martes, 16 de agosto de 2011

NUNCA ZURRES A ALGUIEN QUE HA LOGRADO CONSTITUIR SU CUERPO ASTRAL

“Por la mujer tuvo principio el pecado, y por ella todos pecamos”
Eclesiastés 
 -¡Gabrielito, teléfono! –Gritó mi abuela. Llegué al living y levanté el tubo.
-Hola.
-Hola, Gaby, soy yo, Dorita.
-Dorita, por favor, te pedí que no me llames más.
-Pero Gaby, te extraño. No seas malo, tengo muchas ganas de verte.
-No. Imposible. Creo que fui claro, ¿no?
-Dale, no seas malo.
-¿Yo, malo? No, querida, de ninguna manera. Vos sos mala. Sos una hija de puta, nena. Vos me enseñaste el real significado de la palabra DOLOR.
-No seas así, Gaby, te amo…
-Andá a cagar –y corté.
Era un momento muy raro, al menos desde mi punto de vista. El país bullía en una especie de destape ante la debacle del régimen militar y la transición hacia una endeble democracia que no demoraría mucho en mostrar sus taras y sus bajezas. La Plata, en particular, brillaba en la opacidad de los festejos por su centenario. Un eufórico snobismo ganaba las calles. Podían, ciertamente, hallarse algunas perlas en el barro; pero la verdad es que costaba bastante. Adaptarse a la nueva modalidad resultaba molesto, en tanto uno se había acostumbrado mucho a los goces solapados... cualquier exteriorización de voluptuosidad aparecía como exhibicionismo, como un simple desbande de terneros milagrosamente eximidos de la yerra, que no obstante demostraban injustificadas ínfulas. Atestiguábamos vicisitudes pendulares que indefectiblemente equilibrarían desgracias. Esto lo digo ahora, por supuesto. En aquel entonces era gobernado por los vaivenes de la marea. Un camarón algo rebelde, aunque marisco al fin.
Dorita estaba muy bien. Muy bien. En realidad, no me había cagado tanto. Me había mentido en una boludez. Lo que pasaba era que yo, estratégicamente, estaba agrandando la historia para tomar distancia, ya que había conocido poco tiempo atrás a una mujer muy intrigante y quería profundizar esta nueva relación sin ningún estorbo. Se llamaba Nélida. Ella misma me había topado en una Muestra Integral de Arte y había iniciado la conversación. Su discurso de sesgo trotskista me pareció un poco estereotipado, pero como contraparte su cabello rubio natural, su tez morena y sus ojos almendrados me impresionaron bárbaro. El materialismo también tiene esas cosas. Si el hombre es lo que come, aquella mujer debía comer muy bien, seguramente. Aunque en honor a la verdad, lo que más me llegó fue un aire como de loca intensidad que parecía surgir de alguna zona de su ser no tan evaluable con los sentidos comunes.
Fuimos a tomar unas cervezas y conversamos mucho. Su rollo: Trotski, Guevara, Fanon, Feuerbach y compañía. Yo me parapeté detrás de los simbolistas, Nerval, Apollinaire, Artaud (pavada de línea de cuatro). Sin embargo, fui acusado de superficial y rebuscado. Nélida condujo la charla de modo que si íbamos a hablar de poesía, debíamos ceñirnos a Neruda y Maiacovski. “Maiacovski, puede ser” accedí, “pero de ninguna manera Neruda. Ni en pedo, en todo caso Miguel Hernández”.
Al cabo de un rato me cansé de que una perfecta desconocida me fustigara acusándome de desidia social y elitismo, por lo que dí por terminada la entrevista. Era una lástima; me gustaba mucho, y aparte por aquellos días me figuraba prejuiciosamente que las militantes de izquierda eran muy aplicadas en lo que hace a la cuestión carnal. Bastante airado di voz a mi voluntad de acabar allí mismo con nuestra incipiente relación. Frente a ello, Nélida operó un cambio diametral en su actitud, adoptando una tesitura mucho más agradable y componedora. Inclusive mostró una dulzura inédita hasta ese momento. Parecía ser la típica ninfómana que sublima su furor uterino a través de románticas militancias. Pero bueno, qué cosa no sería uno capaz de tolerar por una linda cara y un buen par de piernas. Luego de tres o cuatro horas en las que nos fue imposible alcanzar el más mínimo acuerdo nos despedimos, no sin antes intercambiar números de teléfono y domicilios. Entonces creí que era una buena idea.
