miércoles, 24 de agosto de 2011

ATARDECER EN ITAPARICA


Planeta tierra, Brasil, Estado de Bahía, Ilha de Itaparica, Ponta de Areia, barraca Pai Xangó. Luego de esta bajada -quizá más abarcativa incluso que las del Google Earth-, héte aquí, sentado a una mesita de playa, a Gabrielito tomando unas cervezas y disfrutando de los treinta grados de temperatura (en cruento contraste con las gélidas temperaturas que había dejado en Buenos Aires), del Mar de Iemanjá, de la cultura propia del lugar y todos esos pequeños etcéteras que, más que detalles, son chispas de chocolate en el paladar de la vida. Estoy fascinado, y a la vez concentrado. Todo este material en bruto, y tan poco juglar para hacerle honores… la tara del escritor, ese vicio sagrado (pero que a la vez constriñe a la mirada hedonista despojándola de inocencia y, por ende, acotando inexorablemente la maravilla). Y después vienen los pruritos, si yo pudiera contar las aventuras escabrosas que he vivido los últimos días sin sacar patente de inmoral, desclasado, paria víctima de sus instintos físicos y mentales, en fin. ¿Es lícito que me importe? ¿Es lícito para un escritor ocultar las cuestiones que puedan eventualmente socavar su imagen pública? ¿Imagen pública? ¿Qué carajo es eso? ¿A quién le importa? Soy solamente un compuesto de carbono articulado en sutiles combinaciones fisicoquímicas que será, tarde o temprano, sujeto de entropías enzimáticas que nada dejarán de él. De nada me valió, por lo visto, aquella conversación con mi querido e hiperlúcido amigo, el novelista Gabriel Báñez, en la cual, café de por medio -y luego de que yo  diera voz a escrúpulos respecto de mostrar mi segundo volumen de cuentos aduciendo que era “muy personal”, me respondió tajante:
-La ficción pura no existe. Hagas lo que hagas, escribas lo que escribas, siempre vas a ser vos. Y la gente te va a ver.
Está bien, Gabriel -digo/pienso ahora, que se fue de este mundo privándonos de su deslumbrante y afiatada prosa-, pero, ¿exponerse tanto?
Lo veo sonreír, juro que lo veo, allí, sentado a la mesa de plástico, y adivino su respuesta: Es lo que hay, Si no, tenés que dedicarte a otra cosa. Lo cual sería una lástima, una gran pérdida, para vos y para los que disfrutamos de tus cuentos.
Entonces me cae la ficha: es 8 de julio, exactamente dos años después de su partida. Conmocionado por una cuestión que en forma legítima podría considerarse  como meramente calendárica, baladí, o quizá una nefasta efeméride, le pregunto: ¿Qué te pasó, Gabriel? con la voz quebrada por un llanto del que no me avergüenzo. Pero ya no estaba. Así era él. Generoso, y de la mejor clase. De la de los que se van sin esperar gratitudes o respetos. Como cuando me pedía cuentos breves para publicar en el diario; vos sabés que muchas veces me falta material, decía, para ocultar la verdadera motivación, que era la de brindarme oportunidades.
Después que pasa lo álgido de mi emoción, debo seguir con cachaça. Un tipo elástico efectúa toda clase de volteretas por dinero. Si tan solo se rompiese el cuello, tal vez podría cargarlo y jugar a Zarathustra y el volatinero.
Cae la tarde en Itaparica. Es temprano, por más calor que haga la noche no se hace esperar. Pai Xangó cierra, casi me levantan con todo y mesa. Cruzo la avenida costanera, compro una botella de Velho Barreiro y vuelvo a la playa. Camino hasta una barraca que, si bien está cerrada, siguen pasando música. Los murciélagos ejecutan su danza epiléptica, y yo, sentado en la arena, converso con cuatro o cinco fantasmas, externos e internos, ya que no he perdido la infantil capacidad de atender a amigos "imaginarios".
Y entre tanto samba, forró, bossa, axé, etc., aparece Rod Stewart, cantando nada menos que Every beat of my heart. Y vuelvo a llorar en el estribillo.


Every beat of my heart
tears me further apart
I'm lost and alone in the dark
I'm going home!