miércoles, 11 de abril de 2012

KNOCKIN’ 0N HEAVEN’S DOOR

Frank Frazetta


Todo comenzó en enero. Estuve unos días en mi amado Brasil, y allí “meu fígado” comenzó a fallar. Luego pasé varios días en Venezuela, trasegando un ron muy malo que terminó con lo poco que quedaba de mi víscera más castigada. Hacía algo así como dos meses que el color negro de mis deposiciones anunciaba derrames de sangre; pero como me había sucedido algún par de veces, y me había repuesto, aposté a que esta vez sucediera lo mismo. La última noche en la Isla Margarita ya volaba en fiebre. Rato después volaba en avión. Y las Parcas (que parecen redoblar sus esfuerzos en los años bisiestos) no querían soltarme. El avión a muy poco estuvo de ser derribado por un temporal que nos pilló justo en el descenso sobre el Aeropuerto de Ezeiza. Todo comenzó con un tremendo pozo de aire que no terminaba más y que amenazó con estrellarnos. Hubo que ganar altura nuevamente y, entre pozos y sacudidas, permanecer una hora dando vueltas entre escenas de pánico y gritos -debería decir chillidos- por parte de mujeres y algún que otro maricotas. Durante ese primer pozo de aire, aún no emulado por la montaña rusa más endiablada, un cordobés -cuyo voluminoso abdomen no le permitía siquiera colocarse el cinturón de seguridad- voló y se desarticuló todo en una caída que dejó más de un lesionado. Fue impresionante ver al buey aquél suspendido, producto de ingentes inercias de aparatos voladores precipitándose.
Finalmente aterrizamos, a pesar de las justificadas zozobras. Una vez en casa, me cuidé durante una semana, pero los síntomas hepáticos no cedían. Así que un sábado por la noche, cansado de guardar la línea sin mayores resultados, en franca rebeldía y hecho una furia por la abstinencia, me clavé un par de daikirís con dosis triple de un exquisito ron venezolano marca Pampero. Para qué… me debe haber reventado una vena o arteria esofágica, ya que dejé el baño negro con un vómito de sangre explosivo y copioso. Fue el principio de una gran debacle. Mientras tembloroso -debido a la fiebre y a las disfunciones orgánicas- pretendía limpiar aquel desastre, mi mujer me sacó del medio y se hizo cargo del desastre. Pretendió llevarme al médico de todas maneras posibles, haciendo caso omiso de mis argumentos. Claro que frente al cuadro que se presentaba, no lucían muy sólidos que digamos. Le dije que había sobrevivido muy bien durante mucho más de treinta años sin consultar profesional de la salud alguno -que no fuese un dentista-. O que, si bien la naturaleza no me había favorecido con una locura egregia (de ésas que permiten vislumbrar y transmitir artísticamente visiones trascendentales), este martirio cirrótico me daba cierta pátina que me aproximaba a tipos como Poe, Dylan Thomas, Caravaggio, Bukowski, etc. Tales argumentaciones eran refutadas por el sentido común femenino, que la llevaba a definir aquellos desagradables honores con una perífrasis que, sin eufemismos, podría resumirse en dos palabras: borracho pelotudo.
El día siguiente lo pasé acostado viendo tenis por TV, sin sospechar que quien estaba con match point en contra era yo. Poco y nada recuerdo de ese día, así que de una extraña manera hipostática esta narración es de segundo orden, es decir, me fue contada. Aquí viene entonces la crónica de casi tres días de los que guardo algún que otro flash reminiscente. Parece ser que tuve un segundo episodio sangrante y comencé a hablar más sandeces que de costumbre. Mi ángel guardián, ante la persistencia tenaz de mi parte de negarme a colaborar en lo más mínimo, convocó a familiares y amigos para ver cómo disponían de mis despojos. Finalmente cedí, hay quien dice que fueron los llantos continuos y desquiciantes de mi gente más querida; otros dicen que debido a la posibilidad de hercúleos enfermeros que, cual maestros judokas, torcerían mis huesos y me meterían en una ambulancia. Creo honestamente que fue debido a la primera causa probable, ya que la ira que me embargaba hacía muchísimo más atractivo morir peleando entre sangrientos borbotones que otra cosa. De pronto estaba desnudo, sentado en el borde de una cama de hospital, con dos frascos goteando en mis venas, reclamando en todos los tonos posibles mi derecho a irme de allí. Recuerdo una especie de terror sordo, una necesidad de que me dejasen morir tranquilo, y estar cometiendo toda clase de inconductas, como cagar -de color negro- en la mesa de luz de un pobre viejo más delirante que yo en su senilidad, que festejaba y reía ante mi desatino, o irme por los pasillos arrastrando sueros y antibióticos, con una amiga persiguiéndome, sosteniendo el soporte de los fármacos. Finalmente, y como podrán suponer, fui atado a la cama. Está claro que más allá de ciertos límites las libertades individuales, incluso las de rango constitucional, dejan de ser respetadas.
Mi cabeza no respondía. Se suscitaron diálogos cómo éste:
Médica: Gabriel, ¿sabés adónde estamos?
Yo: Sí, en Caracas.
Médica: Ah, bueno, qué suerte. Pero estamos en una clínica.
Yo: Me di cuenta, sí.
Médica: ¿Y sabés por qué estás acá?
Yo: Porque perdió River.
Médica: Ahá. ¿y por qué más?
Yo (fastidiado): Porque perdió River. ¿Te parece poco?
Bueno, parecía ser que la sangre putrefacta y otros humores que mi organismo era incapaz de procesar, se me habían ido a la cabeza, produciéndome algo llamado encefalitis. Lo que es yo, solo sentía la furia sorda de la bestia acorralada. Como insistía en irme de allí, me durmieron y me hicieron todo tipo de tomografías, endoscopias, hasta una punción lumbar. Fui a parar a terapia intensiva. Atado. Mi gente más cercana tuvo que dejar sus números de teléfono, había reales posibilidades de cambio de plano por parte de éste, su amigo que jamás cabestrea.