Nos vimos unas cuantas veces más, mas he de decir que mis intentos de abordaje sólo eran merecedores de burlas o desplantes. Pronto me di cuenta que mi autoestima comenzaba a decaer. Por cierto, estaba convencido de que yo le gustaba, la forma en que me miraba y algunas pequeñas insinuaciones –dosificadas como sólo una mujer sabe hacerlo-, parecían corroborar esta presunción; mas todo parecía indicar que había caído en las redes de una histérica psicobolche.
Una tarde, estaba en un aula del subsuelo de la Facultad de Humanidades asistiendo a un plúmbeo seminario que versaba sobre El tratado del ente y la esencia de Tomás de Aquino, cuando a través de esa especie de ojo de buey que tenían aquellas puertas, vi una y otra vez la cara de Nélida, que saltaba y me miraba con una mueca distinta cada vez. No pude más que reír. A la mitad de una explicación acerca del Árbol de Porfirio salí a reunirme con ella. Abordamos un ómnibus y un poco más tarde nos encontrábamos tomando vodka con pomelo en un bar sobre la 122, en el corazón de Villa Elvira. No había nadie allí, sólo nosotros dos y el fulano a cargo del local, bastante oscuros y sucios; digo, el fulano y el local.
Mientras hablábamos generalidades yo pensaba que no iba a tolerar una sola negativa más. Fui al baño. Desarmé cinco cápsulas de anfetaminas de contenido granulado azul y celeste, el que volqué en una bolsita de celofán de cigarrillos. No tenía por qué tragar tantos plásticos recipientes. Volví a la mesa, y ante la intrigada observación de Nélida arrojé los gránulos en lo que quedaba de mi vodka y lo tomé de un trago. Pedí otro.
-¿Qué tomaste? –Me preguntó.
-Vitaminas. ¿Por?
-Sí, dale, vitaminas. Por eso todo ese rollo de la bolsita, y qué sé yo. ¿Que, las comprás por kilo? Dale, ¿qué tomaste?
-Ufa, nena, qué te importa.
-Miralo vos, al burguesito. Mientras hay un toco de gente que no tiene qué comer, el señor toma sus drogas.
-Oíme, pelotuda, ¿no estás tomando vodka, vos?
-Sí, pero vos lo pagás.
-Ah, cierto que esa es tu manera de ser comunista, claro.
-Fue un chiste. No hablés pavadas.
-Es verdad. Había olvidado por un momento que es tu exclusividad.
-Bueno, vamos a cambiar de tema. Anoche no te podías dormir, ¿no es así? Al final, te dormiste después de las... cuatro de la mañana –me miró con una sonrisa insinuante.
-Sí –contesté bastante sorprendido.- ¿Y vos cómo sabés?
-Muy fácil. Yo estaba allí.
-¡Ah, bueno!
-En serio. ¿Querés que te describa tu habitación? Es bastante grande, con el cielorraso muy alto. Como velador tenés un miserable portalámparas, aunque aún así pude distinguir perfectamente algunas reproducciones de Escher pegadas en las paredes, y una foto de un tal Frank Zappa, que no sé quién es, supongo que uno de esos músicos delirantes que tanto te gustan.
-No te creo nada. Seguramente entraste alguna vez, con cualquier patraña. Mi abuela es muy confiada. O alguien te contó.
-Nada de eso, queridito. Estuve anoche. Dabas vueltas en la cama y cada tanto encendías la luz, leías unas cuantas páginas y la apagabas de nuevo. Estás leyendo el Cuarteto de Alejandría. Es más, vas por Clea, que si mal no recuerdo es el último. Ya lo estás por terminar.
Quedé demudado. Todos los datos que había referido eran exactos. Sencillamente, no podía entenderlo, y temía preguntar. No hizo falta, de cualquier modo. Nélida continuó:
-No te asustes. Hay una explicación. Resulta que conocí a un grupo de gente, unos gnósticos medio desquiciados, que me enseñaron a hacer lo que llaman “viajes astrales”. ¿Oíste algo acerca de eso?
-Sí –contesté, bastante conmocionado.
-Bueno, parece ser que aprendí bastante rápido.
-Escuchá bien lo que te voy a decir: Supongo que estás desvariando, pero en todo caso nunca vuelvas a hacer una cosa así. Nunca más. ¿Entendiste?
