miércoles, 18 de mayo de 2011

Repollitos de bruselas gratinados

Jazmín estaba preparando repollitos de bruselas gratinados con salsa blanca, la comida favorita de Sandra, su pareja. Pero este sencillo acto de amor, tan natural y corriente, estaba empañado por oscuras desdichas, suficientes para que el potaje recibiera, además de la sal propia de la receta, la que proporcionaban sus lágrimas, que corrían a torrentes mejillas abajo.
Hacía tiempo que Sandra estaba distante, y si se ponía a sacar cuentas, ello sucedía desde que le había presentado a Cora, una periodista con pretensiones de escritora, medio hippie y -según su percepción, por demás subjetiva- roñosa. No fue más que conocerla que sus alarmas anticuernos se dispararon alocadamente, y de forma inmediata planteó la situación a su amante, quien le aseguró que no tenía interés en ella más allá de la simple amistad, y que en todo caso, si así no hubiese sido, tampoco había conflicto, por cuanto Cora era definidamente heterosexual. Tal vez Jazmín fuera a creer eso el día que Cora le presentase alguna pareja masculina. ´
Cada vez que Jazmín volvía a la carga con el tema de que la encontraba más distante, Sandra decía que no era así, y que si quería hacer algo por la salud mental de la pareja, debía cortarla de una buena vez por todas con los celos, “especialmente respecto de Cora”. Esta salvedad, lejos de tranquilizarla, agregaba fardos de leña seca en la hoguera de su desesperanza.
Y tal suposición había recrudecido cuando Sandra, en oportunidad de aprobarse la Ley de Matrimonio Igualitario, había rechazado su propuesta en este sentido argumentando que sus sentimientos no necesitaban ningún tipo de validación legal y/o civil para ningún efecto; y menos aún los económicos, que suponía -según ella- bastardear afectos por especulaciones materialistas. Incluso esta observación, de sesgo hippie, denotaba sus fuentes ideológicas.
Hasta esa mañana.
Sandra le había dicho la noche anterior que tenía turno con el ginecólogo, y luego iría directamente al trabajo. Jazmín no dudó un segundo que la pérfida iba a ir corriendo hacia los brazos de su roñosa amiguita. Así que, fingiendo que había salido a hacer mandados y había olvidado llevar las llaves de su departamento -un quinto piso en el barrio porteño de Caballito-, fue hacia el consultorio, sólo para confirmar sus sospechas: Sandra no había solicitado turno para ese día, y tampoco había ido por allí en absoluto.
Salió hecha una furia, directamente hacia la casa de Cora. Lloraba a mares, el maquillaje corrido agregaba patetismo a su ya de por sí desencajada expresión.
Cuando iba llegando -sin haber decidido aún de qué manera iba a canalizar el tropel de caballos salvajes que se desbocaba en su pecho-, las vio salir del edificio, exultantes, riendo… seguramente se estaban riendo de ella. Pese al primer impulso, que fue el de abalanzarse sobre ellas y dejar expuesta la artera traición, tuvo la presencia de ánimo suficiente como para seguirlas. Al doblar la esquina esa actividad de fisgoneo se vio beneficiada por el gentío que circulaba por la avenida.
Luego de un par de cuadras de tensa vigilancia las vio ingresar a una galería comercial. Corrió unos cuantos pasos, para no perderles la pista, y llegó justo para ver que bajaban por escalera al subsuelo y entraban en… ¡UN SEX SHOP! Cruzó la calle trastabillando, y casi la atropella un ómnibus. Ni siquiera oyó las puteadas del chofer. Se quedó apoyada en un árbol, parapetada, para que no la vieran al salir. Trató de enfrentar la desgracia con alguna dosis de dignidad, así que sacó de la cartera su espejo y un pañuelo de papel, y se puso a recomponer los rictus que la cosmética anegada habían dibujado en su rostro. En eso las vio salir, y como justo en ese momento el flujo de autos y transeúntes había disminuido, oyó lo que le pareció la sentencia final para su historia de amor. Cora le decía, casi a gritos, y sosteniendo el fálico envoltorio recién adquirido “Ojo, ahora, que no se vaya a enterar Jazmín, por favor”.
Ya no tuvo fuerzas para continuar el acecho. Caminó, durante un tiempo muy difícil de precisar según su alterada subjetividad, casi catatónica, con menor actividad cerebral incluso que un zombie haitiano.
*        *        *
A eso de las 19 llegó Sandra. Cuando comentó que el aroma de la cocina era magnífico, Jazmín se arrojó en sus brazos, la besó apasionadamente y le dijo que había preparado su comida favorita, pero que no iban a comerla sino hasta que terminaran de hacer el amor. Casi a empujones la arrastró hacia la habitación que compartían y la desnudó sin parar de besarla por todo el cuerpo. Por su parte Sandra, luego de dar voz a su sorpresa por el arrobamiento sexual de su amiga, se sumó a las prácticas lésbicas con similar entusiasmo, y ello las llevó a una retahíla numerosísima de orgasmos. Nunca habían tenido mejor sexo. Dedos, lenguas, piel, mucosas, todo ello en una explosión casi constante. Al cabo de una hora todo terminó, y fue como si la ola de fuego las hubiese arrojado a las dulces playas del relax post-coital. Desde el televisor un periodista se escandalizaba por cierto exabrupto abusivo que tuvo el Director del Fondo Monetario Internacional con una camarera en los Estados Unidos.
