domingo, 19 de junio de 2011

EL BASILISCO

     
basilisco.

(Del lat. basiliscus, y este del gr. βασιλίσκος, reyezuelo).

1. m. Animal fabuloso, al cual se atribuía la propiedad de matar con la vista

Diccionario de la RAE  



        
Por cuestiones de laburo que no voy a incluir aquí en virtud de su prosaica condición esencial, me vi arrojado a vivir tres meses en un pueblo del interior de la Provincia de Buenos Aires. Ustedes saben, la gente trabaja, hace compras, mira televisión y espía por las rendijas. Los pendejos van a “la confitería” y los hombres mayores, al “clú”. Si bien me aburrí como un hongo, al menos tuve un poco de tiempo para chupar solo, ejercicio que considero altamente recomendable para ser efectuado por cualquier persona de inquietudes délficas, al menos de cuando en cuando.
Tuve oportunidad de frecuentar el restaurante del gordo Pichón, donde se morfaba bien y barato y uno se encontraba en un ambiente familiar, de esos que resultan reconfortantes en tanto no se trata de la propia familia. El gordo era un tipo bonachón y servicial, chupaba lindo y parejo nada menos que Don Valentín, y cuando la clientela se iba retirando me llamaba a su mesa y le dábamos entre los dos. Una vez se quedó con nosotros el cura párroco, un gringo rubicundo y a todas luces temperamental. Hablamos generalidades; después ellos se pusieron a comentar varias vicisitudes de vecinos que me dejaban fuera de cuestión y poniendo cara de “qué interesante”. No tardé en desviar la conversación a los trascendentales, y el que quedó afuera esta vez fue Pichón. Ahora bien, es obvio el galimatías que puede generarse en un tipo de discusión así, entablada a través de lenguas moradas y dendritas laxas por el tinto, así que solamente voy a referir que yo pretendía que aquel sacerdote me explicara, de modo que yo pudiera mínimamente comprender, el por qué se establecía como abstracción final y primer motor inmóvil a lo que parecía tan sólo ser una instancia arbitrariamente dispuesta como última, en una simple inferencia de tercer o cuarto orden frente a la infinita secuencia de posibles procedimientos abstractivos. El cura ni siquiera pestañeaba cuando aseguraba que la sana lógica evidenciaba que lo último, origen a su vez de todo, es necesariamente lo que se encuentra más allá de todas las generalizaciones imaginables, y que precisamente en eso consistía el concepto de lo trascendental, únicamente aplicable en sentido estricto al creador. La cosa se puso bastante buena, en ningún momento el gringo dio la impresión de querer evangelizarme, limitando la cuestión a un mero ejercicio intelectual, cosa que fue la primera vez que me pasó en oportunidad de conversar con miembros del clero. Tan es así que comencé a visitarlo en su casa parroquial, me prestaba libros y pasábamos tardes enteras en la vieja parodia del relativista versus el exégeta de la moral divina. Pese a que la cosa difícilmente alcanzaba brillantez alguna, lográbamos entretenernos y hasta acalorarnos a veces, aunque sin alcanzar situaciones incómodas. Finalmente conseguí que reconociera que varios pecadillos a los que soy afecto no son pasibles de condenación eterna, pero no pude hacerlo transigir en lo que hace a los llamados pecados “mortales” bajo ningún respecto. Las Tablas de la Ley eran la voluntad de Yahveh tal como se las había dictado a Moisés, y había que cumplirlas “al pie de la letra”, dado que nadie podía arrogarse el rol de aventurar, desde su contingencia, la pertinencia o no del mandato en determinadas circunstancias.

