lunes, 1 de agosto de 2011

EL LEGADO DE KAPILA


 Cuando a lo lejos se causa terror y se siente preocupación por lo cercano, es dable dar un paso adelante, cuidar el Templo de los Ancestros y el Altar de la Tierra y ser el conductor de los sacrificios. I Ching (Version R. Wilhelm, trad. D. J. Vogelmann)
                                      

Tal vez haya sido a causa de una ambición profesional -de la que ahora me avergüenzo- que hallé, de modo casual e involuntario, el portento; es él quien me impulsa a escribir este último artículo, magro corolario de una breve e intrascendente carrera de periodista, pero que tal vez pueda resultar altamente significativo para alguien, siempre y cuando ese alguien esté dispuesto a soltar amarras de su visión cósmica de manera abrupta y quizá definitiva (este último adverbio, aparte de sentar la correspondiente duda -ya que no tengo experiencia previa que oponer al fenómeno-, conlleva una clara advertencia respecto de la posibilidad de que, luego de pasar por la experiencia, ese alguien no pueda o no quiera volver a articular los mínimos resguardos necesarios para interactuar adecuadamente en la existencia mundanal cotidiana. Y conste que esto es una mera presunción, que me veo obligado a reiterar tras considerar únicamente, y sólo por ahora, dos antecedentes: el del Doctor Boris Simeon y el mío propio).
Considero que el Dr. Simeon no necesita presentación, dado su renombre en el campo del pensamiento contemporáneo, especialmente en temas de epistemología. Por mi parte, de aquí a un tiempo quizá sólo unos cuantos recordarán mis columnas en El Observador, trampolín desde el que pretendía proyectarme hacia medios más prestigiosos. Pero como eso no llegó a ocurrir, pese al afán que -como decía antes- me arrojó a estas instancias extravagantes, les diré que mi nombre es Facundo Dos Santos. Mi columna puede encontrarse en el medio gráfico citado, casi todos los sábados desde abril de 2000 hasta el presente, 10 de marzo de 2005. Por cierto hoy día no la recomiendo, luego de haberme aventurado en ese más allá y haber ampliado mi conciencia al punto de casi atomizarla en el infinito; mas no tengo otra referencia que ofrecer. Tal vez sirva de algo, claro que ese algo jamás me irá a tocar. (Advierto que entre otras cosas estoy perdiendo también mi estilo, anticipando cuestiones y abriendo paraguas de un modo por demás desagradable e inconducente. Ello –y esto dicho sin la menor intención excusatoria- porque me cuesta adaptarme a la linealidad propia del lenguaje humano, reflejo y a la vez matriz cultural del mundo físico en su particular relación sistémica.)
A partir de acá, la historia.
En cinco años, mi columna en El Observador no me había reportado más que unas cuantas felicitaciones por parte de amigos, conocidos y autoridades del medio, pero ninguna había logrado producir ese impacto capaz de atraer la atención de las grandes empresas multimedia hacia mi persona. Una noche me exprimía la cabeza tratando de hallar de una vez por todas el artículo que sirviera para catapultarme en este sentido, mirando los noticieros de TV, hojeando semanarios nacionales y extranjeros, cuando pasó ante mi vista un artículo sobre Boris Simeon, el epistemólogo que de buenas a primeras había dejado no solo de publicar sus obras, sino que también había prohibido su reedición o reproducción en cualquier forma que fuese, desde la posición de titular de todos los derechos. Y había ido más allá aún: se había encerrado en un mutismo absoluto, sin brindar información alguna respecto de esta actitud, y desaparecido de cualquier medio científico o meramente social que hubiese frecuentado alguna vez. Ello fue motivo de toda clase de especulaciones, que con mayor o menor factibilidad pretendían establecer tanto la causa de tan abrupta determinación como de su consecuente y férreo ostracismo.
Entonces fue que entreví la posibilidad de que aquello que buscaba tan afanosamente estuviera casi a mi alcance. Los azares de la vida habían querido que Ramiro Domecq -nieto por vía materna del célebre epistemólogo- fuera uno de mis ex compañeros del Colegio Nacional. Si conseguía conectarme con Simeon a su través, o al menos obtener una información concreta respecto de su decisión de abandonarlo todo, haría estallar la bomba que redundaría en mi ansiada inserción en las planas mayores del periodismo, e incluso mi nombre resonaría en los claustros científicos y académicos más relevantes.
