miércoles, 8 de junio de 2011

Noche de perros

Abdul empezó a decir que le habían batido una buena línea, que conseguía un cuarto kilo de merca polenta por tres lucas.
-Te felicito, pero yo no tomo más –le respondí.
-No, vieja, yo tampoco, pero sabés la teca que te podés hacer...
-¿Ponerme a vender? ¿Otro laburo más, y encima con stress? No, querido, gracias. Hacela vos.
-Sí, yo la hago. Pero me falta una luca.
-Por “áhi” cantaba Garay –dijo Pepe.
-Sí, pendejo, ¿cuál es? ¿Alguno tiene una luca para prestarme? Se la devuelvo al toque. Nada de andar estirando ni haciendo papelitas. Un par de manos ¡tac-tac! Y a otra cosa.
-¿Es así de corta? –Pregunté.
-Claro, papá. Hacemos cinco en dos días.
-Entonces no te la presto. Pongo la luca que falta, y pasado mañana me das... una luca seiscientos, ¿no?
-Ah, claro, la concha de tu madre, entonces yo trabajo para vos.
-Vos necesitás una luca, y yo la tengo. Soy una parte de la producción ejecutiva, Abdulcito. ¿Eso no vale nada?
-Sos una liendre, hijo de puta.
-Bueno, está bien. Arreglamos en luca y media derecho.
-Está bien. Pero venís conmigo a hacer la transa.
-¿Estás loco?
-A nó, pajero, es mi auto, es mi nafta...
-¿Y eso que tiene que ver?
-...es la primera vez que voy. Dale, haceme la gamba. Aparte, ganás quinientos y te das un paseo por El Tambo.
-¿Qué tambo?
-El Tambo, la villa ésa por ahí por La Matanza.
-Estás pirado. Ni en pedo.
-Dale, boludo, me van a dejar solo…
-Perdón, ¿por qué me incluís? –Preguntó Pepe.
-Qué, ¿no me vas a hacer la gamba?
-¿Sos loco? ¿Y qué gano, yo?
-¿Y qué querés ganar, vieja? ¿Fama? Vení, puto, haceme la gamba que si sale bien, la próxima te habilito unos buenos mangos de onda, y te pago un asado.
-¿Y si sale mal?
-Si sale mal me la morfo yo. Me hago cargo.
-Sí, claro, y a nosotros nos piden disculpas y nos condecoran –ironicé.
-Bueno, está bien, váyanse a la reputísima madre que los parió –dijo Abdul, mientras se incorporaba para irse. Cuando iba saliendo, le dije:
-Esperá. Me convenciste. Te acompaño.
Y atrás mío se vino Pepe.
Pasamos por mi casa a buscar la guita y rato después nos estacionamos frente a una casa de material a medio terminar en la esquina donde comenzaba una villa que se perdía hacia el horizonte. Bajamos Abdul y yo, ya que Pepe prefirió quedarse en el auto. Golpeamos las manos, un perro grande ladró y a poco salió un tipo de unos cuarenta años, pelo largo y ondulado castaño oscuro, barba y cara de pocos amigos.
-¿Sí?
-¿Usted es Santiago?
-Sí, ¿y usted?
-Mire, yo vengo de parte de Mingo, el de la pensión de allá de La Plata...
-Ah, sí, Mingo –se acercó.- ¿Y qué andás buscando?
-Y, me dijo el Mingo que tiene el cuarto a tres lucas.
-Le dijo bien. Pasen.
-Entramos. El tal Santiago nos sirvió un whisky. Un ovejero alemán parecía estar atento al más mínimo de nuestros movimientos. En la pieza de al lado una mujer y un niño jugaban y se reían. El tal Santiago hizo las maniobras de pesaje, Abdul tomó la bolsa, metió los dedos y se los pasó por las encías. Movió un poco el contenido y repitió la operación.
-Había sido desconfiado el hombre –observó el tal Santiago.
-No, sabe que pasa, maestro, que no quiero tener problemas, después.
-Está bien, yo tampoco. Pruébela todo lo que quiera. Es de primera especial.
-Sí, parece que sí.
-Aparte usted viene de parte de Mingo.
-Sí, le manda saludos.
Abdul pagó, y nos fuimos. Una vez en el auto, Pepe insistía en saber cómo nos había ido y yo le comentaba, exultante, que había sido a piece of cake. Mientras le contaba observé que Abdul permanecía serio y ausente a nuestra conversación.
-Houston, we have a problem –dije, para seguir con los anglicismos.
-¿Qué pasa? –Preguntó Pepe.
-No sé, forro. La actitud de ese tipo no me gustó nada.
-Yo no noté nada raro –acoté.
-No, puede ser. Pero tengo un pálpito que no me gusta nada.
Detuvo el auto, abrió el capot, sacó unas herramientas de la guantera, agarró la bolsa y salió.
-¿Qué hace, boludo? –Me preguntó Pepe.
-No sé, me parece que fue a esconder la merca.
-Todavía no tomó y ya se puso paranoico...
-Mientras el pálpito no se le cumpla...
Abdul volvió y arrancó. A nuestras preguntas, confirmó que había metido la merca adentro del filtro de aire.
-¿Y no se pianta, de ahí?
-No, tarado, no la hubiera puesto, si se pianta.
Unas cuadras después un patrullero atravesó la calle por la que veníamos y otro, con sirenas, nos cerró de atrás. Los conejos estaban en la trampa.
