lunes, 21 de noviembre de 2011

UN SÚCUBO EN LA CIUDAD DE LAS MUJERES


Ilustraciones de Olga Levchenko

Por fin el sol estaba aflojando, así que levanté mis huesos de una arboleda a la vera de la carretera BR 116 con la esperanza de que algún buen samaritano me diera un aventón. Hacía varios días que me había quedado sin un peso, y dependía de la caridad ajena para subsistir y beberme de vez en cuando una cachaça. A poco andar se detuvo una camioneta, y subí.
-¿Adónde vas? -Me preguntó el conductor, en portugués (debo ajustarme a un idioma por razones de simple practicidad). Iba solo, y se trataba de un mulato flaco de unos 30 ó 35 años.
-A Buenos Aires -respondí.
-Ah, te falta bastante.
-Ni hablar. Encima no tengo un peso.
-Yo voy hasta acá nomás, a Laguna.
-Uh, qué bajón.
-¿Por qué no te quedás unos días en Laguna?
-Porque si no llego pronto a Argentina voy a morir de hambre.
-Bueno, pero si ya estás en el fondo de la bolsa, ¿por qué no intentás hacer unos pesos acá y después viajás tranquilo?
-¿Vos conocés alguna manera en la que pueda hacerme de unos mangos?
-Y, qué sé yo… primero, un dato: en Laguna, según el último censo, hay como 10 mujeres por cada hombre.
-Ahá. ¿Y?
-Y, que encima un forastero… si no ganás… -me miró. -Aparte sos bastante apuesto, según se ve. Un buen baño, una afeitada, y seguro que alguna te va a dar techo y comida.
-Suena mejor que cagarme de hambre, sed y calor por la ruta.
-Bueno, decidite porque ya estamos llegando a la entrada.
-Me convenciste.
El loco aquél (Josué, se llamaba), tomó una botella de Velho Barreiro de debajo del asiento, la abrió, le dio un buen trago y me la pasó, al tiempo que me decía:
-No te invito a quedarte en casa porque mi mujer nos echa a los dos.
-Está bien, agradecido igual.
-Pero hay una alemana que hospeda gente. Nada formal, es una casa común que no la blanquea como albergue para no pagar tasas. Me dijo que andaba buscando a alguien para que le dé una mano con el trabajo.
-¿Y qué tipo de trabajo?
-No sé, arreglar las cosas de la casa, darle una mano con la limpieza, qué sé yo. ¿te das maña para esas cosas?
-¿Para arreglar cosas de la casa? Ni idea, cara
-Bueno, vos decile que sí y después ves.
-Es la historia de mi vida.
Me dejó en el centro. Antes de irse me dejó un puñado de reales, como para dos cachaçinhas, más o menos, y el domicilio de la alemana que al parecer estaba buscando ayudante. Tomé las dos cachaças, servidas bien legal por cuanto le lloré miserias (verdaderas) al garçon y salí a dar un paseo, bastante tocado en virtud de que el aguardiente había caído sobre un estómago que no recibía sólidos desde hacía más de 24 horas, y encima lo último que había engullido había sido medio sándwich, que había manoteado de paso en una mesa de turistas que acababan de levantarse. La necesidad no sabe de remilgos ni vergüenzas.
Caminé hacia la costa, y me maravillé con las edificaciones de estilo colonial (creo, soy bastante ignorante al respecto) y tono multicolor, comunes en latitudes más septentrionales. Pero allí estaban, para mi regocijo, atravesadas por calzadas de adoquines seguramente muy antiguas. La noche era apacible, pero la mochila me pesaba por la falta de alimento que las tripas no dejaban de recordarme con sus crujidos. Así que decidí rumbear para la casa de la alemana, relojeando por si algo comestible se me cruzaba por el camino; atento, al fin, como un cazador-recolector urbano eventualmente descuidista. Ya era tarde para subir morros en busca de mangos o lo que fuese. A esa hora, y en mi estado, sólo podía aspirar a recibir arañazos, o picaduras.