*        *        *
-Estabas hecha una loca, cuando llegué, ¿no? -Preguntó Sandra rato después, sentada a la mesa del comedor.
-Un poco, sí, pero decime, ¿cómo te fue en el ginecólogo? -Inquirió Cora a su vez, mientras servía los repollitos gratinados.
-Normal. Revisación de rutina.
-Ahá.
-Che, está muy bueno esto -dijo, mientras soplaba el humeante bocado-. Pero tiene un gustito medio raro…
-Si, la almacenera me aconsejó agregarle coriandro. ¿Te gusta?
-Comería cualquier cosa hecha por esas manos hermosas.
(¡HIJA DE PUTA Y LA REPUTÍSIMA MADRE QUE LA PARIÓ! -Pensó Jazmín, con tanta violencia que por un instante pensó que podría haberse escuchado-. Cuánto cinismo, cómo podía ser tan falsa)
Cuando ya estaba por terminar el plato, empezó a jugar con el tenedor y el par de repollitos que iban quedando. Visiblemente pálida, dijo a su amante:
-Che, sabés que me parece que no me cayó bien, la comida…
-¿No te gustó?
-No, sí, me encantó, pero me agarró un dolor acá… -y se tomó la zona del plexo solar.
-¿Querés que llame al médico?
-No, pará un cachito, parece que se me está pasando… ¡No sí llamá, llamá, por favor que ME QUEMAAAA!
Jazmín fue hasta el teléfono, tomó el auricular, se volvió hacia la doliente y con expresión malévola, a la vez que delirante, le preguntó:
-¿Seguro querés que llame?
-¡DALE, POR FAVOR, LLAMÁ QUE ME MUERO! ¿Qué te pasa?
-¿Seguro que fuiste al ginecólogo, hoy?
A medida que Sandra caía en la cuenta de la real situación, fue siendo presa del desconcierto, y la ira, y el terror.
-¿Estás loca? ¡Hija de puta ¿qué me diste?!
-Nada más ni nada menos que tu merecido, pérfida.
Sandra se incorporó, y trastabillando, se fue encima de su amiga, al tiempo que exigía que le diera el teléfono. Jazmín, en cambio, dio un fuerte tirón y arrancó el cablerío, inutilizándolo.
-¿Qué hacés, loca de mierda? Me estás matando…
-Vos me mataste a mí, hoy a la mañana.
Sandra se desplomó. Su palidez era impresionante, sus repentinas ojeras cada vez más negras. Sintió que una rigidez pesada iba agarrotando sus miembros. Vomitó lo que le pareció era ácido sulfúrico. Una pasta verde claro, con el agregado de un líquido marrón-negruzco que supuso era sangre que estaba ingresando en su aparato digestivo. Miró a Jazmín, cuya cara era una máscara diabólica. Sus ojos relucían de odio y de satisfacción frente a la tremenda venganza que estaba ejecutando.
-Imbécil… -dijo Sandra entre estertores.
-Menos imbécil que lo que te pensabas, creyendo que podías engañarme con tu “amiguita“. Pero no, fui al consultorio de tu médico y no apareciste, ni tenías turno -Sandra volvió a vomitar, y cada vez respiraba con más dificultad. -Después fui hasta lo de tu “amiguita”, y las vi entrar moviendo la cola en el sex shop.
-Imbécil… pasado mañana… es… tu cumpleaños. Me acompañó a… comprarte un regalo… imbécil.
-Ah, ¿sí? ¿Por eso te dijo “Ojo, ahora, que no se vaya a enterar Jazmín, por favor”? ¿Tan imbécil, me creés?
-Estába… mos armándote una… fiesta sorpresa… imbécil… -cada vez le costaba más hablar, y volvió a vomitar. La mueca de Jazmín comenzó a desmoronarse- Ahí… en mi… cartera está el… recibo del alquiler… del salón.
-¡Dejá de inventar, hija de puta, te estás muriendo! ¡DEJÁ DE INVENTAR HISTORIAS!
-No… son… historias… llamá al… médico…
Jazmín hurgueteó en la cartera y allí estaba el maldito recibo. La enormidad de lo sucedido hizo impacto por fin en ella, que comenzó a temblar convulsivamente. Sobre todo porque sabía que ya no había retorno: su amada, inocente a pesar de todo, estaría muerta en un par de minutos. Entonces, en un arrebato final de su estragado ánimo, corrió, atravesó los vidrios de la ventana y se estrelló en la vereda, cinco pisos abajo.
Lo último que Sandra llegó a oír, antes del vórtice final, fueron los gritos de una anciana, cinco pisos abajo, testigo involuntario del cuerpo de Jazmín apachurrado contra el pavimento.