Poco después pude comprobar lo endebles que pueden ser los principios, por internalizados que estén, frente a las tormentas del ánimo
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Un sábado al mediodía fui invitado por el párroco a comer un cordero al asador. Allí fui, y mientras el cuadrúpedo adquiría las tonalidades cobrizas pertinentes, fuimos picando unas morcillitas frías y sorbeteando algunos Martinis. Me pareció un poco violento someter a juicio el problema de la gula, al menos en ese contexto, así que lo dejé para otra oportunidad.
En eso estábamos cuando vi salir por detrás de la casa parroquial a un contingente de niños acompañados por el sacerdote asignado a esa capilla como ayudante del gringo. Éste también los miraba, frunciendo el ceño de modo ostensible.
-¿Qué pasa, don? –Le pregunté.
-Nada, son los pibes de scout.
-¿Y le preocupa algo?
-No, los pibes no. Es ese tipo, que no me gusta nada.
-¿Cuál, el cura? ¿Y por qué no le gusta?
-Porque no me gusta. Tiene mirada torva, parece medio ladino. Lo mandaron castigado, acá.
-Ah, ¿sí?
-Sí. Y me parece que tiene mañas raras. Lo tengo vigilado, pero me parece que en cualquier momento muestra la hilacha.
Comimos el cordero y luego permanecíamos en una agradable sobremesa filosófico-etílica de ésas que tanto nos gustaban, cuando vimos tres o cuatro pibes pasar corriendo por delante de la iglesia. El gringo no más verlos se levantó como un resorte y los llamó, pero venían alarmadísimos, y apenas si gritaron que el cura había visto un basilisco en el parque, y los había mandado corriendo a sus casas.
-¡Un Basilisco, hijo de puta, yo te voy a dar, un basilisco! –Dijo, encendidos sus rojos naturales por la ira, mientras ingresaba como exhalación en la casa para salir inmediatamente con una 9mm en su diestra. Casi corría rumbo al parque. Troté un poco para darle alcance.
-¡Eh, jefe! ¿Qué está haciendo?
-Con razón el hijo de mil putas se pasó toda la semana hablándoles del basilisco, y qué sé yo cuántos, se la estaba preparando...
-Oiga, padre, contrólese... vaya a ver primero y después saca el chumbo, qué le pasa... –noté que en la desesperación le había dicho “padre”. Será que también me caben las generales de la Ley.
Ingresamos al parque y parecía desierto, aunque frondosos árboles de copa baja dificultaban una visión exhaustiva. Sin embargo el gringo, estimulados sus sentidos por una dosis quizá excesiva de adrenalina, divisó un lienzo negro detrás de un ligustro.
Me hizo señas muy imperativas para que guardara silencio, y caminamos sigilosamente hasta un lugar en donde pudimos ver una escena deplorable: un niño de unos siete años estaba con su cabeza literalmente metida dentro de la sotana del degenerado. Sí que le estaba mostrando el basilisco.
-¡Aaaaah, bastardo! –Rugió el gringo, y su tez alcanzó el punto máximo de rojez. El pibe, lloroso, se dio vuelta y apenas tuvo tiempo de quitarse antes que el cargador de la 9 fuera vaciado en el cuerpo del pederasta, que ni alcanzó a enfundar. Quedó allí tirado, contra el ligustro, mientras su vida y su erección declinaban acompasadamente. No obstante alcanzó a decir: “Gracias, padre, por haberme liberado de este infierno.” Nunca sabré a qué padre se refería, si al que lo había baleado o al Jefe.
El pibe ahora lloraba a gritos, y el gringo era la imagen misma de la desolación empuñando un smokin’ gun. Tomé al pibe de la mano y me lo llevé.
Lo acompañé hasta su casa pensando en qué podía decirle para paliar un poco el daño que le había sido infligido, pero no se me ocurrió nada, y como estaban las cosas, más valía no improvisar.
Rumbo a la pensión traté de arribar a alguna conclusión que justificara semejante experiencia; mas las cosas eran, esta vez sí, muy claras para mí: el Basilisco, como los sacerdotes, podían matar tras un mero golpe de vista. La cagada que los sacerdotes existen.