lunes, 22 de agosto de 2011

ENCUENTROS CERCANOS DE TODO TIPO II - UNA MUTACIÓN POSIBLE


Déjenme precisar la fecha... sí, fue una de esas extrañamente calurosas noches de agosto de 1999, o sea... el mes pasado. En fin, sepan disculpar esto que parece un severo desajuste temporal de mi conciencia, sucede que me es necesario un gran esfuerzo para poder ubicarme en medio del mare mágnum de información que, a partir de aquella noche, deshizo los diques que me contenían en un determinado momento y en un lugar puntual.
Acababa yo, pasada la medianoche, de escribir una historia acerca de mi experiencia en el mundo del boxeo. Todavía tenía un par de latas de Heineken en la heladera. Tomé una y salí a beberla en el balcón. Aún allí la temperatura era alta. Acaricié un poco las hojas de mi floripondio y calculé que debía poner a mi aloe en una maceta más grande. Me senté, encendí un cigarro y degusté sorbo a sorbo la cerveza. Supuse que estaba cansado ya como para columbrar alguna otra línea argumental con que seguir tirando de la madeja, pero no pude con mi genio y al rato estaba colgado de ciertas ideas no muy prometedoras. Nada nuevo, bah.Al rato fui a buscar la última lata. Volví al balcón, me senté y la abrí. Como no tenía sueño comencé a preocuparme por qué iba a beber después. Con un poco de suerte, la pizzería de la diagonal todavía estaría abierta, aunque era difícil. En eso se detuvo un Volkswagen justo frente a mi puerta. Bajó un hombre de unos cuarenta y pocos años, saco azul y pantalón gris, muy delgado y calvo, con una bolsa de supermercado en la mano. Cerró el auto, activó la alarma e ingresó por la puerta de planta baja. Entré raudamente, fui hasta el comedor y mientras escuchaba los pasos subiendo la escalera, suplicaba para mis adentros: “Que sea para el departamento de al lado. Que sea para el departamento de al lado”. Pero no. Una visita extraña a una hora extraña debía forzosamente golpear a mi puerta. Oí los golpes con una mezcla de inquietud y fatiga. ¿Qué carajo podía llevar a un desconocido a tocar a esa hora de la noche? No parecía peligroso, pero nunca se sabe. Levanté la mirilla y pregunté:
-¿Qué desea?
-¿Señor Gabriel Cebrián? –Preguntó con acento inglés.
-Puede ser. ¿Qué desea?
-Deseo hablar un rato con usted.
-¿Sabe qué hora es?
-No, bueno, no lo sé. En todo caso, tenga a bien disculparme.
-¿Y de qué es que quiere hablar?
-Leí sus relatos. Quedé muy impresionado con algunos de ellos. Tenemos intereses comunes. Además traje algo para beber.
Eran al menos dos muy buenas razones. Aparte ya era un bardo estar dialogando puerta de por medio, digo por los vecinos. Así que quité el cerrojo, abrí la puerta y extendí mi mano. La apretó fuertemente y se presentó como Samuel Dickinson. Tenía un leve bigote rojizo, sólo un poco más grueso que la pelusa; ojos profundos subrayados por marcadas ojeras y un aire de inteligencia supranormal que no podría decir de dónde trasuntaba. Lo invité a sentarse y antes de hacerlo extrajo de la bolsa dos botellas del whiskey de Tennessee, Jack Daniel's, que yo hacía rato que quería probar. Saqué los vasos mientras él abría una botella. Sirvió un poco, y me preguntó si tenía hielo, o agua. Le contesté que ya traía, pero que primero quería probarlo puro. Así lo hice. Lo encontré bien fuerte y noté un dejo dulzón en el fondo del paladar, parecido al de algún calvados. Era bueno, fuerte, bien fuerte y fragante. Estos yanquis sabían hacer las cosas, carajo. Seguramente pateaba como un burro. Traje hielo, ya no debía preocuparme por la bebida. Con una sola de esas botellas podía caer más de uno.
-Lo escucho –le dije.
-Puedes tutearme. Debemos tener más o menos la misma edad, ¿no?
