas mujeres casi me violan.
-Estas mujeres son mis pacientes. Soy médico psiquiatra.
-Ah -dije, al tiempo que pensaba que eso explicaba muchas cosas.
-Sí, y como estas mujeres andaban bien, les di un alta transitoria y las mandé a convivir a la casa de una de ellas, para que se contengan una a la otra. Y estaba dando resultado, hasta que apareciste vos.
-Pasa que qué quiere que le haga, yo no sabía…
-Eso no justifica que andes teniendo relaciones sexuales por ahí, sin criterio ni protección. Ahora me vas a tener que dejar tus datos.
-¿Cómo?
-Sí, nombre, domicilio, documento, y eso.
-Perdón, pero usted dijo que era psiquiatra, no policía.
-Soy psiquiatra. Y necesito esos datos.
-¿Para qué?
-Vos ya sos mayor; y si no, es lo mismo. Uno se tiene que hacer responsable de sus actos. ¿Y si embarazaste alguna de estas mujeres?
Entonces yo, que ya me había terminado de vestir, le puse un puñete que lo tiró de culo directamente en la estufa hogar; bien que se debe haber quemado el ojete. Y después salí corriendo como alma que lleva el diablo.
A las cuatro cuadras me di cuenta que había olvidado las rifas. Lástima, era un buen trabajo. Si bien no se ganaba mucho, parecía tener sus compensaciones.

* Apócope del término propuesto por Marx y Engels lumpemproletariado, “capa social más baja y sin conciencia de clase“ (Diccionario de la RAE).