lunes, 7 de noviembre de 2011

EL VELLOCINO DE ORO ERA LA VULVA DE MEDEA


Subí a mi viejo Dodge 1500 y salí para la casa de Derek Gardiner, un antiguo amigo que me acababa de llamar por teléfono. Cierta urgencia en su voz -aderezada con algo de dramatismo-, me arrojó a una de esas situaciones en las que, si uno no acude rápido, puede quedar preso de un karma muy pesado. ¿Por qué a mí?, era la pregunta que me formulaba, toda vez que hacía fácil veinte años que no lo veía. Siendo jóvenes habíamos trabajado juntos en algunas panartistadas, esos happenings de tardíos hippies argentinos en los ’70. Él era británico de nacimiento, pero formaba parte de esa legendaria tribu urbana de antaño. Y era además un artista plástico excepcional, tan excepcional como lo era su desidia y desinterés por cualquier cosa que tuviera que ver con carrera artística. De no haber sido por la pequeña fortuna amasada por sus padres -inmigrantes class up que se hicieron la América al tiempo que la deshacían para los americanos-, tal vez hubiera averiguado algo acerca de esa maldición bíblica sellada con la frase “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Cuando llegué a su casaquita, ubicada en un lugar entre Villa Elisa y Arturo Seguí, estaba esperándome en la puerta. Se lo veía algo macilento, y su pelo largo y barba eran ya absolutamente blancos. Tenía mi edad, pero parecía mucho más viejo (y eso que yo no soy ninguna pinturita, valga la metáfora cromática)
-Hola, Cratilo, tanto tiempo.
-La verdad, Derek. Mucho, mucho tiempo. Y encima viene Gardel y dice que veinte años no es nada…
-Sí, el mudo tenía razón. Veinte años son un parpadeo, pero…
-La cantidad de cosas que suceden, durante ese parpadeo, ¿no?
-Ni hablar. Pasá, vamos a tomar algo.
-Dale.
Pasamos a una sala rústica pero muy acogedora, con estufa hogar y techo muy alto. Sobre las paredes lucían numerosas pinturas, algunas las reconocí de los viejos tiempos, pero la mayoría eran más nuevas, y dejaban apreciar la notable evolución de Derek como artista. Fue imposible no pararme un buen tiempo delante de alguna de ellas, en contemplación admirativa.
-Loco, cada día pintás mejor.
-Pintaba, Cratilo, pintaba.
-Qué, ¿dejaste de pintar?
-Totalmente.
-Qué picardía.
-No sé; en todo caso, me importa tres carajos.
-Como siempre, bah.
-No. Menos que siempre. Antes tenía vocación, e impulso. Ahora, no tengo nada. Nada de nada. Naditas.
-Loco, eso me suena a depresión.
-Y lo es, creéme que lo es. Y tengo sobrados motivos para estar deprimido.
-Y querés hablar conmigo por eso, ¿no?
-No, no por eso. Vos sabés que no me gusta andar contagiando vibraciones bajas por el mundo. Y menos a los amigos.
-¿Y entonces por qué?
-Estuve leyendo tu blog (puta madre que lo parió. Y después uno se pone contento cuando crece el número de visitas).
-No lo digo por vos, entendeme, pero a veces, a tenor de las sorpresas que me trae, me veo tentado a hacer lo mismo que vos, no escribir más nada y a la porra.
-Ya lo sé. No es nada nuevo, eso. Pero te aseguro que lo mío es distinto.
-Sí, claro, vos sos vos y yo soy yo.
-Aparte, vos no tenés cáncer linfático.
Fue como si hubiera estallado un trueno. No supe qué decir. Finalmente balbuceé, sin el menor fundamento:
-Bueno, pero ahora hay tratamientos, rayos, qué sé yo…
-No pienso meterme a dar vueltas en un spiedo. Si tengo que morir, moriré de frente a las parcas.
-No puedo decirte nada. Creo que yo funciono igual -concedí, mientras me empinaba el buen vaso de Johnnie Walker etiqueta negra que acababa de servirme.
-Viste que whiskycito, ¿no?
-Jamón del medio.
-Y, qué menos. Los gustos hay que dárselos en vida -comentó con melancolía, atiborrando de sentido al lugar común.
-Hiciste bien en llamarme. Siempre te recuerdo con mucho cariño. Pero lo que no entiendo es qué tiene que ver todo esto con mi blog.