-Más menos que más, en mi caso. Pero igual, supongo que sos americano. Disculpame, pero siento una especie de temor reverencial por los representantes de la “Madre Patria“.
-Vamos, hombre, déjate de embromar. Hace bastante tiempo que vivo en tu país. Y en tu ciudad.
-¿Y qué te trajo a mi casa?
-Como te decía del otro lado de la puerta, leí algunos escritos tuyos.
-Puede haberte gustado alguno, me imagino, pero no me parece que sea como para venir a convidarme bebidas a esta hora.
-Pues sí, algunos me gustaron. Pero otros, al margen de mis predilecciones, llamaron mi atención. Por razones específicas, claro.
-¿Y cuáles son esas razones? Hablaste, creo, de intereses comunes. Que espero que no sean los de la deuda con los banqueros del norte.
-Bueno, observo que la ironía no es sólo un recurso literario para ti. En realidad, me refería a textos tales como ése que describe una experiencia trascendente a partir de un cactus visionario. Un poco fantasiosa, pero con varias intuiciones. También encontré cuestiones análogas en varias poesías.
-Bueno, de lo que decís parece desprenderse que la comunidad de nuestras inclinaciones se refiere más que nada al interés por temas de etnobotánica.
-Sí, atenidos a los que empujan los horizontes de la conciencia.
-Puede ser, aunque también me interesan otras substancias por pura voluptuosidad. Y creo que a vos también –dije, y levanté insidiosamente el vaso de Jack Daniel’s.
-Ya, ya. A mí también –concedió. -Pero no supondrás que vendría a molestarte para discutir la superioridad del whiskey de Tennessee por sobre los escoceses e irlandeses, ¿no?
-No es un mal tema de debate. Por mí está bien. El Jameson, irlandés, parece casi tan duro como éste, pero mucho más seco. Es cuestión de gustos. Yo, por ejemplo, prefiero el Ye Monks, e incluso el Grant’s, por sobre el Chivas, el White Horse o el J&B.
-O.K., pero yo no venía a hablar de ello.
-Bueno, dale, desembuchá. ¿Qué te traés bajo el poncho?
-¿Cómo dices?
-Quiero decir, ¿cuál es tu historia?
-Bueno, es un poco difícil... antes que nada, quiero que sepas que vine a ti porque supuse que eres una persona capaz de escuchar lo que tengo para decir sin tomarme por un loco, o algo así.
-O sea, en otros términos, te buscaste a otro crazy como vos.
-Yo no creo que ninguno de los dos esté loco. Al menos todavía.
-Y yo, no tengo nada claros los parámetros de normalidad, así que... podés contar lo que quieras.
-Sería ocioso decir que tiene que ver con una droga, ¿no? Pero mi historia es acerca de una droga como no hay otra en la actualidad.
Bebí un buen trago. Estaba expectante. Samuel prosiguió:
-Déjame decirte ante todo que soy experto en química y en biología.
-Esto promete.
-Y eso que aún no has oído nada. Lo que me gustaría hablar contigo se refiere al móvil de cada una de las actitudes que asumimos en nuestras vidas.
-Bueno, en ese sentido, tengo que confesarte que soy bastante freudiano.
-Es un buen aserto. Como ejemplo, viene como anillo al dedo, valga el grotesco. Tú quieres decir que te moviliza el sexo, ¿no?
-Tal cual.
-Podría decirse entonces que te moviliza el “deseo” sexual.
-Podría.
-Bueno, es el hecho de desear, sexo o cualquier otra cosa, desde un mendrugo hasta un Rolls Royce, o ejecutar una obra de arte magna, o lo que fuere. En tal sentido, podríamos afirmar que todas las acciones que llevamos a cabo están motivadas para satisfacer deseos; y siguiendo esta línea, también podríamos aseverar que este perpetuo desear es la fuente de todo sufrimiento posible. Pues bien, he descubierto que estas compulsiones se originan indefectiblemente en errores, carencias y frustraciones correspondientes a vidas pasadas.
-Oíme, ésa es la noción de Karma. Yo la descubrí en mi temprana adolescencia, aunque nunca adherí por completo.