Finalmente golpeé un aldabón en las afueras, cerca del Bairro Oliveira. Ladró un perro, con broncas resonancias que hacían adivinar una caja torácica importante. La casa parecía bastante pequeña para albergue, pero quién sabe hasta entrar. Finalmente se oyó un pestillo y la puerta se abrió, dejándome ver a una mujer rubia, muy menuda, de cabellos muy cortos que formaban una especie de mechitas. Lucía demacrada, y la cubría algo así como una solera gris plomo. Estaba descalza.
-Buenas noches, yo…
-Ya sé. Te mandó Josué.
-No, no me mandó, me informó que…
-Ya, ya, pasá. Ya sé todo.
-¿Josué te contó?
-Algo así, sí. Pero igual lo habría supuesto. Cuanto tirado anda por ahí, él me lo trae. Te dijo que esto es un albergue, y tal vez sea así, pero de un modo distinto. Doy albergue, pero a cambio de nada. O de alguna pequeña ayuda, lo que finalmente es una cuestión de justicia, ¿no?
-No quiero abusar.
-No hay para tanto. Acá todo se comparte.
-No tengo nada que compartir.
-Sí que tenés. Tenés una vida, tenés tu tiempo, tus historias, tu sabiduría… antes que digas nada te aclaro que todos tenemos sabiduría, aunque algunos lo disimulen mejor que otros. Sabiduría de esta vida, de las anteriores…
-¿Son espiritistas, evangelistas, o algo de eso, ustedes? -Pregunté, sin poder disimular mi gesto de oler mierda.
-No, somos algo diferente. Pero mirá, primero sentate a comer algo y después te enojás, o te asustás, o las dos cosas.
-¿Tendría que asustarme?
-¿De mí o de vos?
Fue hasta la cocina y volvió con un buen plato de feijâo y arroz, y una garrafa de Nova Schin. Comí con avidez, como podrán suponer, y bebí toda la garrafa, como descontarán. Mientras tanto, la flaca aquella me miraba, como quien mira a través de la materia y escudriña áreas sutiles. Cuando hube terminado, preparó un par de caipirinhas que estaban de la hostia. Yo estaba algo desconcertado por tanta hospitalidad espontánea, sin circunstancia previa alguna que la justificase. Como si hubiera estado leyéndome la mente, me dijo: -Hay gente que ayuda a los demás porque lo considera un servicio, en el entendimiento que arrojar pesas en un plato de la balanza ayudará a inclinar el propio hacia la bonanza cuando sea necesario.
-Tao, confucianismo, esa historia, ¿no?
-Esa y tantas otras, desde Hermes/Toth a la fecha. Pero me parece que no es momento para hablar de eso, ¿no?
(¿Sería una insinuación? En todo caso, con el estómago lleno y una buena dosis de cachaça, la flaca germana ya parecía un plan bastante potable para la sobremesa.)
-Ni lo sueñes -dijo, otra vez dando respuesta a mis pensamientos, cosa que, curiosamente, me fastidiaba más de lo que me sorprendía. -Nada de sexo entre nosotros. Tal vez alguna vez, en el futuro, pero de una manera que aún desconocés, y que desde luego, jamás podrás olvidar.
-Sos muy rara, ¿sabés?
-Siquiera pudieses imaginarte cuánto. -Se incorporó, abrió la puerta que daba al fondo y dejó entrar a una especie de mastín de aspecto feroz. Se acercó, me olisqueó con su hocico bordeado de gruesos colgajos, me escudriñó en forma análoga a la que lo había hecho su dueña y fue a echarse a una especie de manta.
-Es Garm -me informó. Es muy dócil, por lo menos hasta que a alguien se le ocurra agredirme. El baño es ahí a la derecha. Podés dormir en el sofá.
Se retiró, supongo que a su dormitorio. Dejó la cachaça sobre la mesa. No daba para preparar más caipirinha (el procedimiento era muy ruidoso), así que cacé la botella y caí, exhausto, sobre el sofá. Mientras bebía sorbo a sorbo, pensé Qué loco es todo esto, Luego especulé sobre lo que podría haber estado padeciendo en la ruta, y me consideré afortunado. Con la sonrisa consecuente aún jugueteando en mis labios, me quedé dormido en cuestión de segundos.

