viernes, 6 de abril de 2012

APURÓ EL TRAGO


Paolo Eleuteri Serpieri

Sobre cualquier alegría, para estrangularla,
di el salto sordo de la bestia feroz.
Arthur Rimbaud

Apuró el trago. No recordaba si era el quinto o el sexto whisky. La brasa del cigarrillo dispersaba volutas estertorosas, agitadas en su incipiencia por una especie de Parkinson prematuro, quizás atribuible a tantos vicios, a tanta depresión, a tanta angustia. ¿Que diablos le sucedía? ¿Por qué cuando las cosas marchaban de modo apacible se empeñaba en buscar esa vuelta que lo arrojara una y otra vez al abismo? ¿Por qué hacia de la condición humana algo tan inhumano para sí mismo? ¿Por qué ese análisis paranoide, ese rumiar detallado de cada circunstancia, esa búsqueda del estigma, del punto débil en la estructura, de la nimiedad que lo condujera inexorablemente a enemistarse con el mundo, él incluido?
Estaba enfermo, lo suficientemente enfermo como para sufrir como un condenado, pero no como para morir una muerte balsámica, expurgatoria; una muerte que su pusilanimidad le impedía ejecutar por mano propia. Se vio a si mismo como una casa fantasma que martirizaba a los ocasionales huéspedes, y si bien ello le generaba cargos de conciencia que retroalimentaban su angustia, era precisamente él quien llevaba la peor parte, dado que, –remordimientos aparte- era el anfitrión; estaba confinado irremediablemente a ese páramo de miedos e incertidumbre.
¿Cuánto desprecio puede sentir alguien para consigo mismo? ¿Cuánta hiel es necesario tragar antes que el organismo colapse? Estaba enfermo, y los profesionales no lo habían ayudado gran cosa. Por el contrario, en las consuetudinarias sesiones de terapia había aprendido nuevos trucos con los cuales fustigar mejor a su mente, flagelada ante la imposibilidad de sortear las trampas que el mismo iba tendiéndose con cínica determinación.
Apuró el trago y pidió otro.
Subió al auto y emprendió el regreso a casa. No podía seguir envenenando la sangre de su actual mujer. Evidentemente, no lo merecía y no tenia por que soportarlo, aunque el amor fuera, como ella decía, razón suficiente para una estoica tolerancia. Iba a ser justo con ella.
Había sopesado cuidadosamente cada una de las palabras con las que trataría de hacerle entender lo fútil de su sacrificio. Apostaba a que las asumiera, a que interpretara la inutilidad de sus esfuerzos, la in conducencia de seguir tragando mierda ajena sin una mínima ilusión de que el asunto fuera a revertirse alguna vez. Había algo erróneo en su propia esencia. Siempre iba a faltarle algo, siempre encontraría pequeñas suciedades, aún en la pulcritud más exasperante. Y siempre hallaría el modo de justificarse, de mostrar ese costado obsesivo como estandarte ante cada renunciamiento. Siempre había sido igual, con mayores o menores merecimientos por parte de ellas. Simplemente se había parapetado detrás de su propio monstruo y lo había azuzado para espantarlas, hubiesen sido más o menos bienintencionadas.
Entró el auto en el garage y sintió la boca amarga y reseca. Sus manos temblaban tanto que le costó meter la llave en la cerradura. Ingresó y se dirigió directamente a la habitación, resuelto a espetar de una vez las palabras largamente meditadas, y a no aceptar disensos. Mas grande fue su sorpresa cuando vio sobre la cama perfectamente tendida una carta con su nombre. Un papel en el cual las letras configuraban el mensaje escueto y final: la “compasión” habia llegado al limite, su mujer se había marchado para nunca mas volver.
El discurso que tan minuciosamente habia elaborado devino impertinente por extemporáneo. Él mismo, y su monstruo, también habían perdido pertinencia, si no por extemporáneos, por insustanciales. Se sintió grotesco, inmaduro, caprichoso, vil, banal, inútil y una retahíla de lacras mas. Fue hasta el living, se sirvió una buena cantidad de whisky, apuró el trago y se sirvió otro tanto. Encendió un cigarrillo más. Allí estaban él y su monstruo, el espantajo y su sombra, tan ridículos en su incongruencia. Remedos de una humanidad cabal, a resultas de su incapacidad para elaborar traumas tan pueriles como ellos mismos. Fue entonces que advirtió que amaba, sin ilusión ya pero con todas sus fuerzas, a esa mujer que había puesto límite a su morboso abandonismo.
Que ironía tan ácida que ese desplante póstumo, que esa clausura lapidaria, haya sido finalmente lo que había estado buscando durante tanto tiempo, en cada una de sus relaciones. Volvió a formularse la pregunta: ¿cuánto desprecio puede sentir alguien para consigo mismo? Y entonces halló una respuesta: El suficiente como para dejar de ser, de una buena vez por todas, un cobarde fatuo y presuntuoso.
Salió al patio. Fue hasta el galpón, volvió con un frasco de ácido muriático y se sirvió un buen tanto.
Elevó la copa a la salud del monstruo, que sonreía; y apuró el trago.