Me pareció impropio, después de tantos años como habían pasado –quizá ocho o nueve- contactarme con Ramiro por teléfono. Aprovechando que sabía adónde trabajaba –era Secretario de un Juzgado Federal-, fui personalmente a verlo, nomás al día siguiente de habérseme ocurrido la idea. Por suerte él tenía disponible una holgada media hora, y pareció entusiasmado ante la perspectiva de pasarla conversando conmigo. Se mostró muy amable. Recordamos un rato los viejos tiempos, y luego, sin ambages y envalentonado a causa de su excelente predisposición, le di traslado de mi situación laboral, justificando de ese modo la intención de pedirle que me contara algo acerca de la misteriosa desaparición de su abuelo. Me dijo que ni él sabía cuáles eran los motivos que tenía “el viejo” para haberse ido a encerrar a una casa ignota en el interior de la provincia. Que sólo lo había visto unas cuantas veces en los últimos diez años, y no tenía mayor interés en verlo, por cuanto el viejo a su vez no manifestaba el menor interés en verlos a él, a su hermano y a su madre, a la sazón única hija del desnaturalizado recluso. Le rogué que hablara con él, que le pidiera encarecidamente sólo una breve entrevista, o lo que él dispusiera. Que la mínima cosa que tuviera para decirme sería una bendición para mí. Ramiro meneaba la cabeza, escéptico, pero ante mi insistencia prometió hablarle. Claro que no me aseguraba el menor resultado de su gestión, y me sugirió que no generara ninguna expectativa, ya que con toda seguridad el viejo se rehusaría de mala manera.
La noche del día siguiente me hallaba sentado frente a mi computadora, tratando de dar forma a un estúpido artículo sobre las causas del peligroso crecimiento de la violencia en nuestra sociedad, plagado de perogrullescas fundamentaciones, cuando sonó el teléfono. O se trataba de una broma de mal gusto, o era el propio y celebérrimo Boris Simeon el que estaba al otro lado de la línea. Mantuvimos un diálogo breve, durante el cual mi participación se limitó a un par de balbuceantes y torpes intervenciones; sin embargo fui capaz, a pesar de la emoción, de anotar la dirección a la cual debía ir a verlo cuando quisiese, dentro de los próximos tres días, ya que iba a estar allí al menos en ese lapso. Cuando me deshacía en agradecimientos, me interrumpió, diciendo crípticamente “No puedo llevarme el secreto a la tumba, tarde o temprano iba a tener que hablar con alguien. Ya que has mostrado tanto interés, tal vez sea por algo. Por otra parte, he leído tus artículos y supongo que eres menos torpe y prejuicioso que cualquiera de mis ex colegas. Y eso fue todo, aunque más que suficiente para que sin esperar ni un segundo comenzara a preparar el equipaje. Debía verlo en una casa de campo en las afueras de Chivilcoy.

                                                                 *        *       *
No eran aún las nueve de la mañana cuando me detuve frente a la casa. Se trataba de un chalé del que apenas podía verse parte del tejado a dos aguas –cercado de árboles frondosos como estaba- sito en medio de una extensión de terreno de una hectárea o algo así, rodeada de ligustros bastante altos, y que formaban una especie de portal semicircular sobre la tranquera de acceso. Toqué la bocina un par de veces y, a contrario de lo que suele suceder en establecimientos como ése, ningún perro vino a ladrar. Un anciano alto, delgado, con abundante cabellera y barba totalmente blancas, vestido de overol caqui sin camisa o camiseta debajo –algo de lo más apropiado teniendo en cuenta los tórridos calores con los que el mes de marzo suele agobiarnos-, me hizo señas para que ingresara. Me apeé del auto, quité la abrazadera de metal que mantenía la tranquera sujeta al poste, la abrí, trabé luego el pasante de hierro clavándolo en la tierra, subí al auto, lo entré, volví a apearme, cerré nuevamente la tranquera, me senté una vez más al volante (puf), aparqué junto al chalé, detuve el motor y bajé por fin, justo a tiempo para estrechar la mano de Simeon, quien me miraba de modo que sentí que lo hacía desde una lejana nebulosa en los confínes del espacio sideral. Cómo explicar tal sensación es algo que exorbita mi capacidad expresiva, y ésta es sólo la primera vez de las tantas que deberé excusarme por motivos análogos a lo largo del presente reporte.