-¡Epa, loco, no te pongas así! Aparte, considerá que igual podría hacerlo sin que te des cuenta. No te queda otra que creer en mi palabra.
-Más me valdría confiar en una yarará.
-Bueno, che, me vas a ofender.
-¡Lo único que faltaba! ¡La señora se ofende! Aparte vos, loca, sos lo más contradictorio que hay. Por un lado decís que sos materialista, y que el pueblo y que qué se yo cuánto, y por el otro salís con la milonga ésta de los viajes astrales. Y encima la vengo a ligar yo; viajás a mi pieza, violás mi intimidad. En fin, si todo eso al menos me sirviera para algo...
-¿A qué te referís?
-No te hagás la boluda. Sabés muy bien a lo que me refiero.
-Ah. Te referís a “eso”.
-Exactamente. A “eso”. Estoy cansado de que te burles y me rechaces. Estoy podrido de ser tu mulo, de que me busques, de que me persigas ahora incluso con tu otro yo y que todo no sea finalmente más que una histeriqueada.
-Bueno, tal vez haya otras cosas de mí que no sabés.
-De eso no me cabe ninguna duda.
-Soy bisexual.
-No me extraña. Parece simplemente otra faceta más de tu personalidad dual.
-¿No te sorprende?
-¿Por qué habría de sorprenderme? Sinceramente, me impresionan más los truquitos ésos del doble astral. Me parecieron muchísimo más incongruentes al menos con tu ideología materialista. Ya que en cuanto a lo otro, no es más que lamer conchas y meter objetos, nada muy sutil que digamos.
-Qué sabrás vos.
-A propósito: ¿a cuál de tus cuerpos le gustan los hombres?
-A los dos.
-¡Brindo por eso! –Exclamé, y acabé de un trago el segundo vodka con pomelo. Las anfetaminas ya comenzaban a ejercer presión en mis sienes y me volvía conciente que a poco la urgencia por tener sexo con aquella mujer sería acuciante. Pedí más bebidas.
-¿Todavía querés hacer el amor conmigo, después de lo que te conté? –Me preguntó.
-¿Tás en pedo, vos, ya? “Hacer el amor” es un eufemismo de tu parte, creo. Pero qué me preguntás. Cada vez tengo más ganas.
-Bueno. Entonces vamos a mi casa. Está acá cerca.
Llegamos a su casa. Era una casa humilde, al menos eso era coherente. Pasamos directamente a la habitación. Era pequeña, con una cama de una plaza contra la pared, un escritorio y una silla. Había también una estantería colmada de libros que no tuve tiempo ni ganas de examinar. Inmediatamente me aboqué a indagar la sexualidad de aquella rara mujer. Nos besamos durante unos breves instantes. No fue agresiva ni demostró la más leve ansiedad. Yo sentía, no obstante, cómo bullía esa loca intensidad cada vez que fijaba en mí sus ojos de almendra. Se excusó y fue al baño. Yo aproveché para inspeccionar mi miembro. Lo encontré algo achicharrado, por efecto de las anfetaminas; aunque sabía por experiencia que al excitarse se pondría bárbaro, a causa de las mismas. Nélida volvió, totalmente vestida, a contrario de lo que yo había supuesto. Entonces comencé una tenaz lucha para quitarle cada una de sus prendas. No sabía si estaba jugando, si estaba loca, si todo debía ser tan difícil con ella. La impaciencia hacía presa de mí. Me dieron muchas ganas de golpearla, pero logré contenerme. Cuando al fin conseguí desnudarla, me subí encima y se la mandé, con esa leve sensación de desgarro propia de cuando la mujer no está preparada o muy interesada en ello. Me importaba tres carajos. Recuerdo que extendí mis brazos y escondí la panza para contemplar su exquisito y trigueño vello púbico. De pronto empezó a moverse con ganas, sabía muy bien cómo hacerlo. Farfullaba aires soeces en mi oído, cosa que me hacía encabritar. Cuando parecía que estaba pronta para el primer orgasmo, me dijo:
-No te asustes si te arde. Tengo el flujo un poco fuerte.
¡Un poco fuerte! Luego de los espasmos y las exclamaciones que acompañaron a su eclosión, sentí un ardor muy intenso, que tenía mucho menos que ver con la pasión que con la química orgánica. No obstante seguí, y unos cuantos embates después alcanzamos juntos un nuevo clímax. Tuve una eyaculación larga y apretada, propia del mambo de anfetas. Estuvo muy bueno, a pesar de todo. La cuestión es que la quemazón crecía, así es que me salí y prácticamente corrí hacia el baño a lavarme. Estaba en eso cuando entró Nélida.
