viernes, 13 de mayo de 2011

Salvada en Salvador


Llevaba como dos días sin dormír, solamente había comido algo de mingáu, y un acarajé -impregnado de dendé quién sabe cuántas veces usado, lo que no era aliciente para un hígado saturado de cachaças y cerveza como estaba el mío entonces-.
Quiero decir, mis condiciones psicofísicas no eran óptimas, aunque debo reconocer que no eran óptimas para proezas atléticas, pero tal vez lo fueran para ejercitar la poesía- esto es, no tomar un lápiz y un papel para escribir pelotudeces pretenciosas, sino VIVIR la poesía, algo que quiso hacer Artaud y terminó con la contundente mezcla de insulina y corriente eléctrica atiborrando sus trascendentales dendritas-. Lo que es a mi, dotado de una mayor dosis de cobardía en conveniente conjunción con principios más lábiles, no me atraparían tan fácilmente, aún cuando ello valiera alguna pena. Más de un arma apuntando a mi cabeza, ya a temprana edad, me han disuadido de recaer en obcecaciones heroicas y/o actitudes de dignidad suicida. Tales circunstancias me llevaron, sin embargo, a desarrollar una suerte de guerrilla intelectual, que consiste en pegar conceptualmente cada vez que se puede sin dejar flancos descubiertos. ¿Otro cagón psicobolche?, ustedes dirán. Pues sí, creo que tal definición no me molesta demasiado. Es más, creo que es bastante ajustada a la realidad.
Lo cierto y que viene a cuento, es que bajé por la Avenida Sete y le compré un paquete de Carlton vermelho a un moreno idéntico a Spike Lee, que vendía cigarrillos y café frente a la estatua de Castro Alves.
-Minha terra é uma terra de poetas, de artistas.
-Eu sei.
Y bueno, voy a glosar el diálogo subsiguiente para no tener que bastardearlo con traducciones imprecisas o ingratas. La historia es que empezó a hablar de Castro Alves, contándome que a cierta altura del año la luna, que sale del Mar de Iemanjá, en determinado momento luce como posada sobre la mano del poeta abierta con la palma hacia arriba. Le dije que conocía la historia, probablemente de lecturas de Jorge Amado -cosa que no le cayó bien, dado que al parecer pretendía ser sorprendente y original (en eso también parecía semejante a Spike Lee). Entonces, algo ofuscado, me preguntó si había leído los poemas de Castro Alves, y ante la afirmativa me preguntó cuál era mi opinión. Y yo, que de corrección política y de buenos modos conozco poco -y encima cuando vengo bebiendo parejo olvido por completo lo poco que conozco-, le respondí que respetaba mucho su lucha por los derechos humanos y civiles de la población afrobrasilera, pero que encontraba su poesía muy poco original.
Me miró por encima de sus anteojos redondos (imposible soslayar una vez más el recuerdo de Spike) y me preguntó por qué decía semejante cosa. Respondí que algunos de sus versos me recordaban tanto a Baudelaire que “hasta me sonaban en francés”. Entonces esgrimió el argumento que el bahiano escribía poemas románticos, de amor, moneda rara en Baudelaire. No quise contradecirlo, aunque pensé que se trataba de una zona bastante gris, y que seguramente debería leer más concienzudamente a ambos para refutarlo fundadamente. Ante mi silencio, sentenció que  O navio negreiro era quizá el mejor poema de la historia. Tal vez no debí exclamar entonces ¡Não fale isso, foi roubado de Coleridge!
Con expresión feroz y vocabulario soez, me espetó:  ¡Vasse foder, maradona porra!, y allí terminó mi relación con esa especie de cineasta neoyorquino devenido en vendedor de cigarros bahiano. Encendí un Carlton, que ahora por esas curiosidades del mercado pasaron a llamarse Dunhill, un gringo por otro, bah. La joda es… imagínense un brasilero pronunciando Dunhill. Un cigarrero local y un vicioso argentino generan diálogos que, palabras más, palabras menos, se dan hasta hoy día y que resutan más o menos así:
Vicioso: Dángil, por favor.
Cigarrero: Qué coisa é que vocé quer?
