viernes, 24 de agosto de 2012

AMOR Y MUERTE EN BAHÍA


Llegué a la Isla de Boipeba, en la Bahía de Todos los Santos, a través del ahora llamado Río do Inferno. Pero si bien Boipeba -así se llamaba también el conglomerado humano más grande- era pequeño, mis ansias de naturaleza dirigieron mis pasos hacia poblados más pequeños aún, algunos que ni siquiera tienen nombre, adoptando el de aldeas vecinas. En cada arroyo que desciende de los morros, hay un asentamiento de pescadores que busca la abundante fauna marina allí donde se juntan las aguas saladas con las dulces. Fue en las cercanías de uno de ellos que transcurrirán los extraños hechos que paso a dar cuenta. Su nombre no importa; ello aparte que odiaría quitarle audiencia al viejo Genival.
Una noche, después de beber unas cuantas cachaças con un grupo de pescadores que se reunían en una tienda en la playa, compré una botella de Velho Barreiro y me fui a meditar -o a terminar de emborracharme, lo que ocurriese primero- cerca de un manglar. Era una clara y fresca noche de luna llena. Tomé unos cuantos tragos y encendí un porro. Comenzaba a fumarlo tranquilo, despaciosamente, cuando vi venir una figura humana, con un par de algo así como tiras colgando de su brazo derecho. Cuando se acercó vi que se trataba de un mulato de cabello mota totalmente blanco, bajo y atlético para su edad. Vestía una camisa oscura, bermudas y ojotas. Las tiras no eran otra cosa que un par de morenas recién atrapadas.
-¿Maconha?
-Sim -respondí, mientras le pasaba el cigarro. Chupó con fruición, entre expresiones de deleite. Me lo devolvió y le estiré la botella. -Y esto es cachaça. -Procedió a beber con idénticas muestras de regocijo.
-Yo soy Genival, para servirle.
-Encantado. Yo soy Cratilo.
-Cratilo, hem.
-¿Ésas son morenas?
-Mal bicho -asintió, mostrándome primero los finos colmillos y luego una fea herida en su pulgar izquierdo. -Si quiere las asamos y las comemos acá nomás.
-No, gracias, amigo, ya comí. Métale usted, si gusta.
-No como, generalmente -dijo, mientras las colgaba de una rama a mis espaldas.
-Ah -dije, cayendo en la cuenta de que no importa la densidad demográfica; allá adonde haya un loco, allí estaré yo con mi faro encendido. Mas el Genival ése era loco pero no boludo. A esas alturas yo ya estaba convencido de que venía por mi caçhaca.
-¿Sabe, Cratilo? Me gustaría hablar un poco con usted. Y no es que me quiera beber su aguardiente, sucede que creo que necesita hablar -aclaró, como si hubiese leído mi mente; ello, respecto del aguardiente. No estaba seguro siquiera de querer hablar, mucho menos de necesitarlo.
-¿De qué quiere hablar?
-Me gustaría oír su historia, saber qué lo trae a estas solitarias playas, en fin…
-¿Qué me trae? Gamboa, acá al norte, en la isla de Tinharé, es mi lugar en el mundo. Cada vez que necesito curarme de cualquier dolencia física o espiritual, vengo. Y me curo, claro. 
-Sí, esta tierra es prodigiosa. ¿Y ha venido a curarse de alguna dolencia, pues?
-Siempre hay dolencias que curar.
-Dígamelo a mí… pero el problema es cuando no se curan.
-¿Quiere hablar usted? -Le ofrecí, suponiendo que era él quien lo necesitaba.
-No, mire, yo soy bastante más viejo, y la cosa para mí funciona de modo que usted me cuenta y yo después, no por sabio sino por mi larga experiencia, trato humildemente de ayudarlo en lo que pueda.
Me gustó la propuesta. Ello, aparte, me permitía desarrollar una suerte de psicoanálisis con un terapeuta que compensaba la falta de formación teórica con la aspereza de su modo de vida. Menos anteojitos y pipa y más pelarse el ojete para sobrevivir. Óptimo.
-¿Le hablo de mi papá y de mi mamá? -Pregunté insidiosamente, y de paso para abrir el juego.
-Lo que guste.
