viernes, 10 de junio de 2011

DELIRIUM TREMENS

(Cualquier semejanza con la realidad es absolutamente intencional)

Hacía ya dos o tres horas que había tenido su último vómito de sangre. Fue uno muy profuso y especialmente pestilente; allí estaba aún -no se había tomado el trabajo de limpiarlo- como una especie de memento mori de resolución inminente. Era evidente que le quedaba poco, muy poco tiempo, y la inmensa responsabilidad que pesaba sobre sus agónicas espaldas suponía un trago más amargo aún que los resabios de sangre negruzca que tragaba luego de cada estallido de sus varicosidades esofágicas. No obstante se sirvió otra copa de bourbon. Bebió un poco y sintió una fuerte quemazón en el tubo digestivo; ojalá sirviese para cauterizar un poco las heridas más recientes.
Repensó su vida mientras miraba los comandos del panel de control. Las voces en los parlantes y las diversas líneas móviles del videograph lo mantenían al tanto del estado general de las cosas, y de la eventual necesidad de su intervención en las situaciones de emergencia que pudieran sobrevenir (si bien ésta era una función que no correspondía a su posición, hacía días que había dispuesto asumirla personalmente. Por suerte la tecnología había evolucionado lo suficiente como para permitir que incluso un individuo degradado al extremo como era su caso pudiera ejecutar una función tutelar tan relevante con un par de simples maniobras. Y ello además le permitía, como decíamos, repensar su vida en lo que muy bien podía tratarse de la recapitulación final).
Nacido en el seno de una familia patricia -por lo que nunca nada le había costado gran cosa-, se había esforzado por cumplir con creces cuanto se esperaba de él. Brillante en su paso por las mejores universidades, no tardó en descollar también en el ámbito profesional. Y casi sin darse cuenta fue asumiendo responsabilidades cada vez mayores. Formó una familia ejemplar, creció económica y socialmente hasta el pináculo de lo que habían pretendido para él, y más allá aún de cualquier expectativa, por excesiva que hubiese parecido. Y las presiones crecientes lo llevaron a utilizar el alcohol como válvula de descompresión. Para cuando la sustancia comenzó a afectarlo en un nivel orgánico, había aprendido ya a disimular sus efectos de un modo magistral, lo que le permitió continuar desempeñando su relevante rol social sin mayores complicaciones que algún que otro tímido aconseje de parte de sus colaboradores más allegados, a quienes siempre tranquilizaba con sólidas y temperamentales argumentaciones, las cuales –a veces por su virtud convincente, a veces por intimidatorias- lograban su cometido. Y si algo había aprendido a lo largo de su experiencia era eso, que lo que a ultranza contaba era la consecución de los fines, independientemente de los medios. Y eso era lo que pensaba hacer hasta el momento de la sangría final.
Terminó la copa y volvió a servirse. Fue allí que advirtió un punto rojo parpadeando en el monitor. Fijó su vista en él, sorprendido, y entonces sucedió algo insólito: del destello brotó un escorpión, de tonalidad rojiza él también, y de un tamaño considerable. Caminó extrañamente por el plano vertical de la pantalla, descendiendo hasta el tablero de control. Lo observó, estupefacto, tratando de comprender la lógica de semejante prodigio, si es que acaso podía tener una. No acababa de asimilar el inverosímil evento cuando se encendió un nuevo punto rojo, y otro, y otro más. Al cabo de unos cuantos segundos el tablero hervía de escorpiones. Sobrecogido, fue víctima de otro estallido esofágico y de otro caudaloso vómito de sangre negruzca; se ahogó y se dio cuenta que su fin estaba allí nomás, a un paso. Y al propio tiempo advirtió el mensaje que los escorpiones habían venido a darle: eran el símbolo de la proliferación de sus enemigos, que vendrían a apoderarse de todo cuanto había logrado en su vida, a despojar a su familia y a su gente, a dar por tierra con todos los frutos de su esfuerzo y dedicación permanentes. Mas no lo iba a permitir. Por nada del mundo.
Se quitó un zapato y arremetió contra las alimañas, con verdadero odio y determinación paranoide, asestando taconazos a diestra y siniestra. Pero los escorpiones eran cada vez más. Supo entonces que había una sola manera de acabar con ellos: hubo un estallido de cristales, un febril manipuleo de dispositivos y a continuación se desató un pandemónium de sirenas ululantes y pulsos de alarma frenéticos.

-¡¿Qué pasa, Señor Presidente?! –Preguntó a gritos el Jefe del Pentágono, pero fue nomás irrumpir que se percató de que la pregunta ya no tenía destinatario. El Presidente yacía inerte sobre el charco de su último vómito.

Tres horas más tarde la vida del planeta también languidecía hacia su fin, entre la bruma radiactiva de la noche nuclear.