2
Al otro día, me levanté temprano y seguí las indicaciones de la alemana para efectuar compras que incluían víveres, bebidas y materiales necesarios para refaccionar la cerca perimetral de los terrenos al fondo de la casa. Trabajé hasta bien pasado el mediodía y fui recompensado con un sabroso ensopado de galinha y cerveza. Casi no hablamos; nos referimos solamente a temas relacionados con mi tarea. Volví a poner manos a la obra, y a eso de las cinco de la tarde la concluí. Quedó bastante prolija, a pesar de mis escasas virtudes. La alemana aprobó la obra y me dijo:
-Podés ir por ahí a corretear chicas. Por acá son lo que sobra.
Y me puso en la mano unos cuantos reales.
Al cabo de un rato ya estaba sentado en un bar, bebiendo unas pingas, cuando una mulata muy bonita y descarada, que difícilmente pasara de los veinte años, se sentó frente a mí y me preguntó si le invitaba un trago.
-Te invitaría con todo gusto, pasa que no sé si el dinero que tengo alcanzará para pagar lo que ya consumí.
-No importa, no es problema. Entonces invito yo -hizo señas al garçon para que trajera una botella de Pirassununga 51 y dos vasitos.
-Soy María -se presentó.
-Encantado, María. Yo soy Cratilo.
-¿No me digas? Un sobrino mío se llama Tales.
-Qué casualidad. Así que entonces no soy el primer filósofo presocrático que has conocido… -rió con musicales carcajadas, denotando que, aunque más no fuese en modo burdo, podía asimilar los términos de mi magra ocurrencia. Pero no me interesaba indagar los cómos, porqués y alcances de su bagaje filosófico. En principio estaba interesado en descubrir atractivos mucho más físicos, palpables. Los que se dejaban entrever tras su indumentaria semitransparente.
-¿Te diste cuenta cómo te miran las meninas?
-Es sólo curiosidad. La novedad del forastero.
-No lo dudo. Pero la curiosidad invita a investigar, y todos sabemos adónde terminan esas investigaciones.
-¿Vos te sentaste acá por curiosidad?
-Sí. Y no voy a ocultarte que también me agradaría mucho hacer algunas investigaciones. En casa tengo cachaça, limâo y hielo. Vamos a tomar unas caipiras antes de que estas chirusas te arrebaten.
Mientras caminábamos por los suburbios encendió un porro y lo fuimos fumando. Laguna me estaba tratando de lo más bien. Llegamos por fin a una casa muy humilde, de piso de tierra apisonada. Pedí permiso para ir al baño, y hallé que el mismo consistía en un retrete, un lavabo y un pequeño botiquín con espejo. Me eché una meada memorable. Luego entró ella, mientras me indicaba que me pusiera cómodo. En tanto ella hacía lo suyo, yo me quité la remera y me senté a la mesa. Al cabo de unos instantes volvió envuelta en una tela multicolor, anudada de modo que ajustaba firmemente sus contornos, hipnotizantes; y también dejaba percibir los sugerentes pliegues de una diminuta bikini.
-Cratilo, ¿ah? -Dijo, mientras se agachaba (uf, qué posaderas) a buscar los limoncitos de una cesta.
-Ahá.
-Es que tú tampoco crees en las palabras, ¿no es así?
-Si eso fuera todo…
-Ah, no crees en nada…
-Creo en esto -le respondí, mientras agarraba con firmeza su glúteo izquierdo. Ella me arrojó un cachetazo a la mano.
-¡Va se foder, cara, você tá muito maluco!
-Desculpe, acontece que você… ¡é muito agradável!
Se volvió, con una sonrisa luminosa:
-¿Vocé acha?
-Oh, acho muito assim, verdade.
(Primer round para Cratilo)
Llegó la hora de batir la mezcla; y cuando comenzó a sacudir la coctelera, las firmes carnes de su culo comenzaron a temblar y yo comencé a temblar y de repente parecía que estaba en un sismo cuyas grietas (vaya analogía) me tragarían hacia el centro del infierno destinado a los lujuriosos. Hasta taquicardia, me dio. Tanto que cuando me alcanzó la copa me la bebí casi de un trago.
-Tenías sed.
-No sé si tanta. En realidad estaba tratando de evitar infartarme.
-Sos loco, sí. Pero sabés hacer sentir bien a una mujer.
Se quitó el trapo que la cubría, para dejar ver sus virtudes que no eran pocas. La tersura de su piel morena, sus largos rizos descansando sobre musculosos hombros, la exactitud clásica de las formas de su vientre y piernas, en fin… visiones de lo sublime, para quienes no creemos en nada.