-Es un honor para mí que me haya dado la oportunidad de hablar con usted –dije, luego de las presentaciones de rigor. Simeon hizo caso omiso del comentario, y me preguntó si había dicho a alguien su paradero, por lo que deduje que habría estado preocupado por haberse olvidado de advertirme respecto de ello en el diálogo telefónico de la noche anterior. Ante mi enfática negativa relativizó la cuestión, afirmando que de todos modos no iba a permanecer allí por mucho tiempo. No dio más precisiones sobre el asunto, y por cierto que no me pareció prudente requerirlas. A continuación comentó que adentro de la casa hacía mucho calor, por lo que me indicó tomar asiento junto a una mesa de plástico blanco ubicada a la sombra de un Castaño de Indias de excepcional porte; tras lo cual entró a la casa unos momentos y regresó con una botella de cerveza bien fría y dos chopps. Los llenó sin siquiera preguntarme si quería beber o no. A esa hora hubiese preferido un café, pero no me animaba a decir ni hacer nada que pudiese contrariar al excéntrico pensador, o malograr de algún modo aquella entrevista tan ansiada. Levantamos los chopps a manera de afónico brindis, y bebimos. Sorbió ruidosamente, ayudado por la lengua, la espuma que quedó en sus blancos y tupidos bigotes. No era un dato de gran estilo, pero denotaba una fruición hedonística que, a su edad tan avanzada, sugería la trascendencia propia de los últimos deleites. Así al menos lo percibí entonces. A continuación hizo un sonido chasqueante, carraspeó y me dijo:
-Según me comentó el idiota de mi nieto mayor, has venido en busca de una nota que impulse tu alicaída carrera de periodista.
-Tal vez no esté tan alicaída –respondí, algo tocado. –Sucede que ha generado usted una gran curiosidad, al haber retirado su obra de las editoriales y abandonado el mundo.
-Eso no es cierto, en rigor. Fíjate que aún estoy en este mundo.
-Sí, claro, mas en cierta forma es como si no estuviera.
-Pronto no estaré, en otra forma más cierta aún –dijo, e interpreté que se refería a su muerte inminente, cosa nada extraordinaria teniendo en cuenta que andaba ya por los noventa y tantos.
-Se lo ve muy bien, no sé por qué dice eso –observé, con cierta condescendencia.
-Lo digo porque muy pronto abandonaré este mundo, pero no en la forma que tan ingenuamente acabas de suponer.
-Yo no supuse ninguna forma específica –aclaré, aún en mis trece.
-Claro, claro. A veces olvido lo torpes e inconsistentes que son los seres humanos.
-¿Acaso usted no lo es?
-¿Acaso parezco otra cosa?
Entonces concluí que el viejo estaba loco, tal vez víctima de demencia senil, cosa también muy plausible. Sin embargo el aire socarrón con el que me miraba dejaba traslucir una lucidez implacable.
-Se han elaborado muchas hipótesis a partir de su retiro y de su voluntad de hacer desaparecer incluso su obra –dije, tratando de centrar la conversación en tópicos más específicos. –Hay quienes sostienen que tuvo una visión beatífica, como le sucedió a Tomás de Aquino. Otros aseguran que halló un defecto garrafal en su corpus doctrinario, por lo que pretendió sacarlo de circulación antes de que quedara expuesto...
-Eso es imposible de hacer, más aún hoy día, teniendo en cuenta los medios de publicación contemporáneos, como la internet. Siempre habrá un idiota dispuesto a mostrar lo que no le pertenece.
-Pero para que un idiota haga eso, tiene que haber habido previamente otro que lo mostró sin advertir que luego se arrepentiría –dije atrevidamente, algo molesto por la petulancia del veterano.
-¿Me estás tratando de idiota? –Inquirió, ceñudo.
-No, sólo quería decir que...
-No, está bien, está bien. Si me estás tratando de idiota, tienes toda la razón. Era un perfecto imbécil cuando me preocupaba por mis lucubraciones, tan vacías de sentido como presuntuosas. Un imbécil tan perfecto como cualquier otro pobre diablo que se preocupa por una carrera, sea científica, filósofica, poética o periodística. Y si quieres tomarlo personalmente, anda, hazlo, porque así ha sido dicho.
Me enfadé mucho con esta última observación, hasta debo haberme sonrojado a causa de la cólera reprimida, pero me cuidé mucho de decir algo. Podía ser un imbécil preocupado por mi carrera, cómo no; pero precisamente por ello no iba a dejar que mi oportunidad se escapara. Pretendí nuevamente llevar el diálogo a otro terreno, y le dije, inconexa, descontextuadamente, que admiraba mucho su serie de investigaciones sobre los alcances del entendimiento humano que había reunido bajo la denominación de Gnoseología trascendental, y que, pese a no ser yo un lector avezado en este tipo de disciplinas ni mucho menos, sentía que me había ayudado mucho, en el sentido que había incorporado pautas que sirvieron para disciplinar mi pensamiento. Meneó la cabeza, como desestimando mi comentario, y señaló:
-En la época que desarrollé esos sistemas, estaba convencido de que había nociones y juicios cuya significación sería válida bajo toda circunstancia y en cualquier respecto posibles, de modo que podían servir como base axiomática en la totalidad de las infinitas configuraciones cósmicas imaginables, independientemente de la cantidad de dimensiones o fugas fractales que pudiesen comportar. Hasta que un buen día tomé conciencia de mi estrechez mental de un modo insólito, como no podía ser de otra manera. Lo insólito apareció e hizo reacción en cadena, de modo que hoy todo para mí es insólito. Es insólito, por ejemplo que haya vuelto aquí, a esta quinta a la que soy tan afecto, a intercambiar signos orales (cuyo manejo obedece a un tropismo mecánico cristalizado en casi un siglo de práctica, ya que de otro modo no tendría la menor chance de conferirle otro sentido que el que aleatoriamente expresase), con un conglomerado de carbono que responde al nombre de Facundo Dos Santos y que comparte ese código infinitesimal de comunicación.