-Sucede que en mi vida hay una historia central, una suerte de bisagra, que necesito contar. Pero no contarla a un amigo, como voy a hacerlo a continuación. La cosa es que necesito contarla a un amigo que a su vez la pueda contar a mucha gente. Entonces, y después de encontrar tu blog y leerlo, me encontré con que mi historia no desentonaría mucho que digamos entre las tuyas.
-Bueno, pero de ahí a llegar a “mucha gente”…
-Pasa que hablé con varios escritores de primera línea, pero me rechazaron (levanté mi mirada de golpe, justo para ver en su gesto que me estaba tomando el pelo). Esto no tiene nada que ver con la notoriedad, Cratilo. Si quisiera renombre lo hubiese buscado por otro lado. Se trata de culpa, amiguito. Siento que lo tengo que contar.
-Adelante. Contá, nomás -le dije, mientras volvía a servir sendas dosis del emblemático “Juancito Caminante”.

Una noche, hace algunos años, golpearon a la puerta. Era una hermosísima muchacha rubia. Me preguntó:
¿Usted es Derek Gardiner? -y yo le respondí:
-Sí, gracias a dios.
-¿Por qué dice eso?
-Porque detestaría que una mujer tan bella como vos buscara a cualquier otra persona. Pasá, nomás.
-Había sido rápido para los mandados, Mr. Gardiner.
-Pura galantería de viejo verde. No me hagas caso. ¿Y a qué debo el honor?
-He estado modelando para algunos pintores, y si bien no estoy desconforme con la paga, debo decir que eran tipos tan mediocres como presuntuosos.
-Ahá, la mayoría lo son, viste.
-Y fue en esos ámbitos donde oí su nombre y pude ver algunos de sus trabajos. Me impactaron, realmente.
-Bueno, no sé si serán para tanto; lo que sí te puedo asegurar que presuntuoso, no soy. Tal vez un poco atrevido, en algunas circunstancias.
-¡Atrevido! ¡Qué antigüedad! -Señaló, y rió de un modo tan musical que sentí que algo se rompía dentro de mí. Y algo se debe haber roto, nomás. -Ahora se dice “zarpado”.
-Ah, bueno, claro. Un poco zarpado, a veces.
-¿Debería asustarme, entonces?
-No, en lo más mínimo. -Respondí, totalmente seguro. Tal vez si hubiese sabido, entonces… -¿Y qué te trae, por acá? No me vas a decir que es por mero fanatismo, porque no te voy a creer.
-No. Vengo por la historia.
-¿Qué historia?
-Usted está condenado a pasar a la historia. No importa, como me han dicho por ahí, que le interese tres carajos difundir su obra. Quiera o no, le guste o no le guste, usted va a pasar a la historia del arte.
-Bueno, como dijo Groucho, “¿Qué ha hecho la posteridad por mí?” De todos modos, me encantaría saber cuál es tu rol en esta epopeya. ¿Querés que nos casemos?
-¡No, jajajajá, me conformo con mucho menos!
-¡Qué lástima! Aunque… ¿con qué te conformarías?
-Con modelar para usted. Será mi imagen la que trascenderá de la mano con su talento.
-Entonces estamos en problemas, porque si te desnudás, no creo que vaya a poder concentrarme en la pintura.
-Bueno, entonces empecemos por saciar los instintos, así después me pinta tranquilo.
Nunca creí que una mujer podía ir tan directa y desenfadadamente al grano. Jugueteando, y para alimentar fantasías, comenzó a desvestirse lentamente, mientras yo bebía whisky en este sillón. No podía dar crédito a la belleza de ese cuerpo, la nobleza de sus rasgos enmarcados por cabellos rubios, ondulados y firmes. La delicadeza de sus pechos, rematados en rosados y gráciles pezones, totalmente integrados a la armonía de su joven humanidad. Qué voy a decirte, Cratilo, un ejemplar de belleza hiperbórea en su justo punto. Y entonces llegó la parte en que me descubrió la fuente de todas mis pasiones y amarguras. Su monte de Venus, coronado de espigas amarillas brillantes como la luz del sol, habría hecho empalidecer a ojos vista incluso a la diosa que le dio su nombre. Jamás en mi vida -y he visto muchas, creéme-, había visto una vulva semejante. Soy, por afición, sensible a las formas bellas y armónicas. Y te aseguro que para mí, en ese momento, era el mismísimo portal de los jardines del edén. Pero fue su dulce voz la que me sacó del arrobamiento:
-Oiga, Derek, cierre un poco la boca, ¿quiere?