-Mi viejo era el tipo más responsable del mundo. Y ello, como todo exceso, acabó con su vida. Mi vieja era todo lo contrario, y yo en medio: obviamente, di prioridad a la impronta materna. No pensaba morir en peleas ajenas.
-No, claro. Pero la responsabilidad está en sus genes.
-Para eso tengo esto -respondí, mientras bebía un generoso trago de cachaça. -Ante cualquier arrebato de responsabilidad me embriago y listo.
-Buena medicina, eh.
-¿Quiere?
-No, gracias. Continúe, por favor -indicó con aires de terapeuta. Solo entonces advertí que, no obstante el chiste, terminé efectivamente hablando de mis viejos. Me cago en Freud.
-No tiene caso.
-Bueno, usted sabrá entonces por qué lo sigue esa sombra.
-¿Qué sombra?
-La sombra de la muerte. Camina a su alrededor. ¿Le teme usted a la muerte?
-He estado demasiadas veces del lado equivocado del caño como para temerle, a estas alturas. Desde muy joven estuve con el culo en el gancho, por circunstancias político-sociales o meramente por actividades consideradas ilícitas por quienes detentaban el poder. Eso sin hablar de las veces que le pasé cerca por intoxicaciones varias. No, no le temo. Que camine todo lo que quiera alrededor mío, pero que no se interponga. Sé que finalmente perderé, pero va a tener que pelear bastante para llevarme. Y dígame, ya que estamos:¿acaso usted es la muerte? ¿O acaso está muerto?
-¿Acaso lo parezco? Ya sé, no me conteste. Demasiados “acasos”, por ahora -respondió enigmáticamente, y se rió. Luego siguió con esa suerte de interrogatorio: -¿Y con las mujeres? ¿Cómo le va?
-Lo mismo me preguntó un viejo puto, cuando era adolescente -dije, algo fastidiado y para molestarlo, cosa que no logré en lo más mínimo, por cuanto se carcajeó más fuerte aún. Me pareció que su risa tenía un dejo metálico, como el del cantante de Sepultura, sólo que menos ostensible. Bebí otros buenos tragos de cachaça antes de continuar: -Las mujeres ya me han vuelto lo suficientemente loco como para intentar una relación estable. No quiero saber nada más acerca de ellas. Renuncié a tratar de entenderlas.
-Pero son lindas, eh.
-Ni que lo diga. Pero he elegido gozar de ellas sin comprometerme en lo más mínimo.
-Hace muy bien, joven Cratilo -aprobó, ahora algo ceñudo y pensativo. -Usted disculpe, pero le he preguntado por temas que me interesan mucho y no tengo oportunidad de hablarlos con nadie. Yo alcancé las mismas conclusiones que usted respecto de las mujeres, pero ya era demasiado tarde.
-¿Qué pasó? ¿Ya no se le ponía dura?
-Peor aún; si quiere, le cuento la historia.
-Déle nomás, no tengo nada que hacer.
-Resulta que me casé muy joven, con una negra guapa pero algo entrada en carnes, justo lo suficiente como para ser voluptuosa pero sin que se pudiese decir que era gorda. Todo iba bien al principio; pero después (no sé si por complejo o no), a medida que fue engordando, me fue tratando cada vez peor, vio cómo es eso… y encima quería sexo todo el tiempo, y yo debía esforzarme cada vez más para complacerla, aún a pesar del desagrado que me provocaba el tremendo culo que apenas si pasaba por las puertas, en ese bamboleo cárnico propio de las que se queman los pendejos entre las piernas de tanto rozar.
-Ufffff.
-Ufffff, sí. Y había que llegar al fondo de la cuestión, vio. Mire que no estoy mal dotado, pero esas nalgas robaban varias pulgadas -Ahora fui yo quien rió con ganas. Pero la historia continuaba: -Pasado el tiempo ya me repugnaba. Así que salía por ahí a beber y divertirme, lo que conllevaba que a cada regreso a casa primero era objeto de maltratos y acusaciones, y luego era atacado sexualmente. ¡Y guay que no se me fuera a parar! No había dios que la convenciera de que no había estado con otra mujer. 