-Me cuesta seguirlo –dije, apabullado, mas no obstante asido al pequeño hilo de sentido que podía captar, diría que con desesperación.
-Ya lo creo que cuesta. Dime a mí, lo que cuesta. No sabes, ni podrías imaginarte, cuánto me cuesta a mí. Siento como que estoy tratando de inflar una red.

                                                               *        *       *
En ese momento estuve ya seguro de que el viejo se había chiflado. Nada raro, a su edad, o sea... por más brillante que hubiera sido en el pasado, Simeon iba a por la centuria -sólo le faltaban un puñado de años-, lo que hacía por demás natural que su propio discurso se le volviera abstruso, de senil, nomás; aún a pesar de la precisión acabada de la formulación, no carente de cierta galanura.
-Entonces mucho de lo que se dice por ahí es cierto –aventuré-. Ha tenido usted una suerte de iluminación, que ha dado por tierra con su teoría del conocimiento, ¿no es así?
-Creo que se trata de otra cosa, pero luego de lo que acabo de decirte acerca de los alcances del lenguaje humano, instrumento acotado hasta la nulidad por su miserable antropocentrismo, debo reconocer que puede decirse que algo como eso ha sido lo que sucedió. –Trasegó una buena cantidad de cerveza, y luego añadió: -Voy a concentrarme en la historia que he decidido transmitirte, lo que me ayudará a mantenerme compacto en este mundo el tiempo suficiente como para hacer lo que me he propuesto y que, supongo con un índice bastante alto de razonabilidad, es menester. Ahora la pregunta es: ¿vale la pena, en aras de encumbramientos profesionales, invertir tu tiempo en hablar con una antigua celebridad que ha renunciado a sus infundados méritos? Y agregando un nuevo y perturbador elemento: ¿vale la pena poner en juego todos los resguardos que te mantienen en tu ilusoria humanidad, por prestar atención a lo que bien puede constituirse en un viaje sin retorno?
-Oiga, entiendo que usted haya sido capaz de vislumbrar lo que dice, pero no crea que todos lo somos –argumenté, otra vez condescendiente. La historia que había venido a buscar, dislocada o no, ya tenía un cuerpo, sin entrar a analizar la característica evanescente que trasuntaba de tan peculiar discurso.
-Esto no es cuestión de poder o no poder –repuso, cortante. –Es cuestión de querer o no querer, así que te invito a tomar una decisión, tras la cual no podrás arrepentirte: o te retiras de esta propiedad al instante, y anuncias en tu columna que Boris Simeon se volvió loco y habla incoherencias en una quinta de Chivilcoy, o permaneces y te enteras de cómo es realmente la situación, una situación límite si las hay, haciéndote responsable de enfrentar cuanto yo pueda decirte o mostrarte. No tienes que contestarme ahora. Tengo varias botellas de cerveza en el refrigerador.
                                                          *        *       *

El tono compulsivo de la propuesta del anciano, así como una cierta fiereza en la mirada al momento de formularla, consiguieron perturbarme lo suficiente como para hacer uso de la no perentoriedad ofrecida. Sin mediar palabra, y por lo visto al tanto de mi estado dubitativo, Simeon fue por otra botella, llenó su chopp por el camino y la depositó sobre la mesa, para luego marcharse a caminar entre un grupo de eucaliptos que se elevaban a unos cincuenta metros.
