viernes, 24 de febrero de 2012

LA REIKISTA Y EL BICHO TALADRO

Hajime Sorayama
Esa nochecita estaba en el Bar del Gaita bebiéndome una Heineken de litro, despaciosamente, saboreándola, generando el espacio mental para que apareciera una historia de la cual sacudir el polvo literario, sin forzar nada -cada argumento forzado constituye un paso hacia la frustración-, esperando la armonía de elementos a veces verídicos, a veces imaginarios -mas no por ello menos verídicos- cuando entró Pepe, cargado de libros y con cara de preocupado.
-Hola, Gallego; hola, Cratilo, ¿cómo andan? -Saludó por compromiso, se sentó y comenzó la lectura. El Gaita y yo intercambiamos perplejas miradas, y fue él quien finalmente habló:
-¿No notás nada raro, Cratilo?
-No, ¿vos?
-Parece que le dio por la lectura, al chabón éste…
-Francamente, me llama más la atención estar acá sentado, con más de medio litro de Heineken y que no haya venido a servirse.
-¡Ah, pero están hechos unos vivos bárbaros! ¿Qué comieron hoy, bife de payaso?
Luego de reír, y a tenor de su expresión lastimera y de su ánimo borrascoso (voto a Heatcliff), lo invité a compartir mesa. Pude advertir que finalmente ésa era su intención, pero por algún factor u otro se veía compelido a la prudencia, cuando no a la preservación paranoide de cualquier Statu Quo previo a lo que sea que lo había afectado de tal suerte. Y pude corroborar estas presunciones cuando observé que los libros versaban sobre brujería, hechicería, demonología, artes prohibidas y hasta un viejo ejemplar de la Wicca.
-Estás a full con el ocultismo -señalé.- ¿Te pasó algo?
-Sí, pero si vos y el gilipollas éste la van a ir de vivos, prefiero leer y guardar silencio.
-Ésto es intercambio cultural; vos le decís gilipollas y él te dice boludo.
-Ves, lo que te digo…
-Bueno, desembuchá, desahogate, vamos. O tenemos que pensar que te subís a la guasa cuando les toca a los demás…
-¿Viste que hice todo el techo del comedor y de la habitación con machimbre y listones de madera?
-Sí.
-Bueno, parece que venía con bicho taladro.
-Te dije, gil, lo barato sale caro. Pero no entiendo qué tiene que ver eso con toda esta parafernalia brujeril…
-¿Estás apurado?
-No, ¿por?
-Entonces tené paciencia, si querés entender. La cosa es así: el bicho de mierda ése, aparte de destruirme la casa, me está destruyendo los nervios, y no hay veneno en el mundo capaz de aniquilarlo. En la quietud de la noche lo oigo, sobre todo en el tirante que sostiene el techo, reduciendo a una suerte de viruta alimenticia mi hogar dulce hogar… la cuestión es que ataqué con todo tipo de venenos, tanto que casi me intoxiqué y tuve que parar. Hasta la otra noche, que conseguí una especie de máscara antigás y me subí de nuevo a seguir envenenando al indeseable huésped. Con tal mala suerte que pisé mal cuando llegaba al tope de la escalera y me vine abajo. Aparte de la cintura, que me quedó rígida, sufrí un fuerte esguince en el tobillo derecho.
-Entonces, motivado y dado a los excesos interpretativos como sos, le echaste la culpa a las ciencias ocultas y te pusiste a buscar filtros mágicos para cortar la malaria, ¿es así?
-No -respondió lacónicamente, y al cabo de unos segundos agregó: -¿Querés contarlo vos, que sos tan imaginativo?
-Dale, dale, no interrumpo más.
-Quedé todo estropeado, y entonces se me dio por llamarlo a Piero, que es el que vive más cerca de casa. Y fue el minuto fatal, creéme.
-Tratándose de Piero no me cuesta nada creerte.
-Viste. Siempre anda con un fantasma bajo el brazo. Al rato llegó, me hizo unos masajes y desistí, por cuanto su brutalidad amenazaba con agravar mis lesiones.
-Claro; para la bestia, todas son mariconadas y/o exageraciones.
-Entonces se le ocurrió llamar a una amiga suya, la que -entre otras cosas- era una formidable reikista. Le pasó mi domicilio y arregló para un rato después. Antes de irse, habló maravillas, tanto de la ciencia de aquella mujer como de sus características físicas. Pero vos sabés lo que es el gringo, lo que para el es una mujer pulposa para nosotros es una bola de manteca.