Una tarde estaba bebiendo unas pingas en una barraca de Itapuá, cuando llegó un grupo de mozos haciendo batucada con parches, silbatos, agogós y hasta un banjo. Todos nos pusimos a seguir el ritmo con copas, botellas y cubiertos, o lo que hubiera a mano, y a cantar viejas tonadas bahianas. Y entonces apareció ella, Cleide. La mulata más hermosa que había visto en mi vida. Comenzó a danzar al compás del batuque, con una sensualidad y una gracia inconmensurables. Su cuerpo cimbraba y tremolaba con cada vigoroso paso, en un arrebol de lujuria. Su cara, en éxtasis danzante, parecía gozar de un orgasmo permanente, de forma tal que casi nos lo provocaba a quienes disfrutábamos el espectáculo de las firmes carnes estremeciéndose. Por suerte los mozos seguían tocando, aún excitados, porque yo quedé tieso y boquiabierto. Ella advirtió mi apasionamiento, de cuando en cuando me miraba y me dedicaba un mohín. Pensé que se estaba burlando de mí, era demasiado hermosa como para fijarse en mi humilde persona. Pero cuando paró la música, vino a mi mesa y se presentó. Bebimos una botella de cerveza y luego, cuando anochecía, me dijo que le encantaba darse baños de luna en la Lagoa de Abaeté. Mi corazón saltaba dentro de mi pecho, ya que muchas parejas iban a mantener relaciones sexuales en las arenas blancas que bordean la laguna, a unas cuantas cuadras de donde estábamos. Caminamos hacia allí, hablando sonceras y jugando juegos de seducción casi adolescente, y eso que ya andábamos por los treinta. Llegamos. Ya la luna rielaba sobre las arenas, y su piel morena contrastaba de un modo estremecedor. Sin decir palabra alguna, se acercó a mí y me besó. ¡Dios, qué dulce néctar me pareció su boca! Nos abrazamos, afiebrados, jugando con nuestras lenguas y apretándonos cada vez más fuerte a medida que la calentura ceñía nuestros cerrojos de sangre. Tomé uno de sus pechos y dejó escapar un leve gemido, al tiempo que comenzaba a acariciar mi sexo…
-Oiga, hombre, que se me está poniendo tiesa…
-Y no se imagina cómo estaba yo. Parecía un sueño. Pero era real. Tanto que no pude esperar mucho, la desnudé, subí sus piernas con mi antebrazo izquierdo y probé con mi boca otra vez el dulce néctar de su sexo. Ella se contorsionaba y gemía casi desesperada, mientras yo jugueteaba con las suaves mucosas y trataba de entender pronto cuál era su predilección en esas lides. Pero no tuve tiempo, ya que descargó un caudaloso orgasmo en mi boca. Entonces, antes de que me sucediese lo mismo sin haber ingresado aún en su maravilloso cuerpo, la monté y descubrí que, pese al tremendo polvo que se había despachado, aún la tenía prieta. Y así siguió, aunque a muy poco acabamos juntos y estruendosamente. Tardamos un buen rato en recuperar el aliento. Luego, a lo largo de la noche, lo hicimos cuatro veces más.
-Eh, hombre, ‘ta bien que fantasee un poco, pero achique la dosis, así es más creíble. Más que en esa época supongo que todavía no existía el viagra.
-Se nota que no sabe lo que era cogerme a la culona, apenas si podía levantarla. Pero Cleide… ¡qué hermosa era! Su risa iluminaba mi vida.
-¡Joder que se enamoró!
-Pues sí. Y ese fue el principio del fin. Nos seguimos viendo a escondidas, ya que la culona, después de esa noche, había olido algo.
-Habrá sentido olor a concha, por lo que cuenta.
-No, me refiero a algo más sutil, por graciosa que le resulte su guarangada. 
-No se ofenda, Genival, es una broma -no dejaba de sorprenderme el refinamiento de sus ideas tanto como el de su verbalización.
-Y ella, como modo de ganarse la vida, era amante de un político muy rico y venal, con disposición de hacernos desaparecer del mundo si se enteraba de la traición.
-Ahá, por ahí saltó la liebre.
-Cierto. Pero nos amábamos demasiado, hasta la locura; tanto que pensamos que si ese iba a ser nuestro eventual destino, o peor aún, la posibilidad de que nos separaran definitivamente, preferimos atacar primero. Ella iba a tratar de hacerle firmar un seguro, o algo así, para no quedarse con las manos vacías después de tanta asqueada inversión de sus encantos. Luego hallaría alguna manera de liquidarlo. Yo me encargaría de mi grotesca pesadilla culona.