-Descubriste la teoría, como bien dices. Yo descubrí la forma de demostrarlo prácticamente.
-¿Cómo?
-Como oyes. Puedo demostrártelo.
-Eso es imposible.
-Yo pensaba lo mismo.
-Aguantá un segundo que voy a poner algo de clima –fui hasta el estéreo y puse Tales from topographic oceans, de Yes. Escuchando The revealing science of God cualquier cosa me parecería plausible. Volví a mi silla y encendí un cigarrillo. El yanqui me miraba con expresión de sorpresa, no sé por qué.
-Y bien, te escucho –le dije.
-Bueno, déjame ver... voy a tratar de ser breve, de no abusar de tu tiempo.
-No hay problema. Quiero todos los detalles –como suelo decir cuando algo me interesa en vistas a un futuro relato.
-En ese caso... imagínate... noche en Copenhage... convención de químicos ilustres de muchos países, tema equis... Samuelito bebiendo cocktails sin pausa, a falta de whiskey de Tennesee... borracho; sin la menor idea de lo que se estaba tratando allí, aunque se hiciera en su idioma natal... morena de aspecto árabe con ojos verdosos y figura espectacular... Samuelito al ataque... –esta vez la pausa fue más larga, de modo que pregunté:
-¿Y?
-Oye, aquella mujer nada quería saber de mis embates amorosos. Pero algo de mí le interesaba. Me dijo que si dejaba de beber y la escuchaba quizás podría darme a conocer un secreto de trascendental importancia.
-¿Y qué hiciste?
-Pues dejé de beber, no tanto por el conocimiento como por la carne, he de confesar. Entonces me dijo que su Maestro la había enviado allí para ser receptora de una señal que le indicara al heredero del ancestral secreto. A la persona que mantendría viva la llama de una antiquísima tradición. Habló de algo así como de una apertura hacia occidente, pero yo estaba ebrio y no recuerdo mucho. Samuelito, ebrio y excitado, recogiendo folklores orientales al mejor postor (en un sentido anímico, of course). Dado que yo persistía en mi actitud de casanova, optó por decirme que si quería tomar contacto con una planta visionaria, prodigiosa como ninguna otra y absolutamente desconocida para la comunidad científica, debía ver a su Maestro. Cada vez que se refería a él adoptaba un aire de profunda reverencia. Luego metió una tarjeta en el bolsillo de mi saco y desapareció, para mi desasosiego.
-Gringo pelotudo, la dejaste ir.
-Y sí, Gabriel, se fue. ¿A ti no te ocurrió nunca?
-Dejalo ahí. ¿Y qué pasó?
-Pasó que la tarjeta que me dio tenía un nombre árabe muy extraño, al menos para mí, y un domicilio en Basora.
-Mirá, gringo, te conozco poco; pero sos piola, estás loco, tenés guita y tomás whisky del fuerte, así que me imagino que fuiste.
-Primero hablé con la compañía para la que trabajaba. Y fue un error, créeme. Argumenté que parecía tratarse de una pista seria, en aras de lograr el financiamiento del viaje extra, cuando en realidad tendría que haber asumido personalmente los costos. Qué sabía yo en ese momento con lo que iba a encontrarme.
-No te adelantés. Papá te pagó la aventura. ¿Y qué pasó?
-Llegué hasta la casa de ese hombre. Qué digo casa: era un verdadero palacio, un palacio digno de un jeque, o algo así. En un paisaje imponente, como no recuerdo otro. Por más que tenía la tarjeta, me impedían llegar hasta el amo del lugar. Para colmo, si la mujer aquella me había dicho su nombre, yo lo había olvidado por completo. No desistí porque había leído acerca de esas maniobras psicológicas tan propias de la idiosincracia de aquella gente. Me abroquelé en una paciencia que finalmente dio sus frutos. El Maestro al fin me recibió, dijo estar al tanto de quién era yo y de cada uno de los detalles que hacían a mi actual existencia, a todas las anteriores y aún a algunas de las que estaban por venir. Yo me desconcerté, no sabía qué pensar. Entonces me dijo que su conocimiento respecto de mí era gracias al contacto con una planta que sólo crecía en los jardines de su establecimiento. La emparentó directamente con el misterioso soma, cuya identidad botánica aún permanece sin poder precisarse, aunque se sabe que constituyó el vehículo de la visión de Zoroastro y dio fundamento a la trascendente espiritualidad védica.