-Hijo de puta –me dijo-, me cogés así, a la criolla, y después te vas.
-Y qué querés, si no me lavo el bicho enseguida se me va a pelar como una víbora. ¿Qué tenés ahí adentro? ¿Acido?
-¿Viste, pendejo, lo que es estar con una HEMBRA?
-Tenés razón. Lo último que podía esperar de vos es un poco de dulzura.
-Andá a cagar –dijo, y se volvió para la pieza. Yo entre tanto seguí arrojándome agua fría.
Un rato después, y a pesar de las acideces, estábamos dándole de nuevo al asunto. Pero esta vez con ella en cuatro y yo aplicándosela desde atrás mientras con mis manos sobaba sus generosos senos en caída vertical. Nélida reculaba con fiereza y yo iba a su encuentro con todo lo que tenía, generando potentes y ruidosos encontronazos. Estaba buena, realmente muy buena, y muy prieta por tratarse de una mina tan reventada. Aunque nada es perfecto. Hubiera venido bien un espejo, me hubiera gustado ver la escena desde otra perspectiva cualquiera. Mas aquel pretendido cambio de punto de vista operó, aunque de una manera harto inesperada para mí. En todo caso, no fui yo el sujeto de tal variación. Noté que ella se quedaba quieta, y pensé que quería jugar más suavemente, así que dejé de acometer y sutilicé mis in-outs. Mas enseguida me di cuenta de que en realidad estaba tensa, concentrada en algo que nada tenía que ver con la actividad carnal que estábamos llevando a cabo. Su rostro, rígido en una siniestra sonrisa, se volvió hacia nuestra derecha. Pude ver sus ojos fuertemente cerrados. Entonces me volví hacia el otro lado y me quedé tieso (al menos las partes de mí que aún no lo estaban): una Nélida idéntica, en la misma posición, igualmente desnuda, con todo y sonrisa malévola, pero con los ojos bien abiertos, me miraba desafiante. Me salí arrojándome hacia atrás al tiempo que exclamaba:
-¡¿Hija de puta, qué estás haciendo?!
Las dos rieron al unísono, en una suerte de estéreo con resonancias infernales. O al menos así me pareció. Luego, la Nélida a mi izquierda se incorporó, me hizo un corte de manga, se dio media vuelta y salió a través de la pared. La otra giró sobre sí y cayó de espaldas en la cama, ofreciendo un buen plano de su urticante y húmedo coño. Seguía riendo. Yo, por mi parte, entre el sexo, las anfetas y el susto, debería andar por las doscientas pulsaciones por minuto. Me vestí mientras seguía puteando y maldiciendo, a la hija de puta aquella y a mí mismo por ser tan boludo. Nélida intentó tranquilizarme, quiso retenerme, pero le di un violento empujón que la arrojó otra vez sobre la cama. Me fui intempestivamente, y me llevó un buen rato recuperar una mínima compostura.

Durante los días subsiguientes di vueltas y vueltas sobre aquel obsesionante suceso. Lo que más me molestaba era la inevitable sensación de estar siendo observado todo el tiempo. Recordé que algo parecido había experimentado el niño Jean-Paul Sartre respecto de Dios. Pero una cosa era EL JEFE y otra muy distinta una bruja pervertida, ¿no? Así que, ante cualquier erección en soledad, procedía a exhibirla, esperando que el lascivo astral picara. No obtuve ningún resultado.

Fiesta en lo de Cecilia. Descontrol garantizado. Llegué temprano a aquella casa a la vuelta de la terminal de ómnibus sobre calle 4, y ya el ambiente estaba bastante caldeado. Grupos de artistas de diversas disciplinas, estudiantes de Humanidades y delirantes en general se apiñaban aquí y allá. En el patio, una humeante parrilla colmada de chorizos y una bolsa de arpillera repleta de pan, más unas cuantas damajuanas de tinto y blanco y un tanque con bolsas de hielo. En la contemplación (visual) del fuego (y olfativa) de la bullente grasa porcina, se hallaban Aníbal, Chicho, su antigua novia Mónica y el actual novio de ésta, César. Me uní a ellos. Aníbal estaba contando su reciente estadía en Cali.