Se acercó hacia mí, ya completamente desnuda. Apoyó un pie aquí, en el brazo del sillón, y entonces el panorama se volvió sublime. Pude ver las delicadas mucosas rosadas en los claros del áureo vello púbico. Acaricié tenuemente el lado interior de sus piernas exquisitamente torneadas, y fui subiendo en tanto ella se estremecía, hasta hacer contacto con su sexo. Entonces soltó un leve gemido. Jugueteé un rato con mis dedos y tuvo un orgasmo. Era rápida. A continuación acerqué mi boca y bebí directamente de la fuente. Alcanzó otro clímax, esta vez más ruidoso y expansivo. Estaba tan listo que apenas si tuve tiempo para bajarme un poco los pantalones y recibirla, a horcajadas y más que dispuesta. Conseguí sacarle tres polvos más antes de dejarme ir en el interior de aquella maravillosa vagina rubia. Mientras lo hacía, casi ahogado y alienado de placer, ella apretó mi cabeza contra sus dulces pechos. Sólo entonces advertí que aún no sabía su nombre. Se llamaba Medea. O así al menos es como vamos a decirle.

-Muy impresionante -comenté. -Pero supongo que eso no es todo, ¿verdad?
-Verdad. Esa fue sólo la primera vez. He de decirte que a partir de allí nos fuimos sofisticando y alcanzando intensidades sexuales inéditas para ambos, cosa absolutamente cierta en lo que a mí respecta.
-Puedo inferir, por la duda implícita en lo que acabás de decir, que está por aparecer el estigma de la infidelidad…
-No sé si tanto, o mejor dicho, no sé si puede considerarse infidelidad, por cuanto jamás nos prometimos cosa alguna. Y tampoco sé, a ciencia cierta, si tuvo relaciones sexuales con otro. Pero me estoy anticipando…
-Dale, disculpá, no interrumpo más.
-Y nuestra rutina no era muy usual, al menos eso creo. Jamás modeló. Yo simplemente me sentaba en este sillón, ajustaba las condiciones de luz y miraba, obsesivamente, esa deslumbrante entrepierna. A veces durante horas. Y luego, indefectiblemente, sobrevenía el frenesí.
-¿Tan impresionante era? ¿Tanto como para provocarte semejante obsesión?
-¿La querés ver?
-Qué, ¿está acá?
-Bueno, ella no. Su imagen, digo.
-Dale. Siempre me gustó ver pinturas tuyas. ¿Pero no dijiste que nunca modeló?
-¿Y te parece que después de tantas horas de contemplación no iba a ser capaz de pintarla de memoria?
-Claro, qué se yo de técnicas pictóricas.
-Seguime -dijo, yendo para adentro luego de manotear y abrir otra botella. La primera ya la habíamos hecho mierda. Entramos en una habitación, encendió unas luces bastante fuertes y puntillosamente dirigidas y pude ver, como en una especie de alucinación, innumerables óleos de una fascinante vagina rubia en diferentes ángulos y posiciones. Debo haber quedado tan boquiabierto como el pobre Derek la primera vez que la vio.
-Ésta es la serie que he dado en llamar “El vellocino de oro”. Desde que la perdí, no puedo pintar otra cosa.
-Eso explica lo de “Medea”, ¿no?
-Estuve un poco lineal, sí. Ponele el nombre que quieras.
-Medea me encanta.



-O.K., como te parezca. Pero ahora viene la parte aciaga. Cada vez que venía, se quedaba a dormir. Y resulta que, con el tiempo, advertí que nunca venía los viernes. Aunque nunca hablamos de ello, yo aprovechaba esos días para salir un poco y distraerme, comer algo por ahí, ir al cine… Un día salía de ver September, de Woody Allen, cuando la ví. Venía caminando con un individuo bastante desagradable. Mirá que no soy prejuicioso, pero el tipo ése tenía todo el aspecto de un mafioso. Y vestía como tal, también.
-¿Y cómo viste, un mafioso?
-No sé, pensá el estereotipo que quieras. No viene al caso. La cuestión es que los seguí, hasta que entraron en un puterío fashion de ahí del centro.
-¿Era puta?
-No sé, por lo menos era stripper. Y todos sabemos que de una especialidad a la otra…
-Hay un tranco de pollo.
-Exacto. Pero lo que me volvió loco fue su show, que pude ver desde las sombras, ya que los spots estaban dirigidos a ella, obvio. Simplemente se sentaba en un taburete y abría las piernas. Y los sucios pajeros que frecuentaban ese antro se volvían locos mirando aquella maravilla blonda. Eso configuraba para mí la mayor infidelidad.