Desperté un amanecer todo cableado y con oxígeno. Quise levantarme, pero continuaba atado. ¡Qué berretín tenía esa gente con las ligaduras! No quiero hacer lecturas psicológicas, pero creo sin lugar a dudas que esa sería su modalidad perversa preferida, la de atarse a la cama. Era víctima de un secuestro por parte de puercos sadomasoquistas. Al menos aún podía arrojar patadas. ¡Patadas! Tenía los pies sueltos. Ello me llevó a tentar planes de libertad. En aquella antesala del infierno sólo había un individuo muy viejo, en trance de muerte, y otro que me observaba con mirada bovina. Haciendo un esfuerzo conseguí incorporarme, y alcanzar así una posición más favorable para hacer fuerza. Pero las tiras de gasa o lo que fuese que habían utilizado para anular mi voluntad eran por demás resistentes. Al ver mis afanosos ajetreos, el tipo de mirada bovina -el que al parecer aparte de idiota era buchón-, dijo en voz alta:
-¡Con razón lo atan, al loco éste!
Una vieja morocha y desagradable, con cara de pocos amigos -por no decir ninguno- entró desde algún lugar y, casi cagándome a cachetadas, me dijo:
-Escuchame, ¿adónde te crees que vas? ¿No te das cuenta que no te podés ir, de acá?
Me dirigí al idiota: -che, pedazo de pelotudo, ¿encima sos buchón, vos? Decí que estoy atado, sino ibas a ver la de golpes que te doy.
Sólo sonrió, como sobrándome.
-No va a faltar oportunidad, gil -le dije finalmente. -Te voy a buscar y te voy a meter tal botín en el culo que van a tener que hacerte una cesárea para sacártelo. 
Entonces, cuando la vieja desagradable volvía al lugar en el cual apoyaba sus gigantescas asentaderas, pensé que jamás iba a curarme estando a cargo de una persona que, a todas luces, me odiaba. Entonces tuve ganas de orinar, y nada más que para joderla, no dije nada y le meé toda la cama. Luego le avisé.
-¡¿Por qué no avisás antes, torpe?! -Me espetó.
-Porque si me hubiera desatado, hubiese ido al baño, como corresponde.
-¡¿Sos tarado vos?! ¡¿Qué parte no entendiste, de la frase “no te podés levantar”?!
-Puedo entender a Deleuze, a los simbolistas, la música de Stravinsky. ¿Qué te hace pensar que no iba a entender los balbuceos oligofrénicos de una gorda obtusa como vos?
-Levantá el culo, inútil. Y empezá a rezar para cuando te tenga que acomodar las cánulas.
Creo que de alguna extravagante manera, nos entendimos. Las relaciones interpersonales son algo impredecible.

Luego vinieron las caras amigables, de a una y convenientemente esterilizadas. Allí me enteré de que lo que creía habían sido unas cuantas horas en realidad habían sido tres días, y que salvo las heridas cirróticas del hígado, el resto de mi organismo funcionaba de maravillas. Rato después, y quizá gracias a mis inconductas, pasé a una habitación personal que mi querida mujercita reservó para mí, con TV y posibilidad de visitas permanentes. Al rato estaba todo el sabalaje de mis amigos rodeando mi cama y divirtiéndose con mis relatos y ocurrencias. Como antes, casi un stand comedy, si no hubiese sido que no podía levantarme y que tenía clavadas más agujas que el personaje de la película Hellraiser de Clive Barker. Mi cerebro funcionaba bien, es decir, bien según los cánones que le eran propios. Los mismos médicos no podían creer la contundente mejoría que estaba experimentando. Afuera hacía un calor de la hostia, y yo gozaba del aire acondicionado de mi habitación. Me hallaba débil, había bajado cerca de veinte kilos en una semana. Pero estaba de nuevo en la brecha, con hambre de vida y de percepciones dignas. Y hambre a secas, también. Y lo más importante, tuve oportunidad de cavilar largamente sobre la futilidad de muchos componentes de mi experiencia vital, que tenía que extirpar de raíz. De veras, en estas instancias, uno cobra real conciencia de las pelotudeces que agotan nuestra energía y nos mandan al tacho.
Días después quedé libre, saturado de sermones, advertencias y amenazas de todo tipo, respecto de todas las plagas apocalípticas que caerían sobre mí si volvía a beber un solo trago de vino. Por mi parte, confío en la ciencia y en mi organismo. Llevé conmigo mi historia clínica, ¡tengo una historia clínica! Lástima que la primera frase de la misma reza: PACIENTE NO COLABORATIVO.
Finalmente entré de nuevo a casa con una gruesa de fármacos, y lo primero que hice fue encenderle velas a mis orixás, justo antes de poner en el estéreo a Zé Ramalho:

                                                   Bate bate bate na porta do ceu
                                                   Bate bate bate na porta do ceu

Y, sí. Por suerte no me abrieron. Todavía.