-Saben, una tarde, a eso de las dos, estábamos con un par de negros amigos míos sentados en una mesa de piedra. Al lado nuestro había una terrible planta de faso con unos moños así, totalmente rojos. Uno de los grones cortó un par de esas flores y las tiró sobre la mesa. Con el sol que hay allá, en cosa de media hora o cuarenta y cinco minutos estaban secos. Los enrolló y armó un charuto que ni les cuento. Te sacaba el cerebro.
-Qué bien, che –observé.- Pero para ahora, ¿no te quedó nada?
-No, no tengo... a ver... –metió su mano en el bolsillo trasero de su jean- ah, sí –sacó un paquete de papel de diario, lo abrió y pudimos ver una buena torta verde.- Esto me lo dio la loca María, me había olvidado. –lo arrojó al piso, y mientras lo aplaudíamos él ensayaba unos autocomplacientes pasos de baile. Chicho puso manos a la obra, y allá fuimos otra vez a por el viejo ritual ecológico.
Rato después oímos un estruendo de vidrios y al volvernos vimos a Renato que había hecho un ruidoso ingreso a la fiesta. Borracho como una cuba, se llevó puesta la mesa del living. “¡Llegó Renato!”, se oía por doquier, expresión del afecto que la gente sentía por él y también de lo habitual de sus exabruptos. Se sentó arrojándose sobre el piso, pero en la torpe maniobra golpeó uno de los grandes bafles Jensen de Cecilia e hizo volar los vasos que estaban sobre el mismo. Luego hizo la “V” con ambas manos y ganó una cerrada ovación. Qué va a hacer, cuando uno es estrella...
Luego de engullir choripanes y trasegar vino con un marco musical de Vox Dei, Charly García, Spinetta y otras celebridades del rock nacional, la masa comenzó a pedir música en vivo, y allí me encontré nuevamente con la vigüela sobre mi pierna derecha cruzada sobre la otra. Toqué algunos hits con demagógica premeditación, y la beoda popular respondió en consecuencia. Al finalizar cada tema aplaudían a rabiar. Entonces Perico gritaba “¡Brrravo, Maestri!” y provocaba la hilaridad general. Creo que no soportaba mi protagonismo, y quería llamar la atención de algún modo. Una rubia de tetas inmensas llamada Griselda se sentó detrás de mí y empezó a acariciarme la espalda, primero suavemente y después con más osadía. Terminé una canción (creo que fue “Hombre de mala sangre”, de Lebon), me di vuelta y la besé descaradamente, mientras el público deliraba. Dos temas más y dejé la viola de lado para irme a la calle con la tetona. Nos pusimos a franelear a lo perro en la diagonal 74 y casi perdíamos la vertical, trastabillando hacia un lado y otro. Ni siquiera los semejantes pechos conseguían sustentar mi inestable equilibrio. Arrojé un vistazo al entorno y vi un cartel que indicaba que aquel ebrio frenesí tenía lugar justo frente a una sede de alcohólicos anónimos. Todo un signo. Me pareció ocioso comentárselo a Griselda, tan compenetrada que estaba en sorber mi lengua.