A través de su lencería blanca se podía ver una fronda oscura, que ocultaba la delicia de sus labios carmesí. Se la fue quitando lentamente, ante mis afiebrados ojos, y luego, sin más tiempo que para bajarme un poco el pantalón corto, vino y se subió a horcajadas sobre mí. Inmediatamente, y luego de la dulce penetración, no pude contenerme (hay que ver que finalmente estaba bien alimentado y bastante descansado, y encima con semejante previa visual… ). Pero no hubo gran problema, porque al advertir mi orgasmo, María hizo lo propio ruidosamente y con verdaderas ganas. Mientras le besaba los pechos, me dijo:
-Vino rápido, parece, ¿no?
-Te dije que me gustabas mucho.
-Sos un adulador -observó mientras, apoyándose sobre un pie, se desmontaba, se sentaba frente a mí y bebía su caipirinha. -¿Adónde estás parando?
-En lo de una alemana… -en ese momento caí en la cuenta de que no sabía su nombre, del mismo modo que no recordaba haberle dicho el mío. Pero ni tuve tiempo de asombrarme. En cambio fue María, la que, abriendo desmesuradamente los ojos me preguntó:
-¿La Walburga?
-No sé, cómo se llama, es una rubia de pelo cortito que vive por ahí por el Bairro Oliveira.
-¡La Walburga, sí, la Walburga! ¡Es bruja, ésa! -Exclamó, mientras corría al baño. La seguí. -¡¿Cómo no me dijiste antes, estúpido?! ¿O sos brujo vos también? -me preguntaba y reprochaba a la vez, mientras se ponía en cuclillas y se arrojaba agua frenéticamente en la vagina, como queriendo quitarse algo así como un estigma.
-No soy brujo…
-No, sos un idiota. ¡Andate de acá, y no se te ocurra decirle que me miraste, siquiera!
-Pero…
-¡ANDATE DE ACÁÁÁÁ!
Me fui.

3
Entré en la casa. Había una mesa de café redonda en el medio de la sala, cubierta por un mantel negro y sobre la cual ardían numerosas velas de colores. La rubia, con sus ojos de hielo maquillados que ni Marilyn Manson, estaba sentada a lo indio. Hasta entonces no me había alarmado. Ahora no podía decir lo mismo.
-Soy Hannah -dijo-, pero los palurdos de acá me dice Walburga. Mas creo que eso ya lo sabés…
-Ahá.
-¿Qué tal el sexo?
-No muy bien. Estaba esperando la segunda vuelta cuando se me ocurrió mencionar que estaba parando acá -A medida que daba voz a esta frase, pude advertir el esfuerzo que realizaba para contener la risa, que descargó sonoramente cuando hube terminado. -¿Y qué onda? ¿Cuál es tu plan? -Le pregunté, algo fastidiado.
-Mi plan es ayudarte. Y dicho sea de paso, no veo que guardes los modos indicados para con alguien que te abrió la puerta de su casa, te alimentó y te dio dónde descansar tus desagradecidos huesos.
-Tenés razón -concedí, algo abochornado.
-Voy a hacerte otro favor. Voy a darte algunos consejos. Andá y agarrá la botella de cachaça, que con el biberón en el pico te quedás más tranquilo. Y de pasada mirá la luna. Hoy hay luna llena. -Tomé la botella y miré a través de la ventana. Pude ver una luna imponente. -Volviste tan absorto de la casa de María que ni siquiera la viste.
-¿Cómo es que sabés todo eso?
-Soy vidente.
-O sos una neurótica que sigue a los incautos, los espía y después se aprovecha de ellos.
-¿Quién es el aprovechado, aquí?
-No me sigas corriendo con eso. Aparte hoy trabajé.
-Bueno, ¿querés o no querés oír lo que tengo para decirte?
-Te escucho.
-La luna me dice que tu gran problema es que creés en la gente.
-No, yo no creo en…
-Ya, ya, esas patrañas guárdalas para las paisanitas cachondas. Acá no importa lo que digas, ni siquiera lo que pienses. Acá sólo importa lo que dice la luna. Y la luna me dice que te diga que cada persona en la que confiás tiene en su mano un cuchillo que tarde o temprano te clavará.
