sábado, 18 de junio de 2011

PROSAÍSMOS PROFANOS (El vino de los poetas)

“El honor es generalmente un desecho del poder”
Roland Barthes

Allá por el año 2000, fui invitado por la secretaría de cultura bonaerense a participar de un “Vino de Honor”, con motivo de celebrarse el “Día del Escritor”. Obviamente, el sustantivo “vino” (al que debía agregarse el no menos importante calificativo de “gratis”) motivó mi concurrencia al acto. Craso error. Luego de soportar una charla más indicada para la reunión del “Club del vino del mes”, mi paciencia se acabó al ver a los “poetas” abalanzarse sobre las viandas como una bandada de gaviotas hambrientas, -conste que no digo ratas por cuanto considero que el pequeño mamífero roedor tiene un par de vueltas más en el encéfalo… no sé si que las gaviotas, pero seguro que estos “poetas”-.
De vuelta a casa, escribí lo siguiente:

Acallemos por fin cualquier reverberación de obsoletos parnasos. Que cada poema sea finalmente una piedra y el pensamiento, firme como una catapulta para arrojarlo; sobre las naderías que se entretejen con traumas egolátricos, sobre las estructuras que los alientan, sobre el plasma burgués que seduce y fagocita cualquier intento de free lance, sobre las marionetas irremediablemente sujetas a los hilos de la dictadura instaurada por la sempiterna kalokagathía.
Una puteada bien dirigida suele valer más que millones de obras ajustadas a pruritos formales, dedicadas al propio ombligo  o de los eventuales contertulios. Puaj.
El buen tono define los límites de nuestra debilidad. Basta, pues entonces, de Vinos de Honor. Un poeta con honor no es un verdadero poeta, sino alguien que debe soportar sobre sus hombros esa pesada carga. Es alguien que sopesa cada palabra en orden a no zaherir sus bronces tan pulcramente cincelados a golpes de clasicismo; es alguien acuciado por pesadillas gramáticas, semánticas o estilísticas; es alguien capaz de humillar desde la fatuidad de sus pedestales a quienes no comulgan con su ideario, o que no consienten su genialidad; es alguien que reivindica el carácter original de los papeles perforados que definen la melodía de su pianola; es alguien que arroja una y otra vez paladas de tierra sobre el ataúd de lo posible. Basta de Vinos de Honor. Comencemos a beber vinos de trance, así tal vez podamos un día romper el círculo de la complacencia. Las secretarías de cultura ya han pagado demasiado muchos servicios de lunch, y las rubicundas mejillas de los “bohemios” contrastan aviesamente con la palidez de los niños pordioseros en la noche invernal, siendo que un moco de estos párvulos vale más que todos sus caros vinos y sus dudosos “honores”.
He bebido varios Vinos de Honor y sólo me han provocado esta suerte de vómito revulsivo. He escrito poemas pensando en las formas, y lo vivo con oprobio. Mi karma está atestado de volutas aéreas, de arabescos perfectamente equilibrados y de precisiones semióticas. Hoy tan sólo, quizá tan sólo hoy, quiero arrojar piedras. Una parafernalia geológica para sus rollizos remilgos intelectuales.

He aplicado la misma férula conmigo
y aún no redimo los honores mal habidos.
Cada vino se vuelve agrio en mi boca
(syrah, malbeck, lambrusco)
y enjuago entonces mi deshonra con bebida blanca
a tono con el blanco de mi mente,
con el blanco de mis versos
(que son fragmentos marmóreos,
desechos devastados liminares
de la verdadera imagen estatuaria jamás asequible)
que se proyectan hacia la médula de la pretensión
fríos                   adustos                   implacables
estallando entre flamígeras escarchas
contra el entrecejo de los adláteres del tirano.