Luego de una vuelta a la triangular manzana nos encontrábamos otra vez frente a la puerta de la casa de Cecilia. Griselda me masajeaba con frenesí y repetía incansablemente “quiero hacerte el amor”. Yo volví a cavilar acerca de aquel eufemismo romántico, pensando que la calentura -o las meras ganas de coger, en este caso-, poco y nada tenían que ver con el amor. Pero en fin, parece que esta sublimación en cierta forma apacigua a la conciencia femenina. Dada mi excitación, no me interesaba en modo alguno incurrir en disquisiciones semánticas o nominales, qué va. Así que entramos y pregunté a Cecilia de modo directo, como correspondía a mi embriaguez, dónde estaba dispuesto el cogedero. “No sé, fijate en aquella pieza, que me parece que se están amasijando”. Allá fui, y en la penumbra cargada de humo, me pareció discernir a Chicho matándose con su ex novia. Me pregunté dónde estaría la actual pareja de ella, el tal César. Nos arrojamos a su lado y fuimos a por lo nuestro. Al cabo de unos momentos escuché a Mónica preguntar lo mismo “¿Dónde está César?” y casi inmediatamente, el Negro Fidel, un poco más allá, dijo en voz alta: “Abrí un poco más las piernas, que así no puedo”. Mónica encendió la luz y asistimos atónitos al cuadro del Negro tratando de penetrar a César, que reculaba de muy buen grado. Mónica se puso a llorar y Chicho me dijo “Vos te dás cuenta, loco…”. La situación me superó y busqué otra habitación con Griselda colgada del bicho. Tuvimos suerte, ya que la otra estaba desocupada. Había dos camas de una plaza, con una mesita de luz en el medio. Se desnudó. Aparte de las tetas grandes y duras como piedra tenía un buen lomo, y el vello de su entrepierna corto y muy tupido hacía dar la impresión de un acogedor felpudo de bienvenida. Me desvestí a mi vez, voraz y preparadísimo. Cuando intentaba metérsela, advertí que su rostro se había puesto pálido y descompuesto. Se disculpó y se vistió para ir al baño. Al rato volvió y me besó. Un fuerte olor a dentífrico emanaba de su boca. Me banqué la impresión y poco después conseguí entrar en clima nuevamente, pero otra vez irrumpieron la palidez y las arcadas. Otra vez la vi vestirse e ir al baño. La cosa se iba poniendo fea. Otra vez la baranda a dentífrico, y ya me costaba muchísimo encontrar mis estímulos. ¿Qué te inhibe, el vino o yo?” me preguntó. “En todo caso, el vino que tomaste vos”, respondí, mientras llevaba su cara hacia abajo. Cuando finalmente logró excitarme, la arrojé sobre la cama y me dispuse a ejecutar aquel acto, aunque más no fuera para salvar el prestigio. Fue cuando escuché voces y risillas ahogadas a mis espaldas. Me incorporé, fui hacia la ventana y pude ver por las hendijas de la persiana a varios fisgones que reían ante el espectáculo de mi blanco y agitado culo. Fue el toque final a mis aspiraciones eróticas. Abandoné todo, me vestí y volví a la fiesta propiamente dicha.
Rato después, mientras tomaba unos vinos con Renato y hablábamos de Rilke, observé que un gigantesco skinhead me miraba como para comerme. “Es el novio de Griselda”, me informó Renato, ahora ligeramente más sobrio que cuando llegó (no me pregunten cómo era eso, ya que seguía chupando a lo loco). “Ah, gracias, me quedo más tranquilo”, respondí, justo al tiempo que vi a ¿Nélida? junándome de un modo bastante similar al de aquel Taras Bulba. “¿Qué está haciendo esa mina acá?”, pregunté a mi amigo. “¿Qué mina?”, inquirió a su vez. “Esa, ésa que está ahí”. “No sé, boludo, qué sé yo quién es”. Me acerqué a ella y le pregunté qué carajo hacía allí, no muy seguro de que se tratara de ella o de su doble. Disipó todas mis dudas. Me pegó una sonora bofetada que llamó la atención de buena parte de la concurrencia. Era ella. La tomé de un brazo y la saqué a la calle. Tenía la intención de erradicarla para siempre de mi vida.
La furia me impulsaba a caminar a paso vivo march. Nélida tenía que recurrir a cíclicos trotecitos para seguir mi ritmo. No paraba de hablar. Yo la ignoraba y/o puteaba. Paré en el bar de 7 y 43 (Monterrey, creo que se llamaba) y compré una botella de Old Smuggler a precio de escocés. Había traspasado el punto de no retorno. Continué la caminata, ahora un poco más contenido, aunque sin dejar de sufrir el bombardeo zurdo-lésbico-espiritista ni por un momento. De todo aquel farfullar esquizoide, una breve parte consiguió concitar mi atención: Nélida hacía referencia a mi doble, el que –según y gracias a ella- ganaba consistencia a ojos vista. Me preguntó si era conciente de ello y yo la mandé a la puta que la parió. Aunque no pude evitar que un escalofrío recorriera mi cuerpo. Todas las delirantes historias que profería tarde o temprano se corroboraban fatalmente.