-Lo sé.
-Si lo supieras, no confiarías en nadie.
-No confío en nadie.
-No entendés. A partir de hoy no hay mas madre, padre, hermanos, hijos, amigos, novia o lo que sea. Si dejás un cuchillo, uno sólo, estarás dejando en libertad de acción a las fuerzas que desencadenarán tu muerte. No es joda.
-Lo tendré en cuenta.
-Eso harás, si sos estúpido. No es cuestión de tenerlo en cuenta, sino de acatarlo de una vez, firmemente y para siempre.
-No soy de esperar algo de los demás.
-Estoy hablando de filosos cuchillos, y no de estúpidos análisis contables de cuestiones físicas o anímicas.
-¿Y por qué debería confiar en vos, entonces?
-¿Acaso me tomaste tanto afecto?
-Tengo el punto. Gracias. Y decime una cosa, ¿por qué la mujer esa entró en pánico cuando se dio cuenta que eras mi anfitriona?
-Son palurdos que le tienen miedo a lo que no conocen. Por eso. Muchos le temen incluso a la propia religión de sus ancestros. Están aniquilados espiritualmente.

Entonces, aquella noche de luna llena, los acontecimientos se precipitaron. Me eché a dormir en el sofá, y advertí que Garm, el perrazo, no estaba por allí. Mejor. Cavilé acerca de lo que la bruja me había dicho, y me quedé dormido. O en eso estaba cuando sentí que una especie de electricidad me corría por todo el cuerpo. Iba ganando intensidad, y no me podía mover. Una parálisis completa, cuyo dramatismo se veía agravado por la energía que me zumbaba en todo el cuerpo, en especial en los oídos. Me desesperé. Entonces alguien ingresó desde la habitación de Hannah. Al trasluz me pareció que era ella, pero la figura era inmensamente más voluptuosa. Ésa era la parte buena, porque al menos era mujer; digo, teniendo en cuenta mi situación de indefensión. Se acercó al sofá, bajó un poco mis pantaloncillos y comenzó a masturbarme. La extraña energía que me imbuía se focalizó en mi miembro, que reaccionó de inmediato y de modo contundente. Luego lo introdujo en su boca y jugueteó un poco, ronroneando como gata mimosa. Al margen de lo truculento de la situación, alcancé niveles de excitación inéditos. Al parecer al tanto del inminente desenlace, se introdujo mi pene y acabamos juntos, ella gritando de placer, y yo que hubiese hecho lo propio si hubiera podido. No recuerdo un orgasmo siquiera cercano en intensidad a aquél. Pareció querer sorber con su vagina hasta la última gota de mis fluidos, se incorporó y corrió de nuevo a su habitación. Por el rabillo de mi ojo derecho me pareció que se movía en carrera del modo que lo hacían los reptiles bípedos del Jurásico.
Recuperé el ritmo respiratorio al tiempo que la electricidad iba menguando y recuperaba mis funciones motoras. Me levanté los pantaloncillos, me puse una remera y las zapatillas e ingresé en la habitación. En la penumbra, le pregunté: ¿Qué mierda está pasando, acá? La luz se encendió, y para terminar de desconcertarme, Josué (el que me había aventado hasta allí, ¿recuerdan?) se volvió, sin levantarse de la cama (en la que estaba solo) y me preguntó a su vez: ¿Qué te pasa? ¿Tomaste algo raro? y yo, casi superado por la situación, volví a inquirir: ¿Dónde esta Hannah, o Walburga, o como carajo se llame? Sacudió la cabeza, entre fastidiado y somnoliento, y dijo como para sí: Otro más… esa tal Walburga no existe. No debés andar por ahí dándole crédito a locuras. Caso contrario, se acabó la hospitalidad y te vas de mi casa. Iba a seguir discutiendo, pero era obvio que no tenía caso. Así que salí de la habitación, tomé mi mochila y me fui de allí. Caminé hacia el centro bajo la rielante luz de la luna llena. Lleno de interrogantes y de temores, pasé los dedos por mi glande y los olí. Tenían resabios de flujos femeninos. Por suerte. Había sido todo tan confuso que no podía asegurar a ciencia cierta qué era lo que me había cogido. La alemana, en su versión nocturna, era una hembra prodigiosa y pródiga en encantos. Y las sensaciones que me había provocado no tenían parangón con ninguna otra experiencia anterior.