-Viste, te dije, hijo de mil putas. El muy turro estaba entongado con la yuta –dijo Abdul, mientras detenía el coche.- ¿Ves cómo es, la mano? Estos ahora van y se la devuelven, y la vuelven a vender.
-Estamos hasta las manos.
-Déjenme hablar a mí –dijo Abdul con tono imperativo.
Yo mientras me veía a mí mismo convirtiéndome en una especie de Boecio posmoderno escribiendo en la cárcel mi propio De consolatione philosophiae.
Un sargento gordo se apeó del auto que teníamos adelante y se dirigió hacia el nuestro con un par de agentes secundándolo. Estaba sudando un sebo que, dada su cualidad grasosa, casi adoptaba un color blanco mate semitransparente. Se inclinó en la ventanilla de Abdul, oteó un rato el interior del vehículo y después dijo, lisa y llanamente:
-Gordo, sabés qué, dame la bolsa.
-Primero, yo no soy gordo. Y segundo, “flaco”, no sé de qué bolsa estás hablando.
-No te hagás el pija. Sabés muy bien de qué bolsa estoy hablando. La que acabás de pegar.
-Yo no acabo de pegar nada. Vine al casamiento de mi prima y no sé de qué me estás hablando.
-¿Querés que te revise? Si te reviso te comés por lo menos un par de años.
-Sí, como no. Pero me revisás en la comisaría. Acá no. Vamos a la comisaría y me revisás todo lo que quieras.
-Ah, te hacés el poronga...
-Dale, subí, vamos hasta la comisaría y me revisás todo lo que vos quieras. Pero en la comisaría, eh. Acá, ni en pedo.
-Andate de acá, gordo hijo de mil putas, antes de que te mate. Y no se te ocurra hacer ninguna, que ya te tomé la patente.
Abdul le hizo la venia y arrancó. Se subió al cordón para esquivar el auto de la esquina y así salimos, indemnes, del encuentro con “La Ley”.
-Estás loco –le dijo Pepe.
-No, chabón –lo corregí.- El loco no solamente tiene huevos, sino que también tiene cabeza. Se te tiene que ocurrir, esa, y encima, la tenés que hacer.
-Claro, vieja, el tipo no nos puede llevar a la taquería, porque le salta la ficha. Aparte yo quería que él creyera que ya habíamos descartado el paquete, y se lo creyó. Si no, minga que nos iba a dejar ir. Pero yo ésta no me la como.
Pegó la vuelta y agarró de nuevo para lo del tal Santiago, ante las protestas, puteadas e incluso ruegos que le formulábamos con Pepe. Aunque yo sabía que era al pedo, ya que el auto se mecía con las contracciones que su pierna derecha transmitía al acelerador.
Paramos unas cuadras antes, compramos unas birras de ésas que vienen ahora con envase descartable y nos parapetamos a unos cincuenta metros de la casa, en una especie de enramada oscura muy bien dispuesta para los fines de Abdul. Pepe sobre todo, aunque yo también, seguía insistiéndole para que abandonara el asunto y nos fuéramos, con todo tipo de argumentaciones.
Rato después salió el tal Santiago con su perro y una bolsa para mandados. Se dirigió para el lado donde estábamos nosotros. Abdul fue hasta una pila de escombros unos metros detrás nuestro, separó un fierro groso de fundición y un palo de escoba. Nos dio uno a cada uno.
-Ustedes encárguense del perro –dijo, y salió abiertamente al encuentro del tal Santiago. Nosotros lo seguimos. -¡Hey, buchón! –El tal Santiago respingó. El perro se le vino al humo, mas Pepe y yo nos adelantamos y lo agarramos a garrotazos. En una casi le gana la línea interna a Pepe –que para estas cosas es medio boludo - y yo lo aparté de una patada y casi no le pude seguir dando, ya que el loco, presa del cagazo y del furor –que uno lleva al otro- le daba y le daba y le daba y le daba. Como el can ya estaba casi hecho papilla, me detuve a mirar como Abdul le daba y le daba y le daba y le daba al tal Santiago. Ablandado, inconciente y contra la pared, no se caía sólo porque Abdul lo sostenía con la zurda del cuello mientras lo ponía de derecha.
-Dejalo, chabón, que ya no sirve ni para repuesto de boludo- lo conminé.
Entonces le soltó el pescuezo, lo agarró de la oreja, se la retorció y le dijo:
-¿Viste, putito, lo que es meterse con uno de la 22?
Y le metió un derechazo en el rostro sanguinolento; tan fuerte, que se quedó con gran parte de la oreja en la mano.
-Mirá, vieja –dijo, mostrando el macabro souvenir.
-¡Qué impresionante! –Dijo Pepe
-Qué impresionista, querrás decir –corregí.- Decí si no es una onda Van Gogh –dije, arrastrando aire entre palabras debido a un par de arcadas. -Vamos de una vez, Tyson, antes que vengan los amigos de uniforme.
-¿Y con ésto qué hago? –Preguntó Abdul, con cierta sorna, mientras sacudía entre su índice y su pulgar el arrancado pabellón (qué ícono).
-Y qué sé yo –respondió Pepe.- Colgátela del cuello, como hacían los marines en Viet Nam.