-Nada menos.
-Nada menos. Acto seguido me llevó a un jardín interior y me indicó una planta del tipo enredadera, un poco parecida a la ayahuasca pero con hojas más grandes y amarillentas. Mientras acariciaba un frondoso ejemplar, me dijo que un extracto de sus hojas podía hacerme conciente de las vivencias correspondientes a mis vidas anteriores. Procedió a darme unos cuantos brotes, asegurando que crecerían y se harían fuertes a dondequiera que las llevase. Le pregunté por qué era yo el depositario de semejante prodigio, quizás con una cierta y tímida condescendencia, dado que era aún bastante incrédulo, como tú lo eres ahora. Mínimamente, suponía que debería ser un poderoso alucinógeno, pero de allí a revelar memoria de existencias anteriores...
-Es muy loco.
-Claro, es muy loco, sí. Te decía que le pregunté por qué a mí me confería semejante legado, y me contestó que pese a que conocía acerca de mí todo y cuanto había dicho, él mismo estaba sorprendido, no entendía las razones. En cierta forma me estaba descalificando, ¿no? Bueno, de hecho, luego dijo que sí sabía, y que prefería no decírmelo. Que yo debería darme cuenta por mí mismo de cuál era mi función en ese desproporcionado engranaje. Sólo tenía que intimar con aquella planta, a la que llamó directamente “Ahoma”, forma nominal mesopotámica correspondiente al soma brahamánico. Me fui de allí con unos plantines prolijamente embalados por el suntuoso místico; es decir, por dos de sus sirvientes.
Afortunadamente no tuve ningún contratiempo en la aduana. Llegué a mi casa con aquellos extraños ejemplares de una planta desconocida para nuestros científicos. Los de la compañía pidieron precisiones acerca de lo que había traído conmigo, y yo reclamé tiempo para que las plantas se desarrollaran un poco, ya que de lo contrario no tendría material suficiente para un análisis exhaustivo. Ya a estas alturas había empezado a pensar que estaba tratando con algo que, en todo caso, merecía especial discreción. Afortunadamente, las plantas se desarrollaban de un modo sorprendente, aunque me cuidé mucho de decírselo a mis superiores. A los pocos días tenía material suficiente para investigar sin causar el menor daño a los ejemplares.
-No me digas que funcionaba. No te lo voy a creer –repetí, dando puñetazos sobre la mesa y empinándome un buen vaso.
-Funcionaba.
-Esperá –le dije, corrí a poner el disco 2 de “Tales...” y volví.- Dale, seguí contando.
-Bueno, ya desde el comienzo advertí la extraña configuración celular de aquel vegetal. Pero no creo que te interesen mucho los detalles técnicos. La cosa es que no tardé en aislar su aceite esencial; esto es, su principio activo. El hecho era que lo tenía, pero aún no podía determinar la dosis correcta.
-Hubieras empezado por hacerte un té.
-Cierto. Pero me ceñí al procedimiento. En este caso la experimentación con animales sólo podía servir en orden a analizar evetuales niveles de toxicidad...
-Claro, hombre, a no ser que de repente un cobayo te hable.
-…así que me jugué y tomé una pequeña dosis. Al poco rato sabía que he sido mujer en una tribu de bosquimanos, ceramista mochica, yezida, heremita gnóstico; luego fui francmasón y a partir de allí decliné hasta convertirme en esto que tienes frente a ti.
-Pará pará pará pará. Una cosa muy parecida le hizo decir Marechal creo que a tu tocayo Samuel Tesler en el “Adán Buenosayres”. ¿No te estarás copiando, no? Mirá que para eso estoy yo.
