viernes, 20 de mayo de 2011

Soldado de videla II / Enter the Iguana


Por fin llegamos al batallón. Nos recibieron con toda clase de insultos, degradaciones y referencias descalificadoras acerca de nuestra condición de reclutas, “tagarnas” (como se dice en su jerga), cuando no de judas o subversivos.
Y lo primero que hicimos, fue mostrar el orto, literalmente. Nos llevaron a un baño y nos hicieron abrir las nalgas mientras un suboficial, al parecer experto en diámetros anales y sus eventuales posibilidades de haber sido dilatados por miembros, vibradores, o lo que fuera, nos observaba meticulosamente. Vaya un ojo de buen “culero”. Me pregunté adónde habría conseguido aquel homínido el dominio de tal especialidad, aunque cualquier suposición parecía inducirme a considerar posibilidades bizarras, escatológicas incluso.
La cuestión es que todos pasamos el test del culorroto; al menos en ese momento, no hubo señalamiento alguno en contrario.
Cuando salimos de la calibración visual de ojetes (perdonen la mención recurrente a partes de la anatomía humana tan prosaicas; la cosa es que se trataba de eso. Ah, y de paso, les aviso que ni se les ocurra asociar tal circunstancia a posibles anclajes de mi psique a esas etapas freudianas de evolución sexual, eh. No me hagan poner facho en este contexto, porque empiezo a los tiros) ya había caído la noche. Atravesamos la plaza de armas y entramos en una gigantesca cuadra, que así llamaban al gran pabellón en el que dormía la tropa. Como no había camas para nosotros, dado que aún no nos esperaban, el room service resultó bastante precario. Simplemente nos invitaron a descansar sobre el piso, apiñados en el centro del ámbito. Casi cien pares de ojos nos observaban desde las camas, la mayoría denotaba un aire sarcástico que se podría traducir a palabras como “bienvenidos al infierno”, con la resentida satisfacción propia de los condenados que se regocijan en el mal de muchos. En tierra de parias, éramos menos que eso. Unos cuantos guachos asustados apiñándose sobre el piso mugriento, observados por otra caterva parecida que con nuestra llegada, de algún extraño modo, sentía que había subido un grado en la escala. El arribo de algunos boludos más, y en condiciones aún más precarias que las suyas, no dejaba de proporcionarles un cierto aliciente.
Luego de putearnos un poco más, y de prometernos todo un arsenal de torturas para el día siguiente (en el que comenzaría nuestra “instrucción militar”) apagaron las luces y la negrura que atenazaba nuestro interior por fin hizo juego con el entorno.
A medida que las pupilas se fueron adecuando a la oscuridad, pudimos ver el brillo de los ojitos de los que tenían la mísera fortuna de un colchón mugriento. Parecía un cuento de Jack London, los aviesos ojos lobunos estrechando el círculo hacia las víctimas en las nevadas noches de Alaska.
Entonces hizo su aparición el macho alfa. Un individuo inmenso, atlético, feo como tropezón en patas, con unos músculos dorsales tan desarrollados que empequeñecían su ya de por sí magra cabeza, y que daban lugar a su apelativo. Nos dijo:
-Soy el Iguana -te encargo la concordancia-. ¿Así que ustedes son los putos que trajeron de La Plata? Bueno, por si no lo saben, dénse por enterados: acá el “poronga” soy yo -Por estos pagos, sobre todo en los ámbitos carcelarios, “poronga”, además de referir al órgano sexual masculino, se aplica a los jefes de pabellón.
Entonces dijo el gordo rubión: -ver Soldado de videla I-, que dicho sea de paso se llamaba Salvador -podríamos derivarnos en la determinación que su nombre podría ejercer sobre sus actitudes; pero qué va, muchos párrafos subordinados, ¿no?-:
-Podés ser todo lo poronga que quieras, pero que quede claro que no somos putos.
El Iguana sonrió, cruzó sus hercúleos brazos sobre el pecho y dijo:
-Qué pasa, gordo, ¿Sos cocorito?
-No, pero no me gusta que me jodan, y menos que me digan puto.
-Ah, parece que te la aguantás… ¿querés probar?
-No quiero quilombos. Andá a dormir y cuando se dé, hablamos.
-Así que aparte de gordo y puto, sos cagón…
-Si seguís jodiendo te voy a tener que atender ahora.
-Dale, si te la aguantás, vamos a las duchas...
Salieron por una amplia puerta doble en uno de los extremos de la cuadra, que por lo visto daba a las duchas. Varios partidarios del Iguana los siguieron. Algunos de los nuestros fueron a ver la pelea, también. Iba a ser un gran espectáculo, sin duda. Pero mi horno no estaba para bollos y, tal como venía la cosa, no quería asistir a la masacre de Salvador, quien a fuerza de defender dignidades propias y ajenas, se había embarcado en una de órdago.
Se oyeron ruidos de golpes, murmullos ¡Ohhh! ¡Úuuuhhhh! ahogados, por cuanto no convenía hacer barullo para no despertar al suboficial que, luego de arrojarnos a la leonera, se había ido a su habitación, a pocos metros del escenario del combate. Más golpes, más expresiones de sorpresa o de alarma; y luego, el silencio, solo mancillado apenas por unas voces tenues que venían desde las duchas.
Al cabo de unos segundos, el Iguana volvió a la cuadra, seguido de su séquito. Los nuestros no volvían, era obvio que el favorito había ganado. No pude más que incorporarme e ir a ver cómo había quedado Salvador. Sostenido por dos pibes, se acercó a los piletones para lavar la sangre que le cubría el rostro y el pecho.
Luego de arrojarse agua repetidamente sobre los restos de su cara, abrió la boca, tomó con índice y pulgar un incisivo superior y lo extrajo, con suavidad, de la pulpa sanguinolenta que era su morro. Casi vomito.
Pero lo peor eran sus ojos.
No sé si el pobre Salvador tenía o no el culo cerrado.
Lo que sí era seguro, era que no iba a poder abrir los ojos por un buen par de días. Mínimo.