-Tal cual.
-Pero no fue el caso. Rato después golpearon a la puerta. Una morocha de facciones exquisitas, tanto así como su cuerpo -cubierto por telas negras semitransparentes- y una mirada tan dura que no registraba antecedentes en mi inventario; ni cuando estuve preso en Sierra Chica, mirá.
“¿Pepe?” Yo luchaba por cerrar mi boca antes de babearme. “Soy Bárbara”
“Ya lo creo” respondí, y ella aclaró que era su nombre de pila, no un calificativo. Luego me dijo que Piero la había llamado y le había adelantado tanto las características de mis lesiones como algunos detalles de mi personalidad habitual. “A ver, vení” me indicó acostarme en mi cama y relajarme. A continuación comenzó el reiki, la imposición de manos o lo que fuera que ella hacía. A poco sentí sus manos muy calientes recorriendo todo mi cuerpo, y a pesar de hacer lo posible para evitarlo, entré en un estado de profunda excitación sexual.
-Dinos algo que no sepamos -terció el Gaita, y reímos.
“¿Y con esto qué hacemos?” -Preguntó Bárbara. “Acá, en estas partes, se aproxima la mano, sin tocar, para que se transmitan el calor y la energía”. “¡Qué lástima!” -Me lamenté, envalentonado por los derrames hormonales. “Bueno, por ahí puedo hacer algo”, ofreció, y yo, iniciando ese recorrido de la hipérbole erótica de la que ya no se vuelve, estuve de acuerdo, toda vez que mis dolores -incluido el del tobillo- habían desaparecido yo diría que mágicamente.
-¿Por eso todos estos libros?
-Esperá, te dije. La cuestión que la hermosura aquella primero me frotó el bicho, haciendo subir la temperatura en varios grados. Se me escaparon los primeros gemidos, y ella inmediatamente se hizo eco, sin dejar de clavar su mirada gélida y reptiloide en mis ojos. Luego me masturbó levemente, y el calor seguía aumentando. Se subió a la cama, se situó entre mis piernas y le siguió dando a la lamida, siempre sus aceradas pupilas en las mías. Sentí entonces un escarceo lingual extraño en mi glande, muy veloz y como producto de una lengua pequeña, algo como eso. Como advertida de mis sensaciones, simplemente se subió a horcajadas sobre mí, introdujo mi miembro en su hermosa vagina y me ordenó quedarme quieto, que podía recrudecer mi lesión en la cintura. Se terminó de desnudar ya encima de mí, luciendo pentagramas y otros símbolos tatuados en su cuerpo. Y a continuación se despachó. Sólo pude aguantar dos de sus orgasmos, aunque fueron verdaderamente expansivos. Y el mío, ni les cuento. Tras lo cual, y sin dejar por un momento de clavarme la mirada, intercambiamos números de teléfono y se fue.
-Che, hasta acá no encuentro nada diabólico, ¿vos, Gallego?
-Más bien placentero, parece. Dios le da pan a quien no tiene dientes…
-Sí, hasta ahí todo más que bien. Pero la lobreguez comenzó esa noche. No dejó de llamarme por teléfono con la excusa de averiguar cómo andaba, y llevaba la conversación en forma no tan sutil a temas de índole espiritual; de la más baja, no sé sí me explico…
-Sí, cómo no…
-Y lo más llamativo es que me sentía observado, como si aquellos hermosos y penetrantes ojos negros me estuvieran escudriñando quién sabe de qué manera, o desde dónde. Empecé a sentir un miedo irracional, sin razón alguna que lo justificase, a no ser la certeza de que esa tal Bárbara era una bruja maligna, hechicera o vaya a saber qué.
-Una vez que conseguís un hueso como la gente…
-Como la gente, las pelotas. Cuando la sensación de estar siendo observado se tornó insoportable, sucedieron dos cosas simultáneamente, dos cosas que me sacaron de quicio definitivamente: una, que ella dijo que allí mismo se iniciaba mi camino hacia la oscuridad…
-¿Onda gótica, u otra gilada por el estilo?
-No sé, porque tuve un déjà vu terrible. Recordé que hace unos veinte días, cuando aún no la conocía, había soñado con ella diciéndome la misma frase, justo antes de convertirse en un lagarto overo.