Entonces, dramáticamente, el extraño visitante nocturno extrajo del bolsillo interno de su saco un tubito transparente y lo depositó sobre la mesa, frente a mí. Yo fingí aplomo y procedí a abrir la segunda botella. Luego traje soda y más hielo. Me volví a sentar y tomé aquel tubito. Observé en su interior. Estaba lleno de unos comprimidos redondos, blancos, con ciertos reflejos irisados, como bolitas de naftalina pero más pequeñas. Mientras los examinaba pensé: “¿qué es esto? Únicamente yo me engancho en una historieta así. Pero a estos cosos los atraigo, por algo debe ser. Nunca un testigo de Jehová, un repartidor de Oca, un vendedor... pero este colorado parece muy seguro de sí mismo y de su producto. ¿Será posta? Sólo hay un modo de comprobarlo.” Al parecer conciente de mis maquinaciones, Samuel dijo:
-Luego descubrí también que la dosis no importa. Puedes tomar media, un pedacito, treinta o quinientas. Esta substancia, extraña por donde se la mire, es absolutamente inocua para el cuerpo físico. Supongo que –y no podría asegurar cuál es la razón- solamente actúa sobre una parte de nuestro ser total que excede lo que consideramos materia.
Como para subrayar ese punto, tomó el tubito, arrojó unas cuantas en la palma de su mano, se las llevó a la boca y las tragó con una buena dosis de whiskey. Volvió a dejar el tubito frente a mí.
-Voy a tomarme un poco de tiempo, sabés -le dije. -Todavía no tengo claras algunas cositas. Detalles mínimos, como por ejemplo el hecho de no estar seguro de querer conocer a los anteriores... hosts of my soul.
-Eso me resulta un poco raro. Alguien como tú debería estar sumamente intrigado frente a una cuestión semejante.
-No vayas a creer, gringo. Ya bastante tengo con los recuerdos de este poco agraciado avatar. Aunque no sé... por ahí desculo algo que pueda ayudarme a evolucionar, ¿no? Bueno, ya casi estoy concediéndote que esa cosa funciona.
-Funciona.
-Entonces, ¿qué hacés acá? ¿Por qué no estás en la tapa de Time, o postulado para algún Premio Nobel?
-Precisamente porque el conocimiento de los tantísimos errores en que incurrí desde mi remoto pasado me volvieron mucho más prudente. Y podría decir que mucho más sabio, si no lo tomas como jactancia de mi parte. ¿Se te ha ocurrido pensar en los alcances e implicancias que podría llegar a tener la revelación de tal descubrimiento?
-La verdad que no. Tampoco tuve mucho tiempo para absorber un disparate semejante, che.
-Bueno, piénsalo entonces. Yo lo hice, y con la nueva y grandiosa perspectiva que cobré me pareció absolutamente inconveniente que una cosa así cayera en manos de los que mandan de verdad, que generalmente nadie sabe quiénes son.
-Tenés razón, gringo. Hiciste bien.
-Dije a los de la compañía que todo había sido sólo un fiasco, que las únicas propiedades que tenía aquella planta eran laxantes, y ofrecí reintegrar los gastos de mi viaje a Irak. Sin embargo algo deben haber sospechado, porque rechazaron el informe y me reclamaron las muestras. Primero amablemente, luego insistentemente y después imperativamente. No sabía qué hacer. Mi agigantada experiencia me indicó que lo primordial en esa instancia era poner a buen recaudo mis capitales, que no tenían una gran entidad pero tampoco eran tan magros.
-La habrás robado bien vos, antes de mistificarte.
-Bueno, qué, ¿eres de la DGI* ? En todo caso, los beneficios no los obtuve aquí, y sin embargo ingresé algunos capitales.
-Está bien gringo, es una joda. ¿Y qué pasó?
-Estaba desconcertado. Luego de destruir todas las pruebas y de incinerar con gran pesadumbre aquellas plantas milagrosas, volé a Basora e intenté en vano volver a entrevistarme con mi benefactor. Por medio de un sirviente me hizo saber que nuestras relaciones habían terminado cuando nos despedimos la última vez. No obstante ello, y como si hubiera sabido de mi precipitada huida y de la pérdida del material, me otorgó un par de plantines y un pasaporte argentino con lugar para mi foto, a nombre de Samuel Dickinson.