Cleide arregló sus seguridades financieras y decidió envenenarlo con un filtro preparado por una anciana amiga hija de las Yiami, que son…
-Ya sé, Deidades u Orixás del Panteón Yoruba, ¿verdad?
-Algo así, sí, pero las precisiones las dejamos para otro momento. Yo, por mi parte, enterado que estaba de la inminencia del desenlace de ese lado de la historia, ideé un plan: serruché la baranda de madera del balcón de mi casa en el segundo piso casi totalmente, de modo que ante el menor apoyo cedería. Salí un rato a tomar coraje y volví al anochecer, a sabiendas que la gorda comenzaría inmediatamente con sus ofensas y descalificaciones cotidianas. Y así fue. Pero se sorprendió cuando, en lugar de reaccionar del mismo modo que siempre, la abracé fuertemente y, a pesar del asco y el profundo desprecio, la besé fingiendo pasión. Ella respondió, porque toda su agresividad cedía ante una perspectiva erótica. Le bajé los pantalones, los tremendos calzones (con los cuales se podía pescar un buen bacalhau), la giré y la penetré lo más profundamente que sus nalgotas me permitieron. Después la arrastré hasta el balcón. “¡Sos loco!”, gritaba. ¡Nos va a ver todo el mundo!”. Y yo: “¡Que nos vean todo lo que quieran! ¿Acaso no puedo joder a mi esposa?” Entonces, algo excitado por la inminencia del sangriento desenlace, la hice tomar de la baranda. Estaba entregada, así que le di y le di cada vez más fuerte, claro que cuidando de no perder pie. La gente comenzaba a apiñarse debajo, a reír y a gritarnos obscenidades. Cuanto más público, mejor, pensé, y como la baranda no cedía, le propiné un caderazo tal que se oyó un crujido y allí fue la culona, paradójicamente de cabeza. Yo quedé aleteando para no caer detrás. De últimas me arrojaría sobre el tremendo trasero, que seguramente y dada su blandura evitaría que me rompa la crisma. Pero no hizo falta. Me llevé las manos a la cara, simulando desesperación pero sonriendo diabólicamente. Era feliz. Los gritos y las pullas dieron lugar a unos segundos de silencio, para devenir nuevamente en expresiones de urgencia, mientras yo observaba todo el cuadro con mi miembro en ristre. Me sentí la imagen misma de una deidad masculina de la fecundidad.
Después de mostrarme afligido y doliente frente a los funcionarios policiales y judiciales, me dejaron en paz durante unos días, los suficientes para el sepelio (había que cargar el féretro de la gorda, eh) y algunos trámites. Cada día fui al bar del Pelourinho (en el que íbamos a encontrarnos cuando todo pasara), pero jamás vino. Compraba el diario “A tarde” cotidianamente, esperando encontrar noticias acerca del fallecimiento del caudillo, pero sólo encontraba referencias a su actividad política. Era todo muy raro. ¿La habrían descubierto? Una tarde, algo así como diez días después, volvía a casa y vi un grupo de peritos trabajando en el balcón, seguramente el casero les había facilitado el acceso. Y lo más alarmante era que se concentraban en los bordes aserrados de la baranda. Todo se precipitaba. Volví al bar del Pelou y bebí desaforadamente. Entonces entró un viejo amigo, que había logrado un buen pasar haciendo quién sabe qué cosas sucias para los congresales del Partido Trabalhista Cristâo, y me dijo que había oído por ahí que algunos personajes estaban fogoneando mi causa y que me querían preso para matarme en la cárcel. Por más que sabía de dónde venía el palo, traté de sonsacarle más información, pero fue en vano. “Es más”, aclaró con expresión de pocos amigos, “yo jamás te dije nada, ¿entendés? Ya bastante me arriesgo viniendo a advertirte”. Y se fue. Todo había sido descubierto, y la hermosa Cleide seguramente había muerto, o peor aún, había sido vendida como esclava sexual. Apuré el trago y me fui con lo puesto a Sao Joaquim, y tomé el ferry a Itaparica. De allí vine a esta Isla, y levanté una rudimentaria cabaña en medio del mato. Nadie iba a ser capar de encontrarme. Esta tierra es generosa, bananas y mangos te caen en la cabeza, arrojas una cabeza de pescado atada a una piola y te traes tres cangrejos. Cada noche pescaba, ponía trampas; y así fueron pasando los años. Nadie más supo de mí, y yo no supe más de nadie.