Emprendimos un raudo regreso hacia La Plata. Pasado el cruce de Alpargatas todo hacía parecer que nuestro periplo por el conurbano violento tendría finalmente una feliz resolución. Pero faltaba algo para redondear aquella noche de perros, y qué mejor que otro perro. Un perro que se nos cruzó cuando veníamos echando putas por la 520 (¡casi en casa!). Abdul volanteó, mordió la banquina y me vi metido en un carrousell de ésos que tanto joder con el caos y el caos está ahí y no lo podés parar y el cerebro anda tan rápido que congela una cuasi eternidad de pavor y estás ahí y nada podés parar y el materialismo se vuelve de repente algo concreto que está a punto de desaparecer para siempre... ufffff...

Fuego en el ojo derecho. Puerta abierta por la que salgo arrastrándome. Abdul que me ayuda a incorporarme pero que tiene una gamba que casi no puede pisar. Sangre en el ojo que me saco con el dorso de la mano mientras Abdul me dice “¿cómo estás? ¿estás bien?” “Tengo sangre” balbuceo como un cagón. “No es nada, eso; es un corte chiquito, ¿estás bien?” “Sí, sí, un poco mareado”
-¡Ayúdenme, la concha de su madre! –Nos gritó Pepe, luchando para abrir la puerta trasera que estaba medio trabada por la torsión de los metales. En el tumbo final habíamos dado de trompa contra el borde de una zanja. Y todo, motor, filtro de aire, ¡Frula! Se habían ido al carajo. Tres mil al excusado del vacío. Ayudamos a salir a Pepe, que tenía un buen chichón amoratado y un golpe cortante en la rodilla. Nada grave. Después Abdul se puso a preparar una buena fogata con el vehículo.
-¿Qué hacés, boludo, estás loco? –Le preguntó Pepe.
-Qué voy a hacer, gil. Tengo seguro contra todo daño. Aparte la merca ya la perdimos. ¿Querés que salte en el peritaje?
-Eso es lo que yo llamo tener todo bajo control –comenté, mientras me enjugaba las gotas de sangre que corrían superciliar abajo.

Mientras el fuego iba creciendo, nos marchamos como pudimos.

Heráclito y la puta que te parió.