-Entonces ése no es tu verdadero nombre.
-Créeme, Gabriel, en realidad ya ni sé cuál es mi verdadero nombre. He tenido tantos...
-Tienen razón cuando dicen que nuestros pasaportes son los más fáciles de conseguir. Aparte en Ezeiza seguro que ven a un yanqui y se abren todos de gambas.
-Supongo que algo así debe haber, o que tengo suerte en los aeropuertos. No me costó nada ingresar y después radicarme aquí. Casi enseguida conseguí lo que podría considerarse un trabajo. Fabrico medicamentos para un laboratorio clandestino. No querrías saber quiénes son los dueños.
-No, no, te juro que no. Ahora, Gringo, todo por izquierda, vos, eh.
-Bueno, tengo un buen pasar, inmunidad y tranquilidad para dedicarme a cumplir con la misión que corresponde a este avatar.
-Está bien, ya tengo claro casi todo. Una sola cosa más, la misma pregunta que le hiciste vos al jeque ése, ¿por qué venís a contarme todo esto a mí? No me vas a decir que por las boludeces que escribí. Aparte, si buscabas a alguien discreto y confiable, “lerraste como Pavón”, como decían en Madariaga.
-¿Y cómo erró Pavón?
-Fue a mear y sacó un huevo. Pero no me contestaste.
-Verás, yo también comencé a armar ese puzzle histórico y a comprender los signos ocultos a quienes sólo conocen su actualidad. Las señales que te indicaron, desde mucho antes que nacieras a esta vida, me resultaron claras e inequívocas.
-Concedamos eso. ¿Es que ahora te parece oportuno dar a conocer este secreto milenario? Mirá que yo lo transo, eh.
-En primer lugar, mi estimado amigo, nadie te creería. Justo a ti, tejedor infatigable de fantasías. Y si así no fuere, ya no sería responsabilidad mía. Tengo pensado desaparecer muy pronto. No solamente ya sé cómo hacerlo sino que además a esta altura manejo recursos que ni podrías imaginar.
Tomé un trago y serví más. Me incorporé, ya con cierta dificultad, me dirigí al estéreo y puse Red, de King Crimson. Volví a mi silla, tomé otra vez aquel inquietante frasquito y observé nuevamente las pequeñas bolitas. Parecían rielar.
-¿Cómo se llama? Quiero decir, ¿le pusiste algún nombre?
-Ese es todo un tema. Quizás por algún resabio de academicismo, pensé en llamar a la substancia sintetizada “metempsicosina”; pero resulta presuntuoso y definitivamente cacofónico.
-Es cierto. Estaba pensando que le caería muy bien, como nombre comercial, Instant Karma, pero no creo que le guste mucho a la sucesión Lennon. Aunque sospecho que John hubiera estado de acuerdo.
-No, Gabriel, finalmente me incliné por ser respetuoso con aquellos esclarecidos pueblos indoeuropeos y lo llamé, al menos para mí mismo, sencillamente “soma”.
-Está muy bien, eso –dije, mientras extraía una bolita, la ponía en mi boca y la tragaba con la solemnidad y el recogimiento interior propios de una trascendente comunión sacramental.
-No experimento cambio alguno –dije luego. Vi a Samuel atrapar un moscardón de un veloz manotazo y luego comérselo con mucho placer.
-Eso lo aprendí cuando bosquimana –me dijo.- En un rato sabrás muchas, pero muchas cosas más acerca de ti mismo. ¿Puedes apagar un momento ese estruendo? – Justo era One more red nightmare. Cuántas vidas al pedo.
Apagué el estéreo. Tomó la guitarra criolla de encima del colchón enrollado que hace las veces de sillón, y pasó algunos acordes. Yo aproveché y pelé la Fender y el Marshallito de hebilla. Arrancó con un viejo tema de Lito Nebbia (tal vez esto último fue lo más difícil de asimilar para mí de todo lo que presencié aquella noche, hace unos días, hace miles de años). El estribillo repetía –creo:

Si algo ha cambiado, eso es nosotros,
el otro cambio, los que se fueron

En el intermedio metí un solo con moñito y todo, mientras recordaba aquella vez en que, resguardado por la espesura, asesté con mi cerbatana un dardo envenenado al cuello de un hombre pálido con vestimenta metálica. Hacia el final del tema, el gringo loco ése prácticamente se había transfigurado en Nebbia. Cantó la última parte de la letra con los mismos falsetes y aparatosos visajes:

...mientras la gente sigue parada
siempre durando,
como si el ayer los hubiera castigado.

