domingo, 12 de junio de 2011

La abolición del pasado

Arrecian otra vez los tam-tams en mi mente y emprendo enjundioso los pasos de baile que desembocarán sobre playas de éxtasis, vibrando los parches de mis tímpanos en inusitadas cadencias que corresponden al máximo volumen, el silencio explosivo. Danzo entonces entre vorágines de luz, que de cuando en cuando se aglutinan en un paisaje que a poco vuelve a desmembrarse y así. Entonces... ¿qué hay por aquí?
Una casa nueva. Gran cosa. Siempre estoy viviendo en casas nuevas, al menos para mí. Pero hay algo más, esta vez. El acabado es de una pulcritud exasperante. Todo parece ser nuevo. No parece, es nuevo: los muebles son nuevos, los cuadros son nuevos, incluso mi ropa –cosa de lo más inusual- es de estreno. Todas las fotos son de ahora e incluso mi autorretrato al carbón parece haber sido hecho hoy mismo, y tanto mis libros como mis discos tienen © 2011 y no parecen haber sido siquiera hojeados o retirados de su cajuela, según el caso. Lo peor es que tampoco sé qué debería haber quedado respecto de cualquier cosa, ya que no soy capaz de recordar nada. El pasado, tanto intra como extramental parece haber sido abolido; como si la realidad hubiera sufrido una nueva tabulación, como que de aquí hacia atrás se hubiere resumido quién sabe respecto a qué o en qué, algo así.
Me sirvo un taquito de Legui (botella nueva), me lo clavo de un saque, abro una cajetilla de Gold Leaf y enciendo uno. "Los hábitos permanecen", supongo, mientras gozo por vez primera el sabor del licor combinado con el suave humo del cigarrillo “Fabricado bajo la supervisión de British American Tobacco Co. Ud....”. Salgo a la calle y observo que todos los automóviles son último modelo, pero nadie los conduce. Simplemente están allí aparcados. Claro, quién iba a conducirlos en medio de este sismo psicológico que acabamos de sufrir. Todos experimentamos esta actualización compulsiva y nos miramos unos a otros con ojos de pez. Los mayores, por cierto. Los niños en tanto se embelesan con la novedad de sus ropas, o de sus juguetes. Es obvio, cuanto menos pasado se tiene menos se alucina en una circunstancia como ésta.
Una mujer anciana se acerca y me dice:
-Pero fíjese, joven, qué calamidad. Estoy a punto de morir y no sé qué he hecho de mi vida.
-No se preocupe, señora –respondí con flamante sarcasmo.- Algo me dice que suele ser así, de todos modos.
Rato después decidí sin más dejar de interactuar con mis congéneres, harto estaba ya de preguntas estúpidas que sin embargo era incapaz de responder y de rostros desencajados de estupefacta zozobra. Caminé pensativo y supuse que mis olvidadas experiencias seguramente incluían varias quemas de naves; que numerosas veces habré barajado y dado de vuelta, no sé. En todo caso, sólo se trataba de meras presunciones, que quizá se debieran a la tranquilidad que observaba en la crisis. Miento, no se puede calificar de “tranquilidad” al estado mental que me imbuía. Mejor debí haber dicho ataraxia maravillada, o algo así. Todo estaba para verse por vez primera.
De pronto se me ocurrió algo: "Si me fuera posible caminar hacia atrás, y retroceder al propio tiempo mis cavilaciones en fidedigna reversa, tal vez podría de algún modo soltar el engranaje y recordar más allá de la tabla rasa". Así lo intenté, mas nada parecía ocurrir.
En eso observé en la vereda de enfrente a un hombre enjuto que me miraba y se sonreía, al parecer al tanto de mi fallida maniobra. Tampoco parecía turbado en modo alguno, pero lo que más llamó mi atención fue su ropaje, cuyo deterioro y suciedad contrastaban formidablemente con el pulcro universo. Me dirigí hacia él.
-Parece que usted puede recordar –le dije.
-¿Y de ahí?
-No, nada. Simplemente supuse que podría usted decirme algo del pasado, o en todo caso, ayudarme a recordar.
Me miró insidiosamente durante un momento. Luego me respondió:
-Solamente puedo decirte una cosa acerca del pasado, mas estoy seguro que ya la sabes.
-¿Qué cosa?
-Que el pasado no existe -sentenció, y emprendió la marcha. Unos momentos después estalló en llamas. Continuó su camino, imperturbable, y luego desapareció, o se consumió, no sé. Caminé tras sus pasos y a poco comencé a incinerarme a mi vez. Apenas si tuve tiempo de desarticular aquel extraño cosmos, insertado como una semirrecta ígnea en el tiempo eterno.

Les escribo esto lo mejor que puedo, con mi mano derecha ampollada. Mas lo peor, de todos modos, quizá sea que mi chamuscado cerebro no me permite, hoy día, encontrar una miserable prueba objetiva de la existencia del pasado en ninguno de los mundos que suelo frecuentar.
Incluso los fósiles rezuman una actualidad exasperante.