Vicioso: Dángil, Dungil, eu não sei como dizem aquí.
Cigarrero: Não entendo.
Vicioso: ¿Carlton?
Cigarrero: Ah, Dunil.
Joder.
Caminé hacia Praça da Sé, fumando tranquilamente el Carlton/Dunil. Entré en ese bar tradicional frente a la plaza, el primero a la derecha, y lo poco que recuerdo es que me puse a conversar con un turista andaluz y beber un cravinho tras otro, ya que cuando dejaba de invitar yo, pagaba él. Lo único que recuerdo de la conversación que mantuvimos, por la gracia que me causó, fue que en un momento, hablando de la economía europea globalizada, me dijo que “Los españoles y los italianos no somos europeos, somos europedos“.
(Ah, y un lujito que me estaba olvidando. Mientras departíamos y bebíamos cachaça con clavo de olor y quién sabe que más, pasaron frente a nosotros nada menos que los “Filhos de Gandhi”, al comás de sus ritmos, bailando y celebrando la vida según su sana costumbre.)
Me despedí del andaluz y caminé por el Pelou, uno de los lugares más caros a mis afectos, sino el más. No me pidan que lo describa, porque contra tal empresa conspiran dos factores determinantes: el primero, que cierta atmósfera esencial es inabordable mediante conceptos, sugerencias o incluso metáforas, por más trascendentes que sean; el segundo consiste en la nula pertinencia de estilos onda Alain Robbe-Grillet en el contexto de un blog. Pueden plantear que esto es inexacto, pero éste es mi blog -es más, hasta ahora soy el único que lo visita- y por lo tanto, mi criterio es soberano.
Y aquí los acontecimientos se precipitan. Imbuido como estaba de alcoholes y poesía, no advertí que mis pasos me llevaban a una zona oscura y poco transitada, óptima para asaltar a cualquier beodo desprevenido.
-Ei, você -escuché a mis espaldas. Me volví para enfrentarme con un individuo grandote, andrajoso, sucio, con pelos y barbas ensortijadas, grasientas, que cargaba un paño de artesanías.
--Sí, ¿qué pasa? -Pregunté en español, automáticamente, aunque ya me había dado cuenta de lo que pasaba, no hacía falta ser muy suspicaz.
-¿De dónde venís? -Inquirió a su vez, algo desconcertado, con acento rioplatense. Tuve entonces un atisbo de esperanza que la cosa no iba tan mal.
-De Argentina -respondí.
-Ah, yo soy uruguayo.
-Encantado -dije socarronamente, mientras me volvía para seguir mi camino.
-Esperá un poco - Supe que, fuera lo que fuese, no debía darle la espalda.
-¿Qué necesitás? -Le pregunté, mientras extraía de mi bolsillo los  Carlton, pensando que tal vez zafara de la situación con un par de cigarros.
-Necesito dinero, y vos me lo vas a dar.
Entonces, y ante el hecho consumado del aprete, la adrenalina encendió de golpe todas las luces opacadas por la falta de sueño y el alcohol. Me puse tenso, pero fingiendo aplomo, me tomé mi tiempo para encender un cigarrillo.
-Que necesitás dinero, está a la vista -dije, a sabiendas que en tales lides más valía parecer duro que blando, y agregué- Lo que es más difícil es que te lo dé yo, simplemente porque no tengo.
Entonces comenzó a gritar ¡MIRÁ, BURGUESITO HIJO DE PUTA, VENÍS ACÁ DE VACACIONES, A HARTARTE DE COMIDA FINA Y WHISKY IMPORTADO, Y NO AYUDÁS A LOS QUE ESTAMOS EN LA MALA! Por un momento me sentí tocado, casi que era absolutamente cierto todo lo que se me imputaba -salvo lo del whisky, habiendo cachaça o ron-, pero en todo caso prefería dar esmola (limosna) a los chicos hambrientos de la calle antes que a un individuo prepotente y desagradable. Y eso fue lo que le dije, palabra más, palabra menos, en tanto evaluaba la posibilidad de salir corriendo a todo trapo hacia las luces de la Praça.