-No suena tan mal.
-No, sobre todo para el que ha perdido lo único que le interesaba en la vida.
-Hombre, tampoco sea tan drástico…
-Usted porque no conoció a la hermosa Cleide como yo la conocí. Bueno, a medida que pasaban los años, fui tomando coraje y empecé a mostrarme por el pueblo. A oír un poco de música, conversar, beber una cachacinha. Por longevo que fuera mi enemigo, era dudoso que aún continuara vivo; y si lo estaba, en el peor de los casos, estaría tan chocho que no habría por qué preocuparse.
-Y ése fue un error garrafal, ¿no?
-Un error de cálculo, diría yo, ya que no consideré algunas incógnitas de la ecuación. Resulta que el corrupto ése tenía dos hijos, cuya madre (la esposa del corrupto, digo) se suicidó al enterarse de las aventuras de su marido con la hermosa Cleide. De alguna manera el asesino con poder se encargó de mantener la llama de la venganza encendida. Una noche volvía del manglar con un par de langostas y de pronto oí a mis espaldas “¡Genival Santos!”. Pensé que era la policía, por el tono, pero no: eran tres hombres vestidos de paisano, dos de ellos munidos de armas de puño, apuntándome. Estaban a unos diez metros detrás de mí. Se presentaron como los hijos del corrupto, y me enrostraron la muerte de su madre, entre maldiciones y puteadas. Yo supe que mi fin había llegado, pero estaba dispuesto a luchar, si tenía oportunidad. Así que argumentando que no era el tal Genival, me acerqué a ellos, apretando el cuchillo, escondiéndolo tras mi antebrazo. Jugaba con eso que todo sabemos, que quien empuña un arma de fuego se confía más de lo debido. Casi lloriqueante, seguía pretendiendo no ser quien en verdad era. “¿Por este marica se suicidó mamá?”, preguntó uno. “Es verdaderamente despreciable”, comentó otro; di un salto y le hundí el cuchillo en el cuello, al tiempo que de un golpe lo desarmé. Oí un estampido y sentí un impacto en el hombro. Así y todo alcancé a apuñalar en el hígado al que estaba desarmado, que gritó como un loco. Entonces recibí otro disparo, esta vez en la espalda, y caí. Entre los gorgoteos sangrientos de uno y los gritos pelados del otro, el tercero se acercó a mí y me miró con el odio concentrado en sus ojos. Supe que si los disparos no me mataban pronto iba a sufrir mucho a manos de ese bastardo, así que le dije con sorna: “Bueno, te sigo ganando como tres a uno, más o menos.” Pude ver como le resaltaban las venas y oír el rechinar de sus dientes mientras levantaba el arma y me disparaba a la cabeza. El final fue una explosión de estrellas, que se fundieron en una extraña luz amarillenta.
-Entonces estoy, o muy borracho o hablando con un espíritu. O sino, lo que parece más plausible, me está tomando el pelo.
-Esta es tierra de Eguns, sabe…
-Lo es. Los Egun son los espíritus de los ancestros, ¿no?
-Pero yo no tuve descendencia. Por ello quizá es que estoy deambulando por acá, esperando la oportunidad de hablar con alguien.

La borrachera ya se estaba transformando en un pesado estado de somnolencia.
-No se duerma, joven Cratilo, mire que hace décadas que no la pongo.
-¡¿Qué dice?! -exclamé, abriendo los ojos bien grandes, repentinamente. Pero el viejo Genival ya no estaba. Su risa metálica resonaba por doquier. Más que asustarme, fue el arrullo más extraño que alguna vez me indujo al pesado y casi inmediato sueño de la ebriedad.
Cuando desperté, el sol ya estaba bastante alto. Quedaba un trago de cachaça, y lo bebí para ver si me ayudaba con la tremenda resaca. Luego encaminé mis pasos hacia la aldea. De pronto recordé las morenas que Genival, presuntamente, había colgado de las ramas. Iba a volverme a mirar si estaban, como una prueba objetiva de la real existencia del viejo, pero no lo hice. Me gustan los finales abiertos.