Tras lo cual, dejó la guitarra y me dijo:
-Bueno, Gabriel, creo que debo irme ahora. Seguramente tendrás muchas cosas que recordar, y no quisiera interferir.
-¿Cuándo volveremos a vernos?
-No te apures. Una cuasieternidad bidireccional nos dará muchas oportunidades de encontrarnos. Ya verás.
Estrechó nuevamente mi mano. Me quedé viéndolo mientras bajaba las escaleras. No quise ni figurarme las cosas que atesoraría debajo de esa calva. Cerré la puerta y me arrojé sobre el colchón. Traté de imaginar una humanidad conciente del derrotero de su psique a través de la historia, gracias al uso de aquel soma. Me incorporé un poco y vi que había quedado sobre la mesa el tubito con unos cuantos comprimidos. Me puse contento, aunque lo único que experimentaba hasta allí era una curda que ni te cuento. (A propósito... qué raro. El gringo parecía totalmente sobrio, y eso que había chupado a la par mía). Bueno, ¿en qué estaba? Ah, en la humanidad posible a partir de aquel hallazgo. ¿Prohibirían el soma? ¿Lo utilizarían los grupos de poder en maneras inimaginables para cualquier persona bienintencionada? A su favor, la droga tenía un máximo rendimiento. Según el gringo, una mínima dosis producía efectos totales y permanentes. Así que tenía grandes posibilidades de volverse accesible a muchísima gente. De este modo multitudes podrían conocer su historia total y por ende las causas de su estado actual, y cómo modificarlo en un sentido evolutivo. Lo que parece suponer que la gente podría elegir entre espiritualizarse o declinar en afanosas carnalidades. Eso abriría un abismo entre unos y otros; unos se sutilizarían hasta alcanzar nuevos planos de conciencia y tal vez de existencia y otros se regodearían en la llameante miseria de la carne. Un poco como siempre fue, pero más exacerbado por el impresionante marco causal que ahora prestaría fundamentos a quienes optaran por conocer sus más lejanos ancestros. En fin, algo así como los dos ejércitos antagónicamente cromáticos que alucinó Zoroastro. O como Yavhé escupiendo de su boca a los tibios. O como el yin y el yang taoísta, qué sé yo. En todo caso, yo no estaba muy seguro de para qué lado patear, aunque ya me había mandado la bola esa. En todo caso intentaría volcarme al tantrismo. El número dos es el problema, dijo Renato. ¿O fue su tío abuelo?
Miré el frasco de pastillas y pensé que, si servían, por ahí hablaría con un químico amigo para que se fijara si se podían sintetizar sin la base de aquellas plantas; no sé, parecía difícil, pero quién sabe. Me veía ofreciendo un comprimido con cada uno de mis libros. Sería Best-Seller, seguramente. O iría en cana. O ambas cosas, de cajón.
Eso cavilaba cuando me vinieron arcadas y fue como si en mi plexo solar se hubiera abierto un vórtice. De pronto me encontré en Valladolid, hacia 1490, encendiendo la pira que inmolaría a una hermosa “morocha de aspecto árabe con ojos verdosos y figura espectacular”. Eso explicaba algunas cosas. Mientras ella ardía entre alaridos, sentí una fuerte excitación sexual. Eso seguramente explicaría otras.
Me levanté y fui tambaleando hasta mi cama. Había llegado el momento de hibernar. Se me ocurrió entonces que yo era alguien muy viejo, quizás tan viejo como la humanidad misma, e incluso más. Aunque tal vez fuera sólo que estaba demasiado viejo para tanto Jack Daniel’s.

* Dirección General Impositiva