Pensé entonces que el mero hecho de que estuviese considerando qué hacer ya implicaba que de algún modo creía posible que existiese algo en sí prodigioso, que no fuera producto de patología mental; quizá sí su catalizador, me dije, en una simple inversión causal. Lo que hacía suponer que, siendo así, ese agente desestabilizador bien podía alcanzarme y dejarme en una situación parecida a la del viejo, cosa absolutamente fuera de mis planes. Traté de bajar los niveles de ansiedad y objetivar mis ideas. Sopesar los aspectos favorables y desfavorables de la disyuntiva, tratando de prever hipótesis de máxima sobre todo en el segundo ítem. Si el viejo estaba loco no lo parecía, dado que, como ya he dicho, su discurso no solamente estaba dotado de una clara exposición sino que además ofrecía pruebas al canto. Así las cosas, hallé que me consideraba lo suficientemente ecuánime como para asomarme al abismo de indiscriminación que Simeon prometía y no obstante permanecer en mis cabales. Si bien ya tenía mi historia, iría por más.
Bebí bastante cerveza, me incorporé y me dirigí a su encuentro. Por el sol supuse que era cerca del mediodía. Una brisa cálida mecía la hierba. Cuando llegué a los eucaliptos, permanecimos mirándonos durante el tiempo suficiente para ponerme incómodo, de modo que me vi compelido a romper el silencio:
-Ya ve que aún estoy aquí.
-Está bien, de todos modos siempre supe que así iba a ser.
-¿Por qué estaba tan seguro?
-Porque no depende de ti ni de mí.
-Mire, vamos al grano. Detesto toda esa glosa, tan en boga hoy día gracias a la New Age.
-A mí no me interesan las glosas ni las modas. Ni siquiera me interesa esta mota de polvo hedionda sobre la cual estamos parados, más allá de ciertos pintoresquismos que puedan hallarse en ella. Y tampoco es cuestión de ir al grano así, sin más, porque puede que no llegues a tolerar la dosis aún si te es suministrada a cuentagotas. Has asumido la responsabilidad de permanecer aquí, lo que implica que a partir de ahora solamente oirás y verás. Nada tienes que discutir ni oponer, por cuanto lo que vas a aprender es algo absolutamente nuevo, e inédito tanto para ti como para el resto de tus congéneres. De todos modos seguirá siendo inédito para el resto, si las cosas se desarrollan como creo que lo harán. Esto es, podrás contarles todo a todos; pero nadie, excepto uno, llegará al trasfondo, que es una forma de referirse a algo que no tiene fondo. Y así sucesivamente.
-¿Se trata de una especie de saber oculto que se transmite de persona a persona?
-Se trata de un saber, por cierto, pero no es oculto. Es simplemente ajeno a esta modalidad del espacio tiempo, lo que lo hace inaccesible; mas no es oculto en un sentido sectario o esotérico. Sucede que, como ya te dije, queda fuera de lo que se entiende como real, y da una perspectiva tan exorbitante a ese marco que dificulta, cuando no impide totalmente, una vuelta a estas grotescas y caprichosas estructuras y conglomeraciones que los seres humanos hemos aprendido a configurar.
-Mire, disculpe, no, pero insisto en que lo hace ver como un viaje psicodélico. ¿De qué se trata? ¿Acaso es la experiencia de los Misterios Eleusinos?
-Es evidente que voy a tener que armarme de paciencia, contigo. Acabo de decirte que solamente debes oír y ver, y sales con esa estupidez de yuppie pseudointelectual. Ya cierra la boca y prepárate, que te hace falta. Si crees que puedes parapetarte tras esas bravatas adolescentes (que por cierto, al único que engañan es a ti), estás listo –Y se dirigió a paso resuelto hacia el interior del chalé.

                                                                *        *       *

Ingresó y se sentó a una sólida mesa de algarrobo. El calor allí dentro era agobiante. Me indicó que sacara otra cerveza del refrigerador y la destapase, con esa naturalidad que los ancianos ponen de manifiesto al expresar tácitamente su derecho a ser asistidos. Obedecí, y cuando iba a dirigirme a buscar los chopps observé que se la empinaba del pico, directamente, así que ocupé la silla enfrentada a él. Parecía que todo iba a reducirse a una borrachera de cerveza; para lo que, por lo que acababa de ver, había suficiente.
Volvió a sorberse los bigotazos y me estiró la botella. Me dio como un asquito, pero qué va uno a hacer... tomó una caja de habanos y me ofreció uno, que acepté con gran placer, ya que se trataba de un Guantanamera de excepcional porte y delicioso buqué. Saqué mi encendedor y me hizo un gesto de stop: -Éstos se encienden con fósforos –dijo, y se levantó a buscarlos. Volvió dejando tras de sí una estela de aromático humo, echó otra buena serie de ruidosos tragos, arrojó la caja de fósforos frente a mí y tomó asiento otra vez. –Ahora que te he tapado la bocota con cerveza y cigarro, espero que me dejes contarte una especie de historia propedéutica, tan real y cierta como todo lo contrario, voto a Hesíodo y a la gran puta madre que lo parió –rió, tosió unas cuantas veces, meneó la cabeza y me clavó los semicerrados ojillos:
-Estás pensando que estoy chalado, ¿verdad? Y eso que todavía no oíste la historia.