-Puedo imaginarlo. Más, en esta habitación.
-Tenés razón. Volvamos al living.
A esas alturas ya estábamos zampándonos el whisky a puro morro, pasándonos la botella una y otra vez. (Lo bueno era que con el piquito vertedor nos ahorrábamos el intercambio de salivas -y sus dudosas faunas bacterianas y virales-, dado que teníamos que verter el chorrito en nuestras sedientas fauces.)
-La vida me resultó insoportable hasta el sábado a la tardecita, que volvió. Era tal la presión que me había impuesto a mí mismo con todo aquel asunto que ni bien entró, la increpé ácidamente por no haberme dicho nada acerca de sus números eróticos. ¡¿Me seguiste?! -Preguntó, entre sorprendida y furiosa. ¡Viejo hijo de puta, ¿qué te creés, que sos mi viejo?! ¡Andá a la puta que te parió! Y Cuando iba a irse, la tomé de un brazo, la zamarreé y sólo conseguí una mirada de profundo desprecio. Entonces vi todo rojo. La tomé del cuello y apreté hasta sentir un crujido. El susto me había vuelto en mí, aunque era tarde. La solté y se derrumbó, laxa, definitivamente muerta.
-¿La mataste?
-No quise hacerlo, al menos concientemente. Pero sí, la maté.
-¿Y no tuviste drama con la ley?
-Hasta el día de hoy, nunca vino nadie, ni nadie me dijo nada. La mutilé y la enterré acá en el fondo.
-¿La mutilaste?
-No mucho. Pero ya te conté de mi obsesión. Solamente tomé el vellocino de oro.
-Derek, todo bien, pero no te puedo creer.
-Ah, ¿no? Mirá.
Se dirigió hasta un estante y me alcanzó una cajita de oro finamente labrada. La abrí, y sobre el terciopelo rojo pude ver algo así como unas lonjas de piel disecada, rematadas por un penacho que aún conservaba su tinte dorado. Tuve un reflejo de náuseas, que ahogué en varios tragos de escocés.
-Macabro, ¿no?
-Vaya si lo es.
-¿Ves por qué te llamé a vos?
-¿Porque soy otro enfermo mental?
-¡Pues claro!
-¿Y por qué querés contar todo esto?
-Ya te lo dije. Siento culpa, y no tengo ninguna religión o espiritualidad que pueda consolarme, o darme esperanzas. Tal vez la confesión, indirecta y quizá no del todo sincera, pueda redimirme de cualquier cosa que haya que redimir.
-No sé, loco, son cosas muy privadas… aparte, puede ser que tu problema de salud te lleve a ver todo más dramáticamente.
-Creeme que para mí el drama es y ha sido la vida, y no la muerte.
-A veces siento lo mismo, pero como dice un poeta amigo, “el deprimido ve en gris”.
-Creo que no me vendría mal un poco de gris, después de fatigar tantos prismas. Voy a pedirte, en todo caso, que publiques mi historia después que haya muerto. Odiaría tener que pasar mis últimos días en la cárcel de Olmos.
-Como quieras. Sabés qué, me tengo que ir -mentí. Era que ya no podía seguir respirando esa atmósfera. Tan miasmática que me pareció intuir por qué se le había despertado la enfermedad.
-Claro que sí, atendé, nomás.
-Sabés que aunque no nos hayamos visto más, yo…
-Ahorrémonos eso, ¿querés?
-Tal cual. Pero no dudes en llamarme si necesitás algo.
-Ya ves que necesité algo y te llamé, ¿no?
-Está bien, seguí así.

Ahora, mientras escribo esto, tengo frente a mi vista la cajita de oro labrada, que contiene uno de los fetiches más poderosos que han pasado por mis manos. Derek se suicidó al otro día de nuestro encuentro, y sólo al cabo de largo tiempo estoy cumpliendo con su pedido. Creo que al fin he logrado exorcizarlo, así que voy a tirar a la basura el vellocino de oro y vender la cajita. A continuación, compraré con ese dinero todas las botellas de Johnnie Walker que pueda y las beberé a la memoria de mi amigo, el talentoso artista plástico Derek Gardiner. Él lo merecía, más allá de las tormentas románticas que dieron lugar primero a un romance épico y más luego a un crimen absurdo, ambos dignos de la intensidad de ese fuego que finalmente acabó por consumirlo.