Cuando iba llegando a la calle principal, oí algunos gritos e imprecaciones. Llegué a la esquina y a unos veinte metros un grupo de personas se había agolpado en torno a alguien que estaba en el suelo. Una mujer mayor lloraba a gritos, otra se cubría la boca con las dos manos. Vino en mi dirección un viejo flaco, él con la palma de las manos sobre su mandíbula inferior, lo que lo hacía una especie de remedo viviente de “El grito” de Munch. Me dijo:
-Debe haber sido un jaguar que bajó de los morros. Váyase, joven, no mire eso.
Pero la curiosidad morbosa y un oscuro presentimiento me llevaron a acercarme. Ojalá no lo hubiese hecho. Contra la pared de un negocio, yacía el cuerpo de María sin vida. No había sido un jaguar, su hermoso cuerpo no había sufrido arañazo ni desgarro alguno. Pero tenía el cuello destrozado. Inmediatamente pensé en la ausencia de Garm en la casa maldita. Tuve la certeza de que había sido él. Se me revolvieron las tripas. Creo que hasta solté algunas lágrimas. Finalmente, emprendí el camino hacia la ruta BR 116.
Cinco azarosos días después estaba en casa. Pedí fiado unos bifes al carniza del barrio y comí carne argentina luego de largo tiempo. Mmmh. Y por suerte había quedado casi media damajuana de tinto. Todas las vivencias de Laguna parecían ya lejanas, craso error de perspectiva. De modo que me tiré a dormir. Entre sueños oí el teléfono. Era Natalia, una mina con la que estaba viéndome antes del viaje. Me dijo de todo por no haberla llamado, y de nada sirvió que le explicara que acababa de llegar. Quedó en pasar en un rato, así que volví a la cama. Cuando me estaba durmiendo, otra vez la parálisis y la electricidad. Esta vez me asusté menos, y pude ver el rostro de Hannah/Walburga prestándole la nobleza de sus facciones a un cuerpo escultural. Acercó su hermoso sexo a mi cara y lo restregó sobre ella. Fue suficiente para provocarme una erección férrea, de la cual dio buena cuenta, llegando ambos a un clímax incluso más intenso que el de noches antes, y esto es decir demasiado. Nuevamente, antes de que recuperara mi movilidad, salió corriendo cual saurio mesozoico por la puerta-ventana del balcón. Ni me dio por mirar. Sabía que no estaría allí.
Luego del desentumecimiento, y en bolas como estaba, fui al comedor y me serví un vino. Los polvos con aquella bruja, imaginería o lo que fuera, eran aniquilantes, supongo que eran lo máximo que podía alcanzarse en este sentido. Tendía que pensar en una excusa para darle a Natalia, ya que estaba exhausto otra vez y el sólo pensar en tener sexo  me provocaba una profunda sensación de hastío. Miré el reloj: habían pasado más de cinco horas desde su llamada. Era raro, tal vez se había enojado y no vendría. Mejor.
Volvió a sonar el teléfono. Pensé que era ella, pero no. Era mi amigo Renato.
-Hola, Cratilo, ¿ya llegaste?
-No, todavía estoy allá, boludo. Claro que llegué. Si no quién te iba a atender, ¿Mandrake?
-Bueno, dejate de joditas que tengo malas noticias.
-¿Qué pasó?
-Natalia boludo. ¿Estás sentado?
-Dale, hablá.
-La atacó un perrazo cuando salía de su casa.
-¿Que le hizo?
-Le destrozó el cuello. La mató. Kaputt.
-…
-Lo siento mucho, che.
-Está bien. Gracias.
A partir de ese momento ni siquiera intenté entablar relación con mujer alguna. Mi poronga parecía haber devenido en el caballo de Atila. Y ya no quedan cuchillos capaces de dañarme, como dijo mi hermosa pitonisa lunar. Ella me cuida, me gratifica sexualmente cada vez que estoy en onda y, a partir de mi fidelidad, hasta me permite moverme. Y, sobre todo no me revienta las pelotas, como solían hacerlo las tan insulsas como pretenciosas hembras humanas.