-No puedo esperar –dije, tratando de precipitar un poco la dilatada relación y a la vez demostrando una cierta aceptación de la consigna de no intervención.
-Eres un astuto pillastre, pero no podrás con un zorro viejo que ha atravesado las tundras de lo desconocido. Ya lo verás. La historia comienza en Mount Lavinia, la maravillosa ciudad costera de Sri Lanka. Había terminado la tercera parte de mi teoría del conocimiento y acepté una invitación para vacacionar en esas hermosas playas del Océano Índico. La misma me había sido formulada por Derek Kiefersson, un arqueólogo no muy conocido, aún a pesar de ser uno de los máximos estudiosos de las civilizaciones del antiguo Ceylán. Kiefersson me había entusiasmado con sus permanentes comentarios respecto de la grandiosidad de aquellas playas. Pero se traía algo más. Ni bien llegué, sin estar él por allí ni haberse siquiera presentado, comprobé que había dispuesto las cosas para que me hospedase en un magnífico hotel y gozara de todas las delicias destinadas al turismo. Así lo hice, durante tres semanas. Disfruté del exuberante marco natural, de las comidas y bebidas para mí exóticas, y de los encantos de algunas mujeres que el dinero de mi amigo había reservado para mí. No me apena decirlo; en aquellas épocas yo era aún esclavo de los sentidos, no digo como el que más, pero casi. Allí estaba yo, disfrutando de lo que suponía un justo descanso y de merecidas gratificaciones, luego de tantas agotadoras jornadas de aplicación a la disciplinada rutina del científico. Hasta que un día Kiefersson se hizo presente. Tomábamos unos cócteles en el bar del hotel donde me hospedaba, en una mesa exterior que daba a la paradisíaca ribera, cuando me comentó como al acaso que había hallado un templo, probablemente de una antigua cultura proviniente de la India, nomás se iniciaron las migraciones impulsadas por el Principe Vijaya. Por la forma en que lo dijo, con un aire distraído y pretendidamente enigmático, deduje al momento que ésa era la verdadera motivación del generoso convite. Me había estado agasajando, de modo adulatorio, para comunicarme esta novedad y contar con mi concurrencia profesional en los análisis correspondientes a su hallazgo. Lejos de molestarme, hallé la perspectiva muy interesante y halagadora. Yo me llevaba mucho mejor con las cuestiones teóricas que con cualquier trabajo de campo que fuese, pero estaba fascinado con esa isla, su cultura y su idiosincrasia, y no me parecía un mal programa echar un vistazo a las ruinas y ayudar a mi amigo en su empresa.
Resultó ser que se hallaba efectuando excavaciones en una planicie selvática, ubicada en medio de la zona montañosa, cuando se produjo un fuerte movimiento sísmico. Buena parte de la ladera de un monte cercano se precipitó en una avalancha que por poco acaba con el campamento en el cual se habían instalado él y los trabajadores locales que había contratado. Pasados la conmoción telúrica y los derrumbes, y cuando la espesa nube de polvo hubo decantado, quedó ante su vista el portal de lo que parecía ser un antiquísimo santuario. Los cingaleses que lo acompañaban, hombres torpes y supersticiosos...
-Suena medio racista, eso –interrumpí. –Prejuicioso, cuando menos.
Me dirigió una mirada furibunda y repuso:
-Me importa tres carajos cómo suena. Estoy en posición de observar el fenómeno humano desde perspectivas exorbitantes, así que puedo hablar de sus cepas como de cualquier otras, por ejemplo, la uva. Hay cepas nobles e innobles, y si uno dice que son todas lo mismo falta a la verdad. No es lo mismo un malbeck mendocino que la uva chinche de por acá. Y creo que una de las peores injusticias que se hacen a esa entelequia que pretende definir la palabra “humanidad”, es esa hipocresía exacerbada que consiste en enarbolar, como estandarte genérico, la insostenible idea de que somos todos iguales. Pero ya no me distraigas con tus clisés, ¿estamos? Esos bastos trabajadores rurales huyeron tan pronto vieron el templo que el derrumbe había dejado expuesto. Tan rápido lo hicieron que Kiefersson pensó que en realidad temían a nuevos desprendimientos de rocas. Permaneció unos momentos, en shock, tanto por la situación límite que había atravesado como por lo que parecía ser un descubrimiento formidable. Y lo era, créeme que lo era.