-No, argentino hijo de puta -dijo ahora en voz baja y pausadamente, lo que resutó más intimidante aún que los gritos que la habían precedido-, me vas a dar ahora todo lo que tenés encima. -Y sacó un cuchillo enorme, aún para él, que, como ya les dije, era un tipo groso. Un cuchillo, y más de esa magnitud, intimida mucho más que un arma de fuego. Créanme, lamentablemente sé de lo que les estoy hablando.
-¡Você, acaba com essa história! -Dijo una voz desde la negrura de la noche.
-Não mexa, cuide da sua vida.
-Sempre a mesma coisa com vocé…
Como saliendo de la oscuridad, un moreno bajito pero de buen porte se acercó y le indicó que se fuera antes de que su espítitu ardiera en la fragua de Ogum. El uruguayo soltó un par de maldiciones, me miró con odio y se fue. Quedé pasmado. Un moreno pequeño, que apenas sobrepasaba la atura de las caderas del asaltante, lo había despachado con el poder de su Orixá, Ogum. Y debía ser un individuo bastante poderoso, tal vez un Babalâo, a la vista de los resultados.
-¿Como vai você? -Me preguntó, los dientes fluorescentes expuestos en amable sonrisa. Era bajito, musculoso y de facciones agradables. Irradiaba luz interior y simpatía.
-De boa -respondí boquiabierto, pero aún así utilizando la expresión de moda por allá que ha venido a reemplazar al célebre tudo bem.
-Não é aconselhável andar por aquí…
-Eu sei, acontece que eu estou um pouco bêbado…
-Eu sou Fernando, Filho de Ogum.
-Eu sou Gabriel, e ainda não sei quem é meu orixá de cabeça.
-Você vai saber quando é hora.
Volvimos a la Praça da Sé. Lo menos que podía hacer era invitarle un par de tragos, luego de su oportunísima intervención.
Nos sentamos a la mesa exterior de un bar, y para mi sorpresa, rehusó beber. Me explicó que era bailarín de capoeira, y que su entrenamiento le impedía tomar alcohol o fumar. Ni siquiera aceptó un refresco. Yo estaba cada vez más desconcertado. Pensé en ofrecerle dinero, lo poco que iba quedando, pero se me adelantó, diciendo que su padre Ogum no le hacía faltar nada.
Volvieron a pasar los Filhos de Gandhi -evidentemente era su noche de ronda-, y esta vez se quedaron tocando y bailando en esa misma esquina. Una negra muy vieja, muuuuy vieja, flaca y arrugada que estaba sentada junto a mí en la mesa de al lado, me invitó a bailar. Dudé un momento, pero me pareció una falta de cortesía rechazar el convite. Mientras bailábamos -cosa que ella, a pesar de la edad, hacía con real estilo-, se rió de mi torpeza, argumentando que los blancos bailamos pésimo porque tenemos bloqueado el chacra que está en las caderas, el que activa la sensualidad y los instintos básicos, y ello gracias a nuestra cultura pacata. “Parece que acá son todos chamanes”, pensé, al tiempo que me regocijaba de estar bailando con un testigo viviente de la historia de Salvador al ritmo de Os Filhos de Gandhi. ¿Qué tal?
Miré hacia la mesa y me detuve. Fernando no estaba allí. Tal vez había ido al baño. La preta velha me preguntó qué buscaba. Le respondí que a mi amigo, el que estaba en la mesa conmigo. Entonces se rió y me dijo que había llegado y permanecido solo, y que me había invitado a bailar porque el dueño del bar ya estaba algo alarmado por el gringo que bebía a mansalva y hablaba solo.
-¡¿Eu estava sozinho?!
-Não, sozinho não. Aquí em Salvador os malucos falam com os Eguns, quem são os espíritos dos mortos. ¿Você pode acreditar?
(Estimado lector, si vocé não pode acreditar, y piensa que esto es una mera aberración de la mente, o peor aún, una maniobra torpe para dotar de interés a esta magra historia, le sugiero que se emborrache bien, de noche, y vaya a dar una vuelta por los arrabales del Pelourinho. Aunque en verdad no se lo aconsejo, a menos que sea Rambo convenientemente pertrechado. Y ello no por los Eguns, precisamente.)