Seguí caminando y de pronto advertí que inconcientemente había dirigido mis pasos hacia un lugar muy caro a mi historia. Era un pequeño puente en las vías del extinto Ferrocarril Provincial, enclavado en una zona muy humilde y bastante despoblada donde comienza el Barrio de Las Quintas, lugar en el que Renato y yo habíamos pasado buena parte de nuestra turbulenta adolescencia. Recuerdo que pensé que la peligrosidad de aquel sitio en una noche cerrada como aquella haría desistir a Nélida de su persecución, que abandonaría todo y me dejaría solo, en paz. Pero me equivoqué. Casi a ciegas caminé sobre los durmientes, sabiendo que un mal paso daría conmigo contra el pedregoso suelo varios metros abajo. En medio del puente me senté, dejando a mis pies balancearse en el vacío, encendí un cigarrillo y seguí sorbiendo el mal whisky. Momentos después Nélida se sentó a mi lado. Era evidente que no me iba a resultar fácil librarme de ella.
-¿Por qué lo hiciste? –Preguntó.
-¿Por qué hice qué?
-Revolcarte con esa tetona asquerosa.
-Por lo menos no es tan ácida como vos –dije, sin haberlo comprobado, total ella qué sabía.
-¿Por qué lo hiciste?
-¡No lo puedo creer! ¿Qué es esto? ¿Una escena de celos? Te odio, nena; en realidad desearía no haberte conocido nunca. No puedo entender cómo es que me encuentro en una situación tan absurda.
-¿Por qué lo hiciste?
-Terminala, hija de puta, dejame de joder de una vez.
-No me hables así. Ya bastante daño me infligiste.
-¡¿Cómo?!
-Sí, Gabriel, si hubieras aparecido antes en mi vida probablemente yo no sería lo que soy.
Me incorporé de golpe y uno de mis pies resbaló en el durmiente húmedo de rocío y por poco me caigo. Sentí un fuerte dolor en el tobillo.
-Ah –dije-, resulta que ahora yo soy responsable de que seas una reventada que no puede compatibilizar ninguno de los elementos de su personalidad esquizofrénica...
-Hablá bien, borrachín, que te patina la lengua –dijo, mientras se ponía de pie ella también.
-Hablo como se me cantan las pelotas, puta de mierda, tomatelás.
-No me insultes más, tenés que entenderme. Estoy tratando de decirte... bueno, que... puedo darte muchas cosas.
-Metételas en el orto.
Se puso tensa, y yo me cagué todo recordando la vez anterior que se había puesto así. A pesar de la oscuridad pude ver que se me venía encima. No atiné a discernir si con intenciones de atacarme o de abrazarme y besarme (de cualquier modo yo lo hubiera considerado un ataque). Así que ante la duda, borracho y furioso como estaba, tiré un muy buen cross de izquierda que impactó de lleno en su cara. Trastabilló, perdió pie y no cayó únicamente porque alcanzó a manotear el armazón metálico del puente.
-¡HIJO DE PUTAAAAA! –me gritó, mientras un coro de ladridos se levantó del chaperío circundante. Peló garras y se arrojó nuevamente sobre mí, dispuesta a sacarme los ojos. Fue entonces que arrojé un volado de derecha con botella y todo, que después de una perfecta parábola estalló sobre su cráneo. Esta vez no pudo agarrarse de nada, seguramente ya estaba out. Escuché su cuerpo castigar contra las piedras de abajo. Luego de unos momentos de conmoción, pude oír entre los ladridos un gemido agónico que me impresionó bastante. Bajé lo más rápido que pude, encendí mi Zippo y pude ver un guiñapo justo debajo de donde habíamos estado un momento antes. Me acerqué, extendí el brazo tratando de acercar la tenue llama de bencina lo más posible. El rostro destrozado y sanguinolento apuntaba en un ángulo erróneo respecto del cuerpo, y los quejidos cada vez más débiles parecían ya venir desde el otro mundo. Pensé en rematarla, con la sangre fría que me daba la ebriedad, pero los ladridos se acercaban más y más; yo sabía de la ferocidad y el hambre de aquellos cuasi cimarrones, así que dejé a ellos el trabajo sucio. Encendí un cigarro y me encaramé otra vez al puente. Con paso pesado pero seguro, me alejé de allí.

Tenía confianza en que todo aquel evento se incorporaría finalmente en mi memoria como un mal sueño, o algo por el estilo. Probablemente así hubiera sido; pero a poco andar, la conciencia de alguien más que también era yo –creo- comenzó a constituirse un par de palmos a mi izquierda. Esa conciencia, al día de hoy, conoce de memoria cada punto y cada coma del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, Las Cartas del Che en Bolivia y muchos otros libros por el estilo. Y es a quien con tremenda asiduidad, a sabiendas de mi aversión, le son recitadas sin resuello las peores poesías de Pablo Neruda.