                                                             *        *       *
-Cuando estuvo más o menos seguro de que la tierra se había calmado, y luego de revisar cuidadosamente el material que se apoyaba en la arcada de ingreso, tembloroso ante la cierta posibilidad de quedar atrapado, ingresó. El edificio no era muy grande. Estaba tallado en la mera roca, con una pericia y sentido artístico tales, y con una profusión de figuras y detalles dispuestos en místico barroquismo, que puso a tambalear las ideas que tenía respecto de las culturas protocingalesas. Mirando las estatuillas y bajorrelieves, pronto certificó que se trataba de un templo. Las figurillas parecían marchar en procesión hacia una casa en la que habitaba, o estaba alojada una estrella, o al menos eso era lo que parecía, dada la luminosidad que parecía exudar de su interior, en una profusión de radiaciones pétreas finamente labradas. Dedujo, con buen criterio a mi entender, que era la representación de ese mismo y preciso lugar. Hacia el fondo había una especie de piedra sacrificial, en medio de un ara circular de cuyo techo abovedado parecían surgir cientos de pequeños demonios, dispuestos a arrojarse sobre el oficiante, o quien fuese que, como él, se detenía allí. Por detrás había otra puerta, pero estaba totalmente obstruida por las rocas. Ni se le ocurrió tocarla, por las dudas.
Tan fascinado estaba que permaneció observando cuidadosamente los detalles de las paredes hasta que cayó la tarde, volviendo a sumir al templo en esa oscuridad de la que había salido después de quizá miles de años. Iba a dirigirse a su carpa para munirse de una linterna, cuando percibió algo quizá más extraño aún que todo cuanto había visto ese día. Un fulgor parecía surgir del centro de la piedra bajo la bóveda de los demonios. Se acercó, atónito, y comprobó que el fulgor salía de la piedra y daba un aspecto fantasmal, más malévolo aún, a los diablillos que parecían abalanzarse desde la baja cúpula. Interpuso su mano para interceptar la luz, pero no observó que proyectara sombra alguna. La bajó hasta el punto del cual parecía emanar, y descubrió con sorpresa al punto lumínico surgiendo desde el dorso de su mano, con tanta intensidad como lo había visto antes en la roca. Se dijo que eso no podía estar sucediendo, y decidió ir a la carpa a descansar, para regresar al otro día. Pensó que la excitación y el cansancio lo estaban haciendo alucinar. Pero no era así. La luz estaba allí. Cuando iba a rodear la piedra tropezó con algo y casi perdió pie. Se trataba de un fárrago de tiras de bambú, escritas prolijamente en un dialecto que inmediatamente reconoció como una forma de sánscrito clásico. Salió del templo cargándolo, y se apresuró a encender la lámpara e intentar la traducción. Fue entonces que se percató de que, aparte de la luminiscencia, otro fenómeno extraño había tenido lugar ahí dentro: la aparición de las tiras de bambú. Si hubiesen estado antes de que tropezase con ellas, durante el reconocimiento de la piedra bajo la cúpula, no había manera de no haberlas visto.
Le dije entonces que ya estaba bien de bromas, que le agradecía todo lo que había hecho por mí, pero que eso no le daba derecho a tomarme por estúpido. Sin inmutarse, extrajo un cuaderno y cuando lo abrió pude colegir que se trataba de la traducción de los presuntos bambúes, efectuada en letra ilegible para alguien que no fuese él mismo, plagada de tachaduras y de flechas que unían segmentos de frases en todas direcciones. Según pude entender, el templo había sido erigido por un tal Kapila, que Kiefersson se negaba a identificar con el célebre filósofo indio. De acuerdo a lo que parecían decir aquellas tiras, el tal Kapila había recibido el conocimiento nada menos que del propio Krsna, por lo que alcanzó de manera espontánea el Goloka Vrndavana, la morada luminosa de tal divinidad, por su inquebrantable servicio devocional, que incluía la erección de aquel templo. Y no sólo eso, le había conferido la facultad de mostrar el atajo a grupos de siete hombres que, influidos secuenciadamente por una reliquia, pudieran ir constituyendo una superestructura espiritual capaz de alcanzar ese reino de luminosidad y existencia perfectas. Ante toda esa profusión de excentricidades, y entonado por unos cuantos cócteles de frutas y aguardiantes varios, yo, Boris Simeon, me manifesté agraviado, por cuanto hallaba que mi amigo arqueólogo ofendería mi inteligencia con aquellos desatinos si pretendía hacerme creer que algo como lo que decía pudiese ser cierto, cosa que parecía trasuntarse del tenor de su exposición. Él sonrió, y comentó con sorna: Claro, si algo como eso pudiera ser cierto, al diablo con la gnoseología trascendental, ¿verdad? Sería terrible para ti si llegaras a ingresar en una modalidad del ser en la cual no resultaran funcionales los axiomas más universalmente válidos. Pues bien, resulta que luego de leer las tiras de bambú regresé a la piedra sabiendo lo que hallaría, y gracias a ello lo pude ver. La fuente de luz, que no había podido ser percibida por mí mediante vista o tacto, ahora sí lo era. Se trataba de un diente del propio avatar terrestre de Krsna. No fue más que verlo, y depositarlo en la palma de mi mano, que un destello me cegó. Y durante un lapso de tiempo incalculable -debido a las miríadas de mundos que me fueron dados a percibir en un parpadeo y cuyos códigos no guardan la más mínima relación con el nuestro- accedí a las puertas del Goloka Vrndavana, el heliocentro cósmico, la morada del Dios. Le dije que había perdido la cabeza, y me respondió que si estaba tan seguro, tenía consigo la reliquia y que, para verificar cuanto me había dicho, sólo tenía que tomarla en mi mano.