-¡¿Un lagarto overo?! -Preguntamos el Gallego y yo al unísono, sorprendidos.
-Un lagarto overo. Y eso también explicaría la extraña y vivaz fellatio a la que me había sometido rato antes. Y la segunda, y más shockeante, que un lagarto overo de singular porte me clavaba la vista, en idéntica manera que la hechicera, desde debajo de la silla sobre la que arrojo la ropa que tengo en uso.
-¡¿Un lagarto overo?!
-Un lagarto overo, sí. ¿Vas a preguntar muchas veces más?
-Qué raro…
-Todo lo que tiene que ver con esa mina es muy raro. Y todo lo que tiene que ver con Piero termina resultando truculento. No sólo siente atracción, sino que parece que esta clase de dementes lo busca.
-Psé.
-Cratilo, ¿te vendrías a dormir a casa, hoy?
-¿Tan cagado estás?
-Sí.
-Ok.

Fuimos a la casa de Pepe, que había construido en medio de una hectárea despoblada. Entramos y nos servimos sendos Bacardi. Bebimos, intranquilos, prestando atención al mínimo sonido. Una vigilia agotadora, musicalizada por tal vez la causa eficiente de todo aquello, el maldito bicho taladro.
-Qué ironía -comenté.
-¿Cuál?
-Tanto taladrar con el bicho, ahora te toca que te taladren a vos.
-No es gracioso.
-Si no te gusta mi humor, mejor me voy a mi casa.
-No seas hijo de puta.
-Ubicate, entonces. Aparte, parece que se le pasó, o tomó conciencia de tu escaso valor humano, porque no llamó más. Y te digo más: ese déjà vu que contaste me suena a alucinación de tu parte.
Entonces oímos ruidos de algo o alguien que caminaba por el techo. Pepe alzó la vista con pánico.
-¡Es ella!
-¿Cómo sabés? Para mí que es un ladrón. ¿Tenés un arma?
-Sí, ayer me prestaron un .32, dadas las circunstancias.
-¡¿QUIÉN ANDA AHÍ?! -Grité, y Pepe casi se infarta. En lugar de responder, lo que fuera que andaba por allí hizo un batifondo bárbaro (valga el calificativo y su pertinente forma nominal)
-¡Callate, boludo!
-No seas cagón, ridículo. Es tiempo de tomar el toro por las astas, o el lagarto por la cola, o lo que mierda sea. Agarrá el fierro y vamos.
-¿Te parece?
-Claro, estúpido. ¿O querés ser su lacayo por toda una eternidad en el infierno? -No hay nadie mejor que yo para manipular cobardes.
Mientras amartillaba el revólver y se dirigía a la puerta, le temblaba hasta el culo. Salimos. Seguíamos oyendo ruidos, pero el ángulo no favorecía la vista del techo. Había que trepar.
-¿Te animás? Me preguntó con voz trémula.
-Claro que me animo, pero es tu problema, así que subí vos. Bastante que estoy acá haciéndote apoyo logístico.
-Sos un hijo de puta.
-Y vos sos un cagón. Dale, que te tengo la escalera.
Pepe subió tomando mayores recaudos que un francotirador en Irak. Pero no fueron suficientes. Apenas se asomó un par de centímetros sobre el techo, algo se le vino encima ruidosamente. No alcanzó a disparar, simplemente se cayó hacia atrás, asestándome un fuerte cabezazo y quedando enganchado nuevamente del tobillo derecho, entre ayes y lastimeras voces de pánico. Lo desenganché y lo ayudé a ingresar de nuevo a su casa. El bicho taladro nos parecía entonces la más vistosa de las aves canoras.
-¿Querés que la llame a Barbie para que te haga reiki otra vez?
-Andá a la concha de tu madre.
-¿Qué había en el techo?
-Un lagarto overo, pelotudo, qué va a haber…
Mientras Pepe hacía un inventario de lesiones antiguas y nuevas, mentales y espirituales, lo llamé a Pierín; luego de increparlo por su desaprensión para con los amigos, le conté en detalle los últimos eventos. Se mostró interesado, aunque no preocupado. Más bien lo pillé un par de veces aguantando la risa. Finalmente, y antes de cortarme, dijo:
-Decile a Pepe que para bicho taladro, no hay como el mío. Y vos… me extraña, Cratilo. Un lagarto overo, de noche y arriba del techo… mirá, en un rato voy, así me convidan de lo que están tomando.