(El pesado humo del Guantanamera y la ingesta permanente de cerveza me habían sumido en un sopor tremendo. No recuerdo la transición, por lo que supongo que más que quedarme dormido, me desmayé.)

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Desperté sobresaltado en mi cama, en Buenos Aires. Me incorporé y vi el equipaje preparado para salir hacia Chivilcoy. ¿Acaso todo aquello habia sido sólo un sueño? La vividez y el pormenorizado recuerdo de cada detalle eran tales que supuse que, si había sido una ensoñación, se trató de una muy particular, por cierto. Algo turbado (casi conmocionado, diría) me incorporé y fui al baño a lavarme la cara. Me estaba secando cuando observé mis ojos en el espejo, y había algo distinto en ellos, algo sutil, indefinible, pero allí estaba. Tomé la valija y me dirigí al estacionamiento del edificio. Abrí la pesada puerta de hierro y cuando me dirigía hacia el auto la tierra se abrió ante mí, dejando ver un cráter en cuyo interior se agitaba una laguna de lava hirviente. Sentí en la piel un calor tan intenso que pensé que iba a padecer quemaduras horribles, y el aire ardiente y volátil quemó mis mucosas y mis pulmones. Apenas si pude retroceder, cerrar la puerta y caer al piso, jadeando, tosiendo. Luego de un acceso de tos importante, algo salió expulsado de mi garganta y quedó en el interior de mi mano. Era un diente, y refulgía. Revisé mi dentadura con la lengua, y no faltaba ninguna pieza. Algunas cosas se estaban yendo de madre, y parecía que bien podían ser todas. Volví a mi departamento, arrojé la valija al piso e hice lo propio con mi cuerpo en el sillón del living. Los ojos me ardían, así que los cerré. Apreté el puño en el cual aún tenía el diente, y de pronto todo refulgió. Sentí que era chupado por una especie de tubo y me hallé discurriendo a una velocidad angustiante por lo que quizá pudiese definirse como nervaduras cósmicas, que se ramificaban en infinidad de mundos. No hay modo de hablar de ellos, así que eso es todo lo que diré, adoptando una actitud similar a la de Lao-tsé frente a las magnitudes indiscernibles del Tao, porque de todos modos eso no es lo que cuenta. Lo que sí cuenta es que en algún vericueto de aquella eternidad indescriptible volví a encontrarme con Simeon. De alguna manera me dijo que yo era el Tres, y que de acuerdo a la Sagrada Ley de Siete, iba a necesitar un choque adicional de energía, porque entre mí y el Cuatro era necesario un choque energético adicional, análogo al terremoto que había iniciado nuestra nueva escala, y al que iría, siglos terrestres de por medio, a iniciar la próxima. Y agregó que por suerte yo era joven, por lo que tendría mucho tiempo para vagar por los meandros de lo eterno antes de que una situación excepcional trajera hacia mí al cuarto eslabón de la cadena que nos permitiría entrar al reino de la luz central.
O sea, y en definitiva, ya no encontrarán tampoco al pobre diablo de Facundo Dos Santos. Estará vagando por los confines de una eternidad tan difusa como esencial, no siendo ya él mismo sino Derek Kiefferson y Boris Simeon también, aguardando el cataclismo y la encrucijada que traerá al próximo integrante del supraorganismo capaz de ingresar en la Luz Eterna del Señor.
Y este manuscrito, que quedará acá, en esta casaquinta en las afueras de Chivilcoy, será considerado por todos una mera fantasía aberrada. Por todos menos por uno; y ése uno eres tú, el número Cuatro. No te apures, te estamos aguardando, mientras cabalgamos en éxtasis por